Cassie no era una mala madre. Lo que quiere decir que nunca le faltaba paciencia, nunca era negligente a propósito y nunca ponía voluntariamente sus propios intereses por delante de los del pequeño Frank. El amor fluía de ella como la leche materna y era engullido con delectación. De hecho, Martha señaló que Cassie ofrecía el pezón con demasiada frecuencia, hasta cuando saltaba a la vista que el niño estaba lleno.
En una época en la que el espectáculo de una madre dando de mamar a su hijo se consideraba una atentado a la moral, Cassie no tenía reparos en dirigir sus pechos de asombrosa capacidad lactante a la boca imprecisa de su hijo Frank en cualquier momento y lugar. En el parque, en el autobús, en el café lleno de soldados y aviadores heridos. Fuera la rosada aureola y a la boca del glotón bebé sin siquiera una pausa en la conversación. Provocaba una conmoción. Mientras estaba disfrutando de una taza de té con Beatie en Lyons Corner House, en la parte alta de la ciudad, un caballero entrado en años se había quejado al propietario. Los soldados que volvían del frente no tenían por qué ver algo así, protestó.
Cassie no entendía a qué venía tanto alboroto y lo dijo así.
—Estamos en una ciudad arrasada hasta los cimientos y todos tan preocupados por un pequeño trozo de teta.
El propietario estrujó el paño de cocina que llevaba y lanzó a Beatie una mirada suplicante.
Beatie se acabó el té.
—Ya nos íbamos —musitó.
—¿Ah, sí? —dijo Cassie.
El problema de Cassie, si es que podía llamársele problema, era que no le importaba lo que la gente pensara de ella. Y no de aquella manera que provocaría que una persona normal fuera descrita como carente de sentimientos, segura de sí misma en grado extremo o egoísta. La cuestión era que Cassie no tenía en el alma una pizca de juicio con la que condimentar su vida. Si alguien hacía algo escandaloso, ella lo miraba con interés pero sin el menor ánimo crítico. Así eran las cosas, sin más. Para ella el comportamiento no estaba sujeto a regulaciones personales sino a la acción de fuerzas como el viento y la guerra.
Pero no todo era tan bonito. Podía salir a comprar tabaco y distraerse con una conversación, dejando a Frank solo durante horas. Podía olvidarse de cambiarle los pañales. Podía quedar para ir a bailar sin acordarse de buscar a alguien que cuidara al pequeño. Podía ser descuidada de infinitas maneras diferentes.
—¡Cassie, Cassie, ven aquí! —le dijo Martha, muy enfadada, en una ocasión—. ¿Qué es esa quemadura que tiene el niño en la pierna?
Cassie rompió a llorar.
—¡Oh, mamá! Estaba sentado con él, eso es todo. Y como me había tenido toda la noche despierta con sus lloros, estaba muy cansada y estaba fumando un cigarrillo. La cabeza se me fue adelante sin quererlo y se me cayó el cigarrillo en su pierna…
Apoyó la cabeza sobre la mesa y sollozó.
—Te mereces unos azotes, chica, te los mereces de verdad.
—Lo sé, lo sé.
Y siguió llorando con toda el alma.
No podía confiarse en Cassie.
Martha había tenido veinte años para darse cuenta de que la chica no albergaba ningún mal en su interior. Es sólo que era díscola e inepta. Un espíritu libre y encerrada y con seis hermanas que vivían tan apretadas que si a una se le torcía el cuello todas sufrían tortícolis. Resultaba una sorpresa que hubiera salido adelante. Aunque no era la más débil —esa dignidad correspondía a Olive—, Martha siempre había creído que era un poco faltosa. Lo pensaba a menudo pero nunca lo había dicho.
Así que los primeros años no estuvieron exentos de dificultades. No podía confiarse en que Cassie tuviera con Frank lo que Martha llamaba el debido cuidado. Estaba con sus hadas y duendes y era a ella a quien había que vigilar. Así era: Cassie nunca había dejado de ser una niña. Así que el cuidado de Frank recayó sobre Martha en mayor medida de la que a ella le hubiera gustado. Pero era lo bastante sensata para permitir que la muchacha tuviera sus escapadas, sus bailes y sus vagabundeos, pues sabía que una vez que el demonio de su interior hubiera sido aplacado, podría volver a confiarse en ella… al menos hasta la próxima vez.
Beatie fue también una devota ayudante, hasta que le llegó el momento de marchar. A pesar de que era ella la que había arreglado la entrega de Frank en la escalinata del Banco Provincial, se había enamorado del bebé sin remedio y cargó sobre sus espaldas con mayor responsabilidad de la que le correspondía. Tanto Bernard como ella estaban encantados de pasar gran parte del tiempo de su mutuo cortejo cuidando del niño. El dinero no les sobraba y si Cassie tenía que salir a bailar y Martha quería ir a su partida de whist o, lo que ocurría con menor frecuencia, a la sala de señoras de la taberna Salutation, se ofrecían gustosamente a quedarse solos mientras Frank dormía en el piso de arriba.
Bernard había sido un descubrimiento. Cambiaba pañales. No parecía que le importase ni que lo encontrara poco masculino.
—Lo que es poco masculino es sentir remilgos por cosas así —decía mientras limpiaba la mierda de color ocre de las nalgas querúbeas de Frank, las espolvoreaba de polvo de talco y volvía a ponerle los pañales limpios con la destreza de un auténtico experto—. Además, quiero saber de qué va todo esto, por si alguna vez nos decidimos a intentarlo nosotros.
»Todo va a tener que cambiar —afirmaba—. Si vamos a hacer que las mujeres trabajen, y no va a quedar más remedio con esta falta de mano de obra, no podemos hacer que tengan que trabajar y encargarse además de todo lo de casa, ¿verdad? Los hombres tendremos que dar un paso al frente y hacer nuestra parte. Todo va a tener que cambiar. Todo.
Beatie se ruborizó. Martha enarcó una ceja, porque allí había un hombre verdaderamente insólito.
—¿Es comunista? —preguntó Una a Martha después de que Bernard se hubiera explayado con uno de sus discursos.
—No sé lo que es —respondió ella—, pero lo que está claro es que no es un pez ni un ave de corral.
Una, con su marido granjero y su existencia campestre, comprendió aquella afirmación.
—¿Es un ateo? —quisieron saber después de un tiempo las gemelas espiritualistas, Evelyn e Ina.
—Sea lo que sea, posee un alma fuerte —dijo Martha para satisfacerlas. También informó a Olive de que era muy cuidadoso con el dinero, y a la rigurosa Aida que estaba muy bien educado. A Cassie no tuvo que decirle nada porque, aparte de que nunca juzgaba a nadie, había adorado a Bernard desde el primer momento. Cassie quería que de mayor el pequeño Frank fuera como él.
Pero fuera lo que fuese, pez, ave de corral, comunista o ateo, por fin se marchó a la Escuela Sindical y Beatie lo siguió. Los dos habían estudiado mucho durante el año que habían pasado cuidado al bebé y los dos habían obtenido plaza en Ruskin, Oxford. Bernard continuaría con sus estudios de arquitectura y Beatie estudiaría inglés.
Y Martha los echó terriblemente de menos.
Por aquel entonces Frank tenía casi tres años ya y sin Beatie para ayudarla, empezó a resultar una carga para Martha. La artritis le daba meses malos y meses buenos y cuando Cassie dejó de estar tan presente como debiera, Martha decidió que había llegado el momento de recurrir a la promesa empeñada. Hizo un llamamiento.
Cuando Martha hacía un llamamiento, todas respondían. Todas las demás consideraciones quedaban apartadas para lo que ella llamaba un «encuentro». Un «encuentro» no era exactamente lo mismo que la reunión dominical de rigor de las hermanas, que ya de por sí pasaban mucho tiempo en la casa familiar. En estas ocasiones los maridos —y los aspirantes a maridos— eran también convocados. Nadie había ignorado jamás un encuentro o se había atrevido a ofrecer resistencia.
El problema de la comida para el supremo té del domingo del encuentro se resolvía fácilmente si traía un plato cada hermana; Aida prepararía dos grandes pasteles de carne; Olive traería patatas hervidas, lechuga fresca, tomates, apio y cebollas de primavera de la floreciente verdulería que William y ella poseían; Una, huevos hervidos, crema y queso de la granja y las dos gemelas harían bizcochos. En materia culinaria no podía dejarse en manos de Cassie nada más complicado que untarle la mantequilla al pan. En conjunto era, en un tiempo en el que seguía existiendo el racionamiento, todo un lujo.
El problema estribaba, como en todos los encuentros anteriores, en encontrar asientos para los asistentes. Además de las hermanas había que buscar espacio para el marido de Aida, Gordon, el de Olive, William, y el de Una, Tom. Además de Joy, el regalo de William desde Dunkerque, estaba su segunda hija, Grace, un año menor que Frank, y la recién nacida, Hope. Niñas por todas partes en un país que, según se decía, estaba muy necesitado de hombres. Luego estaban Cassie y Frank. Beatie, que se encontraba en Oxford, había recibido una dispensa especial pero a pesar de ello se presentó en compañía de Bernard. Pidieron sillas de respaldo rígido a la señora Carpenter, de la casa de al lado. La mesa del comedor se trasladó a la cocina y se llenó de viandas, para que todo el mundo pudiera servirse a su gusto y comiera en el salón con el plato en el regazo.
El pequeño Frank, que tenía tres años por entonces, se movía entre el bullicio y el caos del encuentro como alguien cuyo pueblo hubiese sido invadido, sojuzgado y colonizado en menos de cinco minutos. En especial observaba a los hombres, y no con poca curiosidad precisamente.
El tío William era un hombre cuyas cejas existían en un estado de levitación permanente y que asistía a los acontecimientos domésticos con un parpadeo de soñolienta incredulidad. Fueran los que fuesen los horrores que había experimentado en Dunkerque, resultaban insignificantes comparados con el trauma de verse en una casa con tres niñas pequeñas, una verdulería y una esposa emocionalmente dependiente. A su vez Tom, el marido de Una, le guiñaba un ojo a Frank y le ofrecía un convincente repertorio de gorjeos de pájaro. También sacaba caramelos o sorbetes de limón de sus bolsillos o de detrás de la oreja de Frank. Tenía mano con los niños, la misma mano que Bernard trataba de encontrar por todos los medios sin mucho éxito. Bernard sentaba a Frank sobre su regazo y le hacía preguntas como:
—¿Y tú qué piensas que le depara el futuro a nuestra bonita ciudad, jovencito?
Pero no importaba que Bernard fuera un inepto con los niños, porque Frank se veía siempre atraído y embriagado por la presencia de hombres en la casa. Sus graves voces lo deleitaban, no lo asustaban. Le intrigaba que no sonrieran tanto como las mujeres. Le encantaba la manera en que se estremecían y trepidaban sus voces cuando reían. Y le gustaba cómo olían.
Salvo el tío Gordon, todo hay que decirlo. A Frank no le gustaba en absoluto cómo olía el tío Gordon. De hecho Gordon pertenecía a una categoría formada sólo por él mismo.
—Gordon se parece más a un cadáver cada día que pasa —le confió Martha a Cassie en una ocasión.
Era verdad. La fina piel de Gordon parecía pegada a su cráneo como papel de arroz chino; revelaba hasta la última protuberancia del hueso y se colapsaba en los pómulos hundidos. Aquel semblante de muerte se veía exagerado por una ausencia casi completa de cabello. Frank, que por aquel entonces estaba aprendiendo a contar, provocaba la hilaridad de todos los presentes tratando de contar los pelos que Gordon tenía en la cabeza. Había nueve mechones grisáceos que brotaban de un punto situado por debajo y detrás de la oreja derecha, cruzaban la parte superior de la cabeza y venían a desembocar justo encima de la ceja izquierda. Durante el proceso de recuento, Gordon esbozó una sonrisa, lo cual fue una desgracia porque reveló una doble fila de astillas amarillentas de las que las encías se batían en una retirada completa. Esta sonrisa nerviosa hizo que Frank retrocediera y desistiera de su propósito.
Gordon poseía el don de mostrar su carencia de encías cada vez que hablaba y, dijera las palabras que dijera, se veían siempre precedidas por un zumbido prolongado y ahogado, durante el cual parecía embarcado en un combate heroico consigo mismo o un mero ataque de estreñimiento para tratar de darle forma a lo que quiera que estuviera a punto de decir.
—¿Otra rodaja de pastel de carne, Gordon?
—Eeeeeeeeeeeeeeeeeeee, bueno, no, no es que esté muy lleno, la verdad, pero…
Tenía también el molesto hábito de no completar sus frases.
—¿Un sándwich de queso y pepinillos, entonces?
—Eeeeeeeeeeee, bueno, sí, eso estaría bastante…
Un recién llegado a la familia, como Bernard o William antes que él, podía inclinarse hacia delante con aire expectante, mientras esperaba educadamente a que Gordon concluyera la frase. Y podía esperar. Y esperar. Y Gordon abriría los ojos con una especie de terror y se frunciría los labios sobre las encías en retirada como si aquella situación en la que se encontraban —la situación provocada por su incapacidad para terminar las frases— fuera para él tan asombrosa como para los demás. Sin embargo, Martha y las hermanas franqueaban el abismo poniendo un plato o una taza entre sus fríos dedos y seguían adelante como si tal cosa.
—¿Una taza de té, Gordon?
—Eeeeeeeeeeeeeeee, sí, bueno, no le diría que no a…
—Aquí tienes. Cassie, corta una o dos rebanadas más de ese pan negro.
Pero no era el cráneo o las oraciones inacabadas y ni siquiera las encías que se retiraban de los dientes lo que más inquietaba a Frank. Era el olor. Gordon olía raro.
Era un fluido embalsamador, eso y algo menos preciso. Puede que el aroma del fluido embalsamador arrastrara consigo un rastro de carroña. Gordon había sido contratado por un servicio de pompas fúnebres después del gran bombardeo de noviembre de 1940, cuando habían muerto varios centenares y muchos miles habían sido heridos. Operario de fábrica antes del estallido de la guerra, había descubierto que le gustaba su nuevo trabajo. Su anterior ocupación recaía cada vez más en las mujeres del servicio civil y aunque conservó un puesto como supervisor en la fábrica en la que había trabajado hasta entonces, empezó a repartir su tiempo de trabajo entre esto y la tarea aparentemente más lucrativa de preparar a los muertos para el crematorio municipal.
Al principio Martha había decretado que Aida y Gordon serían los primeros en hacerse cargo de Frank. Con el tiempo acabarían por tener que ocupar su lugar pero no había sido capaz de entregar el niño a la rígida y un poco amargada Aida (cuya infertilidad era una de las razones de su amargura) y al cadáver reciente que tenía por marido. No, habría que encontrar la solución en otra parte.
Después de que hubieran terminado de comer, Martha, como era su costumbre, se sentó en su silla y esperó a que se hiciera el silencio. Sólo a los niños parecía asombrar que esto ocurriera sin mediar ninguna señal.
—Todos sabéis por qué os he convocado —dijo Martha.
Así era. Algunos la miraron a ella. Otros, muy conscientes de la situación, contemplaron las hojas de té del fondo de sus tazas. Frank ignoraba que era el sujeto de la discusión. Cassie parecía abatida.
—Hace algún tiempo os dije que todos debemos ocuparnos de él e irnos relevando en esa tarea. No es una solución ideal, pero somos una familia bastante unida —un murmullo de asentimiento respondió a esto— y si las cosas no cambian, seguiremos siéndolo y ocupándonos unos de otros —nuevos murmullos de asentimiento— pero ahora ocurre que las articulaciones me lo hacen pasar cada vez peor y como Beatie se ha marchado a estudiar, bueno, necesito un poco de ayuda y ésta es la cuestión.
»De lo que se trata es de decidir quién se va a encargar. Y antes de que todos empecéis a decir que estáis demasiado ocupados con esto y aquello, quiero advertiros una cosa. Todos vais a participar por turnos, sea cual sea vuestra condición, porque eso fue lo prometido. Pero tal como yo lo veo, Frank debería ir a un sitio en el que haya un hombre. Todos podéis ver la curiosidad que siente y lleva más de tres años entre enaguas y cosas así. Así que empezaré diciendo que las gemelas se encargarán más adelante, pero no por ahora.
Evelyn e Ina parecieron aliviadas y culpables al mismo tiempo.
Bernard se puso en pie. Introdujo el pulgar bajo la solapa, como podría haber hecho al dirigirse a una asamblea política.
—He hablado de esto con Beatie, señora Vine —dijo con una voz que hubiera podido ofrecer a una pequeña muchedumbre desde lo alto de una cajón—. Y tanto ella como yo estamos preparados para hacernos cargo en cualquier momento. Cuando usted lo desee.
—Pero eso es imposible —dijo Martha—. Vivís en sitios distintos, con una habitación cada uno.
Bernard se ruborizó.
—Hemos pensado en ello. Existe la posibilidad de que nos salga otra cosa. Es una comuna de las afueras de Oxford.
—¡Una comuna! —dijo Aida—. No me gusta cómo suena eso.
—¿Qué es una comuna? —preguntó Tom a Una, quien respondió encogiéndose de hombros.
—Está llena de buena gente —dijo Beatie con la mirada resplandeciente—. Y también hay otros niños. Sería ideal.
Martha levantó una mano.
—Sois los dos muy buenos —dijo—. Pero tenéis que pensar en vuestros estudios. Os llegará el turno cuando estéis instalados, de eso podéis estar seguros. Pero por ahora no os voy a tener en cuenta. William y Olive tienen las manos ocupadas con sus preciosas niñas. Eso nos deja a Una y Tom y a Aida y Gordon.
Aida y Gordon, Una y Tom miraron al suelo.
—Pero, pero, pero… —Bernard apenas podía contenerse—, ¿no debería Cassie tener algo que decir?
Todos se volvieron hacia él. Martha, impertérrita, miró a su hija pequeña.
—¿Cassie?
Evidentemente Cassie debía tener voz en el asunto, pero en aquel momento no parecía muy comunicativa. Con los ojos húmedos y el labio inferior sobresaliendo como el de una niña, sacudió la cabeza.
—Tengo la impresión —continuó Martha— de que Una y Tom sobrellevan una gran carga con la granja y no creo que puedan encontrar el amor que se requiere para esto. La granja aún ha de remontar el vuelo y todavía no tienen espacio para el amor de un niño. Hay demasiadas cosas que hacer allí. Y yo nunca pondría a un niño en un hogar sin amor, aunque la culpa no sea de Una o Tom. Así que creo que Aida es la más adecuada.
Aida se rascó la rodilla. Gordon abrió la boca y los ojos, con una expresión de pánico, mientras esbozaba la más cadavérica de sus sonrisas.
Tom se aclaró la garganta tres veces antes de hablar.
—Para el carro un momento, Martha. ¿Qué es eso de que en nuestra casa no hay amor? ¿Quién lo dice?
Una estaba colorada.
—¿Por qué dices eso, mamá? En nuestra granja nunca nos ha faltado el amor.
—Es el trabajo que tenéis los dos. Ordeñar y alimentar y todo lo que acarrea una granja. No tengo la menor intención de cargaros con más trabajo. Es el trabajo lo que me da miedo.
Tom estaba indignado.
—Sólo es una boca más que alimentar.
—El niño no es un animal de granja, Tom —intervino Olive.
—Tom lo sabe perfectamente —repuso Una, enojada—. Sólo dice que no sería ningún trabajo extra, eso es lo que dice. Y en la granja habría aire fresco para el niño y jabón y agua y por lo que se refiere al amor, ni más ni menos que en cualquier otro lugar. ¡Y tenemos espacio de sobra! Y Cassie podría venir a vivir con nosotros o quedarse aquí o venir a la granja los fines de semana, como prefiriera.
Martha sacudió la cabeza. Se volvió hacia Aida.
—Bueno, Aida. Como eres la mayor, lo lógico es que seas la primera en encargarte. Si se lo encomendara a Una, te estaría haciendo un feo. ¿Qué me dices a eso?
Aida trató con poco éxito de disimular el alivio que sentía.
—Bueno, si Una tiene tantas ganas, deberíamos dejarle paso, ¿no, Gordon?
Gordon asintió con aire juicioso.
—Eeeeeeeeeeeee, sí, eso sería lo más…
—Bueno —dijo Martha—. No era lo que tenía pensado cuando os convoqué a todos pero parece que todo el mundo está de acuerdo. Ponme mi vaso de cerveza, ¿quieres, Cassie?
Y con la botella descorchada, se puso fin al asunto.
Tanto los hombres como las mujeres jóvenes tomaron también una cerveza negra. La tensión había abandonado el cuarto ahora que la decisión estaba tomada. El joven Frank estaba sentado en las rodillas de Tom y los dos parecían contentos. Bernard se aventuró a decir que el resultado era el más conveniente.
—Sí —respondió Tom en voz baja—. Nos han tocado como si fuéramos un banjo.
Cassie se había animado mucho. Ayudó a todos a ponerse los abrigos. Se había decidido que llevaría a Frank a la granja el siguiente fin de semana. Mientras salían, Arthur Vine mantuvo la puerta abierta. Aunque Cassie creía que había estado en la casa durante todo el encuentro, no se había dejado ver en el recibidor. Ninguno de ellos respondió a su presencia. Cassie, no obstante, le lanzó un beso después de que hubiera salido el último. Estaba muy contenta y sabía que eso haría feliz a su padre. Después de todo, en el reparto de Frank, Martha le había dado justo lo que le había prometido.