En un primer momento, Bernard Stokes se había ruborizado un poco a causa del azoramiento. Reacio inicialmente a acomodarse, ya empezaba a sentirse mejor. Había sándwiches de carne y de pepino y té, tal como Olive había prometido; había lechuga fresca y tomates traídos de la huerta de Olive, por no mencionar la presencia de la propia Olive. También Aida tenía un asiento a la mesa. Las solteronas, Evelyn e Ina, se habían dejado caer por milagrosa coincidencia, con un plato de rodajas de remolacha en vinagre. Cuando Una llegó con media docena de huevos de la granja, Beatie se los quitó sin decir palabra y fue a hervirlos a la cocina, sólo para poder gruñirle a Martha que en aquel momento estaba llenando el hervidor para preparar otra ronda de té.
—¡Por el amor de Dios, mamá!
—¡No se lo he contado! —murmuró Martha, cuya anchas espaldas hurtaban su discusión a la vista de las demás—. Debe de haber sido Cassie.
Cassie no había hablado. No había necesidad. Sencillamente, Olive había visto a Beatie zurciendo una blusa. Una había visto a Martha limpiando el polvo a la vajilla buena. Igual hubiera dado que les hubieran enviado invitaciones en tarjetas con las letras en relieve. Por descontado, Aida, Evelyn e Ina habían sido invitadas. Al fin y al cabo, se trataba de ver si aquél chico iba a ser para la Beatie.
Bernard se había presentado con los zapatos lustrosos y el rostro teñido de un agudo tono rosáceo. Llevaba el cabello castaño peinado a un lado con cruel precisión y había conseguido alisárselo gracias a una combinación de agua y celo en el cepillado. Lo habían recogido en la calle y lo habían arrastrado por el recibidor sin darle tiempo más que para lanzar una mirada fugaz a la figura que estaba leyendo el periódico en un sillón de orejas. El anciano hizo un ademán en el aire sin levantar la mirada. Desde allí lo habían llevado a la habitación contigua, donde lo habían sentado a la cabecera de la mesa, un invitado de honor aguardado por varios pares de manos femeninas.
Era cierto; llevaba sin haber un hombre joven en aquella casa desde el día que William regresara de Dunkerque con sus harapos y Olive perdiera el conocimiento. Pero las necesidades eran grandes y el permiso fue corto y no pasó mucho tiempo antes de que volvieran a llamar a William al servicio. Exactamente cinco años más tarde, William seguía en Alemania, como parte del ejército de ocupación. Empero, no había vuelto a filas sin dejar a Olive con un regalo de Dunkerque: una niñita flacucha llamada Joy, que ahora tenía cuatro años y tres meses.
En aquel momento, Bernard estaba teniendo que acostumbrarse a la atención de ocho pares de ojos que no se apartaban de él mientras hablaba. Los de Martha, amables pero distantes; los de Aida, entornados y críticos; los de Evelyn e Ina, encantados; los de Olive, húmedos de sinceridad; los de Una divertidos, burlones casi; los de Cassie, arrobados; y los de Beatie, apagados y llenos de disculpa. Él capeaba el temporal hablando por los codos.
—La reconstrucción, ¿saben? La reconstrucción. Tenemos que considerarla una oportunidad. O sea, es terrible lo que le pasó a esta ciudad, pero miren las covachas que han sido destruidas. Ahora tenemos que pensar en construir casas decentes para la gente trabajadora.
—¿Más pan con mantequilla, Bernard?
—Toma un poco más de lechuga, Bernard. Me parece recordar que Beatie dijo que querías ser arquitecto.
—Está todo delicioso, señora Vine. Sí, mi mayor ambición es llegar a ser arquitecto. Tenemos muchísimo que construir en esta ciudad.
—¿No acabamos… —dijo Aida—, no acabáis de pasar un montón de exámenes?
—Sí, así es. Y yo quiero marcharme a estudiar.
—¿Así sin más, Bernard? —quiso saber Aida—. No sabía que fuera tan sencillo.
—¿Más té, Bernard?
—Gracias, sí. Pero ahora va a haber oportunidades para la gente normal. Ya verán. Deben de haber oído lo que dicen los soldados desmovilizados. Se va a elegir un gobierno laborista. Tenemos que construir una tierra que sea buena tanto para los héroes como para los hijos de los héroes.
—Primero hay que derribar a este gobierno —dijo Una.
—No podemos echar al señor Churchill después de todo lo que ha hecho —intervino Aida.
—¡Ya verás si no! —exclamó Beatie con los ojos resplandecientes—. Vamos a arrojar al viejo lagarto del montón de estiércol, ya verás.
—¡Ese lenguaje! —dijo Martha—. Bernard no ha venido hasta aquí para oír lo mal que hablas. Pero Beatie tiene razón. Necesitamos sangre nueva, eso es cierto.
—Sí, señora Vine. Me gustan las mujeres capaces de hablar sin tapujos.
—A mí no —dijo Evelyn.
—Ni a mi —continuó Ina.
—Bueno, la cuestión es que va a haber oportunidades para gente como nosotros. Miren esta familia. No quiero más cerdo, gracias, señora Vine. La sal de la tierra si me permiten decirlo. Y las jóvenes como Beatie merecen una oportunidad tanto como cualquiera. Ella puede hacer grandes cosas.
—Un arquitecto —volvió a decir Olive—. Creo que es maravilloso.
—Un arquitecto. —Cassie temblaba de admiración—. ¡Imagina que te casas con él, Beatie, y es arquitecto!
Hubo un silencio en el que pudo oírse cómo dejaba Bernard de masticar su hoja de lechuga. Martha acudió en su rescate.
—Cassie, cabeza de chorlito, no ha venido aquí para buscar novia; ha venido a tomar un sándwich. ¿Más remolacha, Bernard?
Entonces Una volvió a enterrarlo.
—A juzgar por su color, no creo que necesite más remolacha, mamá.
Cassie se echó a reír como una hiena y arrastró a todas las demás: todas salvo Beatie, quien apretó los dientes y dijo «¡Jesús!», pero nadie la oyó. Las risas cobraron un tinte de histerismo y llegaron a alcanzar un punto de peligrosa agudeza. Entretanto Bernard esbozaba una sonrisa tensa y miraba una tras otra a las seis risueñas hermanas. Martha le dirigió un ademán con las manos abiertas, como si quisiera decir, esto es lo que te llevarías. El muchacho cogió una servilleta, se limpió la frente y al fin sonrió sinceramente ante la situación en la que se encontraba. Así que lo será, fue lo que Martha pensó. Así que lo será.
Limpiaron las cosas del té y doblaron el mantel. Puede que hubieran notado que Martha había puesto fin a la cuestión pero lo cierto es que la compañía de hermanas se deshizo decidida, casi ritualmente, sin que nadie tuviera que decir una sola palabra. Beatie sonrió a Bernard y Bernard le devolvió la sonrisa y supo que había llegado el momento de marcharse. Pero cuando Beatie lo estaba ayudando a ponerse la chaqueta y mientras las demás hermanas limpiaban la mesa, los acontecimientos dieron un giro inesperado.
—Gracias por un té delicioso, señora Vine —dijo Bernard. Había en sus maneras una cierta formalidad que había aprendido en las reuniones políticas—. Sólo siento no haber tenido la oportunidad de conocer al caballero del recibidor.
Todas las hermanas dejaron lo que estaban haciendo y lo miraron directamente.
—Supongo que se trata del señor Vine —continuó Bernard mientras limpiaba sus hombreras de la plaga de la caspa.
Nadie dijo nada hasta que Martha intervino:
—Te costará sacarle una sola palabra al señor Vine.
—Al menos me saludó al entrar.
—¿Ah, sí?
Supongo que se trataba del señor Vine, ¿no?
Martha Vine le dirigió una mirada tan penetrante que Bernard se estremeció.
—¡Lo ves! —gritó Cassie, aunque sin alegría—. ¡Lo ves!
Entonces, presa de un impulso, corrió hacia Bernard, le cogió la mano, se la llevó a los labios y la besó.
Beatie lo rescató llevándolo a la puerta.
—Vamos, Bernard, que tienes que coger ese autobús. —Tuvo que gritar. Él estaba como hipnotizado—. ¡Bernard!
Bernard fue arrastrado al otro lado de la puerta, dejando a Martha con seis de sus siete hijas, que recogerían, lavarían y secarían los platos, barrerían el suelo, devolverían las sillas a sus posiciones correctas y se marcharían sin comentar nada de lo que había ocurrido. Nunca hablaban de aquellas cosas.
No podían.
El único comentario fue obra de Una mientras limpiaba la mesa de la cocina.
—Con lo bien que estaba yendo —dijo.