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La cuestión de cómo se repartiría entre las hermanas, exactamente, el cuidado de Frank, quedó sin responder. Martha había hablado, y de alguna manera había declarado también que no esperaba que ninguna de ellas se hiciera cargo de lo que ella llamaba «los años de pañales». Para eso se bastaba y se sobraba sola, pero si las hermanas pretendían seguir haciendo las visitas de costumbre, lo lógico sería que arrimaran el hombro.

—Ayudar y preparar y coser y también todo lo de lavar y demás.

Así fue como lo expresó.

Cassie estaba allí, al fin y al cabo, al menos cuando no perdía la cabeza y Beatie aún vivía en la casa. Martha se cuidó mucho de no cargar con demasiada responsabilidad a Beatie, quien ya tenía un trabajo a jornada completa y la escuela nocturna para preocuparse. Aunque la guerra había terminado, Armstrong-Whitworth seguía produciendo como si no fuera así. Beatie colocaba remaches. Hacía los agujeros, clavaba y perfilaba los remaches, millares de ellos; y además de fabricar bombarderos, la joven, quien según Martha sufría de «un exceso de cerebro» estudiaba en la Asociación para la Educación de los Trabajadores.

Los sindicalistas de la fábrica de bombarderos se habían fijado en el problema de Beatie y se habían empeñado en que se lo tratara asistiendo a clases de ciencia, historia y filosofía. Beatie se había prestado a ello como un voluntario a un ensayo clínico sobre drogas, pero la terapia no había hecho más que empeorar los síntomas originales. Volvía a casa con la cabeza llena de ideas y por lo general cada una de estas ideas generaba un nuevo agujero que pedía a gritos que lo llenaran.

—No sé quién te está llenando la cabeza con todos esos pájaros —dijo Martha mientras revolvía el fuego con el atizador—. Me gustaría saber lo que saldrá de todo eso.

—A mí me encanta —dijo Cassie—. Me encanta oír a Beatie hablar de esas cosas, aunque no entienda una sola palabra de lo que dice.

Cassie se balanceaba de un lado a otro con Frank apoyado lánguidamente sobre el hombro. Tenía el vestido abierto porque acababa de darle de mamar y estaba dándole palmaditas en la espalda tratando de conseguir que expulsara los gases.

—Nadie me está metiendo nada en la cabeza —protestó Beatie mientras encendía una astilla en el fuego para su cigarrillo—. Lo que pasa es que ahora que la guerra ha terminado las cosas van a cambiar. Serán como nosotros las hagamos. Y si no hacemos nada, ¿a quién podremos echarle la culpa?

Beatie hablaba en términos generales pero pensaba en términos particulares. Y lo particular en este caso era que la gente de la Asociación para la Educación de los Trabajadores había destapado ante ella un plateado cáliz de conocimientos. Era una copa llena hasta el borde de licor, que parecía rellenarse por sí sola en cuanto uno le daba un sorbito. Una persona podría beber de ella eternamente.

Martha se recostó en su silla, bajo el tic-tac del reloj de caoba.

—Bueno, yo no sé cómo funciona ni sé de dónde sacas las ganas, la verdad es que no.

—Es una escuela especial para sindicalistas, mamá. Trabajadores. Gente como nosotros. Si demuestras aptitudes en los exámenes, pueden darte una beca. Una escuela especial para trabajadores. En Oxford.

—Otro sitio lleno de extranjeros y ladrones.

—Coventry tiene sus propios ladrones —intervino Cassie con alegría. El pequeño Frank mostró su conformidad con un eructo decidido.

—¿Y cuándo te vamos a ver? —preguntó Martha; porque ésa era precisamente la cuestión. Estaba a favor del desarrollo personal, claro que sí, y no nos vendría mal un poco de eso, pero no os llevéis a mis hijas, mis cachorrillas, porque ellas son lo único que tengo.

—Bueno, vendría a casa todos los fines de semana, mamá. Todos los fines de semana. No está lejos. Está más cerca que Londres.

—Y más que Tombuctú.

—¿Dónde está Tombuctú? —quiso saber Cassie.

No importaba que Oxford estuviera apenas a ochenta kilómetros de Coventry. Estaba más allá de la constelación inmediata de Martha y a ella le encantaba que sus pequeños satélites describieran órbitas cercanas. Todas las demás vivían por elección a poca distancia, apenas un paseo desde la casa familiar, con la excepción de Una que se había casado con un granjero, pero incluso en este caso, desde la granja no se tardaba mucho en llegar en bicicleta. Beatie era la primera hija que mostraba deseos de dar el gran salto.

Pero no era sólo eso y Martha siempre sabía cuándo no era sólo eso. Y en su experiencia, no era sólo eso significaba invariablemente un hombre. Martha era capaz de sentir la invisible presencia de un hombre, aunque no hubiera sido mencionado una sola vez, con tanta facilidad como podía conversar con los fantasmas que se presentaban en su puerta. Se movían detrás de sus hijas como fantasmas de otra clase, volviéndolas caprichosas e impredecibles y propensas a perderse en sus ensoñaciones mientras sus miradas se perdían en el fuego. Lo había visto cuando Aida aún era joven, antes de que se casara con su hombre; y en lo que había ocurrido para confirmar que Evelyn e Ina serían unas solteronas; en Olive con su tendero y en Una con su velludo granjero; y por supuesto en Cassie cada vez que un uniforme militar desfilaba junto a la casa.

Lo más asombroso de todo, pensaba Martha, era que los hombres nunca se percataban de ello. Les pasaba por completo inadvertido, demasiado ocupados como estaban hinchando el pecho y escuchándose hablar. Las mujeres, en cambio, veían todo lo de los hombres. A un hombre fuerte y dispuesto le crecía de repente una cornamenta demasiado grande para el cuarto; y allí estaban, haciendo el burro de un lado a otro, entrechocando sus cuernos en la puerta, peleándose con el sujeto más próximo. Sentía un poco de pena por la manera en que un hombre digno se convertía en un bufón en el preciso instante en que su olfato captaba aquel aroma.

Y nunca comprendían cómo los manipulaban. Lo fácil que era para una mujer hacer que un hombre comiera de su mano y marcara la habitación como si fuera su territorio con una palabra aquí y un gesto allá. Había visto cómo lo hacían sus hijas: de manera tan tonta como cualquiera pero a pesar de ello, incomprensible para los hombres.

Beatie, sin embargo, había sido la más reservada. Era una muchacha lo bastante bonita pero un poco flaca de caderas para gusto de Martha. Ella se había contenido, esperando algo mejor. Pero aunque mejor era bueno, también era más difícil de mantener. Puede que Aida hubiese hecho lo más correcto con su tonto pero honesto escocés. U Olive, con el divertido pero vulnerable William y sus modestas ambiciones de verdulero. O Una con un marido que apestaba a vaquería. Lo mejor, por lo que Martha sabía, solía acarrear una cornamenta demasiado grande para un local tan pequeño.

Lo que Martha quería preguntarle a Beatie era: «¿Y qué me dices del mozo? ¿También va a ir contigo a esa escuela del sindicato?». Pero no podía preguntarlo porque oficialmente no existía ningún mozo. Nadie había mencionado jamás a ningún mozo y la mejor manera de no averiguar nada sobre un mozo era preguntarle a la chica antes de que estuviera preparada para hablar de él, de manera que lo que Martha dijo fue:

—Lo que pasa es que odio pensar en ti, sola en ese lugar, eso es todo.

—No estaré sola, mamá.

—¿No?

—Habrá mucha gente como yo.

—¿Ah, sí?

—Y hay uno o dos de las clases de la AET que también han hablado de ir.

Ahí está, pensó Martha.

—¿Uno o dos, dices?

—Está Jennie. Ya te he hablado de ella. Es muy lista. Y luego hay un muchacho que se llama Bernard. Deberías oír cómo habla, mamá. Es tan brillante como un botón de uniforme.

—¿Y por qué no estaba en la guerra?

—Trató de alistarse hace dos años, mamá. Pero lo rechazaron porque tiene los pies planos y por problemas de vista. Pero ha sido mensajero y bombero desde que tenía trece años y le concedieron una condecoración especial por la noche del incendio de la calle Hartford. Se quemó el brazo entero, de arriba abajo.

—¿Medio ciego, con un brazo quemado y los pies planos? Parece un carcamal.

—¡Ja! —exclamó Cassie.

—No es ningún carcamal y nunca he conocido a nadie que hable como él.

—Bueno —dijo Martha—, ya que habla tan bien, quizá deberíamos invitarlo a tomar el té si eso es lo que quieres.

Beatie levantó la mirada al oír esto, pero no dijo nada. Conocía a su madre lo bastante bien como para saber que el mozo del brazo quemado, pies planos y medio ciego estaba invitado. Lo que no terminaba de saber era cómo había ocurrido.

—O sea —dijo Martha—, no nos vendría nada mal un poco de compañía masculina por aquí, ¿verdad, Cassie?

—¡Oh, no!

—No quiero líos, mamá.

—¿Líos? ¿Quién ha hablado de líos? Se tomará de mil amores un sándwich de carne enlatada y una taza de té. No habrá ningún lío. No somos gente liante.

—Lo que quiero decir —suplicó Beatie— es que no quiero a todas las chicas por aquí. Ya sabes.

—Estaremos sólo tú y yo, y Cassie. Y Frank, por supuesto. Y eso será todo.

—Se lo preguntaré.

—¡Yuhuuuuuuuuu!

Cassie, excitada por la posibilidad, dio un gran salto. Frank, que seguía apoyado sobre su hombro, se le escurrió entre los brazos. Martha se lanzó hacia delante para cogerlo y falló. Beatie alargó un brazo hacia él pero falló también.

Frank cayó de bruces sobre la alfombra.