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Nadie. La cuestión de si alguna vez había o no alguien en la puerta preocuparía a Frank durante toda su vida. Porque así había llamado Cassie a su niño, muy poco tiempo después de la fracasada entrega, porque Cassie sabía que una vez que Frank tuviera nombre podrían quererlo u odiarlo pero nunca lo entregarían. Frank Arthur Vine. Frank por razones que Cassie no había revelado, aunque Martha y sus hermanas podían suponerlas, dado que el único Frank al que conocían era un cazador de ratas retirado e incontinente que aún vivía en la casita medio derruida por los bombardeos que había al final de la calle; y Arthur por el padre de Cassie.

—¿Arthur, dices?

Martha había arrugado la nariz al enterarse.

En cuestión de nombres, Martha no era quién para quejarse. Cuando había empezado a practicar el deporte de poner nombre a sus hijas, Aida, las gemelas Evelyn e Ina, Olive y Una, nunca se le había ocurrido que podría llegar a quedarse sin vocales. Así que cuando nació la siguiente, recurrió a las consonantes, con Beatie. Cassie vino después, consecuencia de una noche de pasión descuidada y salvaje tras las celebraciones por la elección del primer gobierno laborista, en 1924.

—Se acabó —dijo Arthur Vine, asombrado por la fecundidad de su esposa—. No pienso recorrer todo el maldito alfabeto. —Tenía la impresión de que no tenía más que mirar a Martha con cierta intensidad para que ella se quedara embarazada. En cualquier caso, después del nacimiento de Cassie no volvió a acercarse a su esposa—. Éste es el fin, aunque tenga que darle una paliza —le dijo a sus camaradas de borrachera en la Posada Salutation.

Era un chiste, por supuesto, pero puede que la referencia al alfabeto no lo fuera tanto. Tras el nacimiento de Cassie, Arthur, de ordinario hombre de pocas palabras, renunció casi por completo al habla. Se comunicaba con su esposa lo indispensable, aún menos con sus hijas y las pocas necesidades comunicatorias que pudiera tener encontraban satisfacción durante sus visitas al pub. Cuando Martha se lo recriminó, él repuso que una casa llena con el escándalo de ocho mujeres ruidosas era más que suficiente para reducir a cualquier hombre al silencio. Recriminado una segunda vez, dijo que con la casa tan llena de necedades, no quería abrir la boca para contribuir aún más a alimentarlas.

Si eso era lo que quería, decidió Martha, eso sería lo que tendría. Reducido Arthur a lo que podría llamarse un mudo volitivo, transcurrió un año entero sin que intercambiaran más de treinta o cuarenta palabras.

Con siete hijas a sus espaldas, Martha tenía charla más que suficiente para cubrir sus necesidades. Mientras Arthur trabajaba en la fábrica de coches Daimler que tanto detestaba, ella tenía que encargarse de todo el coser, zurcir, limpiar y alimentar que acarrea el cuidado de una casa llena de hijos.

Así que cuando vino Frank, y por mucho que Martha creyera que se le había endurecido el corazón frente al niño, fue para ella como si se reanudara el fluido, el fluido de la vida que regresaba a la casa, un retorno de lo que le había sido negado con la retirada de Arthur. Y a pesar de que le crujían las articulaciones cada vez que sostenía al muchacho y a pesar de que su artritis empeoraba y a pesar de que le resultaba difícil ponerse en pie sin la ayuda del bastón, lo miraba y los ojos limpios y azules del niño le devolvían la mirada y ¿qué otra cosa podía hacer ella? Era, al fin y al cabo, el hijo que nunca había tenido.

O el hijo que nunca había salido adelante. Hubo tres niños. Uno que había muerto en la cuna y dos que no llegaron a nacer.

A veces le parecía a Martha que allí, en su casa antaño bulliciosa, no había nadie. Sólo Beatie y Cassie seguían viviendo en la casa, mientras que las demás hijas se habían casado o mudado antes de la guerra. Beatrice tenía su trabajo en la industria de guerra y sus clases nocturnas. Cassie era como era y en ocasiones resultaba imposible mantener con ella una conversación sensata. Cuando más vacía estaba la casa, más crujían sus entrañas, y cuanto más crujían, más soñaba Martha.

Siempre era el sueño de la llamada a la puerta.

Cinco años antes de que Frank naciera y mientras la nación se enfrentaba a su momento más oscuro, Martha estaba sentada en su silla, pensando lo que haría si los alemanes invadían el país. En aquel momento parecía algo probable. Habían empujado al ejército hasta Dunkerque y la invasión se antojaba inevitable. Sentía el impulso de escapar a las colinas y resistir, pero también tenía que pensar en sus hijas pequeñas. Cassie tenía quince años por entonces y Beatie diecisiete. Las dos eran lo bastante mayores para luchar, decidió mientras apuraba su vaso diario de cerveza negra, y entonces alguien llamó a la puerta. Un golpe apagado. Tres llamadas.

Cuando abrió la puerta, William, el marido de Olive, se encontraba allí, en posición de firmes. Martha estaba estupefacta. Tenía el uniforme negro de hollín y hecho jirones. Un dedo mugriento asomaba por un agujero en una de sus botas destrozadas. Parecía exhausto y tenía la cabeza vendada. Junto a su sien derecha había una diminuta rosa, una floración de sangre fresca.

Tras recuperarse de la sorpresa sintió una alegría abrumadora.

—¡Creía que estabas en Dunkerque! —gritó—. ¿Os han sacado de allí? Pasa, pasa, no te quedes ahí.

Su uniforme —la camisa y los pantalones caqui destrozados— apestaban. Olía a agua salada y arena y gasóleo y sudor. Y algo más. Un olor sucio que no pudo identificar, acaso un aroma espiritual. Hizo que sintiera unas ligeras náuseas.

Condujo a William al interior.

—Olive no está aquí. Mandaré a Cassie a buscarla. Se va a caer de espaldas cuando te vea. ¡Cassie! ¡Cassie! Ven a ver quién ha venido. ¡Cassie! ¿Dónde se mete esta chica? ¡Nunca está cuando se la necesita! ¿Quieres una copa? ¿Estás temblando, William? ¿Cómo os han sacado? ¡No nos dijeron nada! ¿Qué estás buscando, William?

William estaba revolviendo los cajones. Abrió el cajón superior del aparador y metió las manos entre los trapos de cocina y los tapetes de los pasteles y las servilletas, buscando, buscando, buscando. Entonces abrió el siguiente cajón y sus dedos se escurrieron hasta el fondo. Al no encontrar nada allí, se acercó al arcón de roble que había al otro lado del cuarto y empezó a registrar sus cajones de manera similar.

Aún no había pronunciado palabra.

—¿Qué es lo que estás buscando? —le preguntó Martha—. ¿Cassie? ¿Dónde estás?

William abrió la boca pero ningún sonido salió de ella. Hasta que no hubo reanudado su meticulosa búsqueda no escuchó Martha las demoradas palabras:

—Alemanes.

Martha se echó a reír, pero con una risa asustada.

—Bueno, no encontrarás ninguno entre mis servilletas.

Martha se quedó helada de repente. Salió del recibidor y entró en la cocina, donde el fuego se había apagado. Las cenizas que había en el hogar parecían húmedas. El tic-tac del reloj de la pared resonaba con demasiada fuerza. No había ni rastro de Cassie así que Martha regresó al recibidor. La puerta daba directamente a la calle y William se estaba marchando.

—¿Dónde vas, William?

—¡Quiero ir a buscar a Olive! —replicó William. La puerta le tapaba la mitad de la cara. Entonces se marchó corriendo calle abajo, casi sin aliento. El sonido de su respiración parecía más ruidoso cuanto más se alejaba. Martha siguió llamándolo hasta que desapareció en la distancia. Miró a un lado y a otro. La calle estaba vacía. No había tráfico ni gente.

Cerró la puerta en silencio. Aturdida, miró los cajones que William había revuelto. Regresó al salón sin cerrarlos y se dejó caer en la silla que había bajo el reloj de pared. Tenía la mirada fija en las frías y húmedas cenizas de la chimenea. Al cabo de un rato, echó la cabeza atrás y se quedó dormida.

Cuando despertó, alguien había vuelto a encender el fuego. Los carbones se habían consumido y formaban ahora un lecho de rescoldos brillantes y ardientes. Se movía al otro lado de la rejilla. Martha parpadeó y miró a su Cassie, aquella cosita alocada y bonita de quince años, que estaba secando los platos en el fregadero de la cocina.

—William acaba de estar aquí.

—¿Cómo dices?

—William, el marido de Olive. Acaba de estar aquí. ¿Lo has visto?

—¿Mamá?

—¿Dónde habías ido, Cassie? Te he estado llamando a gritos.

—No he ido a ninguna parte. Estaba aquí. Lavando los platos. Y secándolos, mamá, secándolos.

Martha se puso en pie —por entonces no necesitaba aún su bastón— y se dirigió al recibidor. Habían vuelto a cerrar todos los cajones. Se mareó. Tuvo que regresar a su silla bajo el reloj.

—Tráeme una botella de cerveza negra, Cassie. Esto me ha revuelto el estómago, ya lo creo.

—¿El qué, mamá?

—Ver al marido de Olive, a William, así, con la cabeza toda vendada. Debo de haberlo soñado. ¿Dónde está ese vaso de cerveza?

—Aquí tienes, mamá, esto te calmará los nervios. ¿Sabes lo que pasa? ¡Que no eres de este mundo, eso es lo que pasa!

Que no era de este mundo. Eso era lo que todas sus hermanas y la propia Martha decían cuando hablaban de los excesos de Cassie.

—Déjame sola, anda. Tengo el estómago revuelto.

Antes de que hubiera pasado una semana, William había regresado. Fue uno de los últimos que sacaron de la carnicería humeante y el desastre que había sido Dunkerque. Y cuando llegó, vestía un uniforme mugriento, desgarrado y apestoso. A diferencia de su fantasma, que había visitado a Martha seis días antes, entró por la puerta trasera e interrumpió un té con pan y mantequilla y jamón y mermelada de grosellas negras. Martha, Cassie y Beatie estaban allí, como siempre. Y también estaba Olive, su esposa. Estaban riéndose de un chiste cuando él entró. Todas se volvieron, sorprendidas por la aparición de aquel intruso, y ninguna de ellas lo reconoció.

Estaba sin afeitar y la lluvia le había pegado el corto cabello a la cabeza. Su apestoso uniforme estaba ennegrecido y lleno de manchas de aceite. Las muchas horas pasadas en la costa le habían dejado las marcas de las mareas en los pantalones. Tenía las botas agrietadas y las costuras de cuero se habían disuelto. Un dedo ennegrecido asomaba por una de ellas.

Olive se puso en pie, se tambaleó, perdió el sentido.

A los soldados evacuados de Dunkerque no se les permitía regresar a sus hogares en aquellas condiciones. Era demasiado dañino para la moral de los civiles. Tras desembarcar de las embarcaciones de rescate, los soldados eran llevados a campos de preparación en los que los lavaban, les entregaban uniformes nuevos y los informaban sobre lo que debían contar sobre el desastre del ejército expedicionario. Pero el tren que llevaba a William a su campo había frenado su marcha al pasar por Rugby. Desafiando a su sargento, William había saltado al andén, decidido a llegar hasta Coventry por sí solo. Desde Rugby, un granjero de cerdos lo había llevado en su camión hasta la misma puerta de la casa.

Cuando Olive perdió el sentido, todos reconocieron a William en el espectro harapiento que titubeaba junto a la puerta trasera. Martha buscó inmediatamente una herida y aunque el vendaje no estaba ya donde debía, la encontró al instante. Le faltaba un pedazo de cuero cabelludo en un lado de la cabeza y en su lugar había un grumo de sangre coagulada, como una flor aplastada contra la página blanca de un libro.

William corrió para recoger a su mujer. Ella volvió en sí murmurando su nombre. Las hermanas se reunieron a su alrededor y empezaron a bombardearlo con preguntas.

—Dejadlos respirar —dijo Martha—. Dejadlos respirar.

—¡Dios, tu uniforme apesta, William! —dijo Beatie.

—¡Apesta a pis! —dijo Cassie con tono de excitación.

William abrazó a Olive y dijo:

—Sí, vaya, me lo he hecho encima varias veces.

Esto hizo que las mujeres rieran hasta que se dieron cuenta de que no estaba bromeando. Olive lo miró pestañeando. Beatie trató de ponerle una taza de té bajo la nariz. Martha dijo que tal como había llegado de Dunkerque, no querría té, querría whisky.

—¡Por las campanas del infierno, ya lo creo que apestas! —dijo Martha—. Hay que quitarte ese uniforme. Beatie, quiero que hiervas los pantalones. Este muchacho se va a meter en el baño ahora mismo.

—¿Puedo tomarme primero el whisky? —preguntó William mientras se sentaba en una silla.

Olive no había hablado todavía. Seguía mirando fijamente a su marido, como si creyera que iba a esfumarse frente a sus mismos ojos. Cassie se sentó a sus pies, apretándose la nariz. Martha le puso una mano en la nuca; Beatie le trajo el whisky que había pedido. Lo apuró de un trago y lo extendió para que volvieran a llenárselo.

—¿Pero cómo has llegado hasta aquí? —decidió preguntar Beatie.

William les contó lo ocurrido en el tren al paso por Rugby.

—Así que veo que el tren está casi parado, casi del todo, y me digo esto es Rugby, me bajo aquí. Y el sargento me dice, no, de eso nada, vuelve a sentarte. Le digo, no ésta es mi casa y me levanto, y él grita vuelve a sentarte, cabrón o te meto un puro. Digo, un puro ¿y qué van a hacer enviarme de nuevo al maldito Dunkerque? Y todos los muchachos se ríen, así que voy y abro la puerta del tren y justo está acelerando y salto a la plataforma y las piernas me fallan y pienso me voy a caer aquí de cara, delante de todos y los chicos me vitorean y el sargento cierra la ventana, las piernas no me fallan, el tren se marcha, estoy en Rugby y me digo, bueno, pues ya está.

—Bueno —dijo Martha, conteniendo unas lágrimas de alegría.

—Bueno —dijo Beatie.

—¡Le dijiste eso al sargento! —rió Cassie.

William imitó la cara del sargento, temblorosa como si fuera de goma, gritándole toda clase de insultos mientras el tren se alejaba, y todas volvieron a reírse.

—¿Tan malo ha sido? —preguntó Cassie—. En Dunkerque, digo, ¿tan malo ha sido?

—¿Malo? —William extendió el brazo hacia ella y le acarició el lustroso cabello negro—. ¿Malo? Mi pequeña y dulce Cassie…

Entonces William apartó la mano de la cabeza de Cassie y se tapó los ojos. Sus hombros empezaron a temblar. Respiraba en cortos jadeos, como si no pudiera coger aire suficiente y aunque no hizo ningún otro sonido, las ardientes lágrimas resbalaron entre sus dedos y le cayeron sobre los mugrientos pantalones. Las mujeres se miraron entre sí. Salvo Martha, que dirigió la mirada al fuego.

—Está bien —dijo William después de un rato—. Es de alivio. El bendito alivio por estar de vuelta en casa.

Olive rompió al fin su silencio.

—Vamos, William. Tenemos que quitarte esos harapos. ¿Está hirviendo ese agua? Mira a ver, ¿quieres? —trató de desabrocharle la camisa, pero le fue imposible abrir los botones. La camisa estaba rígida de tanta mugre como tenía y el tejido podrido se había pegado a los botones. Cassie trajo la bañera de zinc del patio y la colocó delante de la chimenea. Beatie trajo las cacerolas llenas de agua hirviendo. Enviaron a Cassie a buscar unas tijeras de costura para cortar la tela. Olive no confiaba en su hermana y cogió ella misma las tijeras. Fue un trabajo duro. Todas iban de un lado a otro, con los ojos resplandecientes, mientras William, ya recuperado, decía, «¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Ojo con mi cosa!». Por fin estuvo vestido sólo con la ropa interior. Ésta se la quitó él mismo, un poco azorado, mientras Beatie y Martha se daban la vuelta fingiendo que tenían otras cosas que hacer. Cassie siguió mirando a su cuñado, una semilla brillante, desnuda y blanca extraída de la cáscara de la guerra.

—Cassie —dijo Martha con voz autoritaria—. Ve corriendo a casa de Olive y trae ropa limpia para William.

Y después de que se hubiera ido, añadió:

—Esta chica…

Olive quiso quitarle también la chapa de identificación, pero él no la dejó.

—La voy a necesitar —dijo—. Aún no ha terminado.

Se metió en la bañera. Olive le lavó el pelo y lo bañó de la cabeza a los pies. Si Beatie y Martha se mantuvieron apartadas o se entretuvieron haciendo otras cosas no fue solo por modestia; la repentina proximidad de la guerra, la invasión y la muerte había provocado en ellas otra clase de vergüenza. Su cuñado había regresado mientras muchos otros no lo habían hecho y eso era lo que más importaba.

Mientras William se secaba, Olive llevó su uniforme al patio trasero. Al registrar los bolsillos, encontró un brazalete nazi y una Cruz de Hierro. Había también un cuaderno de notas y una pequeña cartera. Guardó todas estas cosas. Hizo un montón con los harapos militares, lo roció de parafina y le prendió fuego.

Mientras lo estaba haciendo, Cassie regresó con la ropa civil que le habían enviado a buscar a la casa de su hermana, en la siguiente calle. William se la puso. Las demás estaban ocupadas vaciando la bañera y preparándole algo para comer cuando Martha dijo:

—Recibí un mensaje tuyo la pasada semana.

—¿Ah, sí? —dijo William. Golpeó repetidas veces el extremo de un cigarrillo contra el paquete antes de encenderlo.

—Sí. Viniste aquí. Estuviste buscando alemanes en el cuarto de al lado.

—¿Eh?

—Bueno —dijo Martha—. Ya estás en casa. Eso es lo único que importa. ¿No?

Más tarde, mientras William y las hermanas estaban bebiendo whisky y cerveza y hablando de todo ello, Cassie salió de puntillas al patio. Allí estaba su padre, contemplando los restos casi apagados del uniforme del ejército.

—Papá, ¿sabes que William está en casa? ¡Ha vuelto de Dunkerque! ¡De verdad!

Como era su costumbre, Arthur no dijo nada. Esbozó una leve sonrisa y agitó una mano por entre el humo de la fogata antes de volver la mirada hacia el cielo, hacia las estrellas.