Si no está aquí, piensa Cassie, si no viene, si no está aquí, ¿entonces qué? ¿Entonces qué?
Cassie Vine, recién cumplidos los veintiuno pero ya de ojos secos, protege al niño sin nombre dentro de su abrigo y vuelve la mirada entornada hacia el viento. Son las doce del mediodía, tres semanas después de la Victoria en Europa, y se encuentra en los escalones de piedra blanca que hay bajo el pórtico del Banco Nacional Provincial, esperando para hacer la entrega. A su alrededor gime la bombardeada y destrozada ciudad de Coventry. Frente a ella, la cáscara vacía de la sede de Owen & Owen; a su derecha, los restos calcinados de la catedral medieval, cuyos arcos y espiras góticos, hechos pedazos, parecen las costillas y el cuello de una colosal criatura exhumada; entre ellas, los yermos allanados y limpiados de escombros y los restos de las tiendas derribadas que esperan a ser demolidos. Cassie abraza a su pequeño.
Ya ha hecho esto mismo antes. Hace cuatro años, en aquellos mismos escalones, bajo la misma techumbre neoclásica, pero antes de que los escombros y los raíles retorcidos de los tranvías fueran retirados, en medio del gorgoteo agónico de tuberías rotas que asomaban por entre los ladrillos. Antes de que levantaran esa línea de inadecuadas tiendas temporales a lo largo de toda Broadgate. Aquella vez una niña. Esta vez un niño. Y si no viene, piensa Cassie, ¿entonces qué?
Entonces me lo quedaré, coño, joder, eso es lo que pasará. Que digan lo que quieran. Que se vayan a tomar por culo. Se abre el abrigo y aparta la manta del rostro de la criatura, que sigue dormida, y se le encoge el corazón. Porque sabe que debería ser diferente. Porque después de la última vez su corazón se sintió como una catedral bombardeada, humo de cenizas, al altar retorcido, las vidrieras hechas pedazos, padre perdóname. Las doce y cinco y sigue sin dar señales de vida. La esperaré hasta las doce y cuarto, piensa Cassie. Nada más. Hasta las doce y cuarto.
No se puede confiar en ella, ¿sabes? No se puede confiar en ella. ¿Qué clase de madre sería Cassie? Eso es lo que sus hermanas decían, eso es lo que susurraban con voces suplicantes, amables, pero con una dureza de corazón por debajo de todo ello. No, Cassie, no puede ser. Sabes que no puedes ocuparte de él. ¿Qué vas a hacer cuando tengas uno de tus episodios, Cassie, qué vas a hacer? Piensa en el crío. Pobre criaturilla, piensa en ella. Ofrécele una oportunidad, Cassie, allí donde hay una necesidad y hay alguien que lo quiere.
Fue Beatie, su hermana, mientras clavaba remaches en el fuselaje de los bombarderos Lancaster, la que encontró a una candidata. Como la última vez. Parece que con la escasez de hombres que se vive en estos tiempos siempre hay mujeres dispuestas. Estará allí a las doce en punto Cassie, no vayas a llegar tarde. No conviene que te vean merodeando por ahí y tampoco a ella. Y así fue la última vez, una entrega limpia a las doce en punto, sin decir una sola palabra, sin una sílaba, sin un solo aliento. Sin preguntas, sin nombres, sin culpas. Sólo la entrega y adiós a la niña. Pero esta vez se retrasa.
Las doce y diez y sigue sin venir nadie. Cassie se agita, cambia el peso de una pierna a otra, mira los ojos de cada mujer que se acerca, las paraliza en la cruz de su mirada, pero ninguna de ellas viene a reclamar el fardo de su niño. La criatura a la que todavía no ha puesto nombre. No, no le pongas nombre, Cassie, eso sólo hará que las cosas sean más difíciles cuando llegue el momento. Un nombre lo convertirá en real para ti. Como si este paquete de gorgoteos y lloros y vómito e infinita dulzura no fuera ya real, como si no formara parte de ella, como si su hígado o sus intestinos no formaran parte de ella, como si pudiera entregarlo sin la sensación de que se le desgarra la piel y se le parten los huesos.
Éste es un lugar que las prostitutas frecuentan de noche, le ha dicho su hermana Una enarcando una ceja. La escalinata. Damas de la noche. Putas. Perfume barato y medias de nylon americanas. ¿Por qué darlo gratis si puedes sacar un buen dinero a cambio? Cassie se pregunta si esas mujeres esperan en el mismo sitio en que ella se encuentra ahora. Dejando su olor, como gatos callejeros.
Levanta la mirada. La destrozada aguja de la catedral de San Miguel perfora las nubes azules y su corazón da un salto, uno. En la segunda aguja, la de la Sagrada Trinidad, salta de nuevo, dos. Y piensa en la esbelta torre de San Juan que hay tras ella, tres. Y sigue contando en esta ciudad de las tres espiras: uno, dos, tres. Porque al llegar a tres se da el salto definitivo. Y ella siente que en cualquier momento podría darlo.
Las doce y doce y Cassie siente un estremecimiento, el centelleo de la posibilidad de que la mujer no se presente. Entonces, en medio de la multitud, ve una figura erguida con un abrigo azul marino y una bufanda negra que se dirige en línea recta hacia ella, de rostro cansado y una mandíbula como escombros de catedral, la boca fruncida, los ojos quebradizos. En aquel momento —pero sólo para Cassie, que ve lo que los demás se niegan a ver— una lanza de luz dorada brota de cada una de las tres agujas de la ciudad y se unen formando una punta de fuego en el fardo que lleva entre los brazos. No, piensa Cassie, esta vez no va a pasar, y cuenta uno, dos, tres, atraviesa de un salto el triángulo de luz y entra en el espacio azul, dejando a la mujer del abrigo azul marino en la escalinata del banco, con los brazos extendidos, boquiabierta, horrorizada.
Cassie es rebelde, Cassie es de otro mundo, Cassie es la última chica de la tierra a la que podría confiarse un niño. Todo el mundo está de acuerdo. Pero cuando Cassie regresa a su casa, junto al cerrado taller de costura, la ven con el fardo entre los brazos y dejan de hablar.
Porque están todas allí, las hermanas. Reunidas para confortarla. Eso es lo que las Vine hacen en los momentos de crisis, los momentos importantes. Se reagrupan, forman un círculo con los carromatos, toman posiciones. Las seis hermanas más la madre, Martha, enorme en su silla bajo el reloj de pared de caoba con su ruidoso tic-tac, junto al fuego de brasas, fumando su pipa. En la explosiva quietud, los dientes amarillentos de Martha golpetean la caña de la pipa. Son los ojos turbios de Martha los que Cassie mira primero. Entonces todas hablan a la vez.
—Pero si lo trae consigo… —declara Aida, como si lo que hiciera falta en este momento fuera una brillante afirmación de lo obvio.
—¡Vaya con la Cassie! —dice Olive.
Con los ojos húmedos, Beatie pregunta:
—¿No se ha presentado, entonces?
—No me lo puedo creer —interviene Ina.
—¿Qué ocurre? —quiere saber Una.
—Quién lo iba a decir —dice Evelyn.
Y Cassie suspira. Se detiene y suspira, mientras el calor del fuego levanta un precioso rubor en sus mejillas. Es como si no se encontrara allí, en medio de sus ruidosas, inquisitivas, preocupadas hermanas; Cassie con sus suaves y lustrosos rizos, de un negro gitano, y sus cándidos ojos azules, soñando, abrazando a su fardo mientras todo el mundo grita, discute, gesticula y sacude las manos.
Es Martha la que restaura el orden golpeando el borde de la carbonera con su bastón.
—¡Callaos! ¡Callaos! Tengamos un poco de paz en esta casa. Cassie, quítate el abrigo. Olive, dale a esta chica una taza de té, ¿quieres? Y tú, Cassie, dame a la niña mientras te pones cómoda. ¡Y todas las demás, callaos!
Martha acepta el niño de manos de Cassie y vuelve a sentarse en su silla. Olive sirve el té. Una ayuda a Cassie a quitarse el abrigo y se queda allí, los dos pies juntos, con el abrigo doblado sobre el brazo, como si en cualquier momento fueran a decirle a Cassie que se lo pusiera de nuevo. Beatie trae una silla de la mesa plegable. Cassie se sienta en ella, agradecida. Toma un sorbito de té y se tranquiliza mientras las demás esperan.
—Y ahora —dice Martha al mismo tiempo que deja la pipa en un cuenco que descansa en uno de los brazos de su silla— cuéntanos lo que ha pasado.
—No ha venido nadie. Eso es todo.
—Me sorprende —dice Beatie—. Me sorprende mucho.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —quiere saber Martha. Son más de las cuatro de la tarde—. Supongo que no esperando.
—Paseando.
Las hermanas intercambian miradas al oír esto. Miradas de confirmación. Por eso, al fin y al cabo, es por lo que no puede confiarse a Cassie la crianza de un niño. Tiene la costumbre de vagar por ahí. Martha se vuelve para interrogar a Beatie sobre su contacto en la fábrica de armas Armstrong-Whitworth.
—¿Estás segura de que había quedado todo claro?
—Por supuesto que sí. Es la hermana de Joan Philpot. No puede tener hijos porque…
—¡Porque no tiene marido! —interviene Una.
—Su marido estaba en la Marina, pero se hundió con el Hood. Pero no es por eso. O sea, siempre podría encontrar otro marinero, ¿no? No, es que le extirparon el útero cuando sólo tenía veinte años. Y Joan decía que eso la había dejado marcada. Pintó el cuarto sola. Aunque hubiera preferido una niña, estaba loca por tenerlo, te lo digo.
—¿No te equivocarías con la hora?
—¡A mediodía, hoy, en la escalinata del banco! No soy tan estúpida. No puedo creer que no haya aparecido. ¿Cuánto has esperado, Cassie?
—Mucho.
—¿Cuánto?
—Un cuarto de hora.
—¡Un cuarto de hora! —grita Beatie—. ¡Puede que se haya retrasado! ¡Al menos podías haber esperado media hora!
—¡Como mínimo! —dice Olive.
Y así empiezan todas a gritar de nuevo, discutiendo cuánto tiempo debe esperar una mujer para entregarle su hijo a una desconocida. Aida exclama que por algo así ella esperaría al menos una hora. Beatie la secunda. Ina dice que Cassie debe de haberse marchado nada más llegar. Sólo Una y Evelyn parecen pensar que un cuarto de hora es tiempo suficiente.
Martha vuelve a golpear la carbonera con su bastón.
—Tendremos que concertar otra cita para la entrega. No hay más que hablar.
—No —dice Cassie.
—Mira, no puedes quedártelo, niña, eso ya lo hemos discutido.
—No.
Las hermanas le recuerdan a Cassie por qué no puede quedárselo. Está aquella vez que desapareció una semana entera y hasta el día de hoy nadie ha sabido dónde estuvo o por qué se fue. Está aquella vez en que la policía la trajo a las tres de la mañana porque la había encontrado vagabundeando entre los escombros de Owen & Owen. Estuvo el episodio con los soldados americanos, que mira lo que le ha costado. Y aquella vez que los bomberos tuvieron que bajarla del tejado. Y la vez en que se bebió el whisky que el marido de Olive había robado en la bodega de Watson. Por no hablar de la noche aterradora del bombardeo de Coventry. Eso mejor ni mencionarlo. Y hay más y más.
¿Qué clase de madre vas a ser, Cassie?
Cassie llora. Apoya la cabeza en la mesa y llora.
—Intentaré concertar otra cita —dice Beatie con voz suave.
Martha sostiene al niño, de apenas siete días, y dirige a la menor de sus hijas una mirada templada. Que se sepa, las lágrimas no sirven de nada con Martha. Pero para sorpresa de todas, dice:
—No. Puede que el momento haya pasado.
—¿Qué quieres decir? —dice Evelyn.
—Quiero decir —dice Martha— que a veces la gente se retrasa por una razón. A veces las cosas tienen esta manera de decirnos que no deben ser así.
—Pero no puede quedárselo —dice Aida. Aida es la mayor de las hermanas, ha superado de largo la treintena y por tanto goza del derecho a oponerse a la voluntad de Martha—. No sería justo para el niño. Y sabes que ninguna de nosotras está en posición de quedárselo. Y tú eres demasiado mayor, con el bastón y todo lo demás.
—Sé que ninguna de vosotros lo quiere —asiente Martha—. Ya hemos hablado de ello. Y no hay razón para que ninguna tenga que soportar la carga. Ella fue la que disfrutó y ella es la que debe afrontar las consecuencias. Pero escuchad esto: sé que a todas os pudre por dentro lo que hicimos con el otro. A todas. Y también a mí. No pasa un solo día sin que me acuerde de ello. Puede que de esta manera podamos compensarlo en parte.
—¿Y cómo vamos a hacerlo? —dice Aida—. ¿Qué me dices de mi asma?
—Lo compartiremos —dice Martha—. Lo cuidaremos entre todas.
—¿Compartirlo? —chilla Olive—. ¡No podemos compartirlo!
—Podemos y lo vamos a hacer —sentencia Martha. Y abraza al niño y le acaricia la barbilla.
Todas las hermanas empiezan a discutir al mismo tiempo. El cuarto se convierte en un aviario de voces alzadas en competición. Cassie levanta la mirada mientras en aquel pandemonio entra Arthur Vine, marido de Martha y padre de todas las chicas. Cassie fue siempre su favorita pero esta vez no puede encontrar una sonrisa para ella. La mira y asiente fugazmente, e ignora a las demás. Es un momento de sanción. Cassie levanta la cabeza y su boca pronuncia un silencioso «gracias» para el anciano. Pero éste no puede permanecer mucho tiempo en aquella conmoción. Sacude un brazo en el aire y sale de la habitación. Al fin y al cabo, aquello es cosa de mujeres.
Martha golpea la carbonera con el bastón y las acalla a todas por tercera vez.
—¡Silencio! —dice—. ¡Silencio! ¿No han llamado a la puerta?
Martha «oye» a menudo a alguien en la puerta. Las hermanas ya están acostumbradas. Fingen escuchar durante un momento.
—No hay nadie, mamá —dice Beatie.
—No hay nadie, mamá —dice Una—. Nadie.
Martha se reclina bajo el tic-tac del reloj. Pues con la llegada de nadie a la puerta, parece que se ha tomado una decisión.