Tras aparcar, Massimo salió del auto y observó por un momento el encantador globo blanco atado a la antena de la radio, inseguro de si quitarlo o no. Después de un instante de duda, lo desligó y se anudó el hilo al dedo, y a continuación comenzó a buscar las llaves de casa.
A fin de cuentas, la boda había sido divertida. En parte porque Marchino y su pandilla de amigos eran decididamente unos juerguistas de primera, pero de modo simpático, no pesado; y en parte porque Massimo había conseguido vengarse de la broma que le había gastado Tiziana cuando le había pedido un favor a cambio de la búsqueda del expediente Fabbricotti en el despacho del notario.
—Pero ¿por qué yo?
—Porque no lo hace nadie más. Aquí la mayoría son ateos o hace una vida que no van a la iglesia. Ya he encontrado a alguien que me haga la primera lectura. Me falta otro.
—Con mayor razón: ¿por qué yo? También yo soy ateo. Lo siento, ¿sabes?, pero me hace sentir incómodo.
—Anda ya —exclamó Aldo—. ¿Te presentaste a tu examen de licenciatura con aletas de goma en los pies y te da vergüenza leer un pasaje de la Biblia en la iglesia?
—Era una apuesta. Además, ¿alguien en este bar podría comenzar a ocuparse de sus asuntos? Así, por probar algo nuevo.
—Venga, Massimo, por favor…
Y había seguido torturándolo todo el día hasta que había aceptado.
—Vale, Tiziana, pero con una condición. El pasaje lo elijo yo.
—Tiene que estar en la Biblia, ¿sabes? De las Cartas de San Pablo.
—Claro. De las Cartas de San Pablo. La segunda lectura. De algo me acuerdo.
Así, tras la lectura de los Salmos, Massimo se había encaminado hacia el púlpito y había abierto la Biblia en la página establecida. Frente a él, Tiziana y Marchino estaban en pose, compuestos, con las manos apoyadas en el reclinatorio. Aclarándose la voz, Massimo había comenzado a silabear con rotundidad:
—Carta de San Pablo a los Efesios. —Y, en tono solemne, había continuado—: Respétense unos a otros, por reverencia a Cristo: que las mujeres respeten a sus maridos como si se tratara del Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza y Salvador de la Iglesia, que es su cuerpo.
Después de un suspiro teatral y de observar a los novios con mirada elocuente, como diciendo «palabras sagradas», Massimo había proseguido con aire de predicador:
—Por lo tanto, así como la Iglesia es dócil a Cristo —Massimo había suspirado enfáticamente, para terminar silabeando con gravedad—, así también las mujeres sean dóciles a sus maridos en todo.
Tras una breve pausa, había sonreído a Tiziana y había concluido, como justificándose:
—Palabra de Dios.
—Demos gracias a Dios —había dicho Tiziana entre dientes.
—¿De veras pone eso en la Biblia?
—Claro. Carta a los Efesios, capítulo cinco, versículos veintiuno a veinticuatro. San Pablo, ni más ni menos. Aunque esta carta es de atribución incierta. De todos modos, la Iglesia la ha acogido oficialmente como palabra de Dios, por lo cual…
En el frescor de principios de septiembre, Massimo estaba disfrutando de un refresco, por una vez como cliente y no como servidor. A su alrededor, como por empatía natural, se habían reunido los vejetes, invitados en bloque a la boda con sus señoras: la abuela Tilde —gorda y torpe de movimientos, pero con una mandíbula muy eficaz, que ya había hecho desaparecer embarazosas cantidades de canapés, subrayando que ella los hacía mejor— había guiado a las demás consortes a la mesa de la novia para alabar su vestido y a su marido.
—Madre mía, cómo me he reído —dijo Aldo, llegando a la mesa con una copita de vino espumante en una mano y la otra, enjaulada en la prolongación de un busto de yeso, con la palma hacia abajo y el codo doblado, en algo que recordaba vagamente un saludo romano poco convencido—. Solo lamento haberme perdido la mirada de Tiziana. Escucha, Massimo, ya que estás aquí, ¿me cuentas algo que nunca me has contado?
—Si quieres.
«Mientras no hablemos del crimen». Por un momento, Massimo dejó de relajarse.
—La historia de la apuesta. Desde que me caí por la escalera del bar ya no he vuelto y no sé si se la has contado a ellos, pero a mí no me lo ha explicado nadie, seguro.
Massimo respiró, aliviado. La apuesta del restaurante. Se había olvidado por completo.
—El problema es el siguiente —comenzó Massimo frente a un auditorio alineado—. Tomemos un cierto número de personas. Yo qué sé, cuarenta y dos. ¿Qué probabilidades hay de que al menos dos hayan nacido el mismo día del año?
—Venga, cuarenta y dos dividido entre trescientos sesenta y cinco —respondió Ampelio.
—Bravo. Bonito razonamiento. Lo hizo también Aldo ¿y qué ocurrió? El billete verde con la ventana barroca le llegó a Massimo. El hecho es que cuarenta y dos entre trescientos sesenta y cinco da la probabilidad de que una de esas personas haya nacido un día concreto del año. Qué sé yo, el trece de agosto o el uno de febrero. En realidad, la manera correcta de afrontar el problema es preguntarse cuántas posibles parejas de personas hay presentes y qué probabilidades tiene uno de los dos integrantes de la pareja de haber nacido el mismo día que el otro. Por eso, si yo fuera uno de los cuarenta y dos habría cuarenta y una probabilidades sobre trescientos sesenta y cinco, es decir, alrededor del once por ciento, de que alguien naciera el mismo día que yo, o sea, el ocho de febrero. Pero si nadie nació el mismo día que yo, no pasa nada. Cogemos a otra persona de referencia (en el fondo aún quedan cuarenta y una) y repetimos el cálculo. Cuarenta sobre trescientos sesenta y cinco, otro diez por ciento, que se suma la probabilidad anterior. Y así sucesivamente. En una aproximación, porque el cálculo correcto es algo más complicado, pero da una idea. A medida que avanzo, añado un término —cada vez más pequeño, porque no puedo considerar dos veces a la misma pareja y, por tanto, las personas de referencia deben ser descartadas a medida que el cálculo continúa— y la probabilidad aumenta. Más claro: con veinticinco personas, la probabilidad de que dos de esos tipos nacieron el mismo día es superior al cincuenta por ciento. Digamos que con cuarenta y dos hice trampa.
—Ah —observó Aldo—. No es en absoluto intuitivo.
—Para nada. Es lo bonito de las matemáticas: muy a menudo son contraintuitivas. La realidad es más complicada de lo que uno esperaría ya cuando se trata de números enteros, imagínate con el resto.
—Venga, no es intuitiva para nosotros, que somos unos pobres paletos ignorantes —repuso Pilade—. Si uno es inteligente y estudiado, verás que también improvisando llega a ciertas cosas.
—No tiene por qué. El ejemplo más bonito viene precisamente de las probabilidades.
Massimo olió su vino blanco, dejando que el microscópico estallido de las burbujas le titilara en la nariz.
—La teoría de las probabilidades nació con una carta de Blaise Pascal a Pierre de Fermat, en la cual Pascal le exponía un problema: dos personas están jugando a los dados tras haber decidido que ganará la partida el que obtenga la puntuación más elevada al mejor de diez lances. Si se interrumpe la partida, ¿cómo deben repartirse la apuesta los jugadores de acuerdo con las probabilidades que ambos tendrían de ganar la partida, en el caso de que esta fuera continuada?
—Ah. ¿Cómo? —preguntó Pilade.
—Cómo, Fermat lo captó al vuelo. Era un genio, después de todo. En su carta posterior, se lo explicó a Pascal. Y Pascal, que era a su vez un genio, no lo entendió. Escribió de nuevo a Fermat proponiéndole otra solución, que Fermat demostró equivocada. Y Pascal siguió sin entender. En resumen, para ser breves, Pascal no conseguía entender algo, la teoría de las probabilidades, en la más sencilla de sus aplicaciones, que hoy los estudiantes universitarios dominan. Y era Pascal, no un gilipollas cualquiera. No está tan claro que ser un genio signifique tener obligatoriamente razón, si piensas sobre un problema de manera abstracta pero sin intentar resolverlo en concreto.
Los cuatro vejetes se miraron con aire ausente.
—¿Habéis visto a la hermanita de Tiziana? —terció Rimediotti.
—Es cierto —aprobó Pilade—. Espérate a que crezca y también ella se convertirá en una joya.
Massimo se abismó en el vino.
Al llegar a la cancela, Massimo la abrió con cuidado y se encontró en el jardín. Como siempre en esos primeros días, miró a su alrededor y recorrió el sendero con pasos lentos y orgullosos, resistiendo a la tentación de caminar sobre la hierba, cosa que haría después, descalzo.
Entró en el comedor, se quitó los zapatos y se sentó en el sillón a mirar el jardín.
Desde que había cambiado de casa, regresar al hogar se había vuelto a convertir en un placer.
Massimo había tardado mucho tiempo en entender que volver al apartamento donde había vivido con su mujer era una de las peores partes de la jornada; el miedo de la gran cama vacía los primeros días, y todos los siguientes, la tristeza. No usar ciertos electrodomésticos, no entrar nunca en una determinada habitación. Y sobre todo, las condiciones indecentes en las que se había encontrado poco a poco el apartamento, sobre las que Massimo se negaba a intervenir. Porque, total, se decía, es una situación temporal. Y a veces no hay nada más definitivo que lo temporal.
Tras ver esa casita con Enrico, había saltado algo. Había hecho cuentas, había visto que sí, que vendiendo la otra podía comprársela sin pedir ninguna hipoteca, y se había decidido. Ahora vivía en Pineta, ya no en Pisa. Basta de horribles madrugones, basta de aparcamientos que parecían una partida de Tetris, y una casa en la que poner cortinas, en vez del bar que le había hecho de casa en los últimos años. Ahora, el bar volvía a ser trabajo y punto.
Quedaba el problema de una nueva novia, pero también eso se resolvería. Dos días antes había estado conversando con una tipa ucraniana que parecía simpática. Y casi, casi, estaba tentado de concluir las consultas. Cierto, no era decorativa como Tiziana, pero si esperaba a otra así, le daría tiempo a jubilarse.
Tras unos minutos de relax, Massimo fue a guardar los zapatos y, al pasar por la puerta, vio que el buzón del correo estaba lleno. Metió la mano y sacó un sobre blanco, escrito con una caligrafía difícil. Que venía vía aérea. De Malawi.
Massimo se puso a leer, con la carta en una mano y un zapato en la otra.
Querido Massimo:
Espero que estés bien, así como tus seres queridos. Aquí se está bien, hace mucho calor pero es un calor seco, que no oprime ni hiere, aunque produce mucho sueño. Y no se puede dormir, hay que trabajar mucho y bien.
Tu carta me ha impresionado y me ha conmovido hasta las lágrimas, no sé si de tristeza por haber recordado la desaparición de Giacomo y de Marina o de alivio por comprobar que alguien entendió lo que hice y me ha perdonado. Porque en tu carta yo leo tu perdón y doy gracias a Cristo porque te la haya hecho escribir.
Yo soy un pobre franciscano ignorante, pero cuando fui por primera vez al hospital vino conmigo mi prior, que como quizás sabes, fue un buen médico, y él habló con los doctores y miró las placas. Cuando volvimos, me confesó que entonces Marina era solo un cuerpo y que esperar era encomiable y debido, pero inútil. Estas son las palabras que me acompañan cada día.
Cada día, el hermano de Marina le repite el padre Adriano que su hermana ya está muerta, que su conciencia ya no existía, que Marina ya no amaría a nadie y que su existencia era solo mecánica. Y cada noche, el padre Adriano le recuerda al hermano de Marina que, si no hubiera hecho nada, su hermana seguiría viva.
El dinero que heredé servirá para muchas cosas aquí: por eso lo doné, creando una fundación que lleva el nombre de mi hermana y mi sobrino. Como sabes, yo he hecho voto de pobreza y ese dinero no habría podido ser mío. Espero que aquí no se desvanezca, como tenía miedo de que sucediera allá, donde habría permanecido en el limbo. Es verdad que el dinero no representa nada para mí, pero esta gente necesita ayudas concretas. Bicicletas, comida, carreteras; las plegarias vendrán después, pero antes de dar gracias al Señor hay que tener algo para hacerlo.
Después de que se descubriera que mi hermana había sido ayudada a morir, para obtener ese dinero tuve que emplear una pequeña treta y revelar lo que Stefano me había contado en confesión. De ese modo, tuve la certeza de no ser investigado por el crimen. En cuanto a Stefano, me he mantenido en contacto con mi prior, pidiéndole noticias de él; si hubiera sido condenado, había decidido que me presentaría y asumiría las consecuencias para que un inocente no pagara por mí.
Lo importante para mí era usar el dinero que tenía en mi posesión para la misión, lo que ya he conseguido hacer.
Si algo bueno tuviera que salir de lo que hice, el mérito no será mío. Lo tomaré como una señal de que el Señor me ha perdonado, como creo que tú, Massimo, has hecho.
Paz y bien, y que el Señor te acompañe.
P. Adriano
Massimo releyó la carta una última vez en la cama, antes de apagar la luz. Después de ello, se estiró y se metió debajo de las sábanas, saboreando un buen sueño que esta noche, estaba seguro, llegaría.
«Y mañana voy al trabajo a pie».
Incipit Vita Nova
Pisa, 23 de junio de 2009