Padre Adriano Corucci
Misión Franciscana de Banakare
Ulongwe-Malawi
Querido Padre Adriano:
Tras varios días dudando, me he decidido a escribirle esta carta, que concierne a la muerte de su hermana Marina.
Antes de que usted comience a leerla, antepongo dos cosas: en primer lugar, no le escribo impulsado por un deseo de justicia, sino por simple curiosidad. Lo que me interesa no es ver castigado al culpable, porque a mi modo de ver no hay culpables en estos hechos, sino solo saber si el modo en que he reconstruido los hechos es correcto y las cosas han ocurrido verdaderamente tal como las escribo.
En segundo lugar, en coherencia con cuanto he escrito antes, no he informado a nadie (ni a amigos ni a investigadores) de mis conclusiones, que a continuación le expondré.
No por cobardía ni por falta de pruebas, sino porque en el pasado contribuí a mandar a la cárcel a una persona por un delito del que se había hecho responsable, a pesar de que había actuado de manera más desconsiderada que voluntaria. Aún hoy, este acto me pesa.
Después de aquellos hechos, me había prometido ocuparme de mis asuntos y no meter más la nariz en hechos que no me conciernan directamente para no armar más follones. Pero mi curiosidad y el orgullo personal, la tentación de ver si era capaz de entender, siempre han sido más fuertes que mi voluntad.
Para llegar a estas conclusiones, actué por exclusión: eliminé, una por una, a todas las personas sospechosas de la lista de los posibles asesinos, a medida que obtenía más informaciones sobre el tema.
Comencé a interesarme por la muerte de su hermana cuando usted pasó por el bar para tomarse una Coca-Cola. Después de varios días, y tras informarme de manera ligeramente deshonesta, llegué a la conclusión de que el que hubiera matado a su hermana se había decidido a actuar solo a continuación del accidente de coche porque, antes de ese accidente, no había motivos para matarla. En pocas palabras, antes del accidente a nadie se le habría ocurrido matar a Marina.
Como quizá sepa, en este momento los únicos dos investigados por el homicidio son Stefano Carpanesi y su esposa, Angelica Carrus. El móvil que habría podido animar a ambos sería el mismo: el hecho de que Marina estaba extorsionando a Carpanesi, chantajeándolo con la posibilidad de revelar al mundo que tenía un hijo ilegítimo, arruinando su matrimonio y su carrera política. Detalles, estos últimos, que le interesaban también a la doctora Carrus.
Pero Carpanesi nunca tuvo la ocasión efectiva de matar a Marina: en su única visita al hospital estaba acompañado por cuatro personas, y para hacer lo que se hizo era necesario estar solo. Por lo cual, Carpanesi no contó con la ocasión.
En cuanto a su esposa, se había informado de la situación de Marina y, como neuróloga, se había dado perfecta cuenta de que Marina nunca se recuperaría de ese accidente. Los traumas sufridos habían dañado el encéfalo de manera irreversible. La que aguardaba a Marina era una vida como vegetal y Carrus lo sabía. Por ello, Carrus no contaba con ningún móvil para matar a Marina. Además, el método elegido para el homicidio funcionó, perdone que me lo permita, por puta casualidad, ni un médico licenciado en una academia de preparación de selectividad lo habría elegido para matar a alguien.
El problema es que entendí que el accidente de coche había sido fundamental para crear el móvil del homicidio, pero falseé el propio móvil. Cuando conocí las disposiciones testamentarias de Sirio Fabbricotti, entendí que la muerte de su sobrino Giacomo había creado una situación grotesca: Marina, excluida por su marido de los bienes familiares, entraba en posesión de ellos a causa de la muerte de su hijo.
O mejor dicho: heredaba aquello que había sido confiado a los cuidados del notario Aloisi.
A nadie se le ocurrió pensar que el notario hubiera podido invertir el dinero que le había sido confiado de manera poco prudente, o simplemente desafortunada. Por ejemplo, habría podido invertirlo todo en títulos que hubieran perdido valor a consecuencia de la crisis. O habría podido usar ese dinero para especular después de haber perdido el suyo propio, de nuevo a consecuencia de la crisis.
El notario habría podido, por tanto, contar con un móvil: evitar tener que explicarle a su hermana, en caso de que se hubiera recuperado, dónde había acabado su herencia.
Pero todas esas suposiciones no eran más que fantasías: plausibles, pero erradas ante la prueba de los hechos. Porque el fondo fiduciario en el que el notario metió la donación Fabbricotti goza de excelente salud, como pude comprobar con mis propios ojos. Por lo cual, el notario no tiene móvil. En cuanto a la ocasión, era necesario entrar en una unidad hospitalaria de esas poco accesibles, como la de cuidados intensivos, pasando desapercibido. No es fácil.
En cualquier lugar, para pasar desapercibido, basta con formar parte de la rutina. Por tanto, si alguien no quiere hacerse notar en un hospital, debe ser médico, enfermero o camillero. Alguien con bata blanca o verde. Aunque hay otro uniforme que no llama la atención en un hospital: el hábito de fraile.
Cuando me operaron de apendicitis, cada tarde pasaba un viejo fraile para ver si los niños hospitalizados querían intercambiar unas palabras o si les complacía una bendición. Era un viejo desdentado e hinchapelotas, y cada vez que entraba me tocaba claramente los huevos bajo las mantas, esperando que se percatara y no volviera. Pero me he informado: según parece, sigue habiendo frailes en el hospital y cada tanto alguno pasa a dar consuelo a los enfermos.
La posibilidad de que pudiera haber sido usted se me ocurrió mientras jugaba al billar y me tocó tirar un golpe que abatiera la hilera central de bolos. Se trata de un golpe de ataque, destructivo y que da muchos puntos, pero solo se puede tirar cuando se dan las condiciones apropiadas, que son tanto más apremiantes cuanto más torpe es el jugador. Bueno, yo soy torpe y no los realizo casi nunca. Pero en ese caso era lo que había que hacer.
Y se me ocurrió que a usted se le podía haber ocurrido lo mismo.
Usted es una persona que no haría daño ni a una mosca y la única posibilidad de que usted mate a alguien es que lo haga para ahorrarle sufrimientos. No por maldad, sino por humana piedad. El móvil, por tanto, era algo que se había producido como consecuencia del accidente, pero su consecuencia no era financiera. (Es extraño cómo el ambiente condiciona nuestro modo de pensar: en este mundo de mierda, ya estamos acostumbrados a pensar en el dinero como primer móvil para todo). En cambio, su consecuencia era humana: su hermana sufriría daños irreversibles.
Le ahorro los detalles, pero llegué a la conclusión de que usted actuó cuando se dio cuenta del futuro que aguardaba a su hermana.
No lo hizo para enriquecerse personalmente, eso lo sé: me he informado y sé que usted ha creado una fundación en Malawi para la construcción de servicios, que abrió con el dinero de la herencia y dejó en manos de una sociedad de gestión seria.
Me pregunto, y le pregunto, si el dinero no pesó: si la visión de ese dinero, que yacía inútil e inutilizable junto a su hermana, y la rabia de no poder usarlo para hacer algo bueno, no actuó como catalizador para lo que creo que hizo. Si fue así, por si le sirve, sepa que yo no puedo ni quiero juzgarlo. Y no quiero que otros lo hagan: por lo que me concierne, no puedo concebir lo que usted hizo como un delito.
Sin embargo, le rogaría que respondiera con sinceridad a esta carta, tanto si tengo razón como si estoy equivocado. No tengo pruebas en su contra, como le he dicho y como usted sabrá; y el único modo de saber si estoy en lo cierto es que usted me lo confirme.
Cordialmente
Massimo Viviani