Eran las siete y media de la mañana siguiente. Massimo estaba sentado a una mesa con la Gazzetta desencuadernada cuando, de repente, entró Aldo. Mientras Massimo levantaba la vista, Aldo se dirigió a la mesa y apoyó encima del periódico un sobre blanco. Massimo lo miró.
—Las deudas de juego se pagan en veinticuatro horas, pero ahora tienes que explicarme cómo lo has hecho.
—Encantado. ¿Te molesta si esperamos al resto de la pandilla? Si no, tendré que explicarlo n veces.
«Y así me acabo la Gazzetta».
—Como quieras. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Preguntar es lícito.
—¿Te encuentras bien?
—No me quejo.
—¿Seguro? Tienes muy mala cara. Entiéndeme, no es que de costumbre seas George Clooney, pero esta mañana das auténtico miedo.
—He dormido mal.
—Lo sé. A veces también me ocurre a mí.
Aldo se sentó a la mesa y comenzó a balancearse, en la típica actitud de quien, antes de comenzar un discurso, quiere estar seguro de contar con toda la atención de su interlocutor. Por desgracia, Massimo estaba dotado de la misma capacidad de empatía que un niño autista y además estaba leyendo la Gazzetta, por lo que permaneció en su sitio sin levantar los ojos ni percatarse de nada. Tras varios minutos, Aldo se puso a toser. Primero despacio, discretamente, y luego cada vez con más decisión. En un momento dado, Massimo habló, sin levantar la vista de la Gazzetta.
—A tu edad no deberías salir sin bufanda.
—Sí. En cambio, a la tuya, deberías empezar a formar una familia.
—Ya lo he hecho. Me quité el pensamiento.
—Massimo, no te hagas el idiota. Te casaste con tu novieta del instituto. Que, bueno, era una persona que mejor olvidamos, pero tú estabas muy enamorado. Luego os divorciasteis. Al morir un Papa, se nombra a otro, ¿sabes?
—Lo sé, lo sé. El problema es que mis cónclaves duran bastante.
—¡Te creo! Estás siempre enterrado en tu puto bar. Vas siempre vestido del mismo modo, con camisa blanca y vaqueros. Y si tienes un día libre, te escondes como un cangrejo.
Massimo miró a Aldo un poco desconcertado. Cuando Aldo usaba una palabrota, significaba que la situación era grave.
—No puedes pretender atraer a tropeles de chicas si te comportas como un San Simón, el estilita —continuó Aldo—. Cambia algo. Sal por ahí. Ve al cine. Despiértate, vamos. Ya sabemos…
Y lo que sabíamos se interrumpió porque llegó Tiziana.
—Madre mía, qué día. Por la mañana hace todavía un frío… Massimo, ¿te encuentras bien?
Massimo se levantó sin soltar la Gazzetta y, mientras seguía leyendo, se fue directamente a la sala de billar.
Después de terminar la Gazzetta, Massimo se había quedado en la sala de billar y había iniciado una pensativa partida consigo mismo, tanto en el paño verde como dentro de su cerebro. En el paño avanzada ensartando, uno tras otro, golpes de defensa perfectos en los que una bola se encontraba cerca de un ángulo de la mesa y la otra, la batiente, se detenía en la posición diametralmente opuesta, con los bolos en el medio. Golpes estériles que no abatían un bolo ni aportaban un punto, pero Massimo era un jugador prudente y esos eran los golpes que le salían de manera espontánea.
En el interior de su cabeza la batalla era más compleja: los dos niños que se disputaban desde siempre el control de las acciones de Massimo estaban intentando convencerse mutuamente. Por una parte, el Massimo Buen Chico le sermoneaba con el hecho de que Fusco había sido claro y tenía razón. No se juega con los crímenes, no se investiga ni se hace justicia por cuenta propia. Para ciertas cosas está la policía, los magistrados y todos los demás aparatos específicos. Por otra parte, el Massimo Dime Por Qué replicaba que si algo no cuadra, no cuadra, y hasta que no cuadre, hay que aplicarse para encontrar la solución, y si el Buen Chico era tonto, qué se le iba a hacer.
Mientras argumentaba, tiró un golpe demasiado fuerte y la bola batiente se encontró del mismo lado que la bola golpeada, una delante de la otra, frente a los bolos.
En estos casos, hace falta tirar un golpe que abata toda una hilera: un buen castañazo y fuera, la bola golpeada que rebota la banda alegremente, devastando los bolos y aportando una gran cantidad de puntos, quizá incluso consiguiendo acercarse al bolín. Un golpe fácil y, por tanto, un golpe que a Massimo no le gustaba. Y que no realizaba prácticamente nunca por miedo a equivocarse y hacer un daño colosal, con aquellos vejetes de mierda que le habrían tomado el pelo con crueldad.
Sin embargo, al estar solo, podía permitírselo.
Massimo se inclinó sobre la mesa, apoyó el taco en la mano y se preparó para tirar.
En el bar, los vejetes estaban hablando de esto y lo otro, cuando Aldo se acercó a la pared. Después de varios segundos, levantó una mano, pidiendo silencio. Ampelio continuó tranquilamente su monólogo y Pilade abrió la boca:
—Ampelio, cállate un momento.
—¿Qué pasa, no está mi nieto y te pones a tocarme los huevos?
—Por cierto que sí —respondió Aldo—. Massimo no está porque ha ido allí a jugar al billar. Sin embargo, hace dos o tres minutos y no oigo ningún ruido. Ni bolas que chocan ni rumor de pasos. Esta mañana llevaba una cara que no me ha gustado nada. No me gustaría que se sintiera mal.
«Por Dios. Lo único que faltaba». Con una mirada de entendimiento, Aldo fue elegido por la comunidad para ir a ver qué sucedía, también porque, se esperaba a que Ampelio se levantara y llegara allí, a uno le daría tiempo a morirse de hambre.
Al llegar a la salita, Aldo vio a Massimo inclinado sobre el billar, preparándose para tirar un golpe, blandiendo despacio el taco adelante y atrás.
Solo que tenía los ojos cerrados y parecía dormir.
Después de unos veinte segundos, a Aldo se le unieron Tiziana y los demás ancianos venerables. Varios segundos más tarde, Massimo abrió los ojos, levantó la cabeza y vio al cuarteto parado en el umbral. Sonrió.
—¿Qué sucede?
—¿Cómo que qué sucede? Te habías quedado dormido sobre el billar.
—Sí. La verdad es que no he dormido mucho esta noche —respondió Massimo, intentando adoptar aire de pasmado para enmascarar la emoción.
—Massimo, hagamos esto —propuso Aldo con ademán paterno—. Vete ahora a casa y echas una cabezadita. En estas condiciones no me parece oportuno que trabajes. Aquí se queda Tiziana. ¿Puede ser?
—Vete, vete, Massimo —conminó Tiziana—, me ocupo yo.
—Creo que tienes razón. Nos vemos luego.
«Jolín. Es así. Solo puede ser así».
«¿Y ahora qué hago? Si voy a ver a Fusco, me esposa al radiador y manda al bar un trozo de oreja. Si se lo cuento a un periodista, ídem de ídem. Se arma la de san Quintín. Aparte, no estoy seguro de qué podría salir de esto. A estas alturas, lo mejor es hablar con él. Veamos cómo reacciona. Quizá me lo confiese todo. Quizá llame a la policía y pida que me arresten. Es más probable lo segundo que lo primero. ¿Tienes elección? No, creo que no. Menos mal que los vejetes han pensado que me estaba durmiendo. Por el contrario, si quieres volver a dormir, tienes que sacarte esta muela. Sea lo que sea».
—¿Qué hay tan urgente como para querer verme esta mañana?
Sentado en su despacho, con una librería de finales de siglo XVIII a sus espaldas llena de tomos bien encuadernados, el notario daba decididamente otra impresión. En el bar, como Massimo lo había visto siempre, era sencillamente un hombrecito bien vestido con una educación bastante por encima de la media, pero al que había que esforzarse para advertir.
Allí dentro, en cambio, era el amo. Se deducía por el modo en que la secretaria le había abierto la puerta, por cómo había mirado Massimo cuando le había preguntado si era posible ver unos minutos al señor notario. El señor notario ahora está ocupado, había respondido, casi asombrada ante tanta osadía. Dígale que esperaré, había dicho Massimo dirigiéndose hacia uno de los silloncitos de la antesala. Muy cómodos, por otra parte. Si hay eso en la antesala, a saber el trono que debe de tener en el despacho.
En efecto, en el despacho, adonde le hicieron pasar una horita más tarde, el señor notario tenía un escritorio de caoba de contralmirante de al menos dos metros de largo y una butaca increíble, de piel finísima, con los reposabrazos amplios y un sistema de amortiguación que debía de ser digno de un Ferrari; esto Massimo solo podía suponerlo porque nunca jamás se sentaría en la butaca de otro. Por ello, dado que ya había pasado bastante tiempo sentado, había esperado al notario paseando. Al final el notario había llegado, le había saludado mientras se sentaba, había mirado unos papeles durante varios minutos y luego había enfocado a Massimo con una mirada neutra, ni molesta ni curiosa, sino sencillamente profesional.
—Lo que tengo que preguntarle concierne a uno de sus clientes. Para ser exactos, a Sirio Fabbricotti.
El notario siguió mirándolo sin cambiar de expresión. Massimo esperó unos segundos y luego continuó.
—A Sirio Fabbricotti, justamente.
—Ya lo he entendido, señor Viviani. Soy viejo, pero no sordo.
Massimo suspiró. «Bueno, ahora estás aquí y tienes que continuar hasta el final».
—Lo que me gustaría conocer, señor notario, son los términos de la donación que Sirio Fabbricotti extendió en relación a su hijo Giacomo hace varios años.
—¿A qué donación se refiere?
—A la donación con la que Sirio Fabbricotti dejaba su patrimonio a su hijo Giacomo, excluyendo de la misma a su esposa Marina, en virtud de una renuncia escrita redactada por ella misma.
El notario continuó observándolo con la misma mirada neutra.
—Y usted ¿cómo lo sabe?
«Joder. ¿Ves —preguntó Massimo Buen Chico— lo que sucede cuando te haces el listo con cosas que no conoces?».
«Cállate y déjame concentrarme, pajero», respondió el otro Massimo.
—Estamos en un pueblo pequeño. La gente rumorea.
El notario miró a Massimo enarcando una ceja.
—Dado que la gente está tan bien informada, también tendría que estar al corriente de esto. Pero no importa. Los interesados han fallecido, sus testamentos, cuando estaban presentes, fueron leídos y sus disposiciones, ejecutadas. ¿Le interesa algún detalle o puedo explicárselo de manera informal?
Ahora el tono del notario era decididamente sarcástico.
—Por favor, como usted prefiera.
—Sirio Fabbricotti donó todo su patrimonio, salvo una cifra calculada por él para su propia supervivencia y sus tratamientos, a su hijo Giacomo. Como en aquella época, si recuerdo bien, su hijo tenía ocho años, nombró a un tutor que debía gestionar el capital en objeto hasta que alcanzara la mayoría de edad.
—¿Y ese tutor es usted?
—Exactamente.
La mirada del notario se perdió un momento fuera de la ventana.
—No conocía demasiado a Sirio Fabbricotti, pero nos fiábamos el uno del otro. Redacté las escrituras de todas las casas que construyó y vendió, desde la primera hasta la última. Era una persona cerrada, reservada, y quería a ese niño con toda su alma. Hasta cuando descubrió que no era suyo.
La mirada del notario volvió sobre Massimo.
—En este país no se puede desheredar a un pariente próximo, ni siquiera aunque se desee. Hasta cuando se deja un testamento a los parientes directos del de cuius, es decir, del fallecido, les corresponde una cuota de legítima. Pero Sirio había encontrado, según él, el modo de excluir a su esposa del testamento. La puso frente a una hipótesis. O firmas la renuncia a plantear derechos sobre la donación, le dijo, o… —el notario sonrió—, o te desenmascaro ante todos y pido el divorcio. Todos sabrán que Giacomo no es hijo mío, y os quedáis sin pasta tú y él. Marina firmó.
—Ya veo. Por lo cual, Fabbricotti donó casi todo su patrimonio a Giacomo y lo nombró a usted administrador de sus bienes hasta la mayoría de edad.
El notario asintió, mostrando sus palmas, como diciendo que era obvio.
—Perdone, pero usted ha afirmado antes que los testamentos fueron leídos y ejecutados cuando estaban presentes. ¿Había otros testamentos, aparte del de Fabbricotti?
—No, era un plural de tipo, digámoslo así, general. En realidad, el único testamento era el de Sirio. Giacomo y Marina murieron sin dejar disposiciones.
—Entiendo. Por tanto, ¿qué ha sucedido?
—Ha sucedido lo que prevé la ley. Al haber muerto Giacomo Fabbricotti sin herederos, toda su cuota pasa a los parientes de primer grado. O sea, en este caso, a Marina Corucci.
—Por lo cual, al final, en el breve lapso de tiempo en que sobrevivió, Marina Corucci heredó todo el patrimonio de Fabbricotti.
—Exactamente.
—¿Y cuánto dinero sería, más o menos?
El notario lo miró, sonriendo.
—Una buena cantidad. No entro en detalles, pero la donación de Fabbricotti era del orden de millones de euros.
—Ya veo. Pero no le he preguntado eso.
El notario lo miró con una sonrisa no tan amable.
—Le he preguntado cuánto dinero sería ahora. Hay crisis, también usted lo sabe. Si un administrador hubiera invertido ese dinero en títulos o hubiera especulado con él, habría podido perder una gran parte. Ya sabes cómo funciona.
Ahora el notario ya no sonreía.
—Por eso, si después del accidente Marina Corucci se hubiera recuperado, habría podido llevarse varias sorpresas. Y, al final, habría podido descubrir que había heredado un puñado de moscas, o poco más. En mi opinión, se habría enfadado con el administrador.
El notario permaneció sentado, aunque cruzó las piernas.
—Usted no tiene ningún derecho a pedirme esa información.
—Yo no.
El notario lo observó varios segundos. Luego, de repente, sacudió la cabeza.
—¿Sabe por qué me he presentado como candidato al Senado, a esta payasada de las elecciones sustitutivas?
—No. ¿Por qué?
—Porque era consciente de que nunca sería elegido. He nacido y crecido aquí, y el poder nunca me ha interesado. Siempre he estado metido en política, es verdad, pero más por inercia que por interés. Además, represento a un partido que, incluso cuando Italia era una ballena blanca, aquí era un lenguadito, aplastado por el partido de los trabajadores y por todas sus estribaciones.
El notario se levantó y fue a encender el monitor del ordenador, que se encontraba en la otra punta del escritorio de contralmirante.
—Y ahora, con toda esta historia, corro el riesgo de encontrarme de verdad en Roma, ejerciendo de senador. Representando a mi país en un momento en que la política es la que es; la situación, debo decirle, no me disgusta en absoluto. Ahora que estoy en la carrera, perder me pesaría. Renunciar me pesaría aún más.
Mientras hablaba, el notario comenzó a teclear, con dedos lentos pero seguros.
—Me pesaría retirarme porque corren rumores que no responden a la verdad. Es el único motivo por el que le mostraré lo que estoy a punto de mostrarle.
Tras un último golpe ratón, el notario giró el monitor y le mostró la pantalla a Massimo.
El pantallazo era el de un banco italiano, blanco y anaranjado, y mostraba la rendición de cuentas de un fondo de inversión.
El fondo de inversión estaba identificado como «1 9 0 6 2 0 0 4 - Fondo fiduciario herederos Fabbricotti».
La cifra actual era de más de siete millones.
Sonriendo, Massimo leyó el pantallazo; a continuación, se levantó y tendió la mano al notario, que se la apretó. Después, mientras el notario colocaba en su sitio el monitor, se aclaró la voz y dijo:
—Perdone el atrevimiento, pero tendría una última pregunta. También Marina Corucci murió sin testamento, si he entendido bien.
—Exacto.
—¿Y quiénes serían sus herederos?
—Su único pariente vivo de grado sucesivo al primero, es decir, su hermano. El padre Adriano Corucci del convento de Santa Luce.