—«No pongas un muerto entre marido y mujer. Reportaje de Marinela del Fre’. Pisa. Se estrecha el círculo en torno a los investigados por el delito conocido como “crimen de Santa Chiara”, es decir, el homicidio de Marina Corucci, ocurrido hace exactamente una semana en el interior de la unidad de Anestesia y Reanimación del hospital pisano. En estos momentos, para los investigadores, dicho crimen es un asunto de familia. En efecto, el campo de los posibles responsables parece haberse restringido a solo dos personas: Stefano Carpanesi, conocido político, candidato a las elecciones sustitutivas por el centro-izquierda, y su esposa, Angelica Carrus, jefa de Neurología en el mismo hospital donde se ha cometido el crimen. En efecto, Marina Corucci fue asesinada mediante una inyección de aire que le causó una embolia fatal mientras se encontraba ingresada, en estado crítico, a consecuencia de un terrible accidente de coche».
Desde detrás del Corriere, abierto con tal cuidado que parecía almidonado, llegaba la voz alta e impersonal de Rimediotti, que ponía al corriente al resto del bar de los últimos desarrollos del caso Corucci. Al resto del bar con excepción de dos japonesas, probablemente madre e hija, que estaban sentadas en una mesa del fondo saboreando sus capuchinos mientras sacaban de los bolsos todo lo que habían comprado en el transcurso de la mañana, chillando de satisfacción.
—«Como se sabe, la situación de Carpanesi, ya en el punto de mira de los investigadores por considerársele sospechoso de ser víctima de un chantaje por parte de Corucci, se agravó posteriormente a consecuencia del descubrimiento de que Giacomo Fabbricotti, el hijo de Marina Corucci fallecido en el accidente de coche que sirvió de pródromo al crimen, era en realidad hijo natural del propio Carpanesi». ¿Qué quiere decir «pródromo»?
—Pues es un sinónimo bastante arcaico de «preludio». Se usa principalmente en el ámbito eclesiástico. Preludio, o indicio. O síntoma, también. Algo que precede…
—Aldo, todos hemos ido a la escuela ¿Te callas un poco y me dejas oír?
—«Parece que la paternidad, comprobada mediante una prueba de ADN, fue sugerida a los investigadores por el hermano de la víctima, el padre Adriano Corucci, fraile menor del convento de Santa Luce. Sin embargo, al parecer el origen de dicha paternidad no era desconocido para la esposa de Carpanesi, la doctora Carrus, la cual se había encontrado por motivos profesionales en el deber de realizar pruebas genéticas específicas al desventurado muchacho. En cuanto a este último, cabe recordar que las últimas pruebas de la policía científica no dejan lugar a dudas: el accidente en el cual el joven perdió la vida no fue doloso, sino debido sencillamente a la elevada velocidad del vehículo conducido por su madre».
—Mira a ver si ponen quién descubrió la paternidad —anotó Pilade.
—Eso —respondió Aldo—. Quizá Fusco se haya atribuido todo el mérito. Acabarán dándole una medalla.
—Mmm, una medalla —bufó Ampelio—. También yo le pondría algo al cuello a ese enano. Un par de manos, por ejemplo. Bien apretadas.
—«A la zaga de estas últimas palabras, los dos principales sospechosos comenzaron a acusarse abierta y mutuamente de contar con excelentes motivos para eliminar a la víctima. Carpanesi llegó a subrayar cuándo su consorte habría tenido la posibilidad de cometer el delito». Pero ¿te das cuenta?
—Madre mía, qué hombre. Claro que hay que verse entre la espada y la pared.
—Bah, depende. En mi opinión, no se equivoca del todo. Si lo acusan de homicidio y él tiene una certeza razonable de que fue su mujer, no veo por qué debería callarse.
En el interior del bar se habían formado tres partidos. En el partido A («Carpanesi libre») se han inscrito Aldo y Pilade, que están convencidos de la culpabilidad de la doctora Carrus. Del partido B («Carpanesi en chirona y las llaves, a la alcantarilla») formaban parte Rimediotti, Ampelio y Tiziana, por causas y motivos diversos. Por lo que se refiere al partido C («Carpanesi me importa un comino»), contaba entre sus defensores solo con Massimo, y tampoco demasiado convencido.
«Aunque mira tú. Ahora ya casi no van al billar. Entran, desencuadernan el periódico y se ponen a discutir sobre el crimen. Aquí, obviamente. Y si llega alguien, sueltan un sermón sobre los japoneses, que, en total, no entienden un carajo. Qué serenos son los japoneses. Debe de ser por el culto a los antepasados difuntos. Acabo de entender cómo funciona: no rezan directamente a los antepasados, sino que agradecen al cielo que se los haya quitado de en medio. Por eso son tan pacíficos».
—«En efecto, según palabras de Carpanesi, para su esposa habría sido muy sencillo eliminar a Corucci, al estar de turno en su unidad en el momento de la muerte. En teoría, nada más fácil que abandonar durante un momento su unidad para entrar en la habitación de la víctima sin ser advertida por nadie. Además, como se recordaba también ayer, Carpanesi solo se acercó al cabezal de la víctima para una breve visita, algo incompatible, en opinión de sus abogados, con la dinámica del homicidio, cuya preparación y ejecución habría exigido sin duda un tiempo no indiferente para una persona no experta en medicina».
Esta era la argumentación sobre la que se apoyaba el programa del partido A, rebatida por el partido B sobre la base del hecho de que los médicos de una misma unidad se conocen perfectamente y que, por tanto, un médico que se encuentre en una unidad en la que no trabaja es advertido, y mucho.
—«Por otra parte, la doctora Carrus se defendió aportando pruebas de que, ya desde la mañana del día en que verificó la muerte, la víctima estaba en situación desesperada y en un estado de coma irreversible, del cual presentaba posibilidades irrelevantes de recuperarse a causa de la entidad de los daños cerebrales sufridos a consecuencia del accidente. “Es verdad que los médicos matamos a muchos pacientes”, comentó Carrus, sonriendo, “pero nunca lo hacemos a propósito. Además la historia nos enseña que no se mata a un hombre muerto. Por no hablar de una mujer, que en este país vale aún menos”».
Esta última era la tesis del partido B, hostilizada por el partido A, que consideraba que Carrus podría haber falsificado fácilmente los partes médicos que atestiguaban la condición clínica de la paciente.
Para ayuda de los morbosos a los que estas cosas aún no hayan aburrido, un recuadro en la página adyacente explicaba, desde un punto de vista médico, en qué consiste el EVP (estado vegetativo permanente) y cómo se diagnostica. Por fortuna, Rimediotti se puso a leerlo solo, en silencio.
—En resumen —comentó Ampelio una vez terminada la lectura del artículo—, ahora es cuestión de ver cuál de los dos cede.
—¿Es decir?
—Es decir, que ninguno de los dos es un duro de película americana. Los dos nacieron entre algodones. No tienen ni idea de qué quiere decir sufrir. En esta situación, los metes en chirona a los dos y observas qué sucede. Verás cómo, antes o después, uno de los dos se derrumba.
—Mira, Ampelio —intervino Aldo—, me gustaría hacerte notar dos cosas. En primer lugar, no estamos en Guantánamo, estamos en Pineta. No puedes meter a alguien prisión y dejarlo dos años porque a ti te parezca. En segundo lugar, estoy de acuerdo en que Carpanesi nació entre algodones, pero no diría lo mismo de su consorte.
Aldo se puso en pie y comenzó a caminar por la habitación.
—Carrus nació en un pueblecito de Cerdeña del tamaño de este bar, en el que las posibilidades eran dos: si eras varón, trabajabas de pastor; si eras mujer, trabajabas como esposa de pastor. En estos momentos, es jefa de Neurología. Esa señora no es una mujer, es un picapedrero con falda. Para llegar hasta ahí no sé qué habrá hecho, pero estoy seguro de que, con tal de permanecer donde está, sería capaz de exterminarte a ti y a tu familia y de ir a ver una actuación de teatro infantil en la misma tarde.
La descripción de Aldo trazaba bastante bien el modo en que Carrus era vista habitualmente en el litoral. Quién sabe por qué.
A Massimo le daba la sensación de que, si Carrus hubiera sido hombre, todos lo habrían considerado solamente un hombre de éxito, alguien que se había hecho a sí mismo. En cambio, como era mujer, todos la veían más o menos como una arribista: capaz e inteligente, pero con la ética de una hiena huérfana.
—De todos modos, de esos dos no se sale —comentó Aldo—. O ha sido él o ha sido ella. Yo, por mi parte, tiendo a ella. Es una cuestión de probabilidad.
Massimo, que estaba a punto de atender a las japonesas en la caja, se rio.
—Solo faltaba eso.
—¿Por qué, he dicho algo equivocado?
—Qué coño sabéis vosotros de probabilidad —contestó Massimo sonriendo—. Un momento. Five with seventy. Please, could you repeat?
En un inglés pasable, la japonesa joven le dijo que las flores de hibisco que se encontraban en el bar eran estupendas y le pidió permiso para sacarles una foto.
—Of course. I would be honoured of that. Please, take all the pictures you want.
Sonriendo, la japonesa encendió la cámara y la apuntó hacia la planta florida, que se encontraba en el alféizar, a espaldas de Ampelio. Tras hacer dos fotos, dio las gracias a todo el bar con una serie de inclinaciones y se encaminó hacia fuera junto con su presunta madre.
—Y esa ¿qué ha fotografiado?
—Te fotografiaba a ti, abuelo —respondió Massimo—. Me ha contado que es arqueóloga y que era raro encontrar una momia tan bien conservada.
«Haz el favor, házmelo». Respondió Ampelio entre dientes.
—Escucha un momento, en vez de hacerte el sabihondo —intervino Aldo, resentido—. Yo digo lo siguiente: Carrus trabaja en el hospital. Sin duda, tuvo más oportunidades de ir de su unidad a la de Reanimación, que, por otra parte, está al lado, de las que pudo tener Carpanesi, ¿no? Ergo, es más probable que la haya matado ella. ¿Qué me dices?
—No puedo más que repetirme. En términos matemáticos, te diría que es un uso equivocado del concepto de probabilidad condicional. Como esto es un bar, repito: no sabes un pimiento de las probabilidades. Para convencerte, te propongo una respuesta.
—Oigámosla.
—¿Cuántos cubiertos tiene tu restaurante?
—Cuarenta y dos.
—Muy bien. En esta época está siempre lleno, ¿verdad?
Aldo levantó una ceja como diciendo «¿tú crees?».
—Entonces, hagamos la apuesta. Me apuesto cien euros a que esta noche, en tu restaurante, habrá entre los clientes al menos dos personas que hayan nacido el mismo día del año. ¿Qué me dices?
—Un momento, espera a ver si lo he entendido bien. ¿Me estás diciendo que, entre cuarenta y dos personas distribuidas en trescientos sesenta y cinco días hay, según tú al menos dos que tienen la misma fecha de cumpleaños? ¿Esa es la apuesta?
—Exactamente. ¿Qué me dices?
—¿Y cómo lo compruebo?
—A cada persona que entre le describes la apuesta y le pides la fecha de nacimiento. Solo día y mes, no el año. No veo por qué deberían contestarte que no. ¿Qué me dices?
—Digo que te has dado un golpe en la cabeza. Hecho. Cien euros. Pero ahora explícame eso de la probabilidad condicional.
Massimo miró por un instante al auditorio. No era fácil. Y tampoco eludible, porque estaba claro que, después de la provocación, los vejetes esperaban una explicación. Hasta Rimediotti había asomado la cabeza por encima del Corriere. Massimo tomó aire y a continuación comenzó:
—Aldo, ¿has leído alguna vez Anna Karenina?
—Claro.
—¿Te acuerdas de cómo empieza?
—Cómo no. «Todas las familias felices se parecen unas a otras. Pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada». —Aldo aprobó sacudiendo la cabeza—. Es una de las frases más hermosas que se hayan escrito nunca.
—Concuerdo. ¿Sabes por qué es hermosa? Porque tiene un significado universal. Es una especie de teorema, a su manera.
Massimo fue al distribuidor de té frío y se sirvió de beber.
—¿Qué significa esa frase? En breve, significa que para que un matrimonio funcione, los dos cónyuges deben estar de acuerdo en muchas cosas. La educación de los hijos, el entendimiento sexual, la importancia del dinero, el lugar donde vivir. Si en una de estas cosas hay un desacuerdo total o sustancial… —Massimo abrió las manos— resulta que tu matrimonio es infeliz. Se crea una fricción que adquiere cada vez más peso, mientras el resto de las cosas que funcionan ni siquiera lo notas. Total, funcionan. Pero lo que no funciona comienza a envenenar todo lo demás.
Massimo tomó un buen sorbo de té, apoyó el vaso sobre la barra y continuó:
—En la probabilidad, el razonamiento es el mismo. La probabilidad de que se verifique una cierta situación, por ejemplo, que mi abuelo consiga ver en directo un partido de fútbol, viene dada por el producto de las probabilidades de todos los derechos elementales que se deben realizar para que esa situación se verifique, sin excluir ninguno. Ojo: del producto, no de la suma. Es importante.
Massimo tragó otro sorbito de té tras echar un vistazo a su propia sucursal del hospicio. Hasta ahora, parecían seguirlo.
—La razón es sencilla, si existe la probabilidad de que un determinado hecho necesario en la cadena anterior sea nulo, la probabilidad de que la situación se verifique es nula. Volvamos al ejemplo: Ampelio intenta ir al estadio. Para entrar en el estadio, mi abuelo debería comprar una entrada, hecho no imposible porque tiene el dinero. Debería ir al estadio, hecho no imposible porque lo acompañaría yo. Debería pasar el control de seguridad, lo cual es imposible porque implicaría dejar el bastón, que sería considerado un arma impropia, y mi abuelo ese bastón no lo deja nunca, simplemente porque tiene el pie diabético y sin bastón se desmoronaría y caería al suelo.
Massimo se acabó el té frío de un largo rato trago. Mientras hablaba, se le había ocurrido una idea. Algo que, quizás, podía convencer a los vejetes de que se olvidasen del crimen de una vez por todas.
—Por lo cual, basta con que sea imposible un solo hecho, en este caso que mi abuelo deje bastón, para romper la cadena de éxitos que llevan a la situación. Si has descrito correctamente la cadena de hechos y hay uno que es de probabilidad nula, esta situación no se verificará nunca. Punto.
Los cuatro estaban escuchando, extrañamente en silencio. Ampelio incluso asintió.
—Ahora bien, si tienes en cuenta un solo evento, es decir, el hecho de que Carrus tuviera la posibilidad de acceder a la habitación de la víctima con mayor facilidad que Carpanesi, no haces bien las cuentas. Te limitas a una pequeña parte del problema, sin considerar su totalidad. ¿Estamos?
«Si tú lo dices», expresó la cara de Rimediotti.
—Para hablar de probabilidad, tenemos que intentar subdividir el homicidio en distintos hechos para procurar entender quién es el asesino, haciéndolo pasar por una serie de puntos obligatorios. Mejor dicho, tenéis. O mejor aún, tendría algún otro, porque tanto vosotros como yo hemos sido disuadidos de seguir ocupándonos de esto, y tengo una vaga impresión de que, si continuamos, el bueno del viejo de Fusco nos lo hará pagar.
Los cuatro levantaron las cejas al unísono, en un claro desprecio de Fusco y de cualquier consecuencia.
—Veamos si lo he entendido bien —recapituló Aldo—. Punto uno, el que mató a Marina Corucci ganó algo con su muerte. Nada se hace por nada.
—Puede ser. Yo lo formularía así: ganó algo con su muerte o habría perdido algo con su posible supervivencia.
—Vale. Punto segundo…
«Bueno. Vosotros lo habéis querido, ahora aguantaos».
—Punto tercero —empezó Massimo—, tuvo la posibilidad de encontrarse a solas en la habitación de Marina Corucci el tiempo necesario para aplicar la inyección. Punto cuatro, tuvo la certeza de matar a Marina Corucci mediante una inyección de aire. Y aquí tropiezan ambos asnos, en mi opinión.
—¿En qué sentido? —preguntó Aldo.
—Porque los dos casos de Carpanesi y Carrus nos encontramos con un bonito cero. En el caso de Carpanesi, porque le hizo a Corucci una especie de visita oficial, con compañeros de partido y alcalde con faja tricolor. Que, en compañía de otras tres o cuatro personas, tuviera el tiempo y la jeta de ponerle una inyección a Corucci lo veo bastante improbable. Y que lograra entrar en una unidad de Reanimación a escondidas lo veo bastante imposible. Por tanto, a mi juicio, por lo que concierne a Carpanesi, la probabilidad del tercer hecho es muy, muy baja.
—¿Y Carrus?
—Igual. Carrus es médico, y si quisiera matar a un paciente, elegiría un método infalible. Con seguridad, no una inyección de aire.
—¿Por qué? —repuso Aldo—. Es un método perfecto, sencillo y eficaz.
—Sí, en las películas. En la vida real, la solubilidad de los distintos componentes gaseosos del aire en la sangre humana no es irrelevante. Si le inyectas aire a una persona, para hacerle daño tienes que conseguir inyectarle mucho y a mucha velocidad, de modo que no llegue a disolverse. Las embolias que matan a los submarinistas que suben demasiado rápido son provocadas precisamente porque, a presiones diversas, la solubilidad del aire en la sangre varía muchísimo; cuanto más alta es la presión, mejor se disuelven los gases. Si subes demasiado deprisa, la solubilidad del gas en el líquido disminuye sin que tengas tiempo de eliminar el exceso de gas con la respiración. Por tanto, se forman unas bonitas burbujas de aire, tu sangre comienza a imitar a la quina y estás jodido.
Massimo destapó una quina y se la sirvió, tanto para dar ejemplo como porque le había entrado sed.
—Pero el caso de una inyección, esta solo mata en el caso de que consiga cerrar toda la luz arterial, creando el llamado «bolo». Es decir, muy raras veces. Me he informado. Por consiguiente, el asesino material no es médico. Así que, para Carrus, el cero lo encontramos en el hecho número cuatro.
Los vejetes se miraron, cogitabundos. Después, Del Tacca levantó un dedo como en la escuela.
—Perdona, Massimo, pero antes has saltado del punto primer al tercero. ¿Hay también un segundo o te has confundido?
—No, no, Pilade, no hay ninguna confusión. El segundo punto es que la posibilidad de beneficio de la que se habla en caso de que Marina Corucci muriera, o de pérdida en el caso de que hubiera seguido viva, tiene que ser comprobada solo a continuación del accidente. Si te atienes a eso, nunca antes nadie intentó matar a Marina Corucci. Por eso, el que matara a Corucci lo hizo solo después del accidente.
—Lo que nos lleva a lo que comentábamos antes —dijo Pilade—. Antes del accidente, Carrus no tenía oportunidad de poner las garras sobre Corucci. Después del accidente, se la encontró en bandeja de plata.
—Entonces no me estás escuchando. Puedes poner sobre la mesa todo lo que quieras, pero en un determinado momento aparece un bonito cero. Marina Corucci no pudo ser asesinada por un médico. Punto.
—Eso porque tú lo dices. Podría haberlo hecho así para alejar las sospechas. ¿Qué me dices? Es bien lista. ¿Tú qué dices, Aldo?
«Yo ya no sé ni qué intentar».
La tarde había transcurrido como la mañana, entre retruques y chácharas. La noche había estado atestada de gente y, por suerte, sin vejetes.
De vuelta a casa, Massimo se fue directamente a la cama, desvistiéndose en el trayecto y dejando la ropa por el suelo. Se tiró en el colchón y pasó revista a los libros que tenía sobre la mesilla, para leer durante unos minutos a la espera de que llegara Morfeo.
Gerd Gigerenzer. Decisiones instintivas. Demasiado cansado. Roger Abravanel, Meritocracia. Demasiado deprimente. Amado, la muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua. ¿De qué irá?
Dos horas más tarde, Massimo seguía en la cama, despierto como un búho. En parte por el efecto del libro de Amado (excelente: mejor la primera parte que la segunda, pero quién pudiera escribir libros así), en parte por efecto de la discusión con los viejos, que le había dejado jirones de dudas. Y, a pesar de todo, no conseguía dejar de pensar en el crimen.
«No debe ser un médico. Ni un enfermero. Pero tiene que ser alguien que no llame la atención en un hospital».
«Debe ser alguien que se beneficie de la muerte de Marina. O que habría tenido problemas con su supervivencia».
«Casi lo tengo. Estoy seguro».
«Oye, ahora duerme. Ya pensarás en ello mañana, con la mente fresca».