—El pastor debe ser pastor del rebaño. De todas las ovejas. No puede ser solo el pastor de las ovejas que le gustan o de las ovejas más mansas. No puede evitar los rebaños hoscos o malos. Un párroco, un fraile, un ministro de Cristo en la tierra debe hacer como Cristo y ser, como Cristo, la guía y el faro de todos los hombres, mujeres y niños que les son confiados y que confían en él.
En la iglesia hay una cantidad de gente que no es habitual. No es habitual porque es la misa de Jueves Santo, la misa en Coena Domini, que no es la misa pascual más concurrida: aquí, de costumbre, la función solemne es la del Viernes Santo, con procesión por las calles del pueblo detrás del Cristo de madera de autor anónimo. En la misa de Jueves Santo, con el recorrido a pie por las siete iglesias añadido, por lo general participa poca gente, quizá porque les da miedo no llegar en forma a la celebración del viernes, mucho más solemne y que vale varios puntos-devoción más.
—Como decía el padre Licio Allegri, mi querido amigo, al que le gustaba mucho bromear, el cura es un poco equivalente masculino de la prostituta. Es, sencillamente, el hombre de todos. Hombres y mujeres, blancos y negros, gordos y flacos, buenas personas y sinvergüenzas. Al que llame, se le abrirá. Al que pida ayuda, debe dársele. No hay preferencias, no hay exclusiones. Yo debo ser el hombre de todos.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que nos hallamos en Pineta, pueblo donde el porcentaje de devotos, sinceros o de apariencia, nunca ha sido particularmente elevado. En resumen, digámoslo a las claras: si no hubiera sido por el hecho de que se había corrido la voz de que esa tarde fray Adriano explicaría qué fue a hacer a la comisaría, en la iglesia no habría ni la décima parte de la gente que hay ahora.
—Pero si una prostituta fuera por ahí repitiendo lo que sus clientes le contaron o lo que los gusta hacer, ya nadie se dirigiría a ella. Ya no sería capaz de desarrollar su servicio, por muy pecaminoso que fuera. Ya nadie se fiaría de ella. Pues si un religioso traicionara el secreto de confesión, sería lo mismo.
Por el contrario, dado que desde hace dos días corre ese rumor, en la iglesia ha aparecido gente a la que no se veía desde hace décadas: jóvenes operarios de la recogida de basura a punto de entrar en el turno de noche, parejas de mediana edad que, por lo general, los jueves a esta hora están en el cine, viejas viudas acostumbradas a acicalarse para salir que ahora parece que hubieran sido maquilladas por Picasso.
Además, obviamente, estaba Massimo.
—Este hábito que llevo no me hace infalible ni impermeable a la tentación. Este traje solo sirve para recordarme, y para que todos vosotros recordéis, que prometí renunciar a las comodidades y a las riquezas de la vida terrenal para servir a Cristo con perfecta alegría. Y yo, como todos, puedo cometer errores.
Massimo se encuentra en un banco del fondo, despistado en un lugar en el que prácticamente nunca ha entrado y a varias filas de distancia del tríptico de ancianos cuervos que habitualmente dan vueltas en torno a su pobre bar. No está Aldo que se ha quedado trabajando en el restaurante y que, por otra parte, no pone un pie en la iglesia desde 1945, cuando entró en la cripta de San Pedro durante un bombardeo. No está Tiziana, que se ha tomado al pie de la letra la invitación de Massimo y no se ha dejado ver ni aquí ni en el bar. Por ello, esta tarde el bar ha quedado solo, cerrado con una doble vuelta de llave y un cartel que anuncia: «Cerrado por repentina conversión del propietario. Para los pocos pecadores que quieren romper el ayuno del Viernes Santo, el Bar Lume mañana estará abierto. Amén».
—El error que he cometido ha sido revelar a los representantes de la ley de los hombres algo que me había sido revelado bajo el sagrado vínculo de la confesión, cuando yo era solo un intermediario entre quien me hablaba y Nuestro Señor. No os diré, queridos hermanos, qué he contado ni a quién he traicionado. Y mentiría si os dijera que lo he hecho solo por amor a la justicia. Pero los motivos por lo que he actuado mal, queridísimos hermanos, son solo míos. Me conciernen a mí y a mi familia. Por eso no pueden justificarme. Lo que quiero decir, más bien, es que me doy cuenta de las consecuencias de mi acción, y que sé que me he vuelto indigno de ser vuestro siervo y vuestra ayuda para encontrar refugio y consuelo en Cristo.
Todos los presentes, incluido Ampelio, están inmóviles e hipnotizados frente al cura, que habla, como de costumbre, con esa voz calmada y suave que emerge, casi como una broma, de ese tórax poderoso y esa cara de gladiador que la barba consigue solo en parte ocultar y que hoy no subraya con su habitual sonrisa.
—Por lo cual, queridísimos hermanos, en este día en que hablamos de Cristo, que será traicionado por uno de sus discípulos, he decidido enfrentarme a vosotros para confesar mi traición, para manifestar mi indignidad, sin poder resistir a la tentación de despedirme. Dentro de varios días partiré hacia un país lejano, en el corazón de África, para intentar encontrar de nuevo la gracia a los ojos del Señor. Pero antes, adorados hermanos, quería deciros adiós por última vez y pediros perdón a vosotros y a Nuestro Señor por no haberme mostrado a la altura de vuestra confianza.
Dicho esto, el fraile se alejó del púlpito y regresó tras el altar.
La gente permaneció en silencio solo porque estaba en la iglesia. Aunque el cura no había dicho nada, implícitamente esa alusión a la familia había reforzado la opinión de todos.
Ahora ya no cabían dudas sobre lo que el fraile había ido a confesar.
Giacomo era hijo de Carpanesi.
—¿Diga?
—Hola, Massimo, soy Tiziana.
—Ah, qué tal. Dime.
—Oye, acabo de ver a mi tía en el despacho del notario. Estoy…
Se oyó el sonido de un timbre.
—Un momento de paciencia, me llaman a la puerta. Vuelvo enseguida.
Hubo medio minuto de silencio. Tiziana esperó.
Oyó que Massimo hablaba con alguien a lo lejos.
Tiziana estaba comenzando a bufar, cuando la voz de Massimo dijo:
—Es inútil que esté ahí atontado, esperando. Esto es un contestador automático. Deje su mensaje después de la señal.
Tiziana dejó pasar varios segundos después de la señal, luego se decidió y comenzó a soltar:
—Pero ¿adónde han ido a parar los patrones de antes, que a lo más te tocaban el culo mientras quitabas la mesa? Escucha, he conseguido mirar el legajo del testamento de Fabbricotti. He encontrado el certificado que decías que atestigua que Fabbricotti estaba lúcido cuando dictó el testamento. Está firmado por el doctor Aldoni, y la doctora que llevaba a Fabbricotti era la doctora Angelica Carrus. He encontrado otra cosa bastante interesante…
Se oyó otro pitido y a continuación la voz de Massimo que decía:
—Gracias por dejar un mensaje. Si lo considero oportuno, le devolveré la llamada. Buenos días.
—… y mañana se lo cuento a tu abuelo, así aprendes a poner estos mensajitos de mierda.
A la mañana siguiente, Massimo llegó al bar bien descansado: cómo habían acordado, el viernes le tocaba abrir a Tiziana, lo que le había permitido recuperarse un poco tras noche insomne del día anterior y la posterior paliza en el bar, dado que Tiziana estaba ocupada en su papel de agente secreto. Además, ver confirmadas sus deducciones por los hechos lo hacía sentirse satisfecho como pocas cosas en el mundo, por lo que cuando aquella mañana apareció en el bar, estaba de humor cristalino.
Al llegar, advirtió que los vejetes no estaban ni dentro ni fuera. Al entrar, saludó a Tiziana con mal disimulada alegría.
—Hola, Tiziana. ¿La agrupación de soldados alpinos?
—No está.
«Qué extraño. Bueno, ayer se les hizo tarde». En el fondo, si él comenzaba a acusar aquellas noches, no veía por qué unos octogenarios no deberían hacer lo mismo después de una misa de las de antes.
—Entonces, le sigue funcionando el cerebro a papá Massimo, ¿verdad?
—Olvidémoslo, venga. Con la historia de ayer me debes un favor.
—Está bien. Lo que quieras.
—¿Seguro? ¿Palabra?
—Seguro. Basta con que no quieras que te lleve a Ikea.
Tiziana se rio.
—No, no, tranquilo, que a Ikea voy sola.
—Entonces, vale. Lo prometo solemnemente.
Massimo entró en la barra para hacer un café y mientras trajinaba con la máquina, Tiziana le preguntó:
—Así pues, ¿me explicas esta historia del certificado?
—Es muy sencilla.
Massimo cogió la taza y la posó religiosamente sobre el platito.
—El otro día, cuando hablabas de la historia de Fabbricotti dijiste que «la doctora le había anunciado en el mismo día que estaba enfermo y que Giacomo no era hijo suyo». Te acuerdas, ¿no?
—Claro.
—Por tanto, dada la naturaleza de la enfermedad, la doctora que se ocupaba de Fabbricotti tenía que ser a la fuerza una neuróloga. ¿Correcto?
—Correcto.
—Entonces, por una vez intentemos argumentar como lo hacen los investigadores de verdad e intentemos admitir que las coincidencias no existen. Desde el comienzo de esta historia, cada tanto, aparece el nombre de una doctora. Una neuróloga, precisamente. Y, mira qué casualidad, está casada con Carpanesi.
—Angelica Carrus.
—Justamente. Ahora hago una suposición. Sabemos que Angelica Carrus atendió a Fabbricotti y le comunicó las dos noticias. Pero intentemos adelantarnos un instante. Digamos que Angelica, al saber que Giacomo no es hijo de Fabbricotti, nota que se parece a otro. ¿Es posible? Diría que no, puesto que nosotros nos hemos dado cuenta a partir de una foto. En el fondo, ella está casada con ese otro. A estas alturas, lo que para nosotros es una deducción, para ella puede convertirse en una certeza.
Massimo se bebió el café de dos sorbos decididos.
—Ya veo, Massimo. Pero tienes que explicarme cómo supiste que entre los documentos estaba también el certificado.
—Porque era lógico. Fabbricotti hace una donación a su hijo, con la evidente intención de excluir todo lo posible a su esposa de la herencia. ¿Correcto?
—Correcto.
—Pero una donación semejante puede ser impugnada con facilidad. Más allá de lo que corresponde legítimamente a la mujer, si esta es codiciosa podría decidir valerse de su hijo.
—Sí. ¿Entonces?
—Entonces, la enfermedad que sufría Fabbricotti no se limita a destruir las facultades motoras. Con el tiempo, le habría llevado a la demencia. Fabbricotti lo sabía. Y si su esposa o algún otro pariente hubiera podido plantear pretensiones sobre el testamento, en teoría habrían podido aprovecharse de la enfermedad de Fabbricotti para formular la hipótesis de que él no era capaz de entender y querer en el momento del testamento. Fabbricotti se quiso proteger al máximo contra esa hipótesis.
—Mmm. Entiendo. En efecto, cuadra. También con lo otro.
—¿Qué otro?
—Lo que te comenté por teléfono. Empecé la frase, pero la cinta se acabó a la mitad.
—Ah. No le presté atención.
«No le prestaste atención, no. Cuando oíste las palabras “Angelica Carrus” en el contestador, te pusiste a hacer la danza de la lluvia como un indio».
—La otra cosa interesante era una renuncia a plantear pretensiones sobre la donación, firmada por Marina Corucci.
—Ah.
Tiziana mostró una gran sonrisa.
—Lo cual significa que, como tú dices, Marina Corucci no era tan rica. ¿Qué te parece?
—Pues bueno. No, diría que no. Buenos días, Aldo.
Aldo cerró la puerta y fue a sentarse en su sitio.
—Hola a todos, guapas y feos. Tiziana, ponme un capuchino, por favor.
—De inmediato. En resumen, Massimo ¿qué piensas de toda esta historia?
Massimo suspiró. Habría querido encenderse un cigarrillo, pero con Aldo en el bar no era cuestión. Ya se estaban produciendo demasiadas excepciones a la regla.
—Yo creo que Carpanesi no era el único en desear la muerte de Marina Corucci. Creo que, si la esposa de Carpanesi se hubiera encontrado en una cama de su hospital, en la unidad contigua, a la rival que, después de cepillarse a su marido, encima lo estaba chantajeando, no se habría pensado dos veces de liquidarla. Está el móvil y está la ocasión. No están las pruebas.
—Bueno, de eso se ocupará la policía —intervino Aldo, mientras sorbía el capuchino—. De todos modos, también nosotros hemos pensado exactamente lo mismo que tú.
—¿Vosotros, quiénes?
—Nosotros. Pilade, Ampelio, Rimediotti y yo. Cuando esta mañana Tiziana nos explicó lo que habías pedido que buscara, discutimos un poco, pero enseguida nos dimos cuenta de qué había ocurrido. Ahora ya estaba claro.
Massimo miró a su alrededor, mientras empalidecía.
—¿Aldo?
—Estoy aquí.
—Respóndeme despacio, eventualmente: ¿dónde están ahora mi abuelo y los demás?
—¿Y dónde quieres que estén? Están en la comisaría, ¿no? Han ido a contarle a Fusco lo que debe de haber ocurrido. Yo tenía que hacer la compra para el restaurante, por lo que no he podido ir, pero ya verás que enseguida vuelven.
Massimo rodeó la barra. Mientras salía, cogió la botella de Demerara y comenzó a servirse una buena dosis en una copa. Casi simultáneamente, sonó el teléfono. Tiziana fue a responder, dado que Massimo estaba al otro lado de la barricada.
—Bar Lume, buenos días. ¿Cómo dice? Sí, un momento.
Tiziana cubrió el auricular con la mano.
—Massimo, es para ti. Es la comisaría.
—Ahora dígame usted: ¿qué debo hacer?
Massimo no respondió. Frente a él, sentado en la butaca con ruedas, con las manos juntas y los pulgares doblados en uno sobre el otro, Fusco acababa de enumerarle los delitos de los que teóricamente podrían ser acusados él y toda la patrulla del bar, y que iban desde divulgación de secreto de oficio (Tiziana) hasta el aprovechamiento de posición dominante (Massimo), pasando por la obstrucción al desarrollo de las investigaciones (los restantes cuatro depravados). Aunque le gustaba responder a cualquier tipo de pregunta, Massimo había entendido perfectamente que la del licenciado comisario era una pregunta puramente retórica y, por tanto, permaneció en silencio, también porque estaba demasiado ocupado en buscar un punto al que mirar distinto de la cara de Fusco, que en aquel momento lo incomodaba.
—Yo comprendo, señor Viviani, que usted se aburre. Comprendo también que, en años pasados, usted nos ha sido de mucha utilidad. Pero no se pueden hacer investigaciones privadas por cuenta propia sobre delitos penales. ¿Se da cuenta de qué podría suceder si todos se comportan como ustedes?
Tampoco esta vez Massimo respondió, en apariencia ocupado estudiándose la cremallera de los pantalones.
—Al respecto —continuó Fusco, cambiando imperceptiblemente de tono—, me gustaría ser muy claro en un punto fundamental.
Massimo levantó la cabeza y asintió.
—Dígame.
Fusco suspiró separó los pulgares y comenzó a abrir y cerrar las manos, tensas, manteniéndolas unidas en la base del pulgar.
—Hace años que vivo en la Toscana y hay algo que he entendido de los toscanos. Si alguien no tiene un chiste preparado, si alguien no es rápido en reaccionar ni tiene la lengua afilada, vosotros lo consideráis un gilipollas. ¿Es así o no?
—Bueno, para ser sinceros, sí. La mayoría se comporta como usted dice.
—Exacto. Yo no tengo un chiste preparado, señor Viviani. Yo soy simplemente alguien que intenta no cometer dos veces el mismo error. A veces lo consigo; otras, no. No soy tan gilipollas como pensáis. Y no me gusta ser tratado como tal. No me gusta ser embaucado, no me gusta ser avasallado. ¿He sido claro?
«Más que sí que no, diría». Massimo asintió.
—Bien. En este momento, las investigaciones están siguiendo su curso. No se tolerará ninguna interferencia de aquí a la conclusión de las mismas. Buenos días, señor Viviani. Y —terminó Fusco pérfidamente— dé recuerdos a su abuelo.