—Enrico Cellai, encantado.
—Tiziana Guazzelli, encantada.
—Así que aquí estamos. Si os parece bien, diría que entráramos y echaseis un vistazo al apartamento. Si el interior os gusta, luego vemos un momento el exterior.
—Veamos entonces si el interior nos gusta.
—No comencemos ya a tocar las pelotas, Massimo, por favor.
—Además es imposible que no os guste. Es una joya.
Enfilado detrás de Tiziana y Enrico, uno de los pocos amigos de la secundaria con los que había seguido en contacto con frecuencia, Massimo cruzó la cancela que su amigo mantenía abierta y entró en el jardín, preguntándose qué coño hacia allí. Tiziana había sido pérfidamente inteligente: había fijado el encuentro para el miércoles, el día de cierre del bar, y antes de ello se había asegurado con cautela de que Massimo no tuviera nada que hacer aquel día. Después, le había pedido a Massimo que la acompañara. En el fondo, Cellai era su amigo, y en estas cosas un amigo nunca viene mal. «Pero tengo que hacer la compra», había intentado defenderse Massimo. «Luego te acompaño yo y te echo una mano», le había dicho Tiziana. Pillado, había pensado Massimo.
—Bueno —dijo Enrico—. El jardín es del apartamento. Tiene acceso directo desde el salón y desde la cocina. Los alrededores son tranquilos, no se oye un ruido. En primavera uno se sienta aquí, con su tumbona y algo de leer, y se está de fábula.
Mientras atravesaba el jardín, Massimo comenzó a pensar en cuando había buscado casa con su exmujer, aquella zorra. Habían visto juntos algo así como tres mil apartamentos, acompañados por agentes inmobiliarios de todo tipo, desde profesionales serios (pocos) hasta chacales. Habían aprendido a moverse en la jerga de estos últimos, que siempre se articulaba en torno a cierto número de fórmulas invariables, las cuales eran usadas con desenvoltura y siempre tenían que ser interpretadas completadas: «en zona apartada y exclusiva» (la casa está en un monte con vistas a un vertedero), «estilo rústico con ladrillos y vigas originales» (ruinas que se mantienen en pie por el moho) o «edificio histórico con fresco del siglo XIX» (las cañerías son del siglo XVII). Habían aprendido a no fiarse de lo que leían, de lo que oían e incluso a veces de lo que veían. Hasta que se habían dirigido a Enrico.
El agente inmobiliario abrió la puerta blindada e hizo pasar a Tiziana y a Massimo a un salón oscuro, con un vago olor a cerrado.
—Como veis, se entra directamente en la sala. Un momento que abro, así echamos un vistazo.
Mientras Massimo miraba a su alrededor de manera distraída, Enrico se dirigió hacia los ventanales del fondo del salón, los abrió y empujó las contraventanas de par en par con gestos rápidos y precisos. La habitación se inundó de luz.
Enrico no se andaba con rodeos. En vez de «rústico» decía «casucha»; en vez de «funcional», «sobre el callejón»; y en vez de «hay que hacer alguna obrita», «tendríais que tirarlo abajo con excavadora». Y si Enrico decía «joya», quería decir «joya». Como en este caso.
El suelo era de parquet, claro y opaco, de listones anchos. El techo era bajo. Había una pared hecha con una única puerta corredera, a lo japonés. La pared contigua tenía una chimenea en mampostería. También la cocina, que se encontraba en el mismo ambiente que el salón, era en mampostería. Por el ventanal, frente a la cocina, se veía el jardín, verde y reluciente.
Una joya.
Dado que Massimo y Tiziana seguían mirando, Enrico continuaba hablando:
—La casa es de los noventa. El proyecto es del estudio Arché, una de las primeras casas que construyeron antes de hacerse famosos. Fue edificada por la Famor. Con ellos se puede poner la mano en el fuego. Materiales excelentes, atención al detalle, todo.
Mientras Enrico seguía hablando, Massimo se había dirigido hacia la puerta corredera y la había deslizado con delicadeza (en el fondo, no era su casa); detrás de la puerta había una sola habitación con una enorme puerta al fondo. Al abrirla, Massimo vio un pequeño baño con lavabo, váter y una ducha de hidromasaje ultratecnológica.
Una joya.
Mientras regresaban en coche, Massimo y Tiziana se habían puesto a hablar. No de la casa: en cuanto habían salido, Tiziana había realizado la pregunta fatídica y Enrico había disparado la cifra. Era alta, al menos cincuenta mil euros por encima de lo que se podían permitir. Y la casa era pequeña: una casa de soltero o de pareja sin prole. Y eso no estaba en las intenciones de Tiziana.
—Entonces ¿por qué quisiste verla? —preguntó Massimo observando la calle.
—Porque tenía curiosidad de ver una casa así. Me imaginaba que debía de ser bonita. Por como la había descrito, me parecía estupenda. ¿Y cuándo puedo entrar así en una casa bonita?
«Nunca entenderé a las mujeres».
—Por los demás, nadie se vuelve rico por casualidad. Si trabajaba así, Fabbricotti se merecía toda su pasta.
—¿Qué tiene que ver Fabbricotti?
—Eh, lo ha dicho tu amigo. La firma era suya. La Famor. Significa «Fabbricotti y Morellato». Hace años también trabajaba un amigo mío. Hacía de fontanero. Recuerdo que lo volvían loco, y mira que él era bueno. Claro, pobrecillo…
—¿Quién, tu amigo? ¿Atornilló mal un tubo del dieciséis y lo ajusticiaron en la bañera de cemento?
—No, Massimo. Hablaba de Fabbricotti. Primero la enfermedad, luego el descubrimiento del hijo… Son palos, pobre hombre.
—Más que nada son suposiciones, Tiziana. Vale que Giacomo y Carpanesi son clavados, pero no quiere decir nada. Es algo muy probable, pero no es seguro que fueran padre e hijo. Además, no está tan claro que Fabbricotti hubiera descubierto que Carpanesi fuera el padre de Giacomo.
«Por favor», dijo la conciencia de Massimo a la lógica de su propietario.
—Quizá era el padre de Giacomo, tal vez no. Pero Fabbricotti sabía que no era hijo suyo. Me lo acaba de confirmar tu amigo mientras dabas vueltas por la casa.
—Ah. ¿Qué te dijo Enrico?
—Me contó la historia de Fabbricotti.
Tiziana se estiró el pelo para recogérselo (por desgracia, Massimo estaba mirando la carretera) y comenzó a contarle:
—Parece que hace diez años Fabbricotti padre descubrió que padecía esa enfermedad neurológica, el mal de Hunting, si he entendido bien.
—La corea de Huntington. Entiendo. Es una enfermedad horrible.
—Bien puedes decirlo. Pierdes el control del cuerpo, de los músculos, de los ojos… Bueno, lo peor es que es hereditaria. Si tienes hijos…
—Tienes el cincuenta por ciento de probabilidades de que tus hijos lo hereden. Lo sé. Es un carácter genético dominante.
—Exacto. Como lo sabes todo, cuéntame qué sucedió después —dijo Tiziana un poco picada.
—No lo sé. Solo puedo presumir que Fabbricotti se fue a hacer un mapa genético y que se lo hizo hacer también a su hijo. Y que se descubrió que Giacomo no era su hijo natural.
—Tal cual. Tu amigo me ha dicho que Fabbricotti quedó conmocionado. Parece que la doctora le comunicó el mismo día que padecía esa enfermedad y que Giacomo era el resultado de unos cuernos, imagínate. Para suicidarse. De todos modos, el tema es que Fabbricotti padre lo sabía. No me asombra que haya hecho lo que hizo.
«En efecto —pensó Massimo—, a mí tampoco».
Aquella tarde nada había ido de la manera correcta.
De vuelta a casa, Massimo se había instalado en su sofá para su sesión semanal de Playstation, pero su Torino, en que se alineaba Ronaldinho al lado de Pulici, algo tan espectacular como improbable, no había pasado de un empate a uno con el odioso Chelsea.
Después, Massimo se había puesto a cocinar.
Ingredientes (para cuatro personas): 350 g de macarrones — 4 peras variedad Decana del Comicio — 150 g de espada ahumado — 200 g de queso de cabra — 1 limón — pimienta negra — sal — aceite de oliva extra virgen.
«Bien, veamos. Macarrones tengo, listo. Espada ahumado, aquí está. Quién sabe por qué “espada” y no “pez espada”. ¿Les dará miedo que alguien lo entienda? Espero no encontrarme nunca “4 rodajas de globo” en una receta. Debería ser pez globo, pero nunca se sabe. Queso de cabra, lo tengo. Es envasado, pero bueno. Limón, lo he cogido del bar, rico, originario de Erice, mira qué olor. Peras Decana, aquí están. Con lo que me ha costado que me las diera la cabeza de chorlito del puesto de verduras del mercado».
—Quería unas peras Decana del Comicio.
—¿Qué es eso?
—Bueno, creo que peras. De otro modo las habrían llamado ciruelas, o abetos, depende.
—No, ¿cómo son? No sé cómo son, nunca he oído ese nombre. Tengo peras ercolinas, peras Williams, peras sangermanas…
—No sé cómo son. En la receta pone peras Decana del Comicio.
—Ah, ¿para una receta? Bueno, mira a ver si las ves aquí… Yo no sé…
«Tampoco yo lo sé, cretina, te lo acabo de decir», pensó Massimo.
—De todos modos, hazme caso, tengo unas peras ercolinas que son especiales, de muerte. ¿Cuántas quieres, cuatro o cinco? —y la tipa había empezado a llenar una bolsa de papel con ademán seguro.
Massimo había mirado a su alrededor, pero Tiziana ya había entrado en la panadería.
—No, un momento. Ya que es una receta que nunca he hecho, quisiera estar seguro de que las peras son las correctas, ¿sabes? Es algo bastante extraño, quizá el tipo de pera sea importante.
—Ah, pero estas son buenas, ¿eh? ¡Te digo que son especiales!
«Tampoco tú me pareces demasiado normal», se dijo Massimo.
—No, no me he explicado…
—Perdone, ¿me permite? —intervino con acento vagamente padano una señora enjoyada que había llegado poco después que Massimo.
—Por favor.
—Las peras Decana son aquellas.
—Ah, ¿estas? —La señora del puesto las miró como si pudieran cambiar de forma—. Vaya, yo siempre la he llamado peras redondas.
«Y siempre te has equivocado», pensó Massimo.
—¿Cuántas quieres, cuatro o cinco?
—Dos, señora, gracias.
—¿Solo dos? Ten. ¿Qué más?
—Eso es todo. ¿Cuánto es?
Ponga sobre el fuego abundante agua salada y llévela a ebullición. Mientras, pele las peras y trocéelas. Bañe los trozos con zumo de limón para que no se pongan negros.
«A ver, se echa sal al agua. ¿Una pizca bastará? Sí, ya verás que está bien. Hecho. Y luego se enciende el fuego. Hecho también esto. ¿Ahora? Ahora cojo una pera y la pelo. Veamos cuánto de larga puedo pelar la cáscara sin romperla. Mmm. Se ha roto. Espera, vuelvo a intentarlo. Si dejo quieto el cuchillo y giro la pera debería ser más fácil. Pues sí. Ahora, sí. Santo Cristo. Vale, no creo que para la receta sea fundamental pelar la pera de manera artística. Ahora a trocitos. Zumo de limón y listo. ¿Lo exprimo a mano? Sí. Espera, ha caído dentro una semilla. No, dos. Quitémoslas, si no me dejaré un diente. Joder, cómo se escapan. Parecen untadas. Oh, venga ¿Y ahora?».
Reduzca el espada en tiras, luego resérvelo.
«Esto es facilísimo. Se pone el pescado sobre la tajadera y listo. ¿Por qué se pega el cuchillo? ¿Tiene que hacerlo? Suelta. Te he dicho que sueltes. Oooh. Pero mira cómo se pegan. Qué hago, ¿las dejo? Sí, venga. Verás al mezclarlo se separan».
Elabore el queso en forma de crema con dos cucharadas de aceite de oliva y abundante tomillo fresco.
«Pues el queso en el cuenco. ¿Este servirá? Sí, perfecto. Dos cucharadas de aceite, anda ya. Echo de la botella. Maldición, cuánto ha caído. ¿Y ahora? ¿Y si pongo un poco de papel absorbente? Así. Mira qué listo que soy, ha salido casi todo. ¿Quién sabe si a alguien se le habrá ocurrido antes?
Cueza la pasta y cuélela al dente.
«Esto tendría que ser de veras muy fácil. Se coge la caja de macarrones, se abre y se echan en el agua. ¿El agua hierve? Hierve, hierve. Tres, dos, uno, fuera. Ahora regulo el temporizador y… Joder. Estas cositas negras ¿qué son? ¿Insectos? No me lo puedo creer. Pero ¿qué coño eran? ¿En la pasta? Sí. Míralos, está lleno. ¿Cómo es posible? ¿Está caducada? Déjame que vea. Consumir antes de: ver arriba. ¿Arriba de dónde, por Dios? ¿Os daba asco escribirlo directamente al lado? Aquí está. Diciembre de 2006. Maldición. ¿Y ahora? Ahora busca otro paquete de pasta, idiota. Vives aquí desde hace ocho años, tienes que tener en casa un paquete de pasta decente».
Añada la crema de queso, las peras y el espada en tiras. ¡Buen provecho!
—Restaurante Boccaccio, buenas tardes.
—Hola, ¿Aldo? Soy Massimo.
—¡Hola Massimo! ¿Cómo estás? ¿Todo bien?
—Ya lo creo. ¿Tienes una mesa libre?
Después de la cena en el Boccaccio, en cuyo transcurso se había consolado con las delicias de Tablón acompañadas por dos o tres copas de vino amarillo fermentado de Gravner (Aldo servía en las copas unos vinos de muerte), había vuelto a casa. Donde, amodorrado por la comida y acunado por el vino, se había echado en la cama, seguro de caer casi de inmediato en el sueño de los justos. Qué va.
Tras dos horas de lucha libre con las sábanas, se había rendido y se había levantado. Había intentado leer un poco, pero sin resultado. La cuestión era que esa palabra pronunciada por Tiziana en el coche llevaba toda la tarde perforándole el cerebro. Mientras trataba de central hacia la cabeza virtual de Pulici, mientras procuraba cocinar, mientras intentaba dormir, aquella palabra seguía dando vueltas a su alrededor y escapándosele. Después de varios minutos, rindiéndose a su inquietud, se había sentado en el ordenador y había abierto el motor de búsqueda, en el cual había escrito dos sencillos términos. Y, tras leer el artículo de Wikipedia relativo a esos dos términos, la palabra había vuelto a su mente.
Los términos eran «corea Huntington». Y la enigmática palabra era «doctora».
—… iga
—Hola, ¿Tiziana?
—… ¿Quién es?
—Soy Massimo.
—Massimo.
Silencio.
—Massimo, son las dos y veinte.
—También para mí se han inventado los relojes, gracias. Escucha, necesito que me hagas un favor. ¿Estás bien despierta?
—Ahora, sí.
—Entonces, escucha atentamente. ¿Tu tía sigue trabajando con el notario Aloisi?
—¿Tía Gemma? Sí, creo que sí.
—Bien. Mañana tendrías que pedirle un favor. Tendrías que pedirle que echara un vistazo al expediente de Fabbricotti y a todos los documentos adjuntos. Con lo otro, debería haber también una pericia psiquiátrica o algo por el estilo.
—¿Eh? ¿Cómo lo sabes?
—Lo sé y basta. Confía en mí. Habría que mirar, por favor, el nombre de la doctora que atendía a Fabbricotti. El nombre de la neuróloga. Tendría que aparecer reproducido en la tarjeta de visita. Una vez que lo hayas visto, me telefoneas y me lo dices. Como premio, mañana te puedes quedar en casa. Ven cuando quieras.
Silencio.
—¿Lo has entendido todo?
—Me cago en mí y en cuando te pedí que vinieras a ver la casa. Entendido. Te llamo mañana.
Y colgó.
Massimo volvió a la cama y se durmió como un niño.
Tiziana, no.