El Segundo Axioma del Cotilleo establece: «Si es lógicamente plausible, entonces es cierto». Entre los charlatanes profesionales no hacen falta pruebas para emitir el veredicto; cuando un hecho es reconstruido de manera creíble y a todos los personajes son atribuidos comportamientos coherentes, entonces las cosas han ido como nosotros decimos, no hay nada que hacer.
En su papel de juez, con el taco en la mano en vez del mazo. Aldo recapituló la situación.
—A estas alturas, me parece que todo está bastante claro. Carpanesi debió de confesarle al hermano Adriano que era el padre natural de Giacomo. Y ahora, con todo el follón que se ha montado, el bueno del hermano Adriano se lo va a contar a Fusco.
—Está claro —continuó Ampelio—. Él es hijo suyo y ella lo chantajea. ¿Qué es, si no, esa pasta que va de una cuenta a otra? ¡Hasta que, en un momento dado, él no aguanta más y la mata!
—Sí, pero entonces hay algo que no comprendo —intervino Pilade—. La gente no se queda sin motivo. Así que te lo repito: ¿me explicas por qué, en tu opinión, Marina Corucci necesitaba chantajear a Carpanesi?
—Venga, porque quería pasta. Ciertas personas nunca tienen suficiente dinero.
—Bah. A mí me parece muy extraño.
—Yo no sé —observó Rimediotti— si Corucci era tan rica. A esa gente le gustan las cosas bonitas. Los coches, por ejemplo. En cambio, ella iba por ahí con un Punto de más de diez años.
—¿Cómo dices?
—Fíjate —señaló Gino cogiendo el periódico, donde destacaba la foto del automóvil de Marina Corucci abrazado a un pino—. Este es el coche. La matrícula comienza por BC. Quiere decir que es del dos mil, más o menos.
—Bueno, pero eso es normal —repuso Aldo—. La gente rica suele tener un utilitario. Para ir a hacer las compras, por ejemplo.
—Aldo, tú no conocías bien a Fabbricotti. De pobre se había convertido y rico y prestaba atención a ciertas cosas. Le gustaba mostrar que tenía pasta. Se vestía como Cari Gran. Cómo le iba a comprar a su mujer un Punto. Si su mujer hubiese querido un coche pequeño, le habría comprado un Clase A de Mercedes, no un Punto. En mi opinión, eh…
Silencio sorprendido. Rimediotti tiene razón. No ocurre a menudo.
—Ese coche es de hace diez años —dijo Ampelio cogitabundo—. ¿Cuándo murió Fabbricotti?
—Pues hace cinco o seis años, como mucho. Fue el año que había medusas, me parece.
—Fue en el 2002 —afirmó Pilade con seguridad.
—¿Te acuerdas?
—Me acuerdo, sí. El acta de defunción la archivé yo.
—Así que…
—Así que ese coche lo compró Fabbricotti —concluyó Del Tacca con amargura—. Lo compró él porque en el dos mil estaba vivo.
—No me digas —intervino Ampelio con gracia, como de costumbre—. Mira que en el mundo existen también los coches usados.
—Ampelio tiene razón —dijo Aldo—. Puede que Corucci hubiese comprado ese coche después, y haberlo comprado usado. Y lo compró porque…
—Porque estaba con el agua al cuello —concluyó Ampelio, triunfalmente—. No tenía ni para pipas y necesitaba el coche. Y si llevas remiendos en el culo, no te compras un Mercedes.
—A mí me parece muy extraño.
—Ahora te lo explico. Si…
El setenta por ciento de la comunicación humana es no verbal, cuando Bill Clinton aseguró «nunca he practicado sexo con esa mujer» sus manos, que se alejaban del cuerpo con las palmas hacia abajo, están comunicando «estoy mintiendo». Cuando nuestra exnovia, sentada en el sofá, mantenía brazos y piernas estrechamente cruzados mientras le explicábamos por qué habíamos tenido el móvil apagado toda la tarde, nos estaba comunicando «estate atento, guapo, no soy tan tonta como crees. Sé perfectamente con quién estabas y qué hacías, y en cuanto te calles te crucifico».
Cuando Tiziana miró fugazmente a Massimo, observando alternativamente a los vejetes que discutían tratando de establecer si Corucci era rica o pobre, a Massimo y a su propia persona, estaba claramente diciendo: «Te lo ruego, Massimo, sé que prometí no contar nada, pero yo sé cómo están las cosas, teloruegoteloruegoteloruego¿selopuedodecir?».
Y ante una mirada de Tiziana de arriba abajo, Massimo no era capaz de resistirse.
—Ahora Tiziana os explicará lo que ocurrió —anunció Massimo metiéndose detrás de la barra.
—¿Tiziana? —pregunto Aldo.
—Ajá. Disfrutad del espectáculo, yo ya he visto estreno.
Habían pasado diez minutos. Tiziana había rememorado la tarde en la oficina del notario con los vejetes mudos, escuchando con una expresión de arrobado triunfo. Al final, habían hecho cuentas con Fabbricotti. Habían calculado a cuánto podía ascender la legítima suma, habían descrito y comentado la vida de la difunta y habían emitido sentencia.
Corucci era pobre. Lo decía su nivel de vida, el automóvil barato y, sobre todo, la tremenda capacidad de deformación de la realidad que confiere la convicción. Por tanto, fue emitido el veredicto. El Instituto Nacional de Previsión Social dixit.
Mientras los jueces posaban sus imaginarias togas para volver a ser simples senadores apasionados del billar, Aldo cogió el periódico y lo miro, sacudiendo la cabeza.
—Claro que es curioso cómo funciona el cerebro. Anteayer miré esas fotos una decena de veces, sin prestar atención.
Justo después de hacer esta observación, sacó los cigarrillos y encendió uno con despreocupación. Massimo, consciente de que ese día no era oportuno recordar las reglas, extendió la mano y cogió otro de manera casi automática.
—No es tan extraño. Para ver las cosas uno tiene que saber qué busca.
—Claro —convino Aldo—. Como los dos pobres testigos de Jehová, que solo querían regalarte el paraíso. Y tú los mandaste al infierno.
—Mira, ahí. En cualquier caso, fuiste un maleducado —dijo Tiziana—. Pobrecillos, ellos tenían buenas intenciones. ¿Qué daño te hacían?
—Son fanáticos. No soporto a los convencidos.
—Entonces, evita los espejos —exclamó Aldo posando el taco sobre la mesa.
—Ponlo en su sitio inmediatamente. Y al próximo que deje los tacos por ahí, lo cuelgo de los pulgares.
Aldo fue dejar el taco en su sitio y Massimo lo esperó mientras se acababa el té frío.
—No me he explicado bien, Aldo. Son fanáticos religiosos. No aguanto las religiones. Plantearse la vida sin tener nunca una duda es de retrasados. Si, además, la basas en dogmas de carácter religioso, es incluso peor. El mundo mejoraría sin la religión.
—Me parece una tontería —intervino Del Taca, escupiendo con su elegancia habitual las palabras como si fueran proyectiles a través de la cerbatana de su Stop sin filtro—. El mundo mejoraría sin la religión, anda ya. Necesitamos reglas. Luego hay que ver qué reglas. Tienes que admitir que si toda la gente se comportara como cristianos, el mundo sería bastante mejor.
—Correcto —afirmó Tiziana—. Un mundo perfecto.
—¿Quién lo dice? —preguntó Massimo sirviéndose otro vaso de té frío.
—Va, es de lógica —dijo Rimediotti—. Pones unas reglas, si las reglas son buenas y todos las siguen, las cosas van bien necesariamente. Y cuando no se siguen, se arma un follón.
—Correcto —convino Ampelio—. Cuando no sigues las reglas, se arma un follón. Yo, por ejemplo, no debería fumar. Y dado que tengo diabetes, debería estar a dieta. Según el médico, debería haber reventado hace diez años. En cambio, tengo ochenta y tres y le doy por culo a él y a las reglas, y entre tanto sigo aquí.
—Eso no es necesariamente un hecho positivo —rebatió Massimo—. De todos modos, es el principio el que está equivocado. No está tan claro que de buenas reglas nazca a la fuerza el bien.
—¿Qué quieres decir, perdona? —preguntó Tiziana.
Massimo posó el vaso y encendió otro cigarrillo. Total, tanto daba. Venga, se dijeron a coro las caras de los viejos, ahora nos toca la conferencia.
—Yo soy matemático. Las matemáticas son el estudio de las reglas y de las implicaciones que tienen dichas reglas. Escojamos un juego al azar: qué sé yo, el ajedrez o el Monopoly.
—O el juego de la olla, tú pones el culo yo la polla.
—No, atengámonos al ajedrez, es mejor. Las reglas del ajedrez son muy sencillas: en primer lugar, las piezas solo se desplazan de acuerdo con las normas. El peón solo se mueve una casilla hacia delante, dos en la apertura. El rey, una casilla en todas las direcciones; el alfil, en diagonal, todas las casillas que quiera; el caballo debe describir una L de dos casillas en una dirección y una en la otra. Por último, la reina puede moverse en la dirección que quiera, todos los pasos que quiera. Sencillo, ¿no? Sin embargo, de estas reglas sale una partida de ajedrez. O sea, una infinidad de combinaciones posibles, una miríada de tácticas y estrategias plausibles, una acumulación de complejidades sin igual. En pocas palabras, un follón monstruoso en el que es muy difícil meter mano.
—Aún me parece poco —dijo Ampelio—. Desde que el mundo es mundo, cuando la mujer hace lo que le parece, se arma un follón que es demasiado.
—En resumen, cuando tienes que vértelas con un conjunto de objetos cuyo comportamiento está vinculado por reglas, e incluso cuando todos los objetos, o individuos, siguen las reglas al pie de la letra no pueden eludirlas, la sencillez no existe. De reglas sencillas puede surgir un follón imposible de prever sencillamente basándose en las mismas reglas que lo han creado. O dejas evolucionar el sistema que crean las reglas, o no puedes juzgar a priori.
Massimo se sirvió un poco más de té y se apoyó con los hombros en la columna que había detrás de la barra. Aprovechando el silencio, Ampelio dijo:
—Mientras las cosas evolucionan, ¿me pondrías un café?
—Además, la religión no me gusta porque no es libertaria: el lema de la religión católica es: «No le hagas a tu prójimo lo que no te gustaría que te hicieran a ti», que a menudo se convierte en: «Trata a los demás de acuerdo con tus parámetros de juicio —continuó Massimo sirviendo el café a Ampelio—. Por lo tanto, yéndose al extremo, te importa un pimiento lo que piensan los demás: lo que es válido para ti, tiene que ser válido también para ellos. Eso es intolerancia. Y el hecho de que, en principio, los parámetros de juicio de un devoto sean en teoría excelentes no me tranquiliza en absoluto. A partir de principios perfectamente justos, equitativos y, en teoría, ideales, el hombre es capaz de desarrollar mediante su comportamiento cotidiano, no hecho de reglas teóricas, sino de problemas, pasiones y deseos, verdaderas abominaciones. Un poco como el socialismo real. Todo funciona si eres una persona normal, equilibrada y buena. Pero ¿si eres masoquista? ¿Si eres vegetariano? ¿Si eres un gran capullo?
Massimo volvió al otro lado de la barra.
—No puedes pensar que lo que funciona para ti funciona para los demás. Esa actitud parte del presupuesto de que lo que está bien para ti es justo, es decir, que tus valores son justos. En primer lugar, ¿quién te asegura que son justos?
—¿La Biblia? —aventuró Del Taca.
—La Biblia, claro. El mismo libro que afirma que el Sol gira en torno a la Tierra, la cual tendría unos dieciséis mil años de edad. Si no te importa, yo no albergo una confianza incondicional en un texto que proporciona esos datos. Y no creas que habló al tun-tún, porque conozco bien la Biblia. Me parece que te lo demostré hace varias semanas.
—¿Y cómo es que conoces la Biblia tan bien?
—Porque he hecho el catecismo. He pasado por el bautismo, la comunión y la confirmación, y he superado los tres exámenes.
—Si es por eso, también te has casado por la Iglesia —sugirió Ampelio—, pero ahí me parece que te mandaron a septiembre.
—Además —continuó Massimo con indiferencia tras apagar el cigarrillo en el café de Ampelio—, he leído la Biblia, no como tantos carrozas que van a la iglesia a recitar rosarios, y es un libro interesante. En ciertas partes, maravilloso. Y fundamental, porque gran parte de nuestra cultura y nuestra educación provienen de allí.
—Ah, ¿en la Biblia se dice que debes estropearle el café a tu abuelo?
—No —dijo Aldo mientras se sentaba—, se dice que hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar. Es un pasaje muy significativo, te lo aconsejo.
—En resumen —prosiguió Massimo—, el principio de que tienes que ser tú quien regule la vida de los demás basándote en tus parámetros de juicio no me gusta. Piensa en una nación en la que todos tuvieran que comportarse como le gusta mi abuelo. En primer lugar, ya nadie leería un libro. En segundo lugar, dada la propensión de mi abuelo al trabajo, la nación quebraría en doce segundos exactos.
—¡Venga! ¡Ha hablado el compañero Stajánov! Yo trabajé durante treinta años para mantener a tu madre y que pudiera estudiar.
—En tercer lugar —continuó Massimo—, nadie tendría en cuenta la existencia de los demás. Ese sería el principal problema.
—Dicho por ti sorprende un poco —comentó Del Tacca.
—En absoluto —respondió Massimo. Yo no tengo nada en contra de las demás personas, siempre que se comporten de manera racional y no traspasen mi libertad. Lo cual ocurre muy pocas veces, eso te lo concedo. Pero el punto no es este. El punto es que, si se quiere estar en el mundo, hay que tener en cuenta necesariamente el hecho de que existen más o menos otros seis mil millones de personas que deberían tener tus mismos derechos. Pues si hay que seguir un principio, me parece más justo tener esto en mente. Tu libertad acaba donde empieza la de los demás. Me parece más prometedor, en síntesis.
—Bonitas palabras, Massimo. De veras —dijo Del Tacca—. Entonces explícame por qué cuando alguien te pide un capuchino a la hora equivocada, si tiene suerte le pones un té frío, y si no, lo mandas a tomar por culo.
—Bueno, yo he enunciado el principio. Nunca he afirmado que sea fácil aplicarlo ni que yo lo aplique siempre literalmente. Yo no soy el Mesías ni el Papa. Soy un camarero. Sin embargo, tú eres libre de ir a otro bar. No es que yo te siga y te impida tomar el café en otros bares o en tu casa. Te toco los cojones porque vas en contra de mi convicción de que tomar un capuchino después de mediodía es algo propio de una bacteria, pero no te impido hacer nada. En cambio, si soy católico y estimo, por ejemplo, que la fecundación heteróloga es pecado, ¿qué hago? Invito a gente a no ir a votar en el referéndum, de modo que, puesto que se trata de una convicción mía, tú no puedes llevar a cabo una fecundación heteróloga. Es el equivalente de seguirte hasta casa e impedir que te tomes un café. Interactúo con tu libertad, ¿o no?
—El chaval tiene razón —convino Ampelio—. Ahora la Iglesia se ha convertido en la suegra del Estado. En cuanto sale una ley, se ponen a alborotar. Esto siempre se ha hecho así, esto no se hace, eso otro tampoco. En cuanto haces algo por tu cuenta, es pecado. Parece que no tuvieran otra cosa que hacer que pensar en los embriones.
—Pero se trata de sus convicciones. Es en lo que creen. No puedes pedirle al Papa que no hable del derecho a la vida, perdona —terció Tiziana mientras acababa de limpiar unas bandejas—. Está claro que si lo más importante para él es el derecho a la vida, defiende su posición.
—Me parece que lo hace de una manera curiosa, como poco. Permíteme una pregunta, Tiziana: ¿por qué el Papa no quiere que practiquemos sexo con preservativo?
—Porque no nacerían niños —intervino Aldo—, lo cual sería un pecado, si miramos a Tiziana, y un alivio, si pensamos en ti. Por tanto, me parece una posición equilibrada.
—Correcto. No nacerían niños. No se procrearía. Pero… —y aquí Massimo estaba a punto de decir que se pasaría bastante bien, pero el riesgo de recibir un bandejazo de parte de Tiziana era real—, en pocas palabras, solo existiría el placer. El placer sin el objetivo para el cual ha sido concedido. ¿Correcto?
—Exacto.
—Por lo tanto, y perdona si abrevio: si yo hago algo por mi propio placer, sin ningún otro objetivo, ¿la Iglesia lo desaprueba?
—Claro. Lo llama vicio —dijo Aldo.
—Y si ese acto que me produce placer fuera incluso peligroso para mi vida y la de los demás, ¿cómo lo consideramos? Soy un vicioso y pongo en riesgo la vida de los demás. ¿Es peor o no que follar con preservativo? Son dos cosas en contra una.
—Bueno, diría que es peor.
—Entonces ¿por qué carajo el Papa me fastidia con el preservativo pero no me dice que no fume? ¿Por qué la tiene tan tomada con el sexo? Yo siento placer, la persona con la que lo hago siente placer, los dos estamos contentos, no hemos hecho daño a nadie y, según el Papa, ¿eso disgusta a Dios? ¿Cómo coño es posible? De acuerdo con ese razonamiento, para el Papa, Dios la tendría tomada con nosotros. No es lógico. No me cuadra. ¿No deberíamos ser sus hijos predilectos? Pues si mi hijo jugara con sus amiguitos sin romper las ventanas del vecino ni hincharle las pelotas a su padre, y se divirtiera, yo estaría contento. Por no hablar de Dios, que tiene seis mil millones de hijos. Al menos dos no le dan preocupaciones.
Massimo miró a los viejos, que a su vez lo observaban con comprensible aprensión.
Cuando Massimo empezaba con ese tema, tratar de detenerlo era casi imposible. Solo la explosión de un artefacto nuclear lo conseguiría. Rimediotti, optimista por naturaleza, intentó una maniobra de distracción leyendo en voz alta La Gazzetta:
—«¡Viva Gourcuff! Con su regate y su clase la copa está al alcance de la mano. El joven talento francés pone de acuerdo a todos». Pero ¿habéis visto cómo juega este pichabrava? Mira, yo ayer…
Massimo se quedó ausente, comenzando a perseguir sus pensamientos a la vez que su sistema parasimpático continuaba dando órdenes a su cuerpo para colocar las botellas grandes detrás de las pequeñas. Como siempre ocurría cuando se entraba en este tipo de discusiones, Massimo era consciente de que ninguno de los dos cambiaría de opinión.
Eso le daba rabia a Massimo: constatar que es difícil hacer cambiar de opinión a las personas, incluso en los raros, rarísimos casos (de los cuales este no formaba parte) en que se tiene razón al cien por ciento. O mejor dicho: constatar que, en ciertos temas, la gente no puede cambiar de opinión porque no está dispuesta a discutir sobre ellos, a hacerse preguntas sinceras y directas y extraer conclusiones que acaso pongan en duda gran parte del modo en el que has vivido hasta ese momento. Sobre algunos temas —religión y política, principalmente— muchas personas no quieren discutir sencillamente porque tienen miedo.
Miedo de descubrir que las certezas a las que se han confiado en realidad no son fortalezas de la Verdad, sino pequeños y miserables dogmas postulados por personas afectadas de enanismo moral, que toman mensajes maravillosos y llenos de esperanza, como el de Jesucristo, y lo reducen a reglas, preceptos y prohibiciones; gentuza incapaz de ver al hombre en toda la grandeza de su inteligencia, buena solo para meter su propio pastoral entre las ruedas del progreso.
En vez de estallar de ira al tomar conciencia de que tales asesores fiscales del alma les han dado asquerosamente por el culo y liberarse a patadas en este último para poder finalmente hacer como dijo Cristo, muchas personas tienen miedo. Miedo de abandonar una religión que a menudo es costumbre y que, por su misma naturaleza de costumbre, resulta tranquilizadora. Miedo de ser juzgados mal, de acuerdo con los mismos criterios viciados, por las personas que conocen. Miedo de poder equivocarse al pensar que antes se equivocaron —en el fondo, quiénes son ellos para criticar una religión— y, por tanto, miedo de confiarse a un remedio peor que la enfermedad.
Miedo de haberse equivocado.
Los pensamientos de Massimo siguieron vagando.
«No entiendo qué hay de vergonzoso en equivocarse. Equivocarse es humano. Un experto es alguien que ha cometido todos los errores posibles en su campo y que nos recuerda uno a uno. Equivocándose se crece. Entonces ¿por qué alguien admite que puede equivocarse cuando hace un postre, pero cree ser infalible cuando juzga las acciones del ser humano de acuerdo con el pensamiento de Dios? ¿Es decir, de acuerdo con algo que él, en tanto humano, no debería ser capaz de dominar con tanta facilidad?».
Massimo sacudió la cabeza a la vez que seguía sacando las botellas de las cajas y metiéndolas en la nevera. «Yo tengo mis convicciones. Los demás tienen las suyas. Mientras no me toquen los cojones, o yo no se los toque a ellos, están todas bien. Naranja, piña, papaya, melocotón tropical. La quina ¿dónde la meto? ¿Detrás de todo? Sí, está bien. Total, solo me la bebo yo».
Massimo metió las botellas de quina al fondo de la nevera y comenzó a organizar una muralla compacta de botellas de Schweppes en su defensa. Del menos vendido al más vendido, claro. Por lo tanto, quina, tónica, Coca-Cola.
—Ah, Massimo, por favor…
—Un momento, Rimediotti, acabo y estoy con usted.
—Sí, pero…
—Tenga paciencia o no acabaré nunca. Dos minutos ¿Tiziana no está?
—No, está fuera, en las mesas. Si entre tanto…
—Solo dos minutos y estoy.
«Ten paciencia dos minutos, por Dios. Estoy aquí inclinado, sabes que me duele la espalda, pues espera un segundo, ¿no?, virgen santa, qué generación de malcriados. No han dado golpe en su vida, se han casado con unas esclavas que hacían todo en la casa sin que ellos tuvieran que levantar un dedo y ahora están acostumbrados a eso. Chasqueo los dedos y tú corres. ¿Estás haciendo algo? Es asunto tuyo. ¿Te molesto? Haya paz. Y un mínimo de atención a lo que estás haciendo, nunca. Ahora termino y luego te atiendo, ¿eh?».
Massimo acabó de colocar la última botella en la nevera y la miró. Hermosa, precisa y ordenada. Una alegría para la vista.
Lástima que más pronto o más tarde alguien pediría una botella y lo estropearía todo. El asunto le perturbaba levemente. Un poco como cuando, de pequeño, Massimo abría un bote nuevo de Nutella. Le gustaba muchísimo el aspecto físico y compacto de la superficie, con esa pequeña flor apenas esbozada en el medio que dejaba la válvula de distribución, y le disgustaba hundir la cucharilla y romper aquella maravillosa simetría. Venga, oigamos que quiere el viejo.
—Dígame, Rimediotti.
—Pero no te enfades, ¿eh?
—¿Por qué debería enfadarme?
—Es que quería una quina…