Seis

Toma. Dime tú si son maneras. Yo solo quería estar tranquilo, con mi librito y mi té frío, por una vez que la jornada parecía prometedora. Por una vez que podía ocuparme en calma de mis asuntos. Y llega este con su hábito ¿y qué hace? En vez de limitarse a beberse su Coca-Cola en paz y marcharse, me cuenta que va a la comisaría. Pero ¿antes los frailes no hacían voto de silencio?

El padre Adriano acababa de marcharse y Massimo miraba con nostalgia la novela negra apoyada sobre la barra, símbolo de una jornada plácida y pacífica que acaba de irse a pique. Era inútil hacerse ilusiones.

Si había algo a lo que Massimo no conseguía resistirse era a los enigmas. Si un hecho sin aparente explicación golpeaba su curiosidad, su cerebro se ponía en marcha y adiós, el resto del mundo se convertía en una perturbación, en ruido de fondo. El fraile, con su última frase, había iniciado exactamente ese proceso, así como la conciencia de que no estaría solo frente al arcano. En efecto, del pasillo de la sala de billar habían llegado, uno tras otro, los cuatro venerables ancianos, Aldo aún con el taco y el yeso en la mano, seguidos de cerca por Tiziana. Aldo fue el primero en hablar:

—¿Ese era el padre Adriano?

—Como si no lo supierais —respondió Massimo, mientras seguía mirando al otro lado de la puerta de cristales. «Total, sé que estabais con las orejas pegadas a la pared. En cualquier caso, es una maldición, Santo Cristo. Todos los demás octogenarios de la Tierra son sordos, y los únicos cuatro que escuchan la ventosidad de una araña a un kilómetro de distancia me tienen que tocar a mí».

—Yo no entiendo nada —dijo Ampelio, sentándose y haciendo así oficial el hecho de que la partida había terminado y comenzaba el debate.

«Termina la parte recreativa y comienza la cultura», pensó Massimo, recordando una película de Benigni de muchos años antes.

—Es verdad —se hizo eco Rimediotti, sentándose también él con dificultad—. Ha dicho que iba a la comisaría.

—Sí —continúo Del Tacca—. Y también ha dicho otra cosa. Que se marcha. Se marcha por algo que ha hecho él. A mí me ha hecho venir a la memoria un episodio. Me ha hecho recordar lo que le sucedió al pobre Santochi.

—¿A quién? —preguntó Tiziana mientras a los demás viejos se les iluminaba el rostro.

—Santochi, el del balneario Poseidón, que en aquella época se llamaba balneario Bruno.

Pilade se acomodó en la silla y se apoyó bien hacia atrás sobre el respaldo, en la pose típica del narrador que rememora hechos lejanos:

—Santochi tenía un socorrista que se llamaba Francesco, apodado Cecco el de la sombrilla. No era un apodo puesto al azar. De día levantaba las sombrillas y de noche levantaba otra cosa. Era un joven guapo, moreno, de esos que saben moverse. Y se las tiraba a todas. Jóvenes y menos jóvenes, solteras o casadas. Entre estas, un verano, estuvo también la esposa de Santochi. Se la llevaba a la caseta de baño y le daba unos buenos meneos mientras el marido estaba pescando almejas.

Pilade se detuvo y encendió un cigarrillo sin provocar reacciones de Massimo, que estaba siguiendo el relato sin tener en cuenta nada más.

—Un día la mujer de Santochi, que era bastante meapilas —prosiguió Pilade—, fue a confesarse, bañada en lágrimas. Le contó al fraile, el padre Giuseppe, que había ido a la caseta con Cecco el de la sombrilla y que su marido lo había descubierto todo.

Pilade sacudió la ceniza del cigarrillo y continuó:

—Por otra parte, Santochi era un buen hombre, trabajador, pero celoso como pocos. Era corso, imaginaos. De Porto Centuri, en el norte. Una vez la había emprendido a sillazos con uno que había mirado a su mujer de cierta manera. Así que el fraile se dejó de historias: cogió, fue a ver a los carabineros y les pidió que fueran a buscar a Cecco y lo encontraran antes que Santochi; si no, acabaría muerto.

—Me acuerdo —intervino Ampelio—. Se colocaron dos frente a la casa de Cecco y media hora después llegó Santochi con la carabina. Los arrestaron a ambos: a Santochi, por no tener permiso de armas, y a Cecco, no se sabía bien por qué. Luego sucedió que, mientras estaban los dos dentro, el mariscal de los carabineros comenzó a ir a ver a la mujer de Santochi, día sí, día no.

—De cualquier manera, eso es lo que sucedió —continuo Pilade—. El buen padre Giuseppe, que en el fondo se había portado obedeciendo a su conciencia, se halló en una desagradable situación. El prior del convento le recriminó que no podía ir por ahí rompiendo el secreto de confesión y el padre Giuseppe le respondió que lo había hecho para evitar que mataran a una persona. De todos modos, el prior le explicó que entonces la gente ya no iría a confesarse con él y que era mejor para todos que buscara otro convento. Y eso hizo, porque de un día para otro no se supo más del hermano Giuseppe.

—Ya veo —dijo Massimo—. Por tanto, en tu opinión, el padre Adriano ha ido a la comisaría para contar algo que escuchó en confesión.

—Seguro al cien por ciento. Apuesto hasta lo más querido que tengo —afirmó Del Tacca con solemnidad.

—Venga, ¿te lo imaginas? —rio Ampelio—. Hace diez años que marca las seis y media.

—Detengámonos, no obstante, en este punto —propuso Aldo enyesando distraídamente la punta del taco, como si se dispusiera a tirar usando la cabezota de Ampelio como bola blanca—. Porque incluso admitiendo que tengas razón, lo único que puedo imaginarme es que sea algo concerniente a Carpanesi.

—¿Por qué Carpanesi? —preguntó Tiziana.

—Porque Carpanesi es el único de esta historia que va a la iglesia y a confesarse —respondió Ampelio—. Marina Corucci no iba nunca la iglesia y la mujer de Carpanesi usaría a los curas y a los frailes para sacar punta a los palos.

—Inteligente —comentó Massimo por lo bajo.

—Eres verdaderamente un anticristo —dijo Tiziana.

—Me permito disentir —intervino Aldo—. Massimo tiene sus ideas sobre la religión, como todos nosotros. Además, está aprendiendo el arte de la diplomacia. Di lo que quieras, pero esta vez ha sido educado.

—Es una cuestión de personas. El padre Adriano es una persona que me gusta, inteligente y positivo, no como esos dos atontados de la otra vez. Total, sé qué te refieres a ellos.

Los «ellos» a los que se refería Massimo eran dos personajes que habían entrado, poco tiempo antes, en el bar equivocado en el momento equivocado. Por un instante, el pensamiento de todos los presentes vagó hacia atrás, hasta la tarde en cuestión.

A media tarde, la puerta del bar se había abierto y habían entrado dos testigos de Jehová.

Sí, sé que este no es el modo de escribir y de describir a dos personajes al inicio de una narración, pero hagámonos la siguiente pregunta: si veis a dos hombres con traje y corbata, ambos con un maletín de piel, uno de los cuales sostiene en la mano una pila de revistas en las que descuella, amenazante, la inscripción «¡Despertaos!», ¿qué pensáis?

¡Mira qué bonita corbata!

¡Este hombre me recuerda a alguien!

No, no, creedme. La casi totalidad de las personas no clasifica a dichas manifestaciones de sus sentidos como personas o trajes u otras cosas; piensa, sencillamente: «Joder, los testigos de Jehová» y, si puede, cambia de acera. Por ello, sería hipócrita describir en detalle a estos personajes, y espero que entendáis la sinceridad de mis intenciones. Si os sirve, bien; de otro modo, la estantería con las novelas de detectives de P. D. James está en la otra sala, si queréis os presto una.

Por tanto, hablábamos de los testigos de Jehová. Los dos se dirigieron a la barra, donde Tiziana los acogió con una sonrisa y su habitual:

—Buenos días. ¿Qué queréis?

—Pues yo una tónica. ¿Tú, Piero?

—Para mí, un té frío. Bonito, este sitio.

Casi en respuesta al aprecio de Piero, de la sala de billar llegó una larga, complicada y circunstanciada acusación de incapacidad hacia un jugador desconocido, al que nombraremos genéricamente como Aldo, y que fue cerrada y timbrada por el acusador (al que llamaremos, siempre genéricamente, Ampelio) con una blasfemia que no dejaba espacio a la imaginación.

Tiziana siguió sonriendo, como su trabajo y su naturaleza amable imponían, aunque de manera perceptiblemente más tensa, mientras repetía:

—Un té frío y una tónica. De inmediato.

—Y mil disculpas de parte de la dirección —dijo una voz desde debajo de la barra—. Son viejos. He intentado eliminarlos, pero el Fondo Mundial para la Naturaleza se opone.

—No pasa nada —contestó el que no se llamaba Piero—. Es una mala costumbre que siempre ha existido en la Toscana. No es una blasfemia, se trata sencillamente de mala educación.

—El Señor no la tendrá en cuenta cuando lleguen los últimos días —estimó necesario añadir Piero.

Desde debajo de la barra emergió un Massimo curioso. Los miró, vio las revistas y sonrió.

—¿Los últimos días? ¿Y cuándo serán? —preguntó, mientras seguía sonriendo y Tiziana comenzaba a observarlo con cara de pocos amigos.

—Ya son, querido mío. Las señales son inequívocas.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Está todo escrito en el Apocalipsis según San Juan. En la Biblia. La descripción es clara y precisa. Escuche: la primera señal…

—No, perdone. Permítame ser puntilloso. ¿Usted está seguro de que estamos en los últimos días porque en la Biblia hay una descripción de los últimos días?

—Por supuesto. Y es extremadamente clara. Por ejemplo, ¿usted ve lo que está sucediendo en nuestros días en Sudán, en Irak en Afganistán? Eso es…

—No, perdóneme otra vez. Con todo respeto, ¿usted se basa exclusivamente en la Biblia? Es decir, ¿usted cree todo lo que está escrito en la Biblia?

—Por supuesto. La Biblia es la Palabra de Dios.

—Entonces ¿todo lo que está escrito en la Biblia es verdad?

—Sin duda. La Palabra de Dios es verdad.

—Permítame, entonces. Por tanto, ustedes me dicen que estamos en los últimos días, ¿es correcto?

—Así es. Mire, por ejemplo…

—Déjeme terminar, por favor. Me dicen que estamos en los últimos días porque en La Biblia están descritos los últimos días, y todo lo que está escrito en La Biblia es verdad, ¿correcto?

—Exacto. Si, por ejemplo…

—¿Me presta la Biblia, por favor? Aquí está. Evangelio según San Mateo. Capítulo veinticuatro, versículo treinta y seis. Jesús habla de la llegada del fin del mundo. «Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos». También el versículo cuatro, que advierte no creer a quien predice el final de los días, es interesante: «Mirad que no os engañe nadie. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre». Me parece claro nadie sabe cuándo será el fin del mundo. Y no hay que creer a quien diga que el fin del mundo se acerca, ni siquiera aunque se presente como emisario del Señor.

—Pero…

—Por tanto, disculpen, pero hay una contradicción. Si lo que está escrito en la Biblia es verdad, ustedes son unos impostores. Tiziana, deja de darme patadas en las pantorrillas, ¿no ves que estoy hablando con estos señores? Por otra parte, si lo que está escrito en la Biblia no es necesariamente cierto, son unos ilusos. En cualquiera de los dos casos, no veo por qué debería prestarles atención.

En el silencio que se había hecho al reflexionar cada uno sobre el episodio, Del Tacca se había levantado trabajosamente de su sitio y había devuelto sus ciento diez kilos a la sala de billar. Varios segundos después, mientras los vejetes se miraban el uno al otro como diciendo venga, si no charlamos un poco, volvamos allí a continuar la partida, Del Tacca regresó inesperadamente con un periódico desencuadernado, arrastrando los pies a pequeños pasos. Aún con el periódico abierto, apoyó con todo el peso de la autoridad su trastero en la silla de metal, que se quejó emitiendo un débil gemido.

Indiferente a los dolores de la pobre silla, Pilade siguió leyendo el periódico, hasta que Aldo consideró oportuno intervenir:

—Pilade, ese es el de anteayer.

—Lo sé. He ido a buscarlo aposta.

Silencio. Rara vez Pilade hace algo sin motivo, sobre todo si para ello hay que desplazarse. Por eso, Aldo se situó a espaldas de Pilade y se encorvó hacia el periódico en una tácita petición de explicaciones. Como respuesta, Pilade señaló un punto en la página, e inmediatamente después otro, sin levantar la vista del periódico. Luego golpeó con el dedo varias veces sobre la página. Y al hacerlo, el rostro de Aldo cambió. Una huidiza expresión de sorpresa, que dejó paso casi al instante a una alegre incredulidad.

—No me lo puedo creer.

—Créetelo, créetelo —dijo Pilade riendo sarcásticamente—. ¿Tengo razón o no?

En ese momento, Ampelio también se levantó y fue a colocarse detrás del periódico, y Rimediotti torció el delgado cuello de buitre para visualizar el objeto de la contienda. Pilade les señaló ambos los mismos dos puntos.

Mientras los dos vejetes intentaban llegar a idéntica conclusión que Aldo Massimo tiró la toalla y se posicionó asimismo tras el periódico. Era inútil seguir con el papel de Probo Ciudadano que se ocupa de Sus Asuntos. Una vez bien situado, se encorvó también hacia el periódico y hacia las dos fotografías en que destacaban dos detalles que Pilade señalaba alternativamente con gesto triunfal.

—¡Aquí y aquí! Mira. ¿Qué opinas, Massimo, tengo razón o no?

Massimo analizó mejor ambas imágenes.

«Y qué coño. Tienes razón, sí».

En la primera fotografía, Stefano Carpanesi estrechaba la mano de un simpatizante de aire dichoso. Lo habían sacado de perfil, y en la imagen destacaba de manera nítida la curiosa morfología de la oreja derecha del candidato: de forma alargada, sin lóbulo, con el pabellón auricular puntiagudo, casi de elfo, que apuntaba hacia lo alto. La misma idéntica oreja que aparecía en la imagen de abajo pegada al cráneo de un niño efébico, con el pelo largo y la expresión vacua que a menudo se ve en las fotos de carnet.

Bajo la primera foto, un grandilocuente pie informaba: «El candidato Stefano Carpanesi con varios de los numerosos seguidores que lo han esperado para manifestarle su apoyo fuera de la iglesia de Santa Luce, donde se ha celebrado el funeral del joven Giacomo Fabbricotti».

El pie bajo la segunda foto era mucho más esencial.

Decía, sencillamente: «La víctima, Giacomo Fabbricotti».

—Se me ocurrió cuando estabais hablando de Carpanesi —explicó Pilade mientras disfrutaba de su éxito con comprensible satisfacción—. Mi mujer siempre ha dicho que es guapo, aunque yo en ciertas cosas no es que me fijé demasiado. Pero justo ayer por la tarde vi en la televisión uno de esos telefilmes de hace veinte años que tanto le gustaban a mi hijo. Ese de la nave que va al espacio, donde tienen el aparato que los desplaza de un sitio a otro.

No obstante esta descarnada descripción, era difícil que Pilade no estuviera hablando de Star Trek. Pero nuestro hombre despejó el campo de cualquier duda al proseguir:

—En este telefilme sale un piloto que tiene las orejas tiesas como un doberman. Y ayer por la tarde se me ocurrió que esas orejas se las había visto recientemente a alguien. Pero vaya, en parte porque estoy viejo y en parte porque ya ni de joven tenía memoria, no conseguía acordarme de quién era. Luego me fui a la cama y se me fue de la cabeza. Cuando antes Tiziana hablado de Carpanesi, me ha vuelto a la cabeza. Por eso me he ido allí, para ver si me acordaba. Y la vista se me ha posado justo sobre la foto del niño. Ahora bien, dime tú si no son iguales.

—Clavados —confirmó Rimediotti, moviendo arriba y abajo la cabeza con convicción—. Parecen padre e hijo.

Ampelio se rio.

—Gino, ¿por casualidad tú te despiertas antes de salir de casa?

—No entiendo —respondió Gino inclinándose hacia Ampelio.

«Para variar», musitó Ampelio con la boca pequeña.

—Te lo explico yo, Gino —dijo Aldo cogiendo el periódico de las manos de Pilade y doblándolo de cualquier manera, mientras a Massimo le daban tiritones de rabia—. En el noventa y cuatro, Carpanesi y Corucci iban a jugar a los médicos al campo. Giacomo Fabbricotti, que se parece de manera impresionante a Carpanesi, nació el uno de marzo del noventa y cinco. ¿Cuánto son dos más dos?