—«La verdad de las cuentas corrientes. Por Pericles Bartolini. Se adensa el misterio sobre la relación que ligaba a Marina Corucci con Stefano Carpanesi, al tiempo que se acercan las elecciones sustitutivas para el Senado, programadas para principios de mayo». Te imaginas, el misterio. Que esos dos follaban lo saben ahora hasta en Suiza. «En efecto, ya es evidente que Carpanesi no fue del todo sincero sobre su amistad con la difunta, víctima del tercer homicidio que sacude la temporada buena de nuestra provincia desde hace algunos años a esta parte». ¡Y cuánto lo sentís, pobrecillos! Vendéis más periódicos con los muertos que con el bingo.
Se hizo un momento de silencio, roto segundos después por un chasquido seco y preciso, seguido por el rumor de una bola que rueda.
—«En su origen, las pesquisas de la policía se habían centrado en las declaraciones del hombre, quien declaró espontáneamente no conocer a la mujer antes de 1996», y dijo una gran tontería, «pero el asunto fue pronto desmentido por los investigadores, que averiguaron que Carpanesi y Corucci ya tenían relación unos años antes. Sin embargo, las pesquisas no se detuvieron aquí y ayer llegaron a otro punto fundamental: del análisis de las cuentas bancarias se descubrió que Carpanesi habría retirado de su cuenta corriente ciertas sumas a intervalos regulares, y que pocos días después las mismas sumas fueron depositadas en la cuenta a nombre de la víctima. En pocas palabras, se abre camino la hipótesis de que Carpanesi era objeto de un chantaje por parte de la propia Marina Corucci».
Siguió otro momento de silencio, interrumpido por un doble chasquido y por el comienzo de una blasfemia.
—Cuando las bolas te hacen cantar, posa el taco y ve a pagar —recitó Ampelio con sabiduría milenaria mientras bajaba el periódico.
—Ahora te poso el taco en la cabeza —respondió Aldo a la vez que intentaba darse importancia poniendo yeso a la punta de dicha arma con señorío, tras haber errado uno de los golpes más fáciles del último siglo—. Si luego me haces el favor de no leer cuando estoy tirando, quizá consiga lograr algo.
—No es culpa mía si no lo aciertas a una sandía. Por otra parte, no eres el único. Escucha: «Sin embargo, de momento la hipótesis no se sustenta en ningún tipo de móvil, y por ahora los investigadores no aventuran posibles explicaciones. Explicaciones que no han sido proporcionadas tampoco por el propio Carpanesi quien, a pesar de la imputación, se ha encerrado en la más estricta reserva.» Sí. Se ha encerrado, pero en el retrete y con doble vuelta de llave. Como salga fuera, su mujer le da una paliza de campeonato. ¿Cómo vamos de puntos?
—Faltan ocho puntos —dijo Pilade—. Pero ahora tira Gino.
Ese «pero» significaba que, aunque ocho puntos eran muchos, Rimediotti era capaz de llevárselos a casa sin dificultades. El error de Aldo —jugador mediocre que, no obstante, a menudo intentaba golpes artísticos con consecuencias ruinosas— había dejado a Gino un golpe bastante fácil, y en esta habitación y con un taco en la mano Rimediotti dicta la ley. La única esperanza en esos casos es que, al inclinarse para valorar cuánto efecto imprimir a la bola, sea víctima de su habitual lumbago y tenga que ser retirado de allí a pulso.
En cambio, tras inclinarse, Rimediotti se levantó, a continuación apoyó el taco en el hueco formado entre el pulgar y el índice y comenzó a hacer rotar el taco adelante y atrás de manera metódica. El golpe partió casi solo, como sucede con los que saben jugar de verdad. Banda, banda, bola amarilla, bolo central, mientras los demás bolos permanecieron ilesos. Doce.
—Partida. Entra Ampelio, sale Massimo. Bravo, chaval, has jugado muy bien.
—Mérito del maestro —dijo Massimo a la vez que se quitaba el delantal.
—Venga, por otra parte… —se pavoneó Ampelio.
—Abuelo, hablaba de Gino. De ti, como mucho, he aprendido a robar chocolate.
—Tampoco eso lo has aprendido muy bien —terció Tiziana, que acababa de entrar con una bandeja—. Eres más soso que una alpargata.
—Eso lo dices tú, chavala bonita —rebatió Ampelio, en obsequio a la regla según la cual si mando a tomar por culo yo a mis parientes está bien, pero sí lo hace algún otro hay problemas—. El chaval era un genio. Casi mejor que su madre. Es que luego me traía a mí el chocolate.
—¿Cómo, mejor que su madre?
—Porque, Tiziana, ¿tú no conoces la historia de Giuliana?
—No —contestó Tiziana.
—Eh, no hay nada que hacer —dijo Aldo—. Ampelio siempre ha sido un descubridor de talentos. Y con Giuliana dio en el blanco. ¿Puedo? —preguntó sacando cigarrillos.
—No —respondió Massimo—. El brillar se impregna de humo y luego apesta como un cementerio de chinches.
—Bueno. Entonces sabrás que Giuliana, la madre de Massimo, es licenciada en Ingeniería Mecánica. Ahora bien, en aquellos tiempos no era tan común que las mujeres estudiaran, menos aún una materia como ingeniería. Además, la familia de Ampelio no es que estuviera muy dotada para los estudios, digámoslo claro.
—Éramos pobres —gruñó Ampelio—. Estudiar era cosa de ricos. Yo empecé a trabajar con doce años.
Vaya. Hoy son doce. Es un récord. Hasta ahora había llegado a catorce. Por lo general, son dieciséis. Depende del contexto.
—En resumen, fue así. Un día, en diciembre, Ampelio compra un panettone. Uno. Y ese panettone es sagrado. Tiene que llegar a la vigilia intacto, porque el panettone se come en Navidad. Pero Giuliana, que tenía cuatro años, era golosa, algo que le viene de familia. Sin embargo, Ampelio y Tilde se lo había advertido; el panettone es para Navidad. Pobre de ti si lo tocas.
Aldo se detuvo para beber un sorbito de tónica.
—A pesar de ello, Giuliana ya le había puesto los ojos a ese panettone. Para poder hincarle también los dientes, tiene una idea fabulosa. Va a la cocina y coge una cucharilla. Elige aquella con el borde más fino. Luego, una noche, va a la despensa. Desempaqueta el panettone con cuidado, le da la vuelta y empieza a excavarlo desde abajo con la cucharilla. Disfruta de esas migajas blandas una a una. A continuación lo envuelve de nuevo como corresponde y lo deja en su sitio. Nunca nadie se daría cuenta.
Aldo se rio mientras Massimo miraba a Tiziana, que seguía la historia extasiada, inmóvil y embelesada, como los pajarillos cuando Blancanieves se pone a cantar.
—Pero a la niña se le fue un poco la mano y a la noche siguiente estaba de nuevo allí, excavando desde abajo con la cucharilla. En pocas palabras, abrevio: el día de Navidad, después de comer, el panettone fue llevado a la mesa con todos los honores, el papel fue abierto y el postre, cortado. Y en cuanto Tilde apoyó el cuchillo, el pobre panettone se desinfló y quedó como un globo pinchado. Como comprenderás, había quedado prácticamente solo la corteza.
—Me sentí como un gilipollas… —dijo Ampelio con ojos ausentes.
—Entonces ¿qué sucedió?
—Sucedió lo inesperado —contestó Massimo, entrando de pleno derecho en el relato—. Sucedió que el abuelo, en vez de cabrearse como un mulá, cogió a mi madre y le preguntó qué había hecho, puesto que era evidente que había sido ella. Y mi madre se lo contó.
—¿Y entonces? —preguntó Tiziana.
—Y entonces, qué le ibas a hacer —dijo Ampelio, satisfecho—. En casa siempre hemos sido un poco testarudos, pero aquella hija mía debía de tener necesariamente algo de cerebro. Una niña que aún no va a la escuela y piensa algo semejante, ¿te la imaginas? Así que discutimos un poco entre nosotros, hicimos cuentas y al final decidimos que aquella niña tenía que estudiar, no había más remedio.
Una sonrisa distinta visitó el rostro de cada presente. Tiziana sonrió porque la historia era de las bonitas, de las que sobreviven a los propios protagonistas, y porque la madre de Massimo pasaba de un castigo casi inevitable a una investidura. Los vejetes sonrieron como diciendo, ves, cuando éramos jóvenes sabíamos captar el talento al vuelo. Massimo sonrió pensando en el improbable consejo de familia que subyacía a aquel «discutimos un poco entre nosotros» y que, por lo que se contaba, había consistido en un monólogo de Ampelio a base de palabrotas, culminando con tía Enza, esa tan fea, preguntándole a Ampelio de dónde sacarás los cuartos, y Ampelio respondiendo en el peor de los casos abrimos un burdel, no te preocupes, total, a ti, como mucho, te ponemos en la caja.
Ampelio exhibió una sonrisa amarga, hizo un gesto de desagrado y continuó:
—En conclusión, nos encontramos con una ingeniera la familia que, no obstante, en vez de ejercer la ingeniería se puso en seguida hacer de madre. El único nieto que tengo también se licenció y luego se puso a trabajar de camarero. Tanto esfuerzo y no nos hemos movido un metro, Virgen Santa…
—Me parece que tú eres la última persona que se puede lamentar —rebatió Massimo en el umbral, mientras se encaminaba hacia el pasillo que llevaba el bar. «¡Hay que joderse! Te pasas aquí todo el día, comes y bebes de gorra, ahora hasta tienes el billar, ¿qué más quieres de mi vida? No pensemos más en ello. Al menos me he echado una partidita».
Al llegar a la sala del bar, Massimo se instaló detrás de la barra y se preparó para pasar las dos horas de estancamiento que precedían al momento del aperitivo. Mientras disponía lo necesario (bocata, té frío y libro, en ese caso Little Scarlet, de Walter Mosley: inútil intento de leer algo sustancioso en el bar, dado que la gente te interrumpe continuamente con la excusa de que quiere beber algo, así que mejor coges una buena novela negra), vio a través de la puerta de cristales la figura del padre Adriano caminando. Esto llamó su atención.
Porque en los raros casos en que salía del convento, el fraile solía pasear despreocupadamente, como si no fuera a ninguna parte, con la mirada dirigida hacia las maravillas del Cielo (nubes, árboles y pájaros) y de la Tierra (flores, animales y alguna agraciada doncella contoneante que atraía ocasionalmente su mirada; por otra parte, no tiene nada de malo, somos todos hijos de Dios y algunos han heredado más que otros la percepción del Padre). En aquel momento, en cambio, el capuchino avanzada con la vista el suelo, a pasos lentos pero decididos. Y, algo que no ocurría nunca, se dirigía al bar.
Massimo confió en que Tiziana y los vejetes volvieran al bar deprisa porque no se sentía con ánimos de pasar ni siquiera un momento a solas con una persona que acaba de perder a una hermana y a un sobrino, y estaba presumiblemente convencido de que, con o sin Fusco, el servicio de información ubicado dentro del Bar Lume había funcionado hasta demasiado bien. «Si el fraile quiere tomársela con alguien —pensó Massimo—, que no sea conmigo». Pero dado que confiar en algo no significa que se cumpla, cuando el padre Adriano apoyó la mano sobre la puerta, Massimo seguía solo, en tanto que desde la sala de billar provenían alegres cotorreos apenas interrumpidos por el chasquido de las esferas de metacrilato.
La puerta de cristales se abrió y el padre Adriano entró, yendo a sentarse en unos de los taburetes situados frente a la barra tras ajustarse el hábito con cuidado.
—Buenos días —saludó Massimo.
—Paz y bien, Massimo —respondió el fraile, y parecía más un augurio que una constatación.
—¿Puedo hacer algo por usted, ya sea como hombre o como camarero?
El fraile sonrió.
—Como camarero, gracias. Querría una Coca-Cola.
—Nos entregamos a los vicios, ¿eh? —bromeó Massimo, en un penoso intento de imprimir un tono ligero la conversación, mientras sacaba una botellita de la nevera.
—Sí. Quién sabe cuando me podré tomar otra. Es una de mis debilidades, me gusta muchísimo…
—Bueno, no me parece grave. En el fondo, el convento está a un kilómetro de aquí. Si se da un paseo, yo le sirvo todas las Coca-Colas que quiera. Si no quiere que lo vean sus cofrades, se la llevo a la sala de billar y allí está seguro. Se la llevaría allí también ahora, pero, por desgracia, en este momento está el curso de supervivencia.
El fraile siguió sonriendo, aunque de manera levemente automática. Luego tragó un generoso sorbo del efervescente líquido acaramelado y levantó las cejas. En la sala del billar, el rumor se había acallado. Massimo casi podía ver a los cuatro vejetes agazapados, con las orejas aguzadas como pieles rojas, en el intento de comprender qué estaba diciendo el padre Adriano.
—Ah, no es tan fácil. En el sitio donde voy tendré suerte si para beber encuentro agua.
—Ah. ¿Y dónde va, para ser exactos?
—A Malawi. ¿Sabes dónde está?
Massimo sabía muchas cosas, pero en Geografía no iba más allá de Toscana, y también de forma un poco tambaleante.
—Admito mi ignorancia. No.
—Es un pequeño estado africano al lado de Zambia. Uno de esos estados que no tienen nada, ni petróleo, ni diamantes, ni otras cosas. Solo tiene un lago y matorrales para cultivar. Hasta hace poco cultivaban principalmente tabaco. Ahora, como los occidentales fumamos mucho menos, han tenido que cambiar de cultivo. Yo iré a una misión que se estableció allí, con varios de nuestros cofrades, para construir un pequeño aeropuerto.
Massimo habría querido preguntar: «¿Y por qué va a un sitio donde se mueren de hambre a construir un aeropuerto?», pero no sabía cómo introducir la pregunta sin ofender al religioso, cuyos recursos como pugilista eran conocidos en todo el pueblo. Por suerte, el padre no parecía necesitar exhortaciones.
—Pues sí. Mira. Malawi tiene acuerdos comerciales bilaterales con Zimbabue y, sobre todo, con Sudáfrica. Si venden o comprar mercancías en esos países, no pagan impuestos. Por eso, la comunidad necesita poder llegar con facilidad a esos países y, como te podrás imaginar, en Malawi las carreteras apenas existen. De modo que un pequeño aeropuerto sería una bendición. Incluso una comunidad pequeña podría renacer si intercambiase mercancía con esos estados.
—Ya veo.
«Noesasuntotuyonoesasuntotuyonoesasun…».
—¿Y por qué ha decidido marcharse?
«Eso es. Enhorabuena». El fraile se terminó la Coca-Cola de un último sorbo sediento y luego miró hacia fuera mientras respondía:
—Aquí ya no estoy en mi sitio. Ha sucedido algo que me impide permanecer en mi puesto.
—Entiendo. Perdone, he hecho una pregunta idiota.
—No, Massimo. Las preguntas nunca son idiotas. A lo sumo son maliciosas, pero en la tuya no había maldad. Tú sabes que no me marcho solo porque hayan desaparecido mis seres queridos. Si fuera así, el asunto no te sorprendería. No, el motivo por el que me marcho es otro. No depende de lo que los demás hayan hecho, sino de algo que he hecho yo. Dime, ¿tú crees en Dios?
—¿Con todo lo que me ha hecho hasta ahora? No.
—¿Y alguna vez vas a la iglesia?
—Le acabo de decir que no creo en Dios.
El fraile mostró una sonrisa de manera perceptiblemente amarga.
—Ambas cosas no están tan ligadas como te parece. Mucha gente viene a la iglesia aunque ya no crea en Dios. Mucha gente cree en Dios y no va a la iglesia. Ven a la iglesia a la misa del Jueves Santo. Responderé a tu curiosidad. A la tuya y a la de la gente. Ahora me tengo que ir.
—¿Regresa al convento? —preguntó Massimo, asombrado de que el fraile hubiera salido solo por una Coca-Cola.
—No. Voy a la comisaría. Paz y bien, Massimo. Te espero el jueves.