Cuatro

—«El último adiós de Pineta a Giacomo. Por Pericle Bartolini. Ayer se celebró, en la iglesia del convento de Santa Luce, el funeral del joven Giacomo Fabbricotti, fallecido como consecuencia del terrible accidente de carretera en la nacional Aurelia, en el cual se vio implicada asimismo su madre, Marina Corucci, viuda del empresario de la construcción Sirio Fabbricotti. La ceremonia, ya de por sí desgarradora, se volvió aún más dolorosa por la noticia de que también la madre perdió su batalla más importante. En efecto, Marina Corucci falleció durante la noche, como resultado de las heridas sufridas en el accidente, en la unidad de cuidados intensivos del hospital Santa Chiara, donde se encontraba ingresada. La noticia, que serpenteaba entre los participantes de la ceremonia, fue confirmada por el propio oficiante, el padre Adriano Corucci, en el curso del rito fúnebre. Al principio de la homilía el religioso, hermano de Marina y tío de Giacomo, informó al auditorio con la voz quebrada del repentino agravamiento de la situación de su hermana y su posterior desaparición, ocurrida el día anterior».

Con su habitual voz monótona, Rimediotti leía el informe del funeral del pobre Giacomo Fabbricotti, unido a la noticia de la desaparición repentina, aunque no inesperada, de su madre. Con el rostro compungido, los tres vejetes restantes escuchaban a Rimediotti, mirando al suelo o espantándose de los pantalones una mosca inexistente.

—«En la segunda parte de la homilía, tras recordar a su sobrino con palabras conmovedoras, el padre Adriano se dirigió “a los que tienen el odioso vicio de esparcir rumores falsos, a los que se alegran de las desgracias ajenas, a quienes hablan sin saber y no se dan cuenta del padecimiento que añaden sobre las espaldas y el corazón de quien ya soporta el enorme peso de la pérdida de un allegado”. El padre Adriano hacía referencia a los rumores que, por desgracia, se propagaron por el pueblo y que indicaban una posible implicación de Stefano Carpanesi en el accidente, basándose en un lapsus en el que este incurrió. El propio Carpanesi, presente en el acto y visiblemente conmovido, dio las gracias al padre Adriano al concluir la ceremonia con breves palabras rotas por el llanto».

Rimediotti acabó de leer el artículo en medio del silencio general. Silencio que, por una vez, perduró también tras el final de la lectura.

—De modo que el funeral lo han hecho en el convento… —comentó Ampelio por decir algo.

—Sí —contestó Rimediotti—. ¿Dónde querías que lo hicieran? En el fondo, el padre Adriano era pariente.

—Si es por eso, yo también, cuando me muera, hago que me lleven al convento —dijo Del Tacca, dándole vueltas a la cucharilla en el café—. No jodas. Antes de dejarme poner las zarpas encima por el padre Graziano, si me permites…

Las palabras de Pilade reflejan un sentimiento común a buena parte de los pinetanos, es decir, la convicción de que, de acuerdo, Dios está en todas partes y especialmente en cada lugar bendito, pero en las diversas iglesias Nuestro Señor no es tenido en la misma e idéntica consideración por sus inquilinos terrenales. Por cuanto concierne a Pineta, la situación es doble. Por una parte, está la parroquia del Buen Pastor, que es vigilada, protegida y, sobre todo, administrada por el padre Graziano Riccomini; la estima que el ciudadano medio sentía por este último estaba bien sintetizada por el discurso de Pilade. Por otra, está el convento franciscano de Santa Luce, capitaneado por el padre Agostino, exmédico retirado a la vida monástica hace muchos años, que aloja a una decena de hermanos que practicaban, de acuerdo con la regla de san Francisco, el camino de la perfecta alegría. En efecto, estos hombres se encontraban habitualmente inmersos en la vida monástica, que para ellos consistía en la meditación y en la producción de miel, quesos y frutos del huerto, destinados a su sustento y el de los pobres que llamaban a su mesa. Además, siempre se mostraban a disposición para cualquier cosa que se les solicitara, desde clases de latín a quehaceres domésticos para ancianos enfermos, pasando por ayuda material en la construcción y reparación de tejados estropeados por los aguaceros; todo ello con absoluta humildad, sin pretender nada a cambio y con una sonrisa en los labios de una serenidad casi inhumana. Digno representante de este grupo era el padre Adriano Corucci, llovido desde el interior de Umbría unos veinte años antes; un hombretón de aire bondadoso, nariz rota y orejas de coliflor típicas de los boxeadores, que no se enfadaba prácticamente nunca. Y, como todos los pacíficos, cuando eso ocurría era mejor mantenerse lejos.

Una vez había llegado el convento un tipo en pleno síntoma de abstinencia que, tras comer en la mesa de los frailes, tuvo la brillante idea de pedirles dinero. El objetivo para el que lo pedía estaba tan claro que el hermano al que se había dirigido se vio obligado a negarse; por eso, el tipo se enfadó y se puso a insultar al fraile, intentando incluso darle una bofetada. Por desgracia, el religioso en cuestión era el padre Adriano, a quien le tocó asistir al pobrecillo en la ambulancia mientras lo llevaban al hospital para recomponerle la doble fractura de mandíbula y maxilar, explicando al mismo tiempo a los paramédicos que él solo le había dado dos manotazos y que no era culpa suya si el tipo era tan debilucho.

Mientras a los vejetes le costaba hacer despegar la conversación, que probablemente sería anulada en breve a favor de una bonita partida, el teléfono sonó con gallardía. Tiziana estaba cargando el lavavajillas y se encontraba encastrada debajo de la barra con el cesto en la mano. Massimo, el más próximo al aparato, levantó el auricular al segundo timbrazo y respondió con un relajado:

—Bar Lume, buenos días.

—Hola, aquí la comisaría de Pineta. ¿Hablo con Massimo Viviani?

«¿Se trata de una broma?».

—Presente.

—Le paso al doctor Fusco, que está en línea. Un momento, por favor.

Breve silencio con chasquido.

—¿Señor Viviani?

—Sigue siendo él.

—Necesitaría hablar con su abuelo.

«¿Eh?».

—Claro. Se lo paso de inmediato. —Massimo cubrió el auricular con la mano—. Recluta Ampelio Viviani, a dar parte.

—Dile a tu abuela que vuelvo hacia la una y que si me encuentro las sobras de ayer por la noche, tiro al plato por la ventana —respondió Ampelio lacónicamente.

—Me temo que es un quid pro quo, abuelo. Al teléfono está Fusco.

—¿Fusco? ¿Qué quiere?

—Pues no sabría decirte. ¿Por qué no le preguntas a él?

Dado que el teléfono estaba fijado a la pared, Ampelio tuvo que levantarse de la silla y dirigirse a paso de bastón hacia el aparato. Al llegar al teléfono, cogió el auricular de las manos de Massimo y ladró:

—Diga.

Breve silencio.

—No entiendo. ¿Tengo que ir?

Breve silencio.

—¿Ah, los cuatro? ¿Y quién lo dice?

Silencio explicativo.

—¡Pues si ha ido, salúdelo de mi parte! No entiendo qué tengo que ver yo.

Silencio amenazante.

—¿Cómo? —exclamó Ampelio en otro tono, virando de batallador a incrédulo—. Ah, ya veo. ¿De inmediato? Sí, un instante, se lo digo. Está bien. Hasta luego.

Y colgó, con aire dubitativo.

Massimo se quedó admirado. Fuese lo que fuese que le hubiera dicho Fusco, no cualquiera podía reducir al silencio a su abuelo.

Ampelio permaneció cerca del teléfono, se dio la vuelta y anunció:

—Fusco ha dicho que tenemos que ir a la comisaría. Los cuatro. Aldo, Gino, Pilade y yo.

Hubo un momento de incrédula inmovilidad. Tiziana posó el cesto y se levantó desde detrás de la barra. Ampelio miró el auricular como si todo fuera culpa suya, antes de explicar:

—Ese hijo de puta de Carpanesi ha ido a ver a Fusco y ha declarado que, en el noventa y cuatro, él ni sabía quién era Corucci. También ha afirmado que, en cuanto saliera de allí, iría a ver a su abogado a querellarse contra los cuatro por difamación.

Varios pares de gafas de présbite se miraron con desconcierto.

Mientras Tiziana miraba cómo el cuarteto se dirigía a la comisaría, Massimo se sirvió un vaso de té frío, se sentó en una de las mesas y abrió el Corriere con falsa indiferencia. Tras ver a los vejetes desaparecer detrás de la esquina, Tiziana se dio la vuelta hacia Massimo con aire ansioso:

—¿No estás preocupado?

—¿Por qué? —preguntó Massimo, dando un sorbo al té.

—Massimo, no te hagas el tonto. Han citado a tu abuelo en la comisaría. Quieren demandarlo.

—Hacen bien. Así él y los demás aprenderán a ocuparse de sus asuntos, por una vez.

—Massimo, se trata de algo serio. Fusco los acaba de llamar a la comisaría.

Massimo dobló el periódico.

—Lo sé. Por eso no estoy preocupado. La otra vez Fusco me contó por teléfono que les hizo presentar una declaración espontánea, poniendo por escrito solo el hecho de que, según los vejetes, Carpanesi y Corucci se conocían desde antes de 1996. Todo lo demás lo dejó fuera.

Massimo hizo un gesto elocuente con la mano, mientras se acababa el último sorbo de té.

—Ahora bien, no se puede demandar a una persona por eso —continuó tras un breve suspiro—. O mejor dicho, se puede, pero el juez nunca te dará la razón. Además, hilando fino, lo que sostenía Aldo era irrelevante, aunque a su manera tenía un motivo.

—¿Cómo lo sabes?

—He estado buscando en internet.

—¿Por qué?

—Porque tengo el síndrome del sabelotodo, Tiziana. Si alguien emite una afirmación basada en un dato, no me queda más remedio que comprobarlo; de lo contrario, no duermo en toda la noche. Ya deberías saberlo.

—Mmm. Puede ser. De todos modos, no entiendo por qué Carpanesi los demandó, si dices que no tiene sentido.

—Porque es un político. Es un político en campaña electoral. Todo el que atente contra su sagrado buen hombre merece una respuesta oficial, tenga razón o no. En cualquier caso, te repito, no creo que haya que preocuparse. Fusco les dará una buena reprimenda, los invitará a dejar de jugar a Miss Marple y durante una o dos semanas todos viviremos más tranquilos.

—Bueno, esperémoslo. Oye, ya que estamos solos, ¿te puedo pedir aquel favor?

—Encantado —respondió Massimo, a pesar de saber que el favor que le iba a pedir Tiziana no coincidiría con los favores que él le habría pedido a ella.

—A ver, Marchino y yo nos casamos en septiembre.

—Eso ya lo sé.

—Ahora bien, antes de casarme, me gustaría encontrar una casa. Sin embargo, aún no lo hemos conseguido y la boda es inminente. Y yo estoy harta de buscar. Siempre la misma historia. Te dicen una cosa y te encuentras con otra. Ya estoy harta de las «tres habitaciones con jardín particular» que luego, cuando lo vas a ver, es un tugurio con un patiecito delantero lleno de cagadas de paloma. Así que te quería preguntar si continúas en contacto con ese amigo tuyo que es agente de la propiedad. El que te encontró el bar. Como es amigo tuyo, quizá consigamos hablar claro de inmediato.

—¿Cellai? Claro, faltaría más. Hace siglos que no lo veo, pero no quiere decir nada. Aún tengo su teléfono. Te lo anoto en seguida.

—Ejem… Por casualidad, ¿no podrías llamarlo por mí? Yo no lo conozco, ¿sabes? Pero quizá si le llamas tú es distinto.

—Está bien, está bien. Lo llamo yo. Pero ahora —dijo Massimo levantándose—, hay dos tipos que se han sentado fuera. ¿Vas tú?

—Zí, bwana —contestó Tiziana con una gran sonrisa.

A veces se necesita poco para contentar a la gente.

Habían pasado más de dos horas y la mañana había dado paso poco a poco a la hora de comer. Massimo se imaginaba que los vejetes, tras escuchar la reprimenda de Fusco, habrían vuelto a casa para ocuparse de sus adjuntos y que solo se dejarían ver por la tarde, si no directamente al día siguiente. Por tanto, se quedó muy sorprendido cuando los vio cruzar la puerta uno tras otro, en una procesión guiada por Del Tacca, más sudado y jadeante que de costumbre.

«No me extraña —pensó Massimo—, con todos los hectolitros de tocino que lleva encima, cincuenta metros a pie bastan y sobran. Suerte que no le haya dado un infarto».

En cuanto entraron, en vez de quejarse, como siempre, de que el aire acondicionado estaba demasiado fuerte, se sentaron cada uno en su sitio en raro silencio y se miraron con el aire de quien no sabe cómo decir algo.

Massimo se sintió un poco culpable por ellos. Evidentemente, Fusco se había mostrado duro. Asumió su aire de Barman Cómplice y Solícito y preguntó:

—¿Puedo ayudaros? ¿Queréis un buen aperitivo? ¿O preferís algo más fuerte?

Ampelio volvió la mirada hacia él y contestó con una media sonrisa:

—Bravo, chaval. Algo fuerte es lo que necesitamos. Hagamos así: coge una copa y echa dos dedos de ron bien oscuro, del que te gusta a ti.

«Vaya».

Sin denotar sorpresa, Massimo obedeció y llenó una copa con dos dedos de ron Demerara.

—Eso, bravo —aprobó Ampelio—. Ahora respira hondo y tómatelo de golpe. Así no te quedarás tan mal.

—¿Cómo?

—Así no te quedarás tan mal —repitió Ampelio—. Porque Fusco acaba de contarnos que Marina Corucci fue realmente asesinada.

—Ese hombre es menos imbécil de lo que parece —empezó Aldo, esperando que Massimo dejara de toser tras tragarse el contenido de la copa—. Según nos ha contado, ayer por la tarde el bueno de Carpanesi fue a verlo, con abogado y todo, y le pidió realizar una declaración espontánea. Hecho esto, declaró haber conocido a Marina Corucci en 1996 y no antes. Citó lugar, hora, testigos y todo lo demás. Tras ello, recordó a Fusco que la difamación es delito y le dijo que consultaría con su abogado para ver si se daban las condiciones para una querella. Y aquí Fusco se cabreó de verdad. ¿Quieres que llame a un médico?

—Noo, noo… —respondió con voz rota Massimo, que se había puesto morado—. Es por tomar ron con el estómago vacío. No estoy acostumbrado. Continúa.

—Está bien. En resumen, a Fusco no le gustó que un político le recordara qué era delito y qué no lo era. Mientras se cabreaba, se acordó de un viejo proverbio latino que reza: «Excusatio non petita, accusatio manifiesta». Y así…

—Y así —se introdujo Del Tacca— fue a comprobar la historia de Vagli di Sotto y se dio cuenta de que nosotros teníamos razón.

—Exactamente —corroboró Aldo, retomando su papel de narrador—. Fue a ver la película, se documentó sobre el terreno y en una horita comprendió que lo que le habíamos contado nosotros era verdad. Por tanto, recapitulando, Carpanesi ya conocía a esta mujer en el 94. Sin embargo, sin saber que las deducciones sobre su amistad estaban sustentadas por una película y creyendo que eran chácharas de viejos locos, sintió la necesidad de ir a la comisaría a negar la evidencia. Entonces ¿qué nos sugiere todo esto?

«Que tiene futuro en la política», pensó Massimo sin decirlo. En cambio, Ampelio miró a Massimo y le hizo con la mano el gesto universal —palma hacia arriba, dedos extendidos que se aprietan en el centro formando una especie de alcachofa palpitante— qué significa «culito bien apretado».

—Exactamente —aprobó Aldo—. En este punto, el bueno de Fusco comprendió que había algo turbio, aunque aún no sabía de qué se trataba. Para entenderlo, recurre a los poderosos medios de nuestra policía, lo que, por una vez, no es un chiste, sino una observación. Tú, Massimo, ¿sabes que es el SDI?

«No», contestó la cara de Massimo, que se había quedado de piedra por el relato.

—No me lo puedo creer —se entrometió Del Tacca.

—¡Yo tampoco! —subrayó Rimediotti.

—SDI significa «servicio de investigación» —continuó Aldo—. Es una especie de archivo electrónico donde se registran todas las actas de la policía. Todas. Cada vez que la policía se cruza con tu nombre, te registran allí, de manera precisa y pormenorizada.

—Entiendo —dijo Massimo.

—Pues Fusco ordenó que se realizara un control cruzado con los datos de Corucci y Carpanesi en este SDI. Igual que en esos telefilmes americanos donde esos gilipollas van a la escena del crimen, recogen un trocito de cemento, lo meten en una máquina y dos minutos después sale la composición del cemento, el nombre de la empresa productora, el nombre del hombrecillo que lo extendió y el modelo de hormigonera que usó. Antes…

—No divagues —interrumpió Massimo, que sabía que Aldo era un excelente narrador, pero que tendía a perder el hilo del discurso.

—Perdona. En resumen, del control de este archivo saltaron dos cosas. Una, que Carpanesi pernoctó tres o cuatro veces en un hotel llamado Hotel des bains, en San Giuliano Terme, en el verano del 94. Adivina quién durmió en el mismo hotel en esas mismas noches.

—Déjame probar. ¿Marina Corucci?

—Bravo, el señor gana un osito. La segunda es aún más graciosa. En agosto del 94, una noche, una patrulla de la policía fue a ayudar a una pareja que se había escondido en un bosquecillo cerca de Aulla. Tras aparcar el coche, los dos sienten la fascinación del querido y viejo polvo campestre y se dirigen hacia el prado. Desafortunadamente, una vez consumado, vuelven hacia el vehículo y descubren que ya no está. El hombre, entre las pocas cosas que lleva encima, tiene un móvil y llama al 113. Los agentes llegan, piden nombres, recogen la denuncia y acompañan a la pareja a la estación de tren. Adivina quiénes eran esos dos.

—Vuelvo a intentarlo. ¿Corucci y Carpanesi?

—Perfecto. El señor gana otro osito con carrillón incluido. Llegado este momento, ¿qué hace el solícito Fusco? Llama al hospital y se informa sobre las condiciones de salud de Marina Corucci. Las cuales, por la mañana, eran estables.

—Y lo eran también por la tarde —interrumpió Massimo—. Pero un poco demasiado, dado que la señora falleció.

—Exacto. Por desgracia, se me han acabado los ositos. En este punto la situación se precipita. Fusco, a la chita callando, coge nuestra «acta de información sumaria», junto con la declaración de Carpanesi y sus descubrimientos, y los transmite a la fiscalía como hipótesis de delito. El fiscal llama al forense y ordena la autopsia del cadáver. ¿Me sirves un Campari?

Pausa, con un silencio irreal solo roto por el borboteo del líquido de la botellita a la copa. Aldo bebió un sorbo, satisfecho, luego se apoyó en la barra y concluyó:

—Marina Corucci murió por una embolia cerebral causada debido a que algún simpaticón le administró una inyección de aire, presumiblemente a través del tubito del gota a gota. El informe oficial de la autopsia ha llegado esta mañana a las nueve.

—En ese momento —dijo Del Tacca—. Fusco nos ha llamado a los cuatro para preguntarnos si sabíamos algo más. Mira tú, de vez en cuando también los viejos hinchapelotas sirven para algo.