Consideremos a una persona que comunica un mensaje a seis personas distintas. Si cada uno de los destinatarios lo comunica a su vez a otros seis y este paso elemental es repetido cinco veces, el número de personas en conocimiento del mensaje se convierte, justamente, en seis a la quinta. O, explícitamente, siete mil setecientos setenta y seis.
Si el paso elemental (un tipo telefonea a otra seis personas) requiere una hora para ser llevado a cabo, el número de personas del que antes se hablaba estar al tanto del mensaje en el transcurso, como máximo, de cinco horas. Más o menos una tarde.
Esta breve digresión, aparentemente inútil, sirve para explicar por qué, a la mañana siguiente, todo el pueblo estuviera al corriente del hecho de que Carpanesi había intentado matar a Marina Corucci.
Además de transmitir el mensaje a los seis, siete mil pares de orejas del pueblo, el paso de noticias de dentadura postiza en dentadura postiza había deformado gradualmente su contenido, igual que ocurre cuando se juega al teléfono roto. Pero en este caso, la tergiversación del significado del mensaje se había producido no a causa de una errónea comprensión del mensaje original («Carpanesi afirmó que había conocido a Corucci en el noventa y seis, en cambio ya la conocía en el noventa y cuatro. Aquí hay algo turbio»), sino por el añadido al mensaje de una deducción lógica por parte del oyente medio («Mira, si Carpanesi soltó algo semejante precisamente ayer, cuando fue el accidente, quiere decir que había algo oculto entre él y esa otra»).
Dicha deducción, puesta al pie del mensaje, es usualmente transformada por el siguiente interlocutor en vox pópuli («¿Sabes? ¡Dicen que Carpanesi y Corucci se iban a la cama juntos!») y, en consecuencia, en verdad comprobada sobre la base del Primer Axioma del Cotilleo, que reza: «Si todos los que conozco lo saben, entonces es cierto».
Fue, pues, con alivio que Massimo, aquella mañana, acogió al notario Aloisi, el cual entró en el bar a las once y media en punto, como de costumbre. Como siempre, se acercó a la barra y pidió un café, mientras echaba el habitual vistazo mecánico al Corriere. (En diez años, Massimo nunca había visto al notario acercarse a la Gazzetta). Ni una palabra más de lo necesario.
En cambio, durante toda la mañana Massimo había visto entrar una tras otra a personas que, inmediatamente después de haber pedido o aún antes de pedir, habían mirado a su alrededor con aire de entendidos y habían empezado, dirigiéndose a todo el local con un alusivo:
—Esta vez Carpanesi ha metido la pata…
Y al instante daba comienzo un concierto para vejetes y cliente ocasional, en cuyos movimientos el pobre Carpanesi era acusado, desmentido y condenado, con (a veces) algunos tímidos intentos de defensa del pobre C. por parte del cliente solista, que eran arrollados por la poderosa polifonía de la orquesta de vejetes.
Por el contrario, el notario no había añadido ni una sílaba a las tres necesarias para pedir un café, por lo que fue Del Tacca el que intentó una aproximación, preguntando:
—Entonces, señor notario, ¿qué hace ahora el pobre Carpanesi?
El notario ni siquiera había levantado los ojos del periódico.
—¿Respecto de qué?
—Por Dios, ¿no sabe nada?
Todavía con los ojos posados sobre el periódico, el notario había sacudido la cabeza.
—Del asunto Carpanesi, ¿no sabe nada? —se había entrometido Ampelio—. ¿Cómo es posible, usted que también es candidato? ¿Y nadie le ha dicho nada? ¿A quién tiene como secretaria, a Totó Riina?
El notario se encogió de hombros, procurando dar a entender al senado que no tenía demasiado interés por el asunto.
—En pocas palabras —comenzó Rimediotti—, parece que Carpanesi y Marina Corucci eran amantes.
—Madre mía, qué pesados sois —intervino Tiziana—. ¿No veis que al señor notario le importa un pimiento?
—Hace mal —respondió Aldo—. Aquí se habla de un posible delito cometido por su adversario político. Si el señor notario se tomara en serio su candidatura, debería interesarse por lo que hacen sus adversarios.
—Al contrario, querido amigo, al contrario —respondió el notario plegando el periódico, aún sin levantar la vista—. Eso es lo que harían los llamados políticos de hoy en día. Los que hacen política despotricando de los demás candidatos. Yo me ocupo de mi candidatura y solo de ella. Lo que hacen los demás no me concierne.
—¡Pero aquí se habla de un delito! —intervino Ampelio.
—Delito, delito… Son palabras mayores. Si existe un delito, ya se ocupará la magistratura —repuso el notario mientras iba hacia la caja.
—Virgen santa, ¡la magistratura! Aquí no hay pruebas de nada. Si los esperáramos a ellos, ¿sabes cuántos canallas seguirían libres?
—Mejor un culpable libre que un inocente en prisión, querido amigo —recordó el notario mientras pagaba—. Es la base de nuestro derecho. Buenos días a todos.
Y, tan tranquilo como había llegado, se marchó.
—¡Vaya hombre! —comentó Ampelio—. Llega, escucha, sentencia y se marcha. Parece que no le interesa un pito ver qué sucede.
—Quizá sea así —dijo Massimo.
—En todo caso, hay algo que no entiendo —terció Tiziana—. Demos por descontado que Carpanesi y Corucci eran amantes. ¿Me explicáis por qué Carpanesi habría tenido que intentar matar a su amante?
Hubo algunos segundos de denso silencio.
—Yo te digo por qué, Tiziana —rompió el silencio Del Tacca—. Porque Carpanesi es un cobarde. A él este asunto de las elecciones se lo han endosado, porque él estaba bien en el Ayuntamiento. Ocurrió lo de que Fioramonti se escapó con los calzoncillos llenos de dinero y él se encontró allí. El hombre justo en el momento justo.
—Pilade tiene razón —entró Aldo—. Tonto como un cangrejo, quizá, pero buena persona. O mejor, conocido como buena persona. En un momento como este, en política cuenta más la honestidad y la competencia. No es como en los viejos tiempos del pentapartido, donde te sisaban incluso en el ataúd, pero mientras roba tú que robo yo, era gente que sabía hacer política. ¿Te imaginas que se llegara a saber que engaña a su mujer? No se votaría ni a sí mismo, pobrecillo.
—Puede ser —dijo Tiziana—. Pero en este punto tenéis que explicarme por qué tendría que haber salido a la luz. Porque Corucci tendría que haberlo jodido a él y joderse a sí misma, dado que están en el mismo partido y ella es su agente de prensa. No me parece demasiado lógico.
Se hizo el silencio. Efectivamente, Tiziana tenía razón. Mira con las mujeres, este año también parecía que hubiésemos encontrado un bonito homicidio para pasar el rato y vienen ellas a estropearlo todo.
—Bah, si matas a alguien que sabe algo de ti en general es porque te chantajea… —probó Rimediotti, poco convencido.
—Exacto —comentó Del Tacca—. Como si Bruno Vespa fuera a decirle a Taison que le pega. Piensa en la pasta que debe de tener Marina Corucci. Es la viuda de Fabbricotti, no lo olvides. Su marido construyó media Pineta. ¿Te imaginas el dinero que le dejó?
—Bah, no lo sé —respondió Ampelio—. Yo solo sé que va por ahí con un coche más viejo que yo. Es más, iba. Cuando se recupere, tendrá que comprarse uno nuevo.
—Pero eso es típico de los ricos —dijo Aldo—. A ella los coches le importaban un pimiento. —Aldo dio un sorbo a su café de achicoria, luego continuó con una pizca de rencor—: Sin embargo, a cenar al Boccaccio venía poco; no soy lo bastante chic para ella. Principalmente iba a esta pocilga reformada de Sandroni.
Para entender cómo en la dulzura del habla de Aldo se había insinuado la acidez de las groserías, es preciso abrir un paréntesis sobre Davide Sandroni y su local, El cerdo distinguido, que rehuía el vulgar apelativo de restaurante para identificarse con un más al lado «bistronomías para el milenio que viene». Este sitio, antaño fonda de gestión familiar, había sido comprado por el susodicho Sandroni y transformado en un templo de la llamada cocina molecular. En efecto, la misión de esta sofisticada taberna no era saciar el hambre o satisfacer, sino asombrar y sorprender al cliente de principio a fin.
En primer lugar, con los platos que salían de sus laboratorios (prohibido llamarlas cocinas, es de mal gusto): helados de nitrógeno líquido como entrante, primeros deconstruidos, segundos de consistencias sospechosas como la espuma de pan sobre tostada de pato y otras delicias similares. Al término de la cena, el «tenebrarium»: el postre se sirve a oscuras de modo que el sentido de la vista queda anulado y solo el Gusto domine las sensaciones del estúpido pero acomodado cliente. Para acabar, la última sorpresa para el cliente procedía de la cuenta: se contaba de una pareja que, tras haber festejado su aniversario tragando espumitas, había visto cómo le entregaban una hoja con una cifra tan absurda que los dos infelices habían llamado el camarero señalándole que la mesa de ocho era la de la esquina opuesta. Para alguien como Aldo, que consideraba la comida algo sagrado, aunque siempre una cosa que se come, el aura de misticismo que rodeaba a El cerdo distinguido era fuente de sincero dolor.
—Por lo tanto —concluyó nuestro amigo de manera tajante—, la niña tenía pasta, y mucha. Carpanesi no es pobre, pero que Corucci lo chantajease me parece, en efecto, poco creíble. ¿Quién tiene ganas de jugar una partidita?
—Venga, vamos a echar una partidita —dijo Ampelio con el tono del niño al que le acaban de decir que se ha terminado el helado—. Pero no estoy tan convencido. Ahora hablamos de ello.
—Ahora jugamos —cortó Del Tacca— y después hablamos. Aunque, en mi opinión, esta vez Fusco tiene razón. Sin motivo no se hace nada. Massimo, ¿me traes un Campari?
Massimo no respondió. Mientras los vejetes hablaban, Massimo se había quedado embelesado frente a la heladora, mirando sin ver la pala que hacía girar una y otra vez la crema de avellanas, en un inconsciente intento de extrañamiento del lugar en que se encontraba mediante la meditación trascendental y la identificación del propio Ego con el helado en fase de elaboración.
—Massimo —repitió Del Tacca—, ¿me has oído?
—Despierta, chaval —berreó Ampelio.
—Decidme —dijo Massimo, despabilándose de la posición de la crema.
—Un Campari para Pilade y…
—… un amargo para ti.
—Bravo, chaval, ¿ves qué sucede cuando te esfuerzas?
—Vete para allá, abuelo, por favor. Ahora Tiziana os lo llevará todo.
Ampelio y los demás se encaminaron hacia la sala de billar. Tiziana se quedó callada un instante y luego preguntó con aire despreocupado:
—¿Por qué ahora Tiziana se lo llevara todo?
—Porque ahora Massimo va a comprar tabaco y disfruta de un poco de silencio fuera de aquí.
—¿Bwana aún muy enfadado?
Massimo sacudió la cabeza de manera distraída.
—No, tranquila.
—Menos mal. Tengo que pedirte un favor.
—Eso me suena.
—Yo te he hecho un favor.
—Ah, sí. Debo decir que el hecho de que hayas vuelto a la camisa anudada ha sido muy apreciado. La próxima vez agradecería que la camisa también estuviera mojada. Aparte de que la clientela aumentaría sensiblemente, quizás consigas que le dé un infarto mi abuelo y al menos me quito a uno de en medio.
—Hablo en serio, Massimo.
Tiziana se acercó a Massimo y se puso hablar en voz baja:
—¿Verdad que te acuerdas de que antes de trabajar contigo trabajaba con mi tía?
Massimo asintió. Lo ponía en su currículo. Seis meses de contrato de formación inmediatamente después de la diplomatura en contabilidad.
—Mi tía es la secretaria del notario Aloisi y hace varios años hizo que me contrataran en el despacho del notario para llevar la contabilidad.
De eso no se acordaba.
—No es que fuera un trabajo emocionante, aunque tampoco demasiado laborioso. Entre las diversas tareas que correspondían a la secretaria y a la contable estaba la de hacer de testigo las raras veces que las partes lo solicitaban. A mí me habrá tocado dos o tres veces, pero una de ellas la recuerdo especialmente.
Y Tiziana empezó a contarle.
El despacho del notario era magnífico. En el centro había una mesa frailera de nogal tallado apoyada sobre una alfombra Shirvan que cubría casi todo el suelo de la estancia. Esto, reconoció Tiziana tras ver la mirada bovina de Massimo, no resultaba esencial para los fines del relato. En el despacho del notario, además de la secretaria, había un hombretón con la piel bronceada que mantenía la cabeza doblada de lado, como si pesase. Cuando Tiziana entró, se levantó con cierto esfuerzo y le tendió una mano enorme, de dedos gruesos como salchichas, casi desprovistos de uñas, refunfuñando algo con la boca pequeña. Manos de trabajador que contrastaban con las ropas de ricachón: chaqueta de lino, camisa de sastrería napolitana y en la muñeca un reloj Reverso de cinco cifras, excluidos los céntimos. El hombre se volvió a sentar, de nuevo con notable dificultad, y el notario dijo:
—Bien. Ya están los testigos y el documento está preparado. El señor Fabbricotti desea hacer una donación y me han cargado que obedezca sus disposiciones. En concreto, me ha solicitado que redacte las actas necesarias para que no surja ningún tipo de duda respecto de sus intenciones.
Tiziana se había mantenido callada, según las precisas indicaciones de su tía («No hables si no es estrictamente necesario, porque el notario le gusta el silencio»), mientras el señor Fabbricotti asentía con la cabeza de una manera amplia y tan descoordinada como para que se debiera a una enfermedad neurológica bastante grave.
El notario distribuyó el documento, una copia para cada uno —Fabbricotti, Tiziana y la secretaria—. Luego, tras ponerse las gafas, se había exhibido en la que es la única habilidad reconocida de los notarios, o sea, la lectura ultraveloz:
—«Hoy, con fecha 29 de abril de 2002 se ha presentado ante mí notario Stefano Aloisi Sirio Fabbricotti nacido en Forco el 12 de noviembre de 1952 el cual», respiración, «habiéndome designado a mí notario como su ejecutor testamentario me confía el papel de tutor financiero del beneficiario Giacomo Fabbricotti nacido en Pisa el 1 de marzo de 1995», respiración, «confiando al mismo tiempo la custodia de la cuota correspondiente para las disposiciones mismas que yo notario Aloisi me comprometo a custodiar hasta la mayoría de edad antes citado Giacomo Fabbricotti llegada la cual podrá disponer libremente del patrimonio». Respiración larga. «Me comprometo asimismo a no reconocer a la esposa del citado Sirio Fabbricotti Marina Corucci nacida en Pontremoli el 10 de agosto de 1970 ninguna parte de la suma antedicha quedando disueltos en relación a la citada Corucci los compromisos legales debidos en cuanto cónyuge según cuanto es reproducido en las disposiciones testamentarias recibidas por mí en depósito en la presente fecha».
Y continuó, entre flujos de palabras rapidísimas interrumpidas por respiraciones de duración variable. Al terminar la lectura del testamento, la voz del notario había vuelto a las 78 revoluciones de la lectura del acta oficial a las 33 de la voz normal de conversación para decir:
—Bien, ahora, si no hay problemas, solo falta firmar.
Firmaron: la secretaria, con eficiencia; Fabbricotti, con cierta dificultad; Tiziana, con su firma con las letras «Z» largas, a la antigua; y, por último, el notario con su firma ondeante de notario, perfeccionada por años de práctica.
Al salir del despacho del notario, Tiziana pensó que lo que había visto en un auténtico caso de cancelación del patrimonio, en plena tradición dieciochesca. De hecho, aquel hombretón acababa de excluir a su esposa de su sucesión, dejándole solo las migajas que obligaba a la ley, y destinando a su hijo todos sus bienes, delegando en el notario como tutor y responsable. Quién sabe por qué alguien puede llegar a hacer algo semejante. Parece de novela. «Bah —pensó Tiziana— qué importa. Total, mañana me habré olvidado de esto y ya no lo recordaré».
Por el contrario, dado que ese hombre se llamaba Fabbricotti y la desheredada, Marina Corucci, se había acordado del episodio. Porque si eran las mismas personas de las que se hablaba en el bar, y había pocas dudas, solo podía significar una cosa: que no estaba claro que Marina Corucci fuese tan rica. Y que la hipótesis del chantaje no podía descartarse.
—Ahora bien, ¿te imaginas si se lo hubiera contado a tu abuelo? Volvían a ver a Fusco a la carrera, y esta vez sí que los arrestaba y tiraba la llave.
Massimo se acunó un instante con la idea; luego tuvo que admitir que Tiziana había demostrado un notable sentido de la medida. Lo cual debía de haberle costado bastante, dado que tampoco ella desdeñaba el cotilleo.
—Eh, has hecho bien. No hay nada que objetar. Está bien, te debo un favor. Voy a comprar tabaco y vuelvo. Enseguida.
Massimo salió del bar y se dirigió a paso de camello hacia el estanco. Y mientras caminaba pensó que, al cabo de unos meses, echaría en falta a Tiziana.