Dos

Hay días que empiezan de la mejor manera posible.

Massimo había empezado su día abriendo los ojos ante el sonido del despertador, a las cinco y media de la mañana, mientras el resto de su cuerpo reclamaba otra media horita entre los brazos de Morfeo. Tras levantarse no se sabe cómo, se había dirigido a la cocina encontrando el modo a lo largo del trayecto de patear con el meñique indefenso del pie descalzo la arista de un mueble. Al llegar a la cocina en un improvisado ballet filosoviético (saltitos sobre un pie al ritmo de los juramentos), había descubierto que el café se había acabado y que la única cosa comestible que había en la nevera era un trozo de queso de oveja.

Por último, vestido como un mamarracho, había bajado a la calle, donde había descubierto que el automóvil aparcado en su sitio habitual, habría impedido de manera sustancial con su presencia el desarrollo de la PisaMarathon prevista para aquella mañana, cuyo trayecto pasaba por Vía San Martino. Por eso, el Ayuntamiento había estimado indispensable retirarlo, a fin de que algún corredor distraído no tropezara con él, sustituyéndolo por un adhesivo en el cual se le recordaba que podía pasar a recogerlo en el depósito de Vía Caduti, en Kindu (en el culo del mundo, obviamente, que así caminas un poco), previo pago de una simpática multa.

Hay días que empiezan de la mejor manera posible.

Ese no era uno de ellos.

Sentado al volante Massimo se dirigía a su amado bar intentando que se le pasara el cabreo bíblico por el que había sido invadido en el transcurso de la mañana. La chispa para dicho cabreo había sido, como antes se ha descrito, la desaparición del auto; el combustible había sido proporcionado por el paseo de cuatro kilómetros en dirección al aeropuerto durante el cual Massimo se había hecho acompañar de una larga secuela de improperios contra los organizadores del maratón, los maratonistas y todo el que corriera sin ser perseguido. Para echar leña al fuego, estaba el hecho de que aquella mañana llegaría tarde al bar, y esto tendría varias consecuencias.

En primer lugar, no podría abrir el bar y disfrutar de esa media horita del local vacío y silencioso que comenzaba a serle necesaria para afrontar la jornada.

En segundo lugar, se encontraría La Gazzetta ya leída por alguien. Ya no, pues, lisa e intensa, con la maravillosa consistencia que tiene el papel de periódico fresco de imprenta, sino abierta, ajada y arrugada por tres o cuatro pares de manos rugosas, que luego la dejarían en su sitio de cualquier manera; en particular, Aldo que era capaz de coger con la mano un periódico flamante y reposar sobre la mesa, después de varios minutos, un intento de papiroflexia interrumpido por un ataque epiléptico. Por otra parte, pobrecillos, son viejos. Si no lo han aprendido en setenta años, ¿cómo cojones puedes explicárselo?

Tras estacionar el coche en el paseo, Massimo se había dirigido hacia el bar. Y allí, inesperadamente, se había encontrado una estancia libre de vejetes, solo con Tiziana de pie detrás de la barra, inclinada sobre el fregadero, con el crucifijo colgando de la cadenita que oscilaba adelante y atrás como si intentase alcanzar el maravilloso calvario que le había tocado en suerte. Y Massimo no podía más que aprobarlo.

Porque Tiziana, aquella mañana, se había puesto una camisa corta, atada apenas con un nudo debajo del pecho; la misma que llevaba un año antes, cuando había llegado un turista solitario que había pedido un café sin apartar los ojos del periódico. Al servirle el café, Tiziana le había preguntado: «¿Un poco de leche?», y el otro, asomando la cabeza, se había quedado cinco segundos detenido y luego había murmurado: «Eh, bueno…», con la mirada perdida en aquellas tetas. Tiziana no se había puesto esa camisa durante un mes y Massimo había odiado con intensidad a aquel turista.

Pero, sobre todo, en una mesa estaba en la Gazzetta. Aún intacta. Rosada, lisa y con el mismo pliegue con el que había salido del kiosco.

Sin saludar, Massimo estiró un brazo y cogió el periódico con cautela para llevárselo detrás de la barra; luego, tras dejarlo aparte, se dirigió a la máquina del café.

—Buenos días también a ti, eh —dijo Tiziana con falsa seriedad.

—Ahora lo son, gracias —repuso Massimo mientras ponía el filtro en la máquina—. ¿Aún no se ha evadido nadie del hospicio?

—Cómo no —respondió Tiziana—. Están confabulando en el billar.

En fin, la Gazzetta intacta, los vejetes en un rincón y Tiziana con minifalda y camisa con nudo. El día tomaba una perspectiva muy distinta. Massimo alargó una mano hacia un cruasán y mientras lo aferraba, oyó que Ampelio salía de la sala de billar, seguido por los otros vejestorios y precedido, como era habitual, por su propia voz, que decía:

—Ven, ven, ahora se lo enseñamos también al niño y luego hablamos.

«Ya estamos. Se acabó la paz».

—¿Qué tienes que enseñar al niño? —preguntó Massimo con la boca llena, mientras masticaba.

«Si es una mancha en el billar, esta vez lo torturo, a cualquiera que sea. Le arranco los dientes de oro y los revendo para comprar un paño nuevo».

—Algo que hay en el periódico.

—Ah, eso me reconforta. ¿Qué hay en el periódico?

Ampelio hizo una seña con la cabeza y Rimediotti, lector oficial, despegó el Tirreno hacia la mitad con cuidado y extendió la página, dedicada al accidente de carretera del día anterior. Tras aclararse la voz con un buen carraspeo, comenzó:

—«Las esperanzas de Carpanesi. Por Giovanni Caroti. La voz rota, la mirada cargada de sincera conmoción. Con la misma conmoción Stefano Carpanesi, candidato al Senado por los demócratas de izquierda para las elecciones sustitutivas programadas para finales de mayo aluden a Marina Corucci, su compañera de partido y, sobre todo su amiga histórica, gravemente herida ayer en el espantoso accidente de carretera en la nacional Aurelia (en la tristemente famosa “curva de Procelli”) en el cual perdió la vida su hijo, Giacomo Fabbricotti. “Nos conocimos en 1996”, cuenta Carpanesi, “lo recuerdo perfectamente. Fuimos presentados por su hermano, el padre Adriano, que hacía poco se había trasladado al convento de Santa Luce. Inmediatamente después, comenzamos a hacer política juntos. Primero en la circunscripción, luego…”».

—Luego se sabe —lo interrumpió Del Tacca—. Llegaron al Ayuntamiento e hicieron más daño que el granizo. ¿Has oído?

—Sí. He oído. ¿Y?

—Y, el querido Carpanesi sostiene que conoció a Corucci en el noventa y seis.

—Sí. Eso también lo he oído. Y repito: ¿y?

—Y, es mentira. Explícaselo un poco, Aldo.

Aldo, con las manos en los bolsillos, se dirigió a Massimo, asintiendo.

—Es mentira, sí. ¿Recuerdas el reportaje de ayer por la tarde, donde mostraban a Carpanesi abrazado a Marina Corucci?

—Sí, más o menos.

—En cualquier caso, ¿recuerdas que reconocí el sitio donde estaban?

—Sí. Vagli di Sotto. Un nombre que es toda una declaración.

—Exactamente. Entonces ¿sabes por qué es famoso Vagli di Sotto?

—No. Y me importa un comino.

—Vagli di Sotto —prosiguió Aldo, con tono docto— es un pueblo de la Garfagnana, en el valle del río Edron, un afluente del Serchio. Cerca se encuentra un lago artificial. Al fondo del lago hay un pueblo sumergido, al que se llama la aldea antigua. Esta aldea está al fondo del lago y solo reemerge una vez cada diez años, cuando el lago artificial es vaciado. Y solo cuando la cuenca es vaciada es posible visitar la aldea antigua. ¿De acuerdo?

—Diría que sí. Si no, te ahogarías.

—Pues bueno —continuó Aldo—, en los últimos años la gestión del lago ha experimentado cambios y fue vaciado por última vez en 1994. En 2004 la cuenca no fue liberada, y tampoco en los años siguientes. ¿Ahora está claro?

—No.

Aldo suspiró.

—En el vídeo. Carpanesi y Corucci caminan por los senderos del pueblo sumergido. Pero dado que van sin escafandra, quiere decir que la última vez que tuvieron la posibilidad de hacer ese paseo debió ser en 1994. Ahora bien, si en 1994 iban por ahí abrazados, ¿por qué Carpanesi llama al periódico y declara que conoció a Corucci en el noventa y seis?

—¿Porque se equivocó?

Los vejetes miraron a Massimo con una expresión que significaba feliz de ti que aún te fías de la gente, se ve que eres joven. Massimo se acabó el cruasán, puso en marcha la máquina de café y, mientras vigilaba el líquido que llenaba la taza, comentó:

—De todos modos, no veo el punto. ¿Creéis que es importante?

—Es importante, sí —comentó Ampelio—. Esta mujer sufre un accidente de coche y al día siguiente él finge haberla conocido anteayer. ¡Hay algo turbio, te lo digo yo!

Tiziana miró a Massimo con una media sonrisa. Massimo, en cambio, detuvo el funcionamiento y se volvió hacia los vejetes. Los miró y dijo con seriedad:

—Ah, bueno, eso lo cambia todo. Si lo veis así, id a la comisaría y pedid realizar una declaración espontánea.

—Massimo, tal vez sería oportuno que… —trató de intervenir Tiziana.

—Es lo que deberíamos hacer —respondió Ampelio—. Total, si esperamos que a quien corresponde se percate solo, se necesitarán lustros. Es Pilade quien no quiere.

—No es que no quiera —repuso Pilade con descortesía—. Es que me parece una exageración. Decir mentiras no es un delito. Si eres político, además…

—Ya, Pilade, pero no lo hacemos para pasar el tiempo —dijo Gino—. Si ha sucedido algo malo, es nuestro deber, ¿no crees?

—Pero si, en cambio… —volvió a intentar Tiziana, con menos confianza.

—Estoy de acuerdo —aprobó Massimo—. Si estáis convencidos, es vuestro deber. Absolutamente. Cuanto antes vayáis, mejor.

Dicho y hecho. Una vez que Del Tacca se alineó con los rígidos cánones del deber civil, Ampelio y sus socios salieron uno tras otro del bar. Massimo los siguió con la mirada mientras se encaminaban a la comisaría, hablando y gesticulando entre sí. Dio un sorbo satisfecho al café, cogió la Gazzetta de debajo de la barra y se dirigió hacia una mesa. Al sentarse, se topó con la mirada severa de Tiziana.

—Qué cabrón eres.

—No. Soy un estratega. Es distinto.

Habían pasado cerca de dos horas y Massimo se encontraba en el billar, ocupado con la final del Campeonato Mundial de cinco bolos entre Viviani y Nocerino (ambos interpretados por el propio Massimo por comodidad), cuando fue interrumpido por Tiziana, que entró en la habitación haciéndole señas de que preguntaban por él al teléfono.

—Es para ti. De la comisaría.

«Oh, Cristo». Massimo se encaminó hacia el teléfono con el taco en la mano.

—¿Señor Viviani?

—Por ahora, sí —dijo Massimo posando el taco con delicadeza, aunque en realidad era el turno de Nocerino.

—Espere en línea, por favor.

—Buenos días, señor Viviani —saludó después de un instante la voz inconfundible del licenciado comisario Vinicio Fusco—. Oiga, acabo de hablar con su abuelo.

—Lo sé.

—Eso es, justamente. Su abuelo y sus otros dignos compadres han venido para hacer una declaración espontánea respecto del accidente de ayer por la tarde en la localidad de San Giuda. Básicamente me han advertido de que el señor Stefano Carpanesi habría mentido respecto de la fecha en la cual habría entablado amistad con la señora Corucci, que perdió ayer a su hijo en el mismo accidente y que por el momento está ingresada con pronóstico reservado.

—Sí, deje que…

—Sobre la base de estas suposiciones, centradas sobre todo en un pueblo fantasmal bajo el agua que reemerge cada diez años, su abuelo y los demás han asegurado que Carpanesi podría tener responsabilidad directa en el accidente. Además, según ellos, esto podría no ser en absoluto un accidente, sino una puesta en escena para enmascarar un intento de homicidio mediante la manipulación del automóvil de la señora. Incluso me han aconsejado que hiciera vigilar a la señora Corucci en el hospital, dado que, en su opinión, Carpanesi podría no soltar la presa.

«Oh, joder».

Silencio. Al no oír nada, Fusco prosiguió:

—También me han señalado que usted se ha declarado de acuerdo con sus conclusiones, y que incluso los habría alentado a venir a la comisaría, recordándoles que era su deber cívico.

—No, espere. Eso no es del todo exacto. Yo…

—Señor Viviani, su abuelo tiene ochenta años y no tiene un carajo que hacer en todo el día. De usted esperaría otro comportamiento. ¿Se da cuenta de que eso es difamación?

«Si no tienes nada que decir, calla».

Mientras Massimo se atenía a su regla áurea, también Fusco calló un instante, luego continuó:

—En esta ocasión he registrado su declaración espontánea limitada al hecho de que Carpanesi habría conocido a la señora Corucci antes del noventa y seis, y me he limitado a decirles que, en mi opinión, el asunto no tenía sentido. La próxima vez que suceda algo por el estilo, retengo en la comisaría a su abuelo y lo arresto por vagancia.

—¿De verdad lo haría?

Se oyó un momento de silencio, debido a que probablemente Fusco había dejado de respirar. Tras varios fatigosos segundos, Fusco prosiguió:

—Señor Viviani, permita que le aclare algo. Yo estoy aquí intentando trabajar. En la última semana nos ha tocado el incendio de un local nocturno, tres tirones, de los cuales uno con herido grave, y cuatro robos de coches. Todo esto lo tengo que gestionar con un personal de dos efectivos y un automóvil que está allí para aparentar, porque con el dinero que tenemos no podemos ni echarle gasolina. Lo último que necesito es encontrarme dando por culo a un rebaño de jubilados morbosos.

«Cómo te entiendo».

Después de un momento, Fusco continuó en tono levemente menos duro:

—Al menos usted, por favor, compórtese como una persona sensata. En cuanto regrese su abuelo, explíquele que no se puede tener un homicidio todos los años para ayudarle a pasar el tiempo. Y no se ponga usted también a echar leña al fuego, por favor. ¿Está claro?

—Por supuesto. No se preocupe.

—Pero mira en qué pueblo de mierda tenía que hacerme viejo… —fue el inicio de Ampelio en cuanto los cuatro bebedores de amargo Averna entraron en el bar.

Massimo, como de costumbre, eligió la vía diplomática

—Abuelo, me acaba de telefonear Fusco. ¿Te has vuelto gilipollas?

—¿Yo? ¡Él es el gilipollas! ¡Y no es que se haya vuelto, siempre ha sido un capullo! Vamos a contarle que hay algo turbio y él responde que no tiene importancia. ¿Qué es lo que ha dicho?

—«En mi opinión, esta circunstancia no evidencia ninguna hipótesis de delito» —respondió Aldo—. Muy claro, diría yo.

—Esta es la desgracia de Italia —se hizo eco Rimediotti—. Uno cumple con su deber y, en vez de darte las gracias, por poco te arrestan, como si el delincuente fueras tú. Siempre lo mismo: el Estado nunca está cuando lo necesitas.

Hete aquí. El Estado no cumple con su deber. El Estado no acude a la llamada.

En resumen: ¿dónde está el Estado?

Eso es lo que se pregunta el italiano medio, con una mezcla de amargura y falsa incredulidad, cuando algo no funciona de la manera correcta. Sí, el italiano medio: el que ha evadido impuestos durante décadas, ha sonreído benignamente al fontanero como diciendo: «somos hombres de mundo» cuando este último le pregunta: «¿Con IVA o sin IVA?», y ha recibido un trasplante de riñón en el hospital sin soltar un céntimo (operación por la cual, en una clínica privada, la cifra solicitada lo habría obligado a vender el riñón o alquilar otras partes del cuerpo, nada de trasplante). Años y años de duro trabajo en Correos, miles de cartas perdidas y de paquetes extraviados, en pocas palabras una vida, al servicio del Estado y cuando el Estado se acuerda de ti es solo para insultarte con una mísera astilla de la enorme facturación que tú has contribuido a aumentar con el sudor de tu frente y el aplastamiento de tu trasero.

Con mucha frecuencia, a Massimo estos razonamientos lo cabreaban, especialmente si procedían de Rimediotti, que era una especie de enciclopedia viva del proverbio. Por eso, ante el lugar común, reaccionó con un silogismo:

—El drama de Italia no es ese. El auténtico drama es que no nacen niños. Somos un país viejo. Y, en consecuencia, hay demasiados viejos por ahí. Si los de más de setenta años estuvieran en su casa y no hinchando las pelotas a la gente que trabaja, el país resurgiría.

—He aquí. Ha llegado Savonarola —intervino Ampelio—. ¡Escucha, cojones, si tú ahora eres libre de decir lo que te parezca, en vez de ir por ahí haciendo el paso de la oca, me lo debes a mí y aquellos más viejos que yo! ¡Si no hubieran estado los viejos, ahora este país estaría peor que Burundi!

—Cálmate, Ampelio —respondió Aldo en tono pacífico—, que si os hubiéramos dejado actuar a aquellos como tú, ahora estaríamos como Corea del Norte. De todos modos, si lo que te preocupa son los niños, aquí por lo menos estamos en el buen camino.

—¿En qué sentido?

—Que el matrimonio es el primer ladrillo para la construcción de la familia, y desde que el mundo es mundo, cuando una mujer se casa antes o después, piensa en tener hijos.

—Aldo —preguntó Massimo con seriedad—, ¿te has pegado con una bola de billar en la cabeza?

—Tiziana, ¿no le has contado nada a tu patrón?

Massimo miró a Tiziana, que se ruborizó.

Hay días en que empiezan mal. Este seguía peor.

Habían pasado unas dos horas. En la sala del fondo, los vejetes habían recuperado la posesión del billar y pasaban una tarde tranquila entre retrueques, golpes con efecto logrados a la perfección y lumbagos evitados de milagro. Detrás de la barra, Massimo ordenaba las tazas con precisión compulsiva, riguroso e irreprochable en su mejor pose de Perfecto Barman.

Al otro lado de la barra, Tiziana estaba concluyendo una amplia maniobra de acercamiento a Massimo que había comenzado lustrando las mesas de fuera y continuado desempolvando el resto del bar. Una vez frente a Massimo, le sonrió y le preguntó:

—¿Bwana aún cabreado?

—Sí.

—Massimo, escucha. Estaba a punto de decírtelo. Es que sabía que te enfadarías.

«Ni en sueños. Uno es dueño de casarse cuando quiera, tener todos los hijos que quiera y todo lo demás. Estamos en un país libre. Pero, joder, el bar es mío, no de los vejetes. Al menos, eso creo. También yo estoy empezando a tener ciertas dudas. De todos modos, me parece que tendría que ser el primero en saber ciertas cosas».

Dado que Massimo callaba, Tiziana volvió a la carga:

—Yo te había dicho que en septiembre quería dos semanas de permiso.

—Vale. Es innegable que no existe una correspondencia biunívoca entre el hecho de que alguien me pida dos semanas de permiso y el hecho de que la misma persona quiera casarse. Uno podría irse de vacaciones.

—Venga, Massimo. Deberías haberlo entendido. Uno no pide dos semanas para unas vacaciones. Se piden dos semanas para una boda.

«Debería haberlo entendido. ¿Y cómo te equivocas? Con las mujeres es siempre así. Te dan un microindicio y luego eres tú quien debe reconstruirlo todo».

—Primero, no confundamos los usos con la ley. Uno es libre de pedir dos semanas de vacaciones y luego quedarse catorce días encerrado en casa haciendo el castillo de naipes más alto del mundo. Segundo, sabes perfectamente por qué estoy enfadado, pero visto que no pareces recordarlo, repasémoslo.

—Massimo, venga…

—Siempre me has dicho que cuando te casaras dejarías de trabajar en el bar porque querías un trabajo con unos horarios más normales y acordes con los de la gente corriente, que come a la una, cena a las ocho y se va a la cama antes de las dos y media. ¿Es correcto?

—Sí. Pero no es…

—¿Has cambiado de idea sobre este aspecto?

—No. Pero…

—Entonces, me parece claro que el hecho de que tú te cases, que para todas tus amigas significa: «Marchino y Tiziana se casan, qué bonito, qué bonito, qué bonito» y para tus padres significa: «Tiziana se va de casa, parece que fue ayer cuando la llevaba a la guardería y hoy se casa, joder cómo pasa el tiempo», para Massimo significa: «La única camarera decente que he conseguido encontrar en 10 años se va dentro de tres meses y tendré que sustituirla por un chiquillo braquicéfalo con el que harán falta tres semanas solo para enseñarle a no sacarse los mocos durante el trabajo». Dime si no debería estar enfadado. Aparte de todo, ¿cuándo lo decidiste?

—Hace un mes.

—¿Y tus queridos abueletes desde cuándo lo saben?

—Tres semanas.

—Vale, ¿ahora está claro porque estoy enfadado?

—Zí, bwana. Porque bwana demasiado susceptible. Tiziana ahora ir a casa y volver a las siete. Si alguien ensuciar de nuevo el billar, bwana coge el culo y lo limpia solito.