Uno

—«Enseguida volveremos a ocuparnos de este horrible crimen. Pero cambiemos de tema. Hoy es un día importante para el contingente italiano establecido en Kabul. Para entender por qué, vayamos un instante a Afganistán».

—Yo te mandaría con gusto a ti a Afganistán —dice Ampelio dirigiéndose al medio busto—. Y te mandaría vestido de mujer.

En el Bar Lume, la televisión no permanece encendida para llenar el vacío si nadie la tiene en cuenta: la gran pantalla plana de 40 pulgadas, que habitualmente hace de intermediaria entre la estupidez y el mundo, solo es encendida si transmite algo que valga la pena ver, y si ese programa encuentra la aprobación simultánea de Massimo y del Comité de los 80 (entendido como edad, no como número de componentes). En consecuencia, en el Bar Lume la televisión está encendida raras veces.

Las esporádicas ocasiones en que esto ocurre caen casi siempre dentro de dos grandes categorías: el deporte y las elecciones. «El deporte» aquí significa exclusivamente el fútbol y el ciclismo: todas las demás posibilidades son tildadas sin falta por el anciano cuarteto de présbites como «cosa de maricones», a excepción del rugby. En efecto, este juego es catalogado como «cosas de ingleses», lo cual por estas tierras indica algo a lo que los seres humanos no deberían rebajarse.

Pero también el ciclismo ha perdido últimamente gran parte de su antiguo atractivo; en parte por las continuas historias de dopaje que implican a campeones, gregarios y nulidades, pero sobre todo porque ya no está Pantani. En efecto, hay que considerar que Ampelio, desde que desapareció el postrer campeón, tan enorme como para poder adaptarse a su fantasía, se niega a ver clásicas y grandes carreras por etapas, y el ciclismo, si lo ves sin Ampelio, pierde la mitad de la diversión.

—«Nos trasladamos a Turín, donde una espinosa cuestión de herencias divide aún a la familia Agnelli. El reportaje».

—«Aún no han concluido las viejas vicisitudes de la herencia Agnelli. En efecto, a principios de verano el ejecutor convocó a las dos partes en conflicto para dilucidar cuál de ellas tenía derecho a ser…».

—«Para que dilucidase», maldita sea —exclama Aldo, superando con facilidad el volumen del televisor con su bonita voz de barítono—. De vez en cuando hará falta usar un subjuntivo.

—Sí, el subjuntivo… —apoya Rimediotti—. El subjuntivo no está de moda. Parece de viejos. Ahora, si hablas como el culo, da la impresión de que eres más joven.

—Ya veo, pero estos son periodistas. Se presume que son licenciados. Al menos, la primaria deberían haberla hecho.

—Qué tiempos, la primaria —se entrometió Ampelio—. Antes te enseñaban a leer y a escribir. Ahora te enseñan informática e inglés. No saben ni italiano y ten enseñan inglés. Pero por favor…

Por lo que se refiere a las elecciones, en cambio, todo vale: administrativas, políticas o europeas, cada vez que el pueblo es llamado a decidir por quien dejarse robar, todo el equipo oficioso del bar está allí, presente y unido.

En efecto, los jubilados siguen las suertes de la batalla política con pasión de igual intensidad, equitativamente divididos para representar a un partido por cabeza, como conviene a los italianos que comenzaron a seguir la política antes del llamado bipolarismo.

Por la derecha están Rimediotti, desconfiado y conservador por naturaleza, que siempre ha votado a los neofascistas incluso cuando se pusieron a renegar del Duce y de sus brillantes ideas, y Aldo, liberal y librepensador desde su nacimiento, que odia los totalitarismos, las imposiciones y a la gente convencida de tener razón que se lo pasa todo por alto, no obstante lo cual vota a Berlusconi; del lado izquierdo están Del Tacca, que consigue hacer convivir sin problemas al católico y al comunista dentro de su volumen corporal (que es aproximadamente el doble del de un elector de peso normal) y Ampelio, que, como viejo socialista desilusionado, vota a la izquierda blasfemando en contra de a quiénes tienen que votar, aunque luego de todos modos los vota y los discursos se los lleva el viento.

Pero hoy la cuestión es distinta.

—«En el transcurso del Ángelus, hoy Su Santidad el Papa ha recordado que la ciencia no debe superar los límites impuestos por la ética cristiana y ha recordado que no es posible albergar dudas sobre el hecho de que la vida humana empieza con la Concepción».

—Vaya, me preocupaba que aún no hubieran sacado al Papa —comenta Ampelio, apoyándose bien en el bastón—. Qué jeta. No es posible albergar dudas, dice ¿Y si yo albergo dudas?

—Ah, bueno —interviene Massimo—, es sencillo. Dado que el Papa es infalible, significa que no existes.

Dentro de dos semanas, en Pineta se celebran las elecciones extraordinarias para nombrar en el Parlamento al sustituto de Francesco Fioramonti, senador habitualmente elegido en las listas del centro-izquierda por la circunscripción de Pineta en la última vuelta y recientemente pasado a mejor vida. En sentido literal: tras percatarse de que su empresa de transportes había acumulado una deuda que era impensable sanear, el susodicho Fioramonti había volado hacia Santo Domingo. Por suerte, antes de hacerlo, al sujeto le había dado tiempo de aligerar las arcas de la empresa del líquido restante; poco para hacer frente a los acreedores, es verdad, pero más que suficiente para garantizarse una vejez tranquila a la sombra de las palmeras.

De ahí la necesidad de elegir a un nuevo senador y, a la vez, el problema de a qué formación votar. En efecto, por estas tierras hasta hace unos años el candidato de la izquierda moderada había ganado siempre con porcentajes a la búlgara, cualquiera que fuese el cargo que cubrir. Sin embargo, desde hace algún tiempo, las cosas están cambiando. Ojo, no es que los pinetanos se hayan vuelto conservadores en masa: simplemente, en general, a los pinetanos la política ya no les importa un pimiento. Es común pensar que el que resulta enviado a los escaños de Roma es básicamente un sinvergüenza, y el que no lo es en el momento de las elecciones le dará tiempo de convertirse en ello en cuanto se dé cuenta de lo aterciopelados y confortables que son esos asientos y lo fastidioso e incómodo que es el mundo real.

Por eso, en esta ocasión, la campaña electoral se desarrolla más sobre la cuestión moral que sobre la pertenencia política. En efecto, el colosal papelón desempeñado por el partido de Fioramonti es demasiado reciente para poder ser ignorado por los electores, que en realidad son capaces de olvidar cualquier marranada a condición de que se les dé suficiente tiempo. Por tanto, teniendo en cuenta los efectos del asunto Fioramonti, y para intentar contener (desde la izquierda) sus consecuencias o aprovecharse (desde las otras partes) de ellas, todas las formaciones de importancia han presentado a las elecciones candidatos declara fama y de honestidad tan notoria como acrisolada.

El centro-izquierda ha confiado en Stefano Carpanesi, orgulloso retoño de la escuela del partido, quien vio edulcorado, poco a poco el color de sus ideas políticas con el paso de los años y la constante decoloración del sol del porvenir. Según los amigos, un idealista: una persona que conservaba intactos los sueños de la juventud, a pesar de que la realidad maniobra en su contra. Según los enemigos, un capullo: tan capullo como para no ser capaz de ganarse la vida con un trabajo honesto y, por tanto, obligado a entregarse a la política. En cualquier caso, Carpanesi no tenía antecedentes penales y ni siquiera había sido investigado nunca, ni demandado: es decir, decente, no solo porque nunca hubiera cometido nada deshonesto, sino también porque nunca había sido rozado por la sombra de la sospecha.

El centro-derecha, en cambio, ha apostado por Pietro di Chiara, conocido y estimado pediatra universitario que se había ganado la fama de incorruptible años antes, cuando había tirado por tierra unas oposiciones a profesor asociado un poco más escandalosas de lo habitual al denunciar la fechoría al detalle y con pruebas en la mano, aunque estaba claro que Di Chiara no iba a ganar nada directamente con la denuncia, salvo un poco de alivio para su alma torturada por la ira. La patente de honesto, por tanto, le había sido atribuida en cuanto fustigador de deshonestos: método curioso y no siempre infalible, pero que en Italia habitualmente funciona bien.

El centro llamado cristiano, en cambio, se ha apoyado en el notario Stefano Aloisi: pálida figura de otros tiempos, abrigo verde oscuro en invierno y camisa de rayas en verano, competente y taciturno hasta lo inverosímil y, según todos, incorruptible, irreprochable y ajeno al compromiso. Una figura, justamente, de otros tiempos.

Por eso, hoy todo el personal del bar está a la espera del reportaje desde Pineta, que presentará a la nación a los candidatos más fuertes. Como ya es costumbre en los telediarios nacionales, la política no abre el informativo: primero está la guerra, luego la crónica sobre el Inter y, a continuación, el Papa. La política, luego. Este esquema es obviamente comentado por el Senado en términos que, por desgracia, no pueden ser reproducidos por entero: parecería vilipendio. Sin embargo, después de esta lista aparece finalmente el reloj láser de la Imperiale, símbolo desde hace años del litoral y, a la vez, la voz del periodista inicia el reportaje:

—«A una semana de la apertura de los colegios electorales, la situación del distrito 86, huérfano de su senador como consecuencia del asunto Fioramonti, está más en vilo que nunca. En efecto, según los últimos sondeos, el candidato del centro-izquierda Stefano Carpanesi sigue, de momento, en clara ventaja».

Por la pantalla corren las imágenes de Carpanesi que, entre un hombre y una muchacha a los que está abrazado, departe con ellos mientras pasea entre los escombros de un pueblecito derruido, inmerso en el fango: un tipo en la cuarentena, ligeramente calvo, con bigotito entrecano y gafas enormes, cuadradas, pasadas de moda desde hace varios lustros.

—«No obstante, de acuerdo con los últimos sondeos, las apuestas sobre Pietro di Chiara, candidato del centro-derecha, están creciendo a simple vista, también gracias a la complicidad de las recientes declaraciones de la profesora Angelica Carrus, esposa de Carpanesi y colega del profesor Di Chiara».

La escena ahora se desplaza, encuadrando una larga mesa en la que aparecen sentados, detrás de los respectivos micrófonos, Pietro di Chiara, un hombretón de aspecto jovial, casi calvo por completo, cuyo principal pasatiempo sea, con toda probabilidad, la experimentación de un nuevo y muy eficaz abono para las cejas, y Angelica Carrus, directora de la Unidad de Neurología en el complejo sanitario de Di Chiara, una mujer pequeñita de perfil compacto, ojos muy negros, dientes muy blancos y expresión rapaz.

—«La doctora Carrus declaró recientemente, haciendo referencia evidente al valor profesional de Di Chiara, que al litoral le convenía mantener a un excelente pediatra en vez de adquirir un mediocre senador. Sin embargo, tal apreciación podría haber tenido un efecto indirectamente positivo sobre la aceptación de Di Chiara, que en estos momentos recupera terreno en los sondeos con relación a su principal adversario. El tercer candidato, el notario Stefano Aloisi, no parece capaz de alcanzar el éxito, dado que los últimos sondeos le atribuyen menos del diez por ciento de las preferencias. En menos de una semana sabremos cuál de los dos candidatos sustituirá a Fioramonti en el Palacio Madama. Entre tanto, volvemos al estudio.

»Gracias a nuestro enviado. Y ahora, nuestra sección de enogastronomía».

—Sí, sí —dice Aldo apagando el televisor con autoridad—, pero falta también la sección de enogastronomía.

—De todos modos, no hay nada que hacer —dice Pilade, abriendo oficialmente el debate—. En esa familia, «cerebro» es femenino.

—Es verdad —se hace eco Rimediotti—. Carpanesi solo no sería bueno ni para encontrar agua en el mar. También se dice que esta historia de presentarlo a las elecciones la ha querido ella. Si no fuera por ella, a esta hora seguiría en el Ayuntamiento llevando los bolsos.

—Pero ¿de verdad es tan tonto ese pobre hombre? —se permite Tiziana, mientras pone en su sitio el mando a distancia que, de otro modo, Aldo, hombre de numerosas cualidades pero tendente a la distracción, con toda probabilidad se habría metido en el bolsillo para luego perderlo cómodamente una vez llegado a casa.

—Tonto no, diría yo —responde Aldo—. Es un simplón. Es uno de esos que dividen el mundo en buenos y malos. Los que están de su parte son buenos, están en lo correcto y dicen siempre la verdad. Los demás son malos, mienten hasta cuando roncan y solo tienen en cuenta sus propios intereses. Si tuviera dieciséis años, sería normal. Dado que tiene cincuenta…

Mientras Aldo ilustra las virtudes (es un decir) y los defectos de Carpanesi, Rimediotti se apodera del mando a distancia con su manita encorvada y enciende de nuevo la tele para ponerla en el informativo regional, del cual es atentísimo telespectador desde que la hija de su carnicero está a cargo de los reportajes de crónica negra del litoral. En efecto, el televisor se activa mostrando justamente la imagen de Valeria Fedeli, pelo rubio domesticado en una trenza apresurada, sudadera azul y micrófono en mano, delante de lo que hasta hace poco era probablemente un automóvil y ahora es un espantoso fractal de vidrio y metal.

—Es la hija de Fedeli —subraya Rimediotti, poniendo de relieve lo que considera la parte esencial del reportaje («Alguien que conozco trabaja en televisión»).

—La de ahí atrás, en cambio, es la curva de Procelli —responde Del Tacca, notando un aspecto más sustancial («Alguien que conozco podría haberse hecho daño, puesto que el accidente ha ocurrido a un kilómetro de aquí y aún no es época de veraneo»).

Mientras tanto, en la pantalla, la periodista resume los hechos para los espectadores hambrientos de desgracias:

—«El automóvil circulaba en dirección sur, hacia Livorno, cuando, en apariencia sin motivo, la conductora perdió el control, yendo a colisionar contra uno de los numerosos plataneros que bordean el paseo. No parece que el choque fuera particularmente violento pero, por desgracia, ninguno de los dos ocupantes —según parece, madre e hijo— llevaba puesto el cinturón de seguridad. Marina Corucci fue sacada de entre el amasijo de hierros inconsciente y su estado parece grave, aunque no crítico. Para el joven Giacomo Fabbricotti, desafortunadamente, ya no había nada que hacer».

—¿Marina Corucci? —pregunta Ampelio—. ¿Será la de la Pieve?

—Eh… ¿quién dices, la hermana del fraile? —pregunta Rimediotti.

—Sí, Marina, venga. La viuda de Fabbricotti —insiste Del Tacca, obedeciendo una de las innumerables leyes no escritas de las chácharas de bar: la que establece que, para que el interlocutor sea consciente de que se ha entendido perfectamente de qué persona se habla, es necesario que cada uno de los presentes proporcione una información inequívoca por cabeza respecto de la persona en cuestión. De este modo, además de aclarar unívocamente la identidad del despellejado, se confirma el conocimiento directo del sujeto y se gana, por tanto, el derecho a inscribirse en la inminente sesión de cotilleos.

—¡Qué pequeño es el mundo! —exclama Rimediotti—. Hablábamos de Carpanesi y aparece Marina Corucci.

—¿Por qué? —pregunta Tiziana. ¿Qué tiene que ver esa mujer con Carpanesi?

—Pues que son amigos de toda la vida —explica Aldo—. Compañeros de partido y de mil batallas. Siempre en primera fila en las manifestaciones, siempre de la mano en los corros. Ahora ella, además, es su asistente de prensa.

—¿Asistente de prensa?

—Sí —asiente Ampelio—. Un mentecato como él necesita que alguien le lea los diarios. Total, lo pagamos nosotros.

—Pero yo a esta tía no la tengo en mente. Ni siquiera sé qué cara tiene.

—Nunca la has visto ¿Te imaginas a Marina Corucci en el bar? —ríe Ampelio—. Sería como ver a Bin Laden de camarero.

—Es esa… —empieza Rimediotti, pero en seguida es hecho callar por Del Tacca.

—¿Te acuerdas de reportaje de antes en la televisión, donde mostraban a Carpanesi abrazado a una mujer mientras caminaban por ese sitio entre los escombros?

—Ese sitio sería Vagli di Sotto —estima necesario hacer notar Aldo, que, por otra parte, es el único del grupo que es sensible al Arte.

—Ese sitio entre los escombros —continúa Del Tacca, impertérrito—. Esa tía es Marina Corucci. Massimo, ¿vas a Pisa?

La pregunta de Pilade está justificada. En efecto, Massimo, al darse cuenta de que el resto del bar había comenzado a organizar la habitual cadena de chácharas de sobremesa, había abordado la maniobra de flanqueo para evitar permanecer atrapado dentro de la insulsa trama. Total, hasta las cuatro de la tarde en esta época es hora muerta. Por tanto, tras coger la chaqueta y las llaves del coche, había salido de detrás de la barra.

—No —responde Massimo tajantemente, evitando así el presunto favor que sobreentendía la pregunta de Pilade. Algo así como: «Ya que vas a Pisa, ¿me irías a pagar la factura del teléfono? Luego te lo devuelvo».

—Entonces ¿adónde vas? —pregunta Ampelio.

—A uno de los múltiples sitios sobre la faz de la Tierra que no coinciden con Pisa.

—No, porque si pasabas por San Piero podrías…

—Reformulo: voy a donde coño me parezca. Tendré cuidado de evitar todos los sitios en los que necesitaríais algún favor, además de las carreteras que llegan a ellos. Para los pedidos, Tiziana os pondrá todo lo que queráis, salvo el helado al abuelo. Buenos días.

En el coche, directo hacia la autopista y finalmente a solas con su cerebro, Massimo comenzó a desahogarse, como de costumbre, hablando solo:

—¿Adónde vas? ¿Pasas por aquí? ¿Vuelves enseguida? Es para no creérselo. Ya los tengo dando por culo veintiséis horas al día. Ahora molestan incluso con adónde voy. Total, es inútil que me lo esconda. Estoy casado con los vejetes. En la televisión se ve lo que ellos dicen. Hablar, solo hablan ellos. Si entra en el bar alguien que no les cae bien, te lo echan en dos segundos. Y de follar ni se habla. Es un matrimonio en toda regla. Maldito sea yo, el bar, el billar y el perro de mi madre.

En efecto, cuando montó el bar, después de su divorcio, Massimo había confiado en una evolución algo diferente. Se había imaginado jornadas de tranquila soledad, esporádicamente interrumpidas por algún rápido café, y veladas dichosas, con el bar lleno de amigos que tomaban el aperitivo y charlaban alegremente. Y él, Massimo, organizando y dirigiendo todo con puntillosidad y atención, antes de volver a casa y entregarse a un buen libro y al sueño de los justos, o acaso palpando a alguna turista escandinava que lo hubiera encontrado particularmente simpático y lo hubiera esperado hasta el horario de cierre, después de un rápido e inequívoco juego de miradas.

En cambio…

En cambio, después de un largo período de exaltación las cosas habían cambiado. Los amigos se habían casado o habían seguido casados, tenían hijos y ya no se dejaba ver por el bar. A la hora del aperitivo el bar estaba atestado principalmente por bronceados holgazanes a los que Massimo habría dirigido la palabra solo para leerles una condena a trabajos forzados. Y las finesas o danesas que entraban, de costumbre, se limitaban a pedir un vodka y a reír en grupo. Y Massimo que después del divorcio se había consolado diciéndose que entonces era libre de hacer lo que quisiera, volvía a casa y era libre de irse a la cama solo o de dormir en el sofá. El mismo sofá en el que pasaba los miércoles, día de cierre del bar, jugando a la Playstation. En resumen, Massimo estaba empezando a entender que estar solo es un palo y que el desierto puede ser la peor cárcel.

Massimo entró por la avenida y, automáticamente, como hacía menudo, se puso a leer en voz alta los carteles que veía pasar a lo largo del camino:

—Restaurante Emilio, Pieve di San Pietro. Siglo XII. Lo único de por aquí que tiene una media de edad más alta que mi bar. Asociaciones Cristianas de Trabajadores Italianos. Como si nada. Laura tqm siempre. Sí, sí. Ya me dirás. Jesús te ama. Ah, bueno. Estamos bien. Debe de estar convencido de que soy masoquista.

Y luego, naturalmente, estaba el bar. El Bar Lume. El bar de Massimo. En teoría. Desde que había puesto el billar, su involuntaria colección de vejetes volvía a casa prácticamente solo para comer y echar una cabezadita; la rara excepción era Aldo, el único que aún trabajaba, quien, de todos modos, últimamente casi pasaba más tiempo en el Bar Lume que en su restaurante. Lo cual tenía algo bueno: dado que los viejos habían ocupado el billar de manera constante, ahora por lo menos la gran mesa debajo del olmo (la única a la que llegaba la señal wifi) estaba siempre libre. Y, sin embargo, Massimo no conseguía disfrutar como hubiera querido del espectáculo de las veinteañeras en tanga que chateaban debajo del olmo a causa de la presencia continua de los cuatro tetraveinteañeros con pantalones hasta las axilas en la habitación de al lado. Menos mal que estaba Tiziana.

Massimo llegó a la rotonda del paseo D’Annunzio y empezó a dar vueltas a su alrededor, dudando de qué hacer.

—En cualquier caso, aquí hay que cambiar algo. Me estoy embruteciendo. A este paso un día llegaré yo también al bar con pantalones de tiro alto y me dirigiré directamente al billar, quejándome de la próstata. Necesito un cambio ¿Te has desahogado, Massimo? Sí, me parece que sí. Volvamos al bar, venga.