Cero

El billar es muy bonito.

Las patas son gruesas, están firmemente apoyadas en el suelo y dan sensación de inmovilidad, de algo que siempre ha estado allí, desde la noche de los tiempos o aún antes. A su alrededor, en las paredes, hay dos soportes que alinean una decena de tacos, todos iguales, lo cual significa que el billar es nuevo y que todavía no ha hecho falta comprar unos tacos en sustitución de los estropeados o robados. Sobre el billar se asoman tres lámparas de techo, verdes por tradición, en torno a las cuales se lee, como un símbolo mágico, la inscripción «Billares Mari».

Pero todo esto solo se nota cuando esas luces están apagadas. Por el contrario, cuando las luces son encendidas, todo cambia. Como decía, si alguien las enciende, un rectángulo de un verde hipnótico se materializa de improviso e ilumina la estancia con una luz propia. Ahora, más que descansar pesadamente sobre el suelo, el billar parece salir de él.

Sobre el rectángulo verde gravitan unas esferas relucientes que se mueven de manera sublime. Viajan directas, chocando entre ellas con sonidos tranquilizadores y rebotan contra las bandas como si las gobernaran unas leyes ideales, geométricas y perfectas, aisladas de la ruidosa y vibrante física del resto del mundo.

El billar solo puede comunicarse con el exterior a través de la mediación de ciertos entendidos de aire hierático, llamados jugadores, que se mueven con calma estudiada en torno al rectángulo. Estos sabios imparten al billar sus decisiones por medio de unos palos que emplean de un modo curioso, sacudiéndolos con fuerza por un lado mientras por el otro los manejan como una pluma. Potencia y precisión unidas en matrimonio. Al observador casual, que se detiene fascinado por la innatural perfección del juego, puede ocurrírsele que está asistiendo a algo sobrenatural.

Así, podría pensar él, se imaginaba quizás Platón las formas inmutables cuyas sombras vemos al fondo de una caverna.

Así, quizás, debe ser el mundo de las Ideas.

Parece que allí, al medio de la mesa, la realidad no pueda llegar, y que deba dejar sitio a la Perfección.

Lástima solo que uno de los sabios, de nombre Ampelio, a menudo se pone a jurar gravemente contra la Virgen; en ese punto, la atmósfera se resquebraja, la realidad se libera a patadas contra las canillas de la Perfección y desde la lejana poesía de Ática uno se vuelve a encontrar, de golpe, de nuevo en Pineta.

—Haz una carambola rusa.

—No, tranquilo, la veo.

—Te he dicho que hagas una carambola rusa.

—Y yo te digo que la veo.

—Pero qué coño quieres ver, qué coño…

—Si te callas un momento trato de tirar, gracias.

—Yo haría una carambola rusa.

—Ampelio, la última vez que te hice caso aún había rey. Además, hice mal. Déjame tirar.

—Tira, tira —farfulla Ampelio—. Pero luego te ruego que no te levantes y que te mantengas encorvado. Si hay que dejarse encular, al menos que sea rápido.

Aldo se inclina, mira la bola y hace correr el taco adelante y atrás de manera delicada. De la misma manera delicada, golpea la bola blanca, que se dirige directa hacia la bola amarilla. De manera aún más delicada, antes de golpear a la bola amarilla, la bola blanca roza un bolo blanco, que se inclina y se cae. De modo nada delicado, Ampelio le dice a Aldo que no entiende un carajo de nada. Aldo extiende los brazos, Rimediotti ríe y Pilade marca.

—Aldo, dos. Nosotros cincuenta y uno, ellos treinta y nueve. La partida es nuestra. Para mí, un amargo.

—Yo me tomo una gaseosa. Ampelio, ¿tú qué quieres?

—Cambiar de compañero.

—¿Y nada de beber?

—No, nada. ¿Sabes qué? Me vendría bien un helado…

Dicho y hecho. Aldo se quita el delantal verde que se pone para no ensuciarse los pantalones cuando se apoya en la mesa y repite los pedidos mecánicamente en voz baja, como haría en su restaurante. Claro que sí, el Boccaccio. Sí, precisamente ese donde se come de veras bien, con unos entrantes de una fantasía increíble. Exacto, ese en el que hay un cocinero enorme que, si por casualidad te aventuras a hacer una crítica sobre la comida con el tono de voz equivocado, diez segundos más tarde te encuentras junto a la mesa, mirándote como si estuviera a punto de hacerte comer el plato a hostias. Lástima que haya gente.

—Amargo, carajillo de anís, jugador nuevo. Se han acabado los jugadores, un helado. ¿De qué quieres el helado?

—Yogur y chocolate. En cucurucho, no en copa.

—En cucurucho, en cucurucho.

Desde la estancia del billar Aldo recorre un breve pasillo. Al fondo, el pasillo desemboca en la sala principal de un bar. Detrás de la barra del bar hay dos personas. La primera es una hermosa muchacha pelirroja, que, en cualquier caso, es lo segundo que uno nota. La segunda persona tiene unos treinta y cinco años, el pelo negro y rizado, un perfil de pirata sarraceno, con una nariz larga y aguileña, y un aire entre atento y cabreado. Si conocéis el bar, sabéis perfectamente que la muchacha se llama Tiziana y que lo primero que uno advierte en Tiziana son dos tetas maravillosas. Otra cosa que sabéis, si no sois nuevos en el lugar, es que el tipo con aire de pirata se llama Massimo, es el propietario del bar y por alguna extraña razón está convencido de que no siempre el cliente es capaz de pedir por su cuenta. En ese momento, Massimo está colocando en la barra de helados un cesto que contiene una nube lisa, suave y compacta de helado blanco recién salido de la heladora. El cesto no encaja bien y Massimo, que tiene muchas hermosas virtudes, pero en cuanto a habilidad manual es un lisiado, intenta aparcarlo dentro de su receptáculo moviéndolo adelante y atrás de manera sistemática. En realidad, se muere de ganas de ponerse a zarandearlo, pero se contiene.

Aldo comienza a hablar cuando aún no ha llegado a la barra, como hace en el restaurante cuando entra en la cocina tras haber tomado los pedidos.

—Massimo, ponme una gaseosa, un amargo y un carajillo de anís. Y ponme un cucurucho de yogur y chocolate, gracias.

—Gaseosa, amargo y carajillo de anís —responde Massimo en tono impersonal, sin levantar los ojos de la barra de los helados.

—Y un cucurucho de yogur y chocolate.

—Eso está por verse ¿Cuánto vais a seguir jugando?

—Bah, una o dos partidas.

—Una o dos partidas. Entonces nada de cucuruchos.

—Venga, no seas infantil, por favor. Si quieres entrar, dentro de media hora habremos terminado.

—No es para jugar yo. Es porque jugáis vosotros.

—Ah, bueno. Y, perdona, ¿qué tiene que ver?

—¿Quién manchó la mesa hace una semana al volcar encima una hormigonera de helado de avellana? —pregunta Massimo mientras sigue intentando convencer al cesto de que entre en el receptáculo, de modo cada vez más descortés.

—Ah, es por eso. Sí, fue Ampelio, está bien pero…

—¿Y quién limpió el tapete con mucho amor y mucha paciencia? —insiste Massimo que entre tanto ha empezado a zarandear el cesto.

—¿Massimo? —aventura Aldo ya enredado a su pesar en la mayéutica del barman.

—Exacto. Aprobado. Como premio, te debo una explicación. Dado que mi abuelo gesticula siempre como un agente de bolsa, incluso cuando come, hasta que no esté al menos a seis metros de la mesa no le pongo un cucurucho.

—¿Y entonces? ¿No se lo pones, ni siquiera en una tarrina?

Milagro. El cesto ha entrado en el receptáculo y Massimo lo mira con aire sospechoso, como diciendo: si querías, entrabas enseguida. Luego mira a Aldo.

—Nada. Ni cucurucho ni tarrina. Después, cuando hayáis terminado, le pongo incluso dos cucuruchos.

Aldo extiende los brazos mientras Tiziana, sin que la viesen ni oyesen, ha preparado todo lo demás sobre una bandeja que ofrece a Aldo por encima de la barra, asomándose. Aldo, que es un caballero y un hombre de mundo, le sonríe mirándola a los ojos, le da las gracias, recoge la bandeja y se va. Entre tanto, Massimo está acomodando el resto de cestos, que no son perfectamente paralelos entre sí, y el asunto lo fastidia. Tiziana deja de sonreír y lo mira con cara de pocos amigos.

—Eres malo.

—No soy objetivo. Si le doy un helado de chocolate en la mano a mi abuelo, en dos minutos me encuentro el billar del mismo color.

—Entonces, falso. El billar la otra vez lo limpie yo.

—Eso sí. ¿Quieres un euro de aumento o te conformas con la mención de honor como empleada del mes?

—Me basta con que me des dos semanas de permiso. En septiembre.

—En septiembre. Está bien. No hay problema

—Del 2 al 18.

—No hay problema. Obviamente, puedes recuperarlas con horas extraordinarias. Veamos: ante todo necesitaría lavar el coche. Luego en casa tengo bastante ropa para planchar. Cosas fáciles, no te preocupes, nada de camisas; estas se las mando a mi madre. Después…

—Massimo, venga…

—Sí, tranquila. Del 2 al 18 de septiembre. Escucha, dentro de media hora me voy un rato al billar. Si me necesitas, llámame.

—Vale. Gracias, eh.

Ahora Tiziana exhibe una sonrisa de oreja a oreja.

—De nada, imagínate. Total, en septiembre… —se interrumpe al ver llegar a Ampelio—, solo quedan los vejetes. Dime, abuelo.

—¿Hace falta que te lo diga? —gruñe Ampelio.

—No, quizá sea mejor que intente adivinar. ¿Mandas algo?

—¿Mandar? ¡Mi sargento mandaba! Se llamaba Capecchi, era de Reggio Emilia. Él mandaba y todos nosotros, a hacer lo que decía. Te jugabas el pellejo, nada de discursos. Cuando era joven, si uno mandaba, los demás obedecían. Ahora que soy viejo, ya no digo en el ejército, Virgen santa, pero ni siquiera en el bar puedo mandar. ¡Dime si te parece normal!

—En primer lugar, baja la voz. No soy la abuela Tilde y te oigo aunque no chilles como un muecín. En segundo lugar, hace una vida que me tocas los cojones con el pobre sargento Capecchi, así que dejémoslo descansar en paz, a él y a ellos. Tercero, el hecho de que no te sirva un helado depende solo de mi deseo de que el billar se mantenga limpio. Dado que, en términos de probabilidad, ponerte un helado en la mano y continuar con el billar limpio son experimentalmente dos acontecimientos encontrados, no te sirvo un helado. Dentro de media, hora cuando hayáis terminado, te doy todos los helados que quieras.

—¡Mmm! Todos los que quiera. No estaría mal —masculla Ampelio.

—Tienes razón —aprueba Massimo—. Digamos que te pongo uno.

—Sírveme un café, venga.

—¿Se lo tomará aquí? —pregunta Tiziana mientras toquetea la máquina expreso.

—No, me lo llevo al billar y lo vuelco. Al menos cuesta más barato que el helado.

La voz de Pilade del Tacca, que a su vez entra en el bar desde la sala de billar, se introduce con un conocido tono de fastidiosa autoridad.

—Como si pagases tú…

No hay nada que hacer: en el mundo hay personas a las que la naturaleza dota de talentos innegables, que se revelan de manera extremadamente precoz. En la doctísima biografía de Abert se cuenta que Mozart compuso su primer minueto a los cuatro años, cuando aún no llegaba al clavicémbalo. Del mismo modo, pálidas imágenes en blanco y negro muestran a Diego Armando Maradona a los ocho años jugando a la pelota con una seguridad que resultaría desconcertante incluso en un adulto. Asimismo, probablemente ya de niño y, por tanto mucho antes de convertirse en empleado municipal, Pilade del Tacca se encontraba en condiciones de resultar fastidioso e hinchapelotas más allá de los límites de lo tolerable; semejantes prestaciones no son alcanzables sin una predisposición natural. Obviamente, el buen Pilade irritaba y se divertía irritando al género humano sin que esto influyese en su humor, que era siempre sereno, límpido e imperturbable. El humor de quien no tiene pensamientos, ni nunca los ha tenido; el humor de quien mira a la vida como un plácido río que corre tranquilo, llevando consigo desayunos, comidas, cenas y tardes en el bar. El humor, en resumen, de quien nunca ha hecho un pimiento en toda su vida y se jacta de ello.

Ahora Massimo tenía sentimientos encontrados hacia este hombre: porque le había resuelto un problema, pero a la vez le había creado otro. En el fondo, aunque Massimo la había aprobado, la idea del billar había sido suya.

El terreno del bar de Massimo era muy grande. Massimo lo había comprado años antes cuando, gracias a un golpe de suerte único en su vida, había acertado trece en la quiniela y había decidido, poco después de haberse licenciado, que las matemáticas no eran su oficio y que abriría un bar. O mejor dicho, que se convertiría, como continuaba definiéndose y pensándose, en barman.

Una parte de ese solar, una amplia estancia oscura sin ventanas y con una sola abertura hacia el exterior, había quedado casi inutilizada al principio, Massimo la usaba como almacén de mercancías no perecederas, entre otras cosas porque, entre comprar la propiedad y decorarla, se había gastado una buena cantidad de dinero. Por eso había resuelto que la amueblaría solo cuando el bar estuviera encaminado.

Sin embargo, transcurrido un tiempo, el bar se había puesto en marcha. ¡Y cómo! Pasado el momento inicial en el que el estímulo para el pueblo de Pineta había sido la novedad, el Bar Lume se había convertido a pleno título en «el bar de Massimo».

En un primer instante, Massimo se había transformado en la principal atracción del bar por su poco notable propensión a conceder a los clientes el derecho de elegir. Puesto que, o evidentemente porque, a un cierto número de personas le gustaba este tipo de trato, o bien porque estaba de moda llevar a los amigos aquel sitio «donde el barman te manda a tomar por culo», el Bar Lume siempre contaba con una discreta afluencia.

Después de que Massimo contribuye era de manera decisiva, por decirlo de forma reduccionista, a identificar al culpable del crimen del pinar, el local había descollado, literalmente. Luego el verano había terminado, la gente se había olvidado y Massimo había tenido que dejar de dárselas de ratón Mickey y se había puesto otra vez en cuerpo y alma a hacer de camarero. Es decir, de barman.

Primer problema que afrontar: cómo amueblar la habitación del fondo. Massimo, a pesar del enorme bagaje cultural del que disponía, tanto científico como humanístico, no poseía ninguna sensibilidad estética y estaba sinceramente convencido de que cualquiera que sintiese un mínimo interés hacia el diseño y la arquitectura era medio tonto. En cualquier caso, reconocía que eso era un impedimento suyo y, por tanto, había decidido llamar a un decorador.

El Decorador Número Uno había sido un muchacho de unos veinticinco años, alto y tieso como una pértiga, que provenía de Riccione y que alardeaba en tono petulante pero fastidioso de tener contacto directo con personajes del mundo de la moda y el espectáculo a los que Massimo no conocía, o no le interesaba conocer. Frente a la recién nacida comisión examinadora (Massimo, único miembro oficial, Tiziana, cultivadora de la materia en cuanto mujer, y los cuatro carcamales, porque intenta sacártelos del medio), el decorador había sido dirigido a la instancia y había sido invitado a expresar un juicio.

El Experto había mirado a su alrededor con aire levemente molesto.

—¿Aquí?

—Aquí.

—Ah —suspiro—. Como espacio, es un poco limitado, por así decir. Pero no hay problema, lo aprovecharemos al máximo. Entonces ¿qué pensabas hacer? ¿Cuál sería el output de esta habitación?

—¿Cómo?

—¿Qué pretendes hacer? Pista de baile, por así decir, estancia de degustación de vinos, sala de exposiciones para hacer vernissages

—No, no —había intervenido Ampelio—, nosotros pensábamos más que nada en un circo. ¿Sabe?, esos con elefantes. El problema es que no sabemos dónde meter a los trapecistas.

—Abuelo, cállate, por favor. No, yo pensaba en una habitación sencilla dónde tomar algo, con la instalación del sistema de audio, la pantalla de alta definición para los partidos…

El fulano se había iluminado y había interrumpido a Massimo, sobresaltado.

—Entonces, ni me lo cuentes. Fabio lo ha entendido todo. Mira, hagamos lo siguiente: un buen sillón redondo en mitad de la sala, ¿eh? Un buen sofá para sentarse, tengo uno fabuloso que es como un donut hueco. En medio, sobre el respaldo, lleva una mesita redonda para apoyar la copa. A todo lo largo de la pared, una repisa así de alta —dijo indicando con la mano una distancia de alrededor de un metro y medio del suelo—. Una decena de taburetes aquí y allá, la iluminación apropiada y de un cuartucho emerge una joya. ¿Qué te parece?

No sabría decirte, parecía ser la opinión de la mirada de Tiziana. Una mierda, exclamaban en Dolby Surround las caras de los viejos.

Ahora era Massimo que miraba al joven con aire molesto.

—No me he explicado bien. He dicho que querría una estancia donde tomar algo, no un harén. Querría poner los altavoces del sistema de sonido, o bien una pantalla de televisión. Para ver los partidos o cosas así.

—Entiendo, entiendo. Algo para ver los partidos todos juntos, una cervecita y luego un buen bingo en estéreo, ¿eh? Por otra parte, estamos en la provincia, ¿es correcto?

En la habitación se hizo el silencio. Luego, con su gracia habitual, habló Pilade.

—Escucha, Fabio, ¿me contestarías algo, por curiosidad?

—¡Estoy aquí para eso! Diga.

—Siendo así de estúpido, ¿cómo has conseguido llegar desde Riccione hasta aquí sin equivocarte de camino?

El Decorador Número Dos apareció pocos días después, enfundado en una camiseta hemostática con botones a un costado y un osado par de pantalones de tiro bajo que dejaban indefenso el elástico del calzoncillo en el que se leía «Dolce&Gabbana». En cuanto entró en la habitación, por invitación de Massimo, se quitó las gafas de sol y estudió el ambiente con ojos atentos bajo las cejas depiladas. Luego exhibió una amplia sonrisa.

—Bien, bien, bien. ¿Qué intenciones tenías aquí? Puedo tutearte, ¿verdad? —preguntó el Decorador Número Dos con tono de bailarina.

—Pues pensaba en una habitación tranquila donde tomar algo. Quizá una con instalación de audio y una pantalla grande para…

—¡Qué magnífica idea! Claro, claro. Entonces, sobre todo se necesita un poco de luz.

—¿Luz? —repitió Massimo.

—Claro, querido… Perdona, ¿cómo te llamas?

—Massimo —respondió el aludido mientras notaba que los viejos miraban al decorador y se daban codazos. Al otro lado de la habitación, la sonrisa de Tiziana se estaba transformando en un fatigoso intento de contener una carcajada.

—Qué bonito nombre. Fuerte. Como te decía, querido Massimo, aquí no hay ni siquiera una ventana. Bueno, si quieres que una habitación cobre vida, lo primero que se necesita es luz. Tenemos que vestir esta estancia de luz. ¿Estás de acuerdo?

—Claro —contestó Massimo mientras comenzaba a tener sudores fríos, mientras Gino y Ampelio se aventaban con abanicos imaginarios.

—Entonces, empecemos. Hace falta algo discreto, que deje reposar los ojos cansados del sol del día. Algo envolvente que abrace la habitación y destaque a los huéspedes como bajorrelieves, pensaba en eso. Aquí… —señaló el Decorador dándose la vuelta mientras Pilade y Aldo, que se encontraban a sus espaldas, se inmovilizaban, transformando los encantadores besitos que se estaban mandando con la punta de los dedos en inseguras señas—… aquí pondría unos focos en racimo.

—Ah… —gruñó Massimo mientras miraba con muy mala cara a la infame pareja.

—Aquí, en cambio —continuó, volviéndose hacia el norte—, una lámpara de pie sería ideal. Y para terminar, un globo en el techo. En la pared, ¿qué harías?

—Pondría a quien yo me sé —respondió Massimo, observando con impotencia a Aldo y Pilade que, después de mirarse lánguidamente, amagaban un improbable tango bajo la mirada de Tiziana, que ya estaba de color violeta por las carcajadas contenidas.

—¿Cómo, perdona? —preguntó el decorador, volviéndose, y viendo a Tiziana ya próxima al síncope—. ¿Va todo bien, cielo?

«Cielo» era demasiado. Tiziana miró al decorador y estalló en una carcajada de caballo, interrumpida por largos jadeos forzados.

El pobre decorador miró a Massimo. Luego miró a Aldo, que devolvió la mirada y levantó los brazos, diciendo:

—Qué quiere, estamos en la provincia. Somos de gustos sencillos.

—De gustos bastos, querrá decir. —Miró a Massimo de arriba abajo—. Perdonad el tiempo que os he hecho perder. No creo que sea oportuno deciros hasta la vista.

Y, revoloteando, salió como había entrado. Inmediatamente después salieron los viejos, de dos en dos, cogidos del brazo. Massimo los miró con odio reprimido.

El Decorador Número Tres duró diez minutos exactos, es decir, el tiempo necesario para entrar, presentarse, examinar la habitación y proponer paredes de color frambuesa. Después de lo cual, una vez solos en la habitación, Massimo había mirado los muros con desaliento. Era superior a sus fuerzas. Sin parar de deambular a su alrededor, preguntándose si sería conveniente llamar a otro decorador o bien usar la habitación como almacén, Pilade se había puesto a medir las paredes a grandes pasos. Grandes relativamente, porque Pilade medía un metro sesenta de altura por una anchura caso equivalente, y más que un hombre parecía un tomate con tirantes. Los demás viejos lo miraron asintiendo, y Rimediotti asintió:

—Sí, sí. Entraría bien, entraría perfectamente.

—¿Qué es lo que entraría? —preguntó Massimo con tono distraído.

—Entraría un billar, de esos de verdad, para jugar a la italiana, no esas porquerías con agujeros de los americanos. Un buen billar, como digo yo.

Silencio. Y estupor. Joder, qué idea. Maravilloso. Ma-ra-vi-llo-so. Un buen objeto, con estilo. Si fuera preciso, una tabla encima y tienes un plano de apoyo.

El resto de la habitación, vacío, y la luz tiene que caer de un determinado modo, desde arriba. Basta de decoradores soltando chorradas. Y el billar ahí, a mi disposición. Cuando el bar esté vacío, una partidita no me la quita nadie.

—Bravo, Pilade. Un billar. Gran idea.