George Sharman vivía en Great King Street, que es una calle residencial barata cerca de la estación de trenes de Oxford. La casa en la que vivía (junto con una fulana que iba todos los días a hacerle la comida y a hacer como que limpiaba) estaba un poco apartada de la hilera de viviendas, y ostentaba algo parecido a un jardín… como si se pudiera otorgar la dignidad de tal nombre a ese pedazo de terreno en que crecían dos arbustos secos de rododendro, una ingente cantidad de hierbajos, varias berzas dispersas y dos exuberantes aunque estériles manzanos. La casa era pequeña, construida en piedra gris, con un revestimiento blanco en la fachada; en el porche de madera, pintura verde desconchada y abombada. Se llamaba «The Haven». La fulana, después de haber estado todo el día ocupada esencialmente en beber sin descanso y en leer una novelucha barata tirada en el sofá del salón, regresó a su propia casa a las ocho en punto. Así que cuando Fen, Wilkes, Sally y Hoskins se encontraron con Barnaby al final de la calle, el señor Sharman era presumiblemente el único inquilino de la vivienda.
Barnaby estaba dispuesto a poner en práctica un montón de imaginativas estrategias que se le habían ocurrido. Sujetaba entre las manos un enorme callejero y lo estudiaba cuidadosamente bajo una farola, aunque era evidente que no lograba descifrarlo del todo.
—Tengo a la tropa al completo, mi querido Anthony —le dijo a Hoskins—. Todos bastante violentos y agresivos, y hasta las trancas de alcohol. Puedes estar seguro: todas las vías de escape están vigiladas por algún blue enloquecido en mayor o menor medida.
—Desde luego, siempre existe la posibilidad de que ya se haya marchado —dijo Fen—. Pero no puedo correr riesgos. Wilkes, ¿me hará usted el favor de quedarse en la retaguardia con Sally? —Wilkes, blandiendo su paraguas, asintió, y a Fen le cogió tan de sorpresa aquella inmediata aquiescencia que se olvidó por un momento de lo que iba a decir. Entonces, recobrándose de nuevo, añadió—: Señor Barnaby, ¿tiene usted a alguien apostado en la puerta de atrás?
—Oh, por supuesto…
—Bien. Señor Hoskins, quédese aquí y ayude al señor Barnaby. Richard, la puerta principal es cosa tuya. Yo entraré y hablaré con el caballero, si es que sigue ahí.
—Esto va a ser como el Somme[61] —murmuró Barnaby—. O como La antesala de la batalla, de Burne-Jones[62].
Todos ellos corrieron, sintiéndose un poco estúpidos, a ocupar sus puestos. Había empezado a llover de nuevo, y los haces de luz de las farolas callejeras cobraban intensidad y precisión sobre la calzada negra, totalmente empapada. No había ni un alma por los alrededores. El alboroto apagado de una disputa en algún lugar impreciso y alejado sugería que los estudiantes reclutados por Barnaby no estaban muy satisfechos con algunos detalles concretos del plan de campaña. Cadogan permaneció junto al poste de telégrafos, y pegó la oreja a él, escuchando el cántico intermitente de los telegramas. Analizando sus sentimientos, descubrió que sentía no tanto emoción como curiosidad. Después de todo, tenían la razón de su parte.
Fen avanzó briosamente por el corto sendero asfaltado que conducía a la puerta de la casa. Al ver un cartel que le exigía llamar con los nudillos y luego al timbre, hizo ambas cosas: llamar con los nudillos y pulsar el timbre. Esperó; volvió a llamar con los nudillos; volvió a presionar el timbre. Al final, como no recibió respuesta, siguió avanzando: rodeó un lateral de la casa, donde sospechaba que podría encontrar una ventana por la que introducirse subrepticiamente como un ladrón, y se perdió de vista. La lluvia empezó a caer con más fuerza, y Cadogan se subió el cuello de la chaqueta. Se podía oír a Barnaby endilgándole un discurso a Hoskins sobre un asunto que no guardaba ninguna relación con el negocio que les había llevado allí. Transcurrieron dos o tres minutos sin que nada aconteciera. Y entonces, de repente, se oyó el eco de un disparo en la casa… una violenta detonación acompañada de un fogonazo en una de las habitaciones que estaban a oscuras. Inmediatamente se escuchó la voz de Fen, gritando, pero no se distinguieron sus palabras, y Cadogan, con los músculos tensos y el corazón latiendo desbocado, no supo hacia dónde ir o qué hacer. Al final se apresuró dando tumbos por el césped embarrado en dirección al lugar por donde Fen había desaparecido; aquello dejó la puerta principal desguarnecida, aunque pensó que, por lo menos, había vigilantes a ambos lados de la calle. Al rodear la esquina de la casa, Cadogan se percató de que una oscura figura se escapaba entre los arbustos del otro lado, y dio el grito de alarma. Casi inmediatamente Fen saltó por una ventana cercana, maldiciendo en distintas lenguas, y le indicó con la mano que volviera a su puesto.
—¡Ha escapado! —anunció, aunque resultaba bastante obvio—. Y lleva una pistola. ¡Por el otro lado!
Corrieron para rodear la casa, resbalando y tropezando en la oscuridad. Alguien abrió una ventana en la casa de al lado y dijo:
—¿Se puede saber qué demonios hacen ustedes?
Pero no le hicieron caso. Y para cuando el hombre quiso ponerse un sombrero y una chaqueta y salir a la calle, todo el mundo se había ido ya.
En los años que siguieron, Cadogan sería incapaz de explicar coherentemente los detalles exactos del fiasco que tuvo lugar a continuación. Habrá que recordar que el ejército de Barnaby no estaba del todo sobrio y que en la oscuridad no suele ser fácil distinguir a un amigo de un enemigo: el resultado fue que una horda de estudiantes borrachos se abalanzaron sobre el pobre Barnaby hasta que los distintivos lamentos de este último revelaron el error. Todo el mundo, bajo la errónea impresión de que su presa estaba a la vista, abandonó su puesto en el momento crucial y se unió a una batida infructuosa y caótica. No tardó en descubrirse que Sharman se había escabullido a través de un hueco practicado en la verja de la parte trasera del jardín, y se había encaminado hacia el callejón que estaba al otro lado; Fen, furioso en grado extremo, envió a dos estudiantes a la casa, por si se habían vuelto a equivocar; despachó a Barnaby (ahora quejicoso y cubierto de moratones) y al resto en dirección a la estación de ferrocarril, mientras que él mismo, con Cadogan, Hoskins, Sally y Wilkes, partía en dirección a la única ruta de escape posible: la carretera que conduce al barrio de Botley.
—Quería que nos dispersáramos… —dijo Fen—, y por Dios que lo ha conseguido. No deposites tu confianza en príncipes, etcétera[63]. Abrid bien los ojos, todos, y por el amor de Dios, recordad que va armado… —Y se sumió en una especie de turbio lamento; resultaba muy triste escucharlo.
—A menos que esté completamente loco, no habrá ido en dirección a la estación —aventuró Cadogan.
—Estoy de acuerdo —dijo Fen, un poco apaciguado—. Por eso he mandado a todos los demás allí. Están tan cocidos que no podrían acorralar ni a una tortuga en una madriguera… Sally, de verdad, creo que debería volver a casa.
—¿Yo? No se preocupe. De todos modos, el doctor Wilkes cuida de mí.
—¿Ves? —dijo Wilkes complacido.
—La vanidad de la senectud —dijo Fen—. Supongo que se da cuenta, Wilkes, de que debería terminar sus días en una sensata contemplación, y no andar por ahí de picos pardos protegiendo a jóvenes señoritas.
—Sabueso descortés… —dijo Wilkes, y aquello humilló tanto a Fen que durante un rato estuvo completamente callado.
Aquella calle, al contrario que Great King Street, era muy bulliciosa, y en distintos puntos tuvieron dificultades para abrirse camino entre tumultos y paraguas empapados. Los autobuses, muy iluminados, con los radiadores humeando bajo la lluvia, pasaban atiborrados de gente. Las alcantarillas borboteaban y acogían las riadas de agua. Un policía, embutido en su capa y con aire dictatorial, permanecía en el cruce, ordenando el tráfico. Pero del señor Sharman, ni rastro.
—Oh, maldita sea… —dijo Fen—. No vamos a encontrarlo nunca, ¿os dais cuenta? Puede haberse ido por cualquier parte. ¡Dios le pudra los sesos a ese Barnaby y a sus secuaces por haberlo estropeado todo!
Pero Sally decidió tomar las riendas del asunto. Se adentró en la calzada, esquivando por poco a un taxi en el camino, y se aproximó a un policía que ordenaba el tráfico.
—¡Hola, Bob! —dijo.
—Vaya, ¡hola, Sally! —contestó—. Dios bendito, vaya noche. No deberías hablar conmigo mientras estoy de servicio, ¿sabes?
—Estoy buscando a un hombre, Bob.
—¿Desde cuándo salís? —dijo Bob, guiñándole un ojo. Le hizo señas a un camión para que pasara.
—¡Oh, qué gracioso eres! —dijo Sally—. No, de verdad, Bob, esto va en serio. El tipo debe de haber pasado por aquí. Un tipo enclenque, enano, poca cosa, con dientes de conejo; muy abrigado.
—Ah, pues sí. Lo he visto pasar hace no más de un minuto. Estuvo a punto de quedar hecho puré, porque cruzó la calle con los semáforos en verde.
—¿Hacia dónde fue?
—Se metió en aquel cine —dijo Bob, meneando la cabeza en la dirección adecuada—. Aunque yo habría jurado que ese no es tu tipo…
Pero para entonces Sally ya estaba corriendo hacia sus compañeros, con las mejillas coloradas y victoriosa.
—¡Se ha metido en el Colossal! —les dijo.
—¡Bien hecho! —dijo Fen—. Es agradable saber que hay alguien en este grupo, aparte de mí, que tiene un poco de sesera. —Y miró con gesto malévolo a Wilkes—. Bien, andando.
El Colossal (que se encontraba a menos de cien yardas de donde estaban ellos) era uno de los cines más pequeños y con peor reputación que uno pudiera echarse a la cara. Desde el punto de vista mecánico, tenía un aire primitivo, y podría haber pasado por la primera e insegura tentativa del inventor del cinematógrafo. Las acomodadoras eran del tipo apático, y el portero un perro viejo y atontado cuya máxima especialidad consistía en organizar innecesarias colas de clientes incluso cuando había abundantes asientos libres. Se proyectaban películas muy viejas, propensas a todos los males clásicos del celuloide, desde incesantes chisporroteos a violentos desplazamientos de la cinta, pasando por ataques graves de paralysis agitans. Para remate, el operador, aparte de desempeñar su trabajo habitualmente bajo los efectos del alcohol, parecía escasamente dotado para el manejo de la procelosa maquinaria del proyector. El Colossal era uno de los lugares predilectos de ciertas parejas que disfrutaban ya de un estado avanzado de conocimiento carnal, y era frecuentado también por la facción más escandalosa del estudiantazgo, que lo visitaba por el puro disfrute de ver lo desastroso que era todo.
A las puertas del cine, Fen organizó a sus huestes.
—No hay ninguna necesidad de que entremos todos a la vez —dijo—. Alguien debe vigilar esta salida y la otra que hay a la vuelta de la esquina. Espero que Sharman no haya entrado y haya vuelto a salir ya, pero tenemos que correr el riesgo. Richard y Hoskins harán guardia fuera. ¿Algún problema?
Fen entró, acompañado por Sally y Wilkes, para comprar las entradas. El portero intentó que se pusieran haciendo cola, pero ellos lo empujaron a un lado. Afortunadamente, el Colossal no tenía gallinero, así que no había posibilidad de que buscaran en el lugar equivocado.
Una mujer rasgó sus entradas en dos y, habiendo llevado a cabo aquella sencilla pero destructiva acción, regresó a su habitual estado de apatía mientras Fen y sus acompañantes se abrían paso a través de las puertas batientes y se adentraban en la cálida y vibrante oscuridad. En aquel momento toda la pantalla estaba ocupada por la imagen de una puerta, que se abría lentamente para dejar entrever el cañón de un revólver. A esto le siguió inmediatamente el espectáculo de un hombre de pelo cano que escribía apoyado en una mesa. Violines invisibles tocaban un monótono acorde en tono mayor, tremolo, en un elevadísimo registro, mientras trombones con sordina gruñían por debajo de un modo enfermizo pero amenazante. Aquella música se fue elevando hasta un violento fortissimo y concluyó abruptamente con una explosión, que coincidió con el hombre del pelo cano derrumbándose hacia delante en el escritorio, y con la pluma cayendo de su mano inerte. («Muerto», dijo Fen con aire sepulcral). En aquel momento crítico, de todos modos, no pudieron seguir prestando atención a lo que iba a ocurrir a continuación, porque una acomodadora se aprestó a conducirles a sus asientos.
El cine no estaba muy lleno. Justo delante de ellos se había sentado un abigarrado grupo de estudiantes, pero el resto de la clientela había ocupado lo que quedaba del cine de un modo disperso. Cerca de ellos, una joven que estaba mostrando la sorprendente longitud de su muslo permanecía aferrada a los brazos de un joven, aparentemente insensible a los acontecimientos que estaban teniendo lugar en la pantalla para su solaz. En la siguiente fila alguien dormía a pierna suelta. Aunque no contaban más que con la iluminación de la pantalla y las pequeñas luces amarillas de los laterales, no fue muy difícil localizar al señor Sharman.
«Papá es un buen hombre», decían en aquel momento en la película. «¿Quién iba a querer matarlo?».
Fen se levantó y zigzagueó por el pasillo abajo. Una acomodadora, deseosa de prestar sus servicios, se aproximó y le indicó la dirección del servicio de caballeros. Él la ignoró y continuó espiando a Sharman.
«De acuerdo, chicos», decía la película. «Llévenlo a la morgue. Y ahora, señora Hargben, ¿conoce usted a alguien que tuviera motivos para odiar a su marido?».
Fen avanzaba lentamente por uno de los laterales del cine. Un hombre se levantó y dijo:
—¡Eh, siéntate, pasmarote!
—¡Que se siente! —dijo otro detrás del primero.
Fen ignoró a ambos y regresó con Sally y Wilkes.
—Tendré que intentarlo por el otro lado.
«Bien. Ahora iremos a ver a la señora Clancy», decían en la película. «Es un asunto sucio, jefe. No me gusta». Dos detectives desaparecieron de la pantalla y entonces la escena cambió y aparecieron el héroe y la heroína, besándose pegajosamente. Lo siguiente, sin pausa apenas, fue una escena bastante más movida. Un buen número de vaqueros cabalgaban a toda velocidad por una pradera, disparando como locos a una o varias personas que los precedían.
—¡Rollo equivocadoooo! —canturreó un estudiante con delectación—. ¡Osbert se ha vuelto a emborrachar otra vez!
En ese momento (quizá por empatía), la pantalla sufrió un ataque grave de delirium tremens, y al final se quedó completamente en negro, dejando el cine en una oscuridad casi total.
—Maldita sea… —dijo Fen.
Los estudiantes se estaban levantando todos a la vez, expresando su firme intención de meterle a Osbert la cabeza en un cubo de agua a ver si así se espabilaba. Algunos de ellos salieron corriendo en dirección a la parte de atrás, dispuestos a poner en práctica su amenaza. El encargado, un hombre bajito y gordinflón, embutido en un traje de noche, apareció en el escenario, delante de la pantalla, bañado por la luz de un cañón rojo, fatalmente escogido, que lo hacía parecer un vampiro recién engordado por la ingesta de una cantidad enorme de sangre, y rogó a la platea que tuviera paciencia, aunque sin mucha convicción.
—Es una incidencia técnica sin importancia… —dijo sin resuello—. Quedará solventada inmediatamente. Manténganse en sus asientos, damas y caballeros. Manténganse en sus asientos, por favor. —Pero nadie le prestaba la menor atención. Desde la cabina del operador llegó el rumor de una refriega, y gritos—. Manténganse en sus asientos… —repitió el encargado con vana desesperación.
Fen, Wilkes y Sally estaban los tres de pie.
—A este paso vamos a perderlo de vista con todo este lío… —dijo Fen—. Andando. Será mejor que salgamos fuera. Si nos vio entrar, seguro que intentará aprovechar la oportunidad para huir.
Se abrieron paso a empujones hacia la puerta. Mientras avanzaban, la película se sobreimpresionó repentinamente por encima del encargado, dándole una apariencia curiosamente espectral.
«Escucha, cariño», decían en la pantalla, «si te preguntan dónde estuviste la pasada noche, no digas nada. Es un montaje, ¿lo entiendes?».
Pero en el exterior, tras las puertas principales, no había nadie, salvo la chica de la taquilla, la larguirucha y melancólica figura de Hoskins y el portero, toqueteando sus galones a falta de mejor ocupación.
—¿Qué pasa? —preguntó Hoskins—. He oído un barullo espantoso… —Se sacudió la lluvia del pelo, pues ahora estaba diluviando.
—¿No ha salido por aquí?
—No.
En ese momento oyeron un ruido de carreras, y Cadogan, chorreando y desesperado, dobló corriendo a toda velocidad la esquina.
—¡Ha salido! —gritó—. ¡Se ha ido!
Fen rugió.
—¡Oh, por mis patas de conejo! —dijo—. ¿Y por qué no lo has detenido?
—Tenía una pistola —contestó Cadogan—. Y si te piensas que voy a enfrentarme a un tipo armado como si esto fuera una película de gánsteres, estás muy equivocado.
Fen gruñó de nuevo.
—¿Qué camino cogió?
—Bajó por este lado de la calle. Robó una bicicleta.
Sin perder un instante, Fen corrió hacia un Hillman azul que estaba aparcado junto al bordillo, se coló por la ventanilla, y accionó el contacto.
—¡Vamos! —les gritó, haciéndoles aspavientos—. La propriété, c’est le vol[64]. ¡Y maldita sea mi estampa si le pierdo otra vez la pista por elegir el vehículo equivocado!
De un modo u otro todos se embutieron dentro y el coche arrancó. El propietario, que en aquellos momentos estaba tomando una cerveza en un bar cercano, se mantuvo completamente ignorante durante un buen rato del hecho de que su coche había sido robado con fines persecutorios.
Se internaron en la estrecha calle que bordeaba el cine. Las ruedas de la derecha, deslizándose sobre una alcantarilla atascada, lanzaron una ola de agua contra un muro de ladrillos rojos empapelado con carteles. Los focos delanteros del vehículo iluminaban las gotas de lluvia que brillaban como agujas plateadas. Muy poco después, la calle se ensanchó y alcanzaron a ver a Sharman, pedaleando como un loco, y a cada poco girándose por encima del hombro para ver si lo seguían. Cuando el coche se acercó más, las luces captaron durante un instante el blanco de sus ojos y su hocico de roedor. Cuando llegaron a su altura, Fen gritó:
—¡Sharman, escuche…! ¡Si no se para, no tendré más remedio que tirarlo al suelo!
Mientras se lo decía, Sharman giró de repente y desapareció. Aquello parecía un truco de magia. Por un momento no se dieron cuenta de que lo que había hecho fue girar en un camino estrecho y embarrado que se abría a la izquierda. Fen frenó en seco y dio marcha atrás. Su manera de conducir era la de siempre, frenética a la par que desconcertante («Cinco millas zigzagueando con un laberíntico movimiento[65]» citó Cadogan ajustadamente), pero la entrada del camino era demasiado estrecha como para que pudieran adentrarse por ella. Así que se apearon, abandonaron el coche en la cuneta y corrieron, saltando sobre los charcos y empapándose hasta los huesos, hacia un débil resplandor de luz, un olor a petróleo, y un chirriante alboroto musical. Solo Sally se dio cuenta de que Sharman estaba en un callejón sin salida. Al final del callejón estaba la Feria de Botley.
Al pasar junto a un generador que humeaba bajo la lluvia torrencial descubrieron la bicicleta de Sharman, tirada en el suelo, junto a la entrada de la primera y enorme carpa de la feria. Fen dejó a Cadogan y a Hoskins vigilando en el exterior, y con Wilkes y Sally empujó la puerta de entrada. En un primer momento el resplandor de las luces y la música los deslumbró hasta el aturdimiento. Había poca gente. El mal tiempo no era bueno para el negocio. A la derecha vieron una caseta de tiro, en la que un joven con el pelo atiborrado de brillantina mostraba sus habilidades ante una chica; enfrente había uno de esos cubículos octogonales en los que unos cilindros llenos de peniques hacen que estos vayan cayendo de una plataforma a otra, pero allí tampoco había nadie; a mano izquierda, cabinas para dardos, bolos, una quiromántica… En el extremo más alejado, un enorme tiovivo empezaba a coger velocidad, con solo dos personas a bordo. Los coches de choque circulaban sin rumbo fijo, con los contactos crepitando en lo alto de las banderolas y lanzando destellos en la malla de alambre; tenían los altavoces a toda potencia, hiperamplificados, rugiendo con música de baile.
«¡Nenaaa!», gritaba una voz colosal. «¡Nunca digas qué penaaaa, qué penaaaa!». La maquinaria del tiovivo se puso en marcha y fue ganando velocidad, con la pesada y explosiva fuerza de un tren cruzando un túnel. Había un cartel: «No hay límite de velocidad para esta máquina». En algunos sitios de la carpa había goteras, y el barro seco y pisoteado empezaba a encharcarse. Un grupo de chicas muy jóvenes, con las piernas desnudas, blancas y escuálidas, con sus bonetes y sus abrigos baratos de lana, y sus labios escarlata, permanecían apáticas mirando los coches, o los premios —muñecos, jarras de cerveza con forma de caras, canarios, peces de colores, paquetes de cigarrillos—, apilados en una montaña, como esplendores celestiales de pacotilla en un paraíso proletario. La atmósfera era pegajosamente cálida, y olía a vapor y a petróleo y a lona. La bulla era incesante.
Como en una escena de una novela de Graham Green, mientras miraba a su alrededor, Cadogan pensó: «En algún sitio debe de haber alguien rezando un Ave María».
Pero ninguno de los otros tuvo tiempo para asimilar todos estos detalles, o de permitirse el lujo siquiera de recordar pasajes literarios. De pronto vieron cómo, desde detrás de una de las cabinas de dardos, Sharman se escabullía y salía huyendo: corrió hacia donde estaba clavada la lona, en un extremo, buscando con desesperación una salida. No había. Se giró con una especie de gruñido animal cuando Fen, apartando de un empujón a Sally fuera de la línea de tiro, se lanzó hacia él. Entonces, atenazado por el puro pánico, corrió hacia el tiovivo que giraba a toda velocidad en medio de la carpa y, sin atender a los gritos del vigilante, que estaba apoyado en uno de los postes, sobre la plataforma fija de madera que lo rodeaba, se agarró a uno de los vagones que pasaban volando a toda velocidad y, con una sacudida que debió de estar a punto de sacarle los brazos de las coyunturas, se subió en volandas al carrusel. Fen apenas dejó entrever un momento de duda, y lo siguió. En algún sitio se oyó el grito de una mujer, y el vigilante, ahora verdaderamente alarmado, intentó sujetarlo, pero fracasó. También Fen cayó, tropezó, luchó por abrirse camino en aquel furibundo carrusel, y se aferró con manos doloridas a una motocicleta de madera, con su asiento de felpa incorporado, mientras intentaba recobrar el equilibrio en su lucha contra la fuerza centrífuga y la velocidad. Sharman, a poca distancia de él, estaba firmemente agarrado y ya buscaba a tientas su pistola.
—¡Malditos locos! —le gritó el vigilante a Cadogan, que acababa de llegar con Hoskins para unirse a Sally y a Wilkes—. ¿Es que quieren matarse?
Las luces del carrusel se atenuaron repentinamente cuando la maquinaria alcanzó su velocidad máxima. Aislado en su soledad, el operario que manipulaba el mecanismo en el centro del carrusel lo observó con indiferencia, esperando que transcurrieran las escasas vueltas que quedaban para terminar la ronda. Al parecer, preferiría morir despedazado antes que claudicar y tener que ralentizar la marcha.
—¡Pare usted este trasto! —gritó ferozmente Cadogan—. El hombre que va ahí delante es un asesino. Va armado y es muy peligroso. ¡Deténgalo, por el amor de Dios!
El vigilante lo miró atónito.
—¿Pero qué dem…?
—¡Es la verdad y nada más que la verdad! —dijo Wilkes con repentina autoridad—. Sally, vaya usted y llame a la policía, y luego póngase en contacto con los que están en la estación de tren y dígales que vengan aquí.
Sally, muy pálida y sin poder articular palabra, asintió y salió corriendo. La gente ya estaba acercándose al carrusel, preguntándose cuál sería el problema.
—¡Rediós! —dijo el vigilante, convencido de repente. Y le gritó al hombre del centro—: ¡Eh, Bert, páralo! ¡Páralo! ¡Rápido!
La violenta ráfaga de aire y el metálico traqueteo del tiovivo se llevaron las palabras consigo. El hombre del centro sacudió la cabeza interrogativamente, y elevó los hombros. Sharman ya había sacado la pistola de su bolsillo. Apuntó y disparó. El hombre de los controles abrió estúpidamente la boca durante un fugaz instante, se derrumbó y no se le volvió a ver.
—¡Maldito cabrón! —dijo el ayudante con repentina violencia—. ¡Ese cabrón le ha disparado!
Los vigilantes de otras casetas estaban ya aproximándose. El carrusel, mientras tanto, iba ganando cada vez más velocidad: hacía retemblar toda la plataforma exterior con su tremenda y sorda reverberación. De un modo incongruente y absurdo, la música vociferaba: «¡Cariño, cariñoooo, palomita mía, le estoy contando mis penas a la lunaaaaa!». Los rostros adquirieron repentinamente un aspecto demacrado, aterrorizado. Otro de los pasajeros del tiovivo (había dos más) profirió un grito punzante de verdadero terror.
—¡Agáchese! —berreó el vigilante—. ¡Agáchese junto a la barra! Dios mío… —añadió en voz más baja—. Si alguno sale despedido mientras está zumbando a esta velocidad… no vivirá para contarlo.
La velocidad seguía aumentando. En aquella caverna en penumbra, figuras y rostros solo podían entreverse, arrebatados como si los zarandeara la mano de un gigante. En la carpa todo lo demás se había detenido, todos los puestos estaban vacíos. Las primeras filas de curiosos podían sentir en sus caras el viento furioso que el carrusel levantaba en su giro alocado.
—No podemos pararlo… —murmuró el vigilante—. Ahora no podemos pararlo. Hasta que no se acabe el combustible.
—¿Qué demonios quiere decir eso? —preguntó Cadogan, repentinamente horrorizado.
—El motor y todo está ahí, en el medio. No hay manera de llegar hasta allí. Si lo intenta usted, la velocidad le romperá el cuello.
—¿Cuánto tiempo va a estar así?
El vigilante se encogió de hombros.
—Media hora, puede que más —respondió con gesto abatido—. Eso si no acaba hundiendo toda la carpa antes.
—Oh, Dios… —dijo Cadogan, y sintió que se mareaba—. ¿No podemos coger uno de esos rifles y dispararle?
—Créame, con esos rifles intenta usted darle a algo y le da a cualquier cosa menos a lo que estaba apuntando.
El carrusel giraba cada vez más deprisa.
—¡Ya lo tengo! —exclamó Cadogan de repente—. Si serramos el zócalo, ¿no podemos llegar al centro por debajo?
El hombre lo miró atónito.
—Puede… —respondió—. Pero ahí hay un montón de máquinas, y dé por seguro que no podrá levantar la cabeza, ni siquiera aunque entre arrastrándose.
—Tenemos que intentarlo —dijo Cadogan—, aunque solo sea por esas otras dos personas. Están aterrorizadas y hay muchísimas posibilidades de que se suelten en cualquier momento.
El vigilante dudó solo un instante.
—Bien. Iré con usted… —dijo—. ¡Phil, alcánzame las herramientas!
¿Alguna vez, indiferente lector, ha intentado usted mantenerse en pie en un tiovivo que se mueve a velocidad de vértigo? Si sus pies están firmemente asentados, puede inclinarse hacia adelante en un ángulo de sesenta grados y, aun así, no perderá el equilibrio. Solo en ese momento, de hecho, es cuando se encontrará en perfecto equilibrio. Colóquese derecho y precisará de todas sus fuerzas para evitar que la inercia lo expulse hacia afuera, como una chincheta en un tocadiscos. Desde luego, un carrusel no es en ningún caso el lugar más adecuado para enfrentarse a un hombre desesperado, aunque es cierto que las desventajas afectan en igual medida a ambos contendientes.
Y hay aún otra cosa, y es que al cabo del tiempo los sentidos comienzan a verse afectados. Tras un rato dando vueltas, solo el feroz empuje hacia fuera que sufre el cuerpo nos indica que estamos dando vueltas. Todo lo demás, visión incluida, proporciona la ilusión de que uno está subiendo… subiendo una cuesta oscura y empinada, que parece más inclinada a medida que la velocidad aumenta. Al final uno cree que no existe ninguna fuerza centrífuga gravitacional y se descubre luchando contra ella. Es una curiosa sensación, esta precipitación hacia un túnel negro de viento con los rostros de los espectadores convertidos en un contorno borroso, permanentemente inclinados… Es muy divertido al principio, luego resulta agotador, y al final, cuando uno ya tiene los nervios destrozados, es absolutamente insoportable, una pesadilla de lucha y sufrimiento.
A Fen le dolían las manos desde el primer tirón, pero al principio la sensación no file muy punzante. Se le ocurrió —tardíamente— que aquella melodramática persecución final no tenía demasiado interés para él: algún impulso irracional le había obligado a subirse allí, igual que el deseo de escapar un poco más había conducido a Sharman a aquel refugio temporal y ridículo. Ya que estaba allí, debía hacer todo lo que pudiera. Recordó con una punzada de enojo que su pistola aún seguía sobre su escritorio, en sus dependencias, donde la había dejado. Y a continuación se consoló pensando que, aunque Sharman le disparara, era prácticamente imposible que acertara. Cuanto más cerca estuviera del centro, más libertad de movimientos tendría, pero acercarse al centro también constituía un objetivo dificilísimo. Teniendo en cuenta todas las opciones, decidió quedarse donde estaba; es más, decidió no hacer nada respecto a Sharman hasta que el carrusel se detuviera, a su debido tiempo.
Sin embargo, todas aquellas resoluciones se quedaron en nada cuando Sharman efectuó su primer disparo. Aquel acto inútil excitó en Fen algo que no era ni heroísmo ni sentimentalismo ni justa indignación, ni siquiera una instintiva repulsión. Una vez definido el caso por conocimiento negativo, hay que admitir que resulta difícil describir con palabras qué tipo de sentimiento era en realidad el que albergaba, pues no se trataba de una emoción habitual entre los hombres, dado que subyacía en lo más profundo de la personalidad de Fen. Supongo que lo más acertado sería decir que fue una especie de desapasionado sentimiento de justicia y belleza, una repugnancia profundamente arraigada frente a la basura. En cualquier caso, aquello excitó en él un repentino deseo de actuar; y, cantando calladamente y sin melodía, para sí mismo, el final de las Variaciones Enigma[66], se puso en cuclillas junto a una de las motocicletas de madera, con la fuerza centrífuga aplastándolo contra ella, y comenzó a avanzar casi a rastras por el suelo.
Sharman, pistola en mano, se giró, lo vio, y esperó, aguantando el disparo hasta que estuviera seguro de dar en el blanco. Sus ojos inyectados en sangre brillaban como los de un lunático, y gritaba cosas que se perdían en el vendaval del momento. Los dos hombres, levantándose y cayendo entre los distintos artefactos que se abatían y ondulaban alternativamente, estaban a todos los efectos solos en su empinado remolino negro. Con el aumento de la velocidad, los objetos del exterior se tornaban incluso más imperceptibles e irrelevantes.
Fen avanzó trabajosamente. Era un avance lento y angustioso, sobre todo cuando lo hacía por los huecos que se abrían entre las hileras de motocicletas. Una mano o un pie resbalaban, y las uñas se quebraban con un dolor atroz en el esfuerzo por recuperar un asidero. Estaba empapado de sudor, y el estrépito del cilindro central le machacaba los oídos. No tenía ni idea de lo que iba a hacer a continuación; si intentaba lanzarle algo a Sharman, probablemente lo que lanzara apenas se despegaría de su mano… y, de todos modos, no tenía nada que arrojarle. En cualquier caso, siguió aproximándose a él, hasta encontrarse apenas a unos seis pies de distancia. Lo que ninguno de ellos dos sabía era que, en ese preciso momento, Cadogan y el vigilante de la atracción se estaban abriendo camino bajo el carrusel hacia los controles que lo gobernaban. Fue entonces, si es que queremos precisar las cosas desde el punto de vista histórico, cuando la empresa de Fen fracasó. No se le ocurrió nada que hacer: abalanzarse contra Sharman no solo era imposible físicamente, sino que muy probablemente desembocaría en una muerte inmediata. Así que, recuperando una costumbre pasada de moda, comenzó a invocar a los dioses.
Y los dioses le respondieron. Puede que recordaran que había sido un fervoroso defensor (en contra de todo el mundo) del deus ex machina en las obras de teatro, o puede que simplemente consideraran que los acontecimientos de la velada ya habían ido demasiado lejos. Lo que ocurrió en efecto fue que Sharman perdió la estabilidad momentáneamente y, en su lucha feroz por recuperarla, se le cayó la pistola. Hubo un instante en que ambos quedaron paralizados al darse cuenta de lo que ocurría, y entonces Fen se le echó encima.
Dada la naturaleza de los contendientes, la lucha no podía alargarse mucho. Y fue cuestión de segundos antes de que ambos hombres, trabados el uno con el otro, se tambalearan hacia un hueco abierto entre las hileras de motocicletas, caballitos y artefactos. Fen abría la marcha. Sabía lo que tenía que hacer, y lo hizo. Cuando alcanzaron el hueco, consiguió zafarse de los brazos de Sharman. Con su mano izquierda intentó agarrarse a una barra, soportando durante un instante eterno el peso de su oponente; y luego, blandiendo el brazo derecho como un hacha, golpeó a Sharman de soslayo y hacia atrás. El aire se llevó al hombre como a una hoja seca. La multitud palideció al verlo salir despedido y golpearse contra una viga con espantosa violencia. Lo vieron rodar por los escalones de la plataforma hasta quedar tendido y quieto en el suelo, a los pies de la multitud. Casi en el mismo instante Cadogan y el vigilante, tras un trayecto que cabría calificar de suicida, alcanzaron los controles sanos y salvos. El tiovivo perdió velocidad gradualmente. Cuando se detuvo, algunas manos compasivas ayudaron a Fen y a las otras dos personas, que estaban aterrorizadas, pero ilesas, a poner pie en terra firma de nuevo. Estaban sudorosos, mareados y sucios. El hombre de los controles yacía inconsciente y herido, pero no de gravedad; la bala le había perforado el brazo, pero no había causado más daños de importancia.
Wilkes se acercó al cuerpo destrozado y ensangrentado de Sharman.
—No está muerto —dijo—. Tiene un montón de huesos rotos, pero vivirá.
—Espero que dure lo suficiente para que lo cuelguen bien alto —dijo Fen con voz temblorosa—. Lo cual… —añadió con aire socarrón— significará que habrá un janeausteniano menos en el mundo, lo cual no es poco.
Este será el último comentario registrado del día. Casi al mismo tiempo que Fen hablaba, Scott y Beavis llegaban a la feria a bordo del Lily Christine III; tras ellos venían el jefe de policía y sus secuaces; tras ellos, el propietario del Hillman azul; tras él, los agentes del orden a los que Sally había avisado; tras ellos, el propietario de la bicicleta que Sharman había robado; tras él, Barnaby y su ejército de irregulares, extraordinariamente animados por el consumo de casi todas las reservas líquidas del bar de la estación; y, cerrando la marcha, el censor junior, el marshall de la Universidad, y dos vigilantes, que habían sido apercibidos por las autoridades ferroviarias de que estaba a punto de montarse una bronca, y que parecían tan serios, autoritarios e ineficaces como siempre.
Aquello era una manifestación en toda regla.