En ese momento, sin embargo, los acontecimientos se estaban desarrollando de tal modo que Cadogan no tuvo siquiera oportunidad de examinar la escena en detalle. Bajando hacia St. Giles venía el doctor Havering, y, desde St. Giles, avanzando en dirección contraria, venía Wilkes. En el último momento, el médico se percató del peligro. Giró violentamente a la derecha para evitar a Wilkes, y se encontró cara a cara con Fen y Cadogan, que venían corriendo hacia él. Las hordas estudiantiles se aproximaban por la retaguardia. El médico titubeó, y luego, con repentina decisión, giró a la izquierda, intentando emprender la huida. Wilkes frenó violentamente y a punto estuvo de estamparse contra el suelo. El doctor, mientras tanto, pedaleaba furiosamente por la callejuela que discurre entre el Lamb & Flag y el St. Johns College. Sin perder un instante, todos fueron tras él… es decir, todos menos la autoridad universitaria, que se detuvo, desconcertada, porque el callejón era demasiado estrecho como para que cupiera un coche. Tras algunos titubeos, decidieron rodear por Parks Road, que era donde desembocaba el callejón, y fue simplemente pura mala suerte que en ese breve trayecto un clavo perforara una rueda, y sufrieran un retraso tan considerable que perdieron definitivamente el rastro de la cacería.
Algún individuo especialmente ingenioso había colocado, en mitad del callejón, una especie de barrera de postes y cadenas que solo podía negociarse a pie, y fue allí donde el grupo estuvo a punto de cazar al doctor Havering. Pero el médico pudo eludirlos en el último momento, y solo consiguieron ver cómo se alejaba pedaleando furiosamente por la pequeña calle residencial que conduce a Parks Road, junto a los laboratorios científicos. Los perseguidores, desde luego, no estaban a la altura de las circunstancias atléticas que se requerían para la ocasión, y ni Barnaby ni Wilkes, los dos únicos que iban en bicicleta, parecían capaces de competir en igualdad de condiciones con el doctor, ni siquiera uniendo fuerzas. El corazón de Cadogan latía desbocado. Pero el ejército de Barnaby contaba con una multitud de decididos blues[50] entre sus filas; Fen trotaba a grandes zancadas; y Sally, perfectamente entrenada y con zapatos planos y una falda ancha, parecía no tener dificultad en proseguir la persecución. Escila y Caribdis, derrotados, cesaron en la carrera, pero en aquel momento nadie les prestó atención, y prosiguieron su camino a trote desgarbado.
Desde Parks Road, el doctor Havering giró a la izquierda, metiéndose por South Parks Road, una calle arbolada y agradable, con la muchedumbre aún persiguiéndolo infatigablemente. Dos catedráticos de Clásicas, ocupados en una disputa sobre Virgilio, fueron engullidos por la multitud y luego quedaron atrás, con gesto sorprendido pero con la cabeza erguida.
—Mi querido colega —dijo uno de ellos—, ¿será esto lo que llaman la difícil carrera universitaria? —Pero, como no hubo ninguna respuesta reveladora, el tema fue abandonado rápidamente—. En fin, como le iba diciendo, las Églogas…
Fue al final de South Parks Road cuando el doctor Havering cometió su gran error: un error que solo puede atribuirse a su estado de pánico ciego. Sin duda se precipitó al pensar que podría librarse tan fácilmente de sus perseguidores, y ahora se veía atrapado en la peor de sus pesadillas. En cualquier caso, precisamente cuando Fen estaba ya casi agotado e intentaba darse ánimos cantando (bastante inapropiadamente), «Y con pausado avance, e imperturbable paso, velocidad moderada, majestuoso ademán…»[51], el doctor bajó corriendo la calle que conduce a Parson’s Pleasure, abandonó la bicicleta, le lanzó a toda prisa seis peniques al bedel de la puerta y desapareció en su interior. Los sabuesos lanzaron al viento un aullido de victoria.
Aquí se precisa alguna explicación. Dado que Oxford es una de las pocas ciudades civilizadas que hay en el mundo, proporciona establecimientos a sus ciudadanos para bañarse del único modo en que esta actividad puede desarrollarse apropiadamente: lo cual es tanto como decir «desnudo». Aunque, como incluso las personas más civilizadas son proclives a los primitivos pecados de la carne, es preciso considerar algún tipo de segregación. Parson’s Pleasure está reservado para los hombres. Consiste en una amplia extensión de césped, vallada y con unas cabañas para el baño parecidas a establos, las cuales se alinean en un recodo del río donde este forma un meandro con una isla. Las jóvenes que van en barca o piragua deben dar un rodeo por el otro brazo del río o, de lo contrario, coloradas y avergonzadas, tendrán que soportar una andanada de improperios subidos de tono. Hay otra parte del río, llamada Dame’s Delight, que está reservada para ellas, aunque no se tiene constancia de que la utilicen asiduamente. Y, en todo caso, eso es algo que a nosotros no nos concierne. El asunto principal que debe tenerse en cuenta aquí es que no hay modo de salir de Parson’s Pleasure excepto por la puerta o por el mismo río, lo cual basta y sobra para explicar la alegría de los perseguidores del doctor Havering.
Barnaby fue el primero en llegar. Desmontando de su bicicleta, metió un billete de una libra en la mano del portero, con aire confidencial, y añadió la siguiente advertencia:
—Estos de aquí son todos amigos míos. Déjelos pasar… insisto, a todos, por favor.
Esta petición, sin embargo, se demostró demasiado optimista. Ni todo el oro del mundo habría inducido al portero a dejar pasar a Sally, así que la joven se vio obligada a permanecer en el exterior, con aire triste y abatido. Cadogan, arrastrado por el tumulto, prometió que regresaría y la pondría al tanto de todo en cuanto pudiera.
La noche era cálida, y había poca gente dándose un chapuzón o descansando en la orilla cuando la partida de caza del doctor Havering irrumpió para quebrar la sagrada tranquilidad del lugar. Un anciano, de hecho, se asustó tanto por el creciente rugido de la multitud que regresó a toda velocidad a su cabaña de baño. El doctor, tras permanecer indeciso durante unos instantes, miró desesperadamente a su alrededor, bajó en dirección a la zona de césped, e intentó coger una barca que estaba amarrada justo al lado del embarcadero. Una breve pelea con el individuo que la tenía alquilada, y ya estaba a bordo e intentando alejarse de la orilla. Pero para entonces la vanguardia de las hordas colegiales ya lo habían alcanzado, y los hechos se precipitaron. Gritando de modo incoherente y pataleando como un condenado a los fuegos del infierno, Havering fue arrastrado de nuevo a la orilla ante las atónitas miradas de los bañistas.
Y en ese momento fue cuando escucharon a Sally pidiendo socorro en la calle. Escila y Caribdis, desorientados y perdidos en la retaguardia, la habían apresado. Cadogan dejó al doctor Havering a buen recaudo, y lideró un destacamento de rescate. La lucha que tuvo lugar a continuación fue breve, violenta y decisiva, y las únicas bajas fueron Escila y Caribdis, además del propio Cadogan, que recibió un gancho en la mandíbula que casi lo dejó fuera de combate, por parte de uno de su propio bando. Al final, los dos secuestradores fueron arrastrados medio en volandas al interior de Parson’s Pleasure (el portero recibió otra libra suplementaria, acompañada de una sanguinaria mirada de Barnaby), y allí, triunfalmente, fueron arrojados al río, en donde aterrizaron maldiciendo espantosamente. Una vez el baño surtió efecto, su actitud se tornó bastante más conciliatoria, debido sobre todo al hecho de que ninguno de los dos sabía nadar. Un profesor de ciencias, que estaba dándose palmaditas en la barriga junto a la orilla, los miró amablemente.
—Ahora o nunca. ¡Es el momento de que aprendan…! —dijo—. Coloquen el cuerpo en posición horizontal y relajen los músculos. La presión superficial soportará su peso…
Pero ellos solo acertaban a pedir socorro con más vehemencia si cabe, mientras sus sombreros flotaban en el agua tras ellos, en una escena desoladora. Al final, el río los arrastró corriente abajo hasta un lugar poco profundo, donde pudieron arreglárselas para alcanzar tierra firme. Es probable que tras aquel fiasco abandonaran Oxford definitivamente, pues nunca se les volvió a ver el pelo en la ciudad.
En el ínterin se estaban tramando asuntos más importantes. En primer lugar, Fen estaba pidiendo prestada una barca, mediante sutiles zalamerías, a su reticente dueño; y, en segundo término, se estaban realizando grandes esfuerzos para meter al doctor Havering en ella. En caso de que se pudiera pensar que el doctor admitió de buen grado todos estos procedimientos, hay que señalar que no: que imploró piadosamente al pequeño grupo de asombrados bañistas desnudos que lo rescataran. Pero incluso aunque los bañistas no hubieran estado en aquella condición de desvalida desnudez, habrían sabido que era mejor no intentar detener una broma estudiantil cuando la misma estaba mediada; y más si esta parecía estar apoyada —no, dirigida— por un celebrado poeta y un profesor de Lengua y Literatura Inglesas de Oxford. Algunos de ellos, aunque tímidamente, incluso se mostraron dispuestos a apoyar aquella acción, lo cual es otra prueba del bien conocido poder de la opinión mayoritaria. Así que el doctor Havering se montó en la barca con Fen, Cadogan, Wilkes y Hoskins. Sally prometió regresar a las dependencias de Fen y esperar allí. Y Barnaby se quedó con su ejército en la orilla para decirles adiós con la mano mientras se alejaban.
—Un poco demasiado Watteau, me parece a mí, mi querido Charles —apuntó—. Embarquement pour Cythère[52]? ¿O crees que se parece más al alma del rey Arturo navegando hacia Avalon?
Charles opinaba que era más como el Holandés Errante, así que, mientras la barca se adentraba en el río hasta la mitad de la corriente, ellos regresaron a las dependencias de Barnaby para tomar un refrigerio. Y ya era hora porque, cuando salieron de Parson’s Pleasure, pudieron escuchar claramente al portero telefoneando a la oficina del vigilante, sita en el Clarendon Building. Su lamentable historia, flotando a través de la ventanilla abierta, los persiguió durante unos instantes, como un fantasma, y luego quedó varada más allá del alcance de sus sentidos.
Durante unos momentos los cinco tripulantes de la barca se mantuvieron en silencio. La furia de Havering se había transformado en temor, y Cadogan lo estudiaba con curiosidad mientras, con la ayuda de Hoskins, remaba en dirección a un lugar que Fen había señalado vagamente. No había duda sobre su extrema delgadez. Los huesos del cráneo parecían clavársele en la piel tirante y cerúlea de la cara, y tenía el cuerpo tan pelado como un esqueleto. Unas finas telarañas de pelo blanco le caían como guedejas desde la coronilla. Tenía la nariz afilada y ligeramente aguileña al final. Sus ojos eran grandes y verdes, con largas pestañas, bajo unas cejas convexas, y mostraba un aspecto indefiniblemente vítreo. Parecía tener grabada una red de venas en la frente, sus movimientos eran curiosamente bruscos, y le temblaban las manos sin cesar, como ocurre en los primeros estadios de algunas enfermedades neurologicas. A Cadogan le recordó a un perro callejero que había visto en una ocasión, hambriento y peligroso, medio salvaje, que encontró husmeando en las cloacas del East End londinense. Como Rosseter, Havering tenía el aspecto sórdido que suelen exhibir los que fracasan en su profesión.
—¿Dónde me llevan? —La voz de Havering, mitigada y carente de inflexiones, rompió el silencio—. Pagarán por esto… todos ustedes…
—A un agradable remanso que conozco… —dijo Fen con aire melancólico—. Queda bastante cerca de aquí. Cuando lleguemos, nos contará usted todo lo que ocurrió anoche.
—Está absolutamente equivocado, señor. No voy a hacer nada de eso.
Fen no contestó. El azul claro de sus ojos brillaba mientras buscaban algo en la lejanía, en las orillas, allá donde los sauces posaban sus ramas sobre las aguas, donde los tallos secos de los juncales se enredaban en ellas, y las dudosas luces del atardecer se derramaban por el río. Nubes de lluvia se aproximaban peligrosamente por el oeste y comenzaban a ocultar el sol poniente… Estaba empezando a refrescar. Un martín pescador, con su brillante plumaje verde azulado, salió volando desde una rama del dosel verde del río cuando ellos pasaron por debajo. Wilkes, al timón, amenazaba con quedarse dormido de un momento a otro. Hoskins, alto y melancólico, remaba con firme convicción, y Cadogan, aún medio noqueado por el golpe que le habían propinado en la mandíbula, lo hacía con menos firmeza. A decir verdad, estaba empezando a sentirse un poco cansado de la vida aventurera. En el discurso que le había soltado al señor Spode la tarde del día anterior no había contemplado en absoluto que pudiera ocurrir nada parecido a lo que estaba aconteciendo realmente; y si lo había contemplado, lo había revestido con ropajes novelescos, apropiadamente matizados, expurgados y corregidos. Solo esperaba que aquello acabara de una vez; que Havering fuera el asesino; y, sobre todo, que no volvieran a golpearlo de nuevo. Comenzó a pensar qué sería de los estudiantes Scott y Beavis, y luego, considerando que detenerse en aquello resultaba hasta cierto punto inútil, le dijo a Hoskins:
—¿Cómo dio con este hombre?
Hoskins narró su historia lenta y fríamente, observado en feroz silencio por Havering.
—Un galés del Jesus College —dijo— fue el primero en ponernos en la pista. Tras preguntarle, él creía que podía describir al doctor en cuestión sin error posible, y en efecto… —Una leve expresión de satisfacción iluminó el rostro de Hoskins—. Conseguí entrar en su consulta —prosiguió distraídamente— pretextando una urgencia relacionada con los peligros del parto y la necesidad de ayuda ginecológica rápida. Tuvimos la pericia de apostar a algunos individuos en distintas posiciones alrededor de la casa para intentar evitar que el doctor pudiera escabullirse. En cuanto lo vi, fui directamente al grano y le pregunté cómo había conseguido librarse del cadáver. Se asustó muchísimo, aunque supongo que ahora lo negará.
—¡Maldito canalla! —terció el médico—. Por supuesto que lo niego.
—Yo continué cosiéndolo a preguntas —prosiguió Hoskins, imperturbable—, con cuestiones relacionadas con sus movimientos durante la noche pasada, su herencia, el señor Rosseter y algunos otros asuntos variados. A cada momento que pasaba podía ver cómo aumentaba su terror, aunque intentaba ocultarlo. Al final le dije que, en vista de la insatisfactoria naturaleza de sus respuestas, no tenía más remedio que llevármelo a la comisaría de policía. Dijo que eso era absurdo, que me había confundido de persona, que no tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando, y otras muchas cosas. Añadió, sin embargo, que estaba dispuesto a acompañarme a la comisaría de policía con el fin de demostrar su inocencia y hacerme pagar por lo que misteriosamente denominó «una intromisión en su honor». Salió un momento para coger su sombrero y una chaqueta y, tal y como yo me imaginaba, no regresó. Pocos minutos después, efectivamente, cogió su bicicleta, con una pequeña caja atada en el transportín, y subrepticiamente huyó por la puerta trasera. —En ese punto, Hoskins se detuvo y frunció el ceño—. Solo puedo disculparme por el fracaso de nuestra emboscada improvisada aduciendo que Adrian Barnaby era quien estaba al mando de esta parte concreta de la operación, y todos sabemos que Barnaby no es capaz de mantener la concentración en un mismo asunto durante mucho rato. Lo que ocurrió, en cualquier caso, fue que el doctor cogió su bicicleta y huyó antes de que pudiera declararse la alarma general. Yo permanecí en la consulta durante algo más de tiempo para telefonearles a ustedes al Mace & Sceptre, e informarles. Y el resto ya lo conocen.
—Ah —dijo Fen—. ¿Por qué no huyó en su coche, Havering?
Havering gruñó:
—Yo hago las cosas como me da la gana…
—Oh, ¡por mis patas de conejo! —interrumpió Fen con disgusto—. Supongo que pensó que, si cogía su coche, el señor Hoskins oiría el ruido. ¿O dio la casualidad simplemente de que no lo tenía cerca? —miró a su alrededor—. Ya estamos. Todo a babor, Richard… No, a estribor, a estribor… bueno, a la izquierda…
La barca se deslizó entre un grupo de juncos que crecían en el remanso que Fen había señalado. Era un lugar insalubre, de aguas estancadas. El verdín se extendía sobre las aguas poco profundas, y había demasiados mosquitos como para que la situación pudiera ser calificada de cómoda. Cadogan no podía ni imaginar por qué Fen los había llevado allí, pero de momento no tenía ninguna intención de cuestionar nada de lo que ocurría; estaba tan calmado como un buey.
—¡Aquí mismo! —dijo Fen, poniéndose en pie.
La barca se balanceó violentamente y Wilkes se despertó. Cadogan y Hoskins retiraron los remos y miraron expectantes a Fen. El temor se intensificó en los grandes ojos verdes de Havering, pero aún tenían algo de aquel aspecto vítreo y sin vida; era como el rostro de un hombre aterrorizado, solo que entrevisto a través del cristal mugriento de una ventana.
—Ha habido demasiadas idas y venidas en este caso —dijo Fen con firme decisión—, y ya no me apetece perder más el tiempo, querido Havering. Mientras tanto, usted nos viene con un montón de evasivas infantiles y con estallidos de falsa indignación. Sabemos perfectamente que usted será acusado de conspiración para asesinar a la señorita Tardy, pero aún no sabemos quién la mató. Eso es lo único que nos importa de usted.
—Si cree que esas amenazas…
Fen alzó una mano con gesto admonitorio.
—No, no. Actos, mi buen doctor: ¡actos! No tengo tiempo para amenazas. Y ahora conteste a mis preguntas.
—No lo haré. ¿Cómo se atreve usted a retenerme aquí? ¿Cómo se…?
—Le aconsejo que no siga parloteando de ese modo —dijo Fen brutalmente—. Señor Hoskins, sea usted tan amable de ayudarme a meterle la cabeza al caballero en estas aguas pútridas. Creo que conviene mantenerlo ahí un buen rato.
Las barcas como las bateas de Oxford son la clase de navío más seguro si lo que se quiere es mantener una buena pelea: es casi imposible hacerlas volcar. Havering nada pudo hacer ante los embates de sus guardianes. Hasta en seis ocasiones seguidas su cabeza se hundió en el musgoso verdín del agua estancada, mientras Wilkes mantenía una especie de conversación consigo mismo repleta de tétricos ánimos y admoniciones.
—¡Ahógalo! —chillaba con medieval ferocidad—. ¡Ahoga a ese condenado bastardo!
Cadogan se contentó con mirar y aconsejar a Havering que llenara bien los pulmones de aire antes de cada inmersión.
Cuando lo metieron en el agua por sexta vez, Fen dijo:
—Es suficiente. ¡Sacad a la soberbia ahogada agarrándola por los pelos![53]
Havering se derrumbó hacia atrás en la barca, tosiendo y boqueando. Ofrecía ciertamente un espectáculo lamentable. Su pelo lacio, empapado y desmadejado, parecía una garra que aferrara su flaca calavera. El verdín musgoso se le había adherido en flecos y grumos a la coronilla. Desprendía un desagradable olor, y era obvio que no podría resistir muchas inmersiones más sin cantar.
—Malditos… —susurró—. Malditos… ¡Basta ya! Les contaré… les contaré lo que quieran. —De pronto Cadogan sintió una pequeña punzada de lástima. Sacó un pañuelo para que Havering pudiera secarse la cara y la cabeza, y el viejo lo aceptó agradecido.
—Y ahora —dijo Fen enérgicamente—, en primer lugar, ¿qué sabía usted de Rosseter que le indujo a colaborar en ese plan para conseguir el dinero?
—Era… él era abogado en Filadelfia cuando yo estuve allí de joven haciendo prácticas. Se vio envuelto en algunos negocios turbios… manipulación en la bolsa y, al final, malversación de un fondo fiduciario. El… ¿me dan un cigarrillo, por favor? —Havering cogió uno de la cajetilla de Fen, lo encendió y aspiró nerviosamente, y luego lo sostuvo entre sus temblorosos dedos—. No hay ninguna necesidad de entrar en detalles, pero todo el asunto acabó con Rosseter (aunque ese no era su nombre por aquel entonces) teniendo que huir precipitadamente del país y estableciéndose aquí. Yo nunca lo conocí personalmente cuando estaba en América, a ver si me entienden… solo conocía su fama. Unos pocos meses más tarde mi carrera se truncó en América cuando me vi implicado en un caso de aborto. La gente no era tan tolerante entonces como lo es ahora. Había ahorrado algún dinero, así que vine a Inglaterra y empecé a ejercer. Hace diez años que me instalé aquí… en Oxford. Reconocí a Rosseter, aunque él no me conocía, por supuesto. Pero no quise levantar la liebre otra vez, así que no dije ni hice nada. —Miró ávidamente a su alrededor, para ver cómo se lo estaba tomando su auditorio—. Yo había guardado recortes de periódico sobre Rosseter, ¿saben?, con fotografías… Rosseter no podía permitirse el lujo de que se hicieran públicas.
Una rana empezó a croar entre los arbustos, y los mosquitos eran cada vez más pertinaces y molestos. Cadogan encendió un cigarrillo y exhaló amplias nubes de humo en un vano intento por mantenerlos alejados. Se estaba haciendo de noche y, de tanto en tanto, alguna pálida estrella se dejaba entrever entre los deshilachados jirones de las nubes. Cada vez hacía más frío. Cadogan tiritó un poco y se abrigó con la chaqueta.
—Me labré una reputación como médico… —continuó Havering—. Particularmente como cardiólogo. Desde el punto de vista económico, no fue nada espectacular, pero al menos me procuraba lo suficiente para vivir. Entonces, un día, me llamaron para que fuera a atender a una anciana.
—¿Se refiere a la señorita Snaith?
—Sí. —Havering succionó lánguidamente su cigarrillo—. Estaba convencida de que tenía el corazón débil. Nada menos cierto: tenía, ni más ni menos, el corazón que correspondía a su edad. Pero pagaba bien, y si quería imaginarse que estaba a punto de morir, no iba a ser yo quien la desengañara. Le daba agua coloreada para beber y le hacía reconocimientos con regularidad. Entonces, un día, aproximadamente un mes antes de que aquel autobús la atropellara, me dijo: «Havering, es usted un psicópata peligroso, pero ha hecho lo que ha podido para mantenerme con vida. Tome esto». Y me dio un sobre, diciéndome al mismo tiempo que mirara en la columna de anuncios por palabras del Oxford Mail…
—Sí, sí… —dijo Fen con impaciencia—. Ya sabemos todo eso. ¿E imaginaba usted que le iba a dejar algo en su testamento?
—Me llamó Berlín —dijo Havering—, por no sé qué de unos versos… Sí. —Titubeó, y por un momento pareció perdido respecto a cómo continuar—. Descubrí que Rosseter era su abogado y, un tiempo después de que muriera, fui a verlo. Lo dejé tranquilo de momento, porque no quería reabrir las heridas del pasado. Pero tenía dinero, la vieja, digo. Podía haberme dejado un montón, y quería saber la cantidad exacta. —Miró a los que le rodeaban, y Cadogan pudo ver en sus ojos el anochecer que se reflejaba en el río—. Casi es gracioso cuando lo piensa uno… que yo deseara tanto ese dinero. No andaba tan mal de fondos, ni tenía deudas, y nadie me estaba chantajeando. Yo solo quería dinero… cuanto más mejor. Conocí a hombres con muchísimo dinero en América… no la cantidad de dinero que se puede ganar solo trabajando. —Comenzó a reírse nerviosamente—. Uno pensaría que cuando se llega a mi edad ya no hay que preocuparse por procurarse mujeres y lujos, ¿no? Pero eso era justamente lo que yo quería.
Los miró fijamente de nuevo. Era una especie de débil tentativa en busca de comprensión y simpatía, pero aquello le heló la sangre a Cadogan. En la orilla, una colonia de grillos había comenzado a entonar su incesante canto metálico.
—No es nuevo. Eso es lo que han deseado muchísimos hombres —comentó Fen secamente—. Los cementerios de las prisiones están llenos de ellos.
Havering casi gritó:
—¡Yo no la maté! ¡No pueden colgarme! —Y luego, tranquilizándose un poco—: La horca es una cosa inmunda. Cuando fui médico de la policía, en Pentonville, asistí a una ejecución. Una mujer. La infeliz chillaba y se retorcía, y a los verdugos les costó cinco minutos solo ponerle la soga alrededor del cuello. Había perdido el juicio, claro. Me pregunté cómo sería eso de estar allí esperando a que la trampilla se abra bajo tus pies… —Hundió la cara entre las manos.
—Continúe con lo que nos estaba contando —dijo Fen inmediatamente. No había ni rastro de emoción en su voz.
Havering se recobró.
—Fui a… fui a ver a Rosseter, y le dije que sabía quién era. No lo admitió al principio, pero no pudo sostener su farsa durante mucho tiempo. Me detalló las disposiciones del testamento… ¿Saben de qué les estoy hablando?
—Sí. Lo sabemos. Continúe.
—Nuestro plan era intentar que esa señora Tardy renunciara al dinero. Rosseter dijo que sería sencillo amedrentarla.
—No es exactamente lo que él nos contó… —interrumpió Cadogan.
—No —dijo Fen—. Pero, dadas las circunstancias, era de esperar.
—Ojalá no tuviera nada que ver con todo esto —dijo Havering amargamente—. ¿De qué me servirá ahora la herencia? ¡Y todo por culpa de esa maldita vieja y sus absurdas disposiciones! —Se detuvo—. Rosseter me presentó a dos de los otros legatarios. Yo no quería conocerlos, pero él me dijo que arreglaríamos las cosas para que, si algo salía mal, ellos cargaran con la culpa. No era una idea tan descabellada. Entonces llegó la noche de marras. Teníamos todo preparado en ese sitio, en Iffley Road. Rosseter no quería que la mujer lo viera, porque, aunque ella no nos conocía, sí que lo conocía a él, y cabía la posibilidad de que lo reconociera. Así que acordamos que me pondría unos vendajes en la cabeza; eso me haría irreconocible, pero sin que fuera demasiado obvio. Siempre podría decir que había sufrido un accidente. Entonces, después de que yo hubiera despedido a la chica, el otro hombre (lo llamábamos Mold) empezaría con el verdadero asunto. —Havering se detuvo de nuevo, mirando a su alrededor en busca de comprensión—. Yo estaba nervioso. Debía de estarlo, porque de otro modo me habría dado cuenta de inmediato de a qué se refería Rosseter cuando nos anunció que iba a ver a la mujer. Nos había separado en distintas habitaciones. Yo pensé que aquello formaba parte del plan para incriminar a los otros, así que lo respaldé. Y entonces, cuando me quedé solo, de repente me di cuenta de que Rosseter debía de estar intentando matar a la mujer, ya que iba a permitir que esta lo viera, y que aquello de separarnos unos de otros le serviría para poder incriminar a uno de nosotros. —Volvió a encender el cigarro, que se le había apagado—. Suena casi como algo irreal, ¿no? Y lo era. Creo que todos nosotros intuimos que había algo raro y peligroso en todo aquello, pero el problema era que habíamos dejado el asunto entero en manos de Rosseter. Fue entonces cuando supe que nos estaba traicionando. Fui a ver a la mujer que estaba en la otra habitación… para proporcionarme una coartada. Entonces, después de un instante, Rosseter apareció. Yo suponía que la habría matado ya, pero no lo había hecho, porque oí cómo la mujer le decía algo a Rosseter cuando él salía de la estancia, algo sobre ciertas formalidades legales.
—Espere un momento. ¿A qué hora ocurrió eso? ¿Lo sabe?
—Sí. Da la casualidad de que miré el reloj. Eran las once y veinticinco.
—Así que, a esa hora, la señora Tardy todavía estaba viva. ¿Tiene usted alguna idea de qué hablaron Rosseter y la mujer, y por qué?
—No lo sé. Creo que tal vez estaba planificando la supuesta operación, de algún modo. Quizá podría preguntarle a él.
Cadogan repartió miradas entre sus compañeros. En todas sus caras se leía el mismo pensamiento. ¿Eran aquellas palabras un ingenioso embuste, obvio por otra parte, con el cual Havering pretendía dar a entender que ignoraba la muerte de Rosseter, o por el contrario se trataba de una declaración fidedigna? Cadogan no tenía la menor idea, y podía jurarlo por su vida. La observación se había producido antes de que fuera posible siquiera escudriñar la expresión facial o la inflexión en la voz de Havering. Wilkes estaba sentado tranquilamente en la proa: una figura pequeña y anciana encendiendo una pipa vieja.
—Rosseter dijo que la mujer no iba a ser tan fácil de amedrentar como había creído en un principio, y que tal vez deberíamos abandonar todo el plan porque empezaba a resultar demasiado peligroso. Yo discutí con él ese asunto durante unos instantes, pero era más por formalidad que por otra cosa; yo tenía claro que la iba a matar, pero no quería que supiera que yo lo intuía. Entonces el otro hombre… Mold, entró procedente de su habitación y dijo que había alguien rondando por la tienda. Apagamos la luz y nos quedamos quietos y callados durante un rato… un rato bastante largo. Al final decidimos que debía de tratarse de una falsa alarma, y Rosseter le entregó al otro hombre una pistola y le dijo que fuera y que hiciera el trabajo.
—¿Qué hora era en ese momento?
—Como las doce menos cuarto, o como mucho menos diez. Después de unos breves instantes el hombre regresó y dijo que la mujer estaba muerta.
Se produjo un silencio mínimo. «Eutanasia», pensó Cadogan: todos ellos lo consideraron como tal, y no como una carnicería deliberada; no como la violenta amputación de un cúmulo irreemplazable de pasiones, ilusiones, afectos y deseos; no como un empujón hacia una oscuridad inimaginable e infinita. Intentó verle la cara a Havering, pero a aquellas alturas era ya solo una enjuta silueta recortada sobre la apagada luz del atardecer. Algo enraizó en él: tal vez en el plazo de una semana, un mes, o un año quizá, se convertiría en un poema. De repente se sintió emocionado y extrañamente contento. Las palabras de sus predecesores en el Gran Arte acudieron a su mente. «Todos han entrado en el universo de la luz». «Yo, que en el infierno estaba y en la alegría». «El barro cubre la mirada de Helena[54]»… El inmenso y terrorífico significado de la muerte lo rodeó durante un instante como los pétalos de una negra flor.
—Fui y la examiné —Havering proseguía su relato—. Había un cordel fino alrededor de su cuello, anudado con la violencia habitual en estos casos. Deduje, por supuesto, que la muerte se había producido por asfixia. Y, mientras estaba llevando a cabo esa inspección, volvió a aparecer la chica. Había estado todo el rato en la tienda, abajo. Rosseter le dijo que se largara, y luego se dirigió a nosotros y nos dijo que no nos preocupáramos, que se había asegurado de que la chica no dijera ni una palabra sobre lo que había visto. Rosseter estaba desconcertado, y eso me sorprendió, porque yo estaba convencido de que era él quien había matado a la mujer. En realidad, todos nosotros nos sentíamos un tanto desconcertados. Estábamos deseando largarnos de allí; pero alguien tenía que deshacerse del cadáver. Y también quedaba el asunto de los juguetes. Alguien tendría que recogerlos y devolverlos a la otra tienda. Acordamos que los tres hombres lo echaríamos a suertes. Y salí yo. Así que me quedé allí durante un rato, pensando. Estaba aterrado, y temía que me cogieran con el cadáver a cuestas.
»Entonces escuché un ruido abajo. Alguien había entrado en la tienda. —Miró a Cadogan—. Era usted. Lo que ocurrió después ya lo sabe. Le golpeé, cayó sin sentido y lo arrastré hasta un cuartucho que había en la parte de abajo. Cerré la puerta para que no pudiera salir y me descubriera; pero me preocupé de dejar la ventana abierta para que pudiera huir cuando recuperara la consciencia. Yo sabía que usted acudiría a la policía, pero pensé que cuando regresaran y descubrieran que no había cadáver, le tomarían por loco. Yo no… no quería hacerle daño, ¿me entiende…?
—De nada sirven las disculpas ahora —dijo Fen—. ¿Qué hizo con el cuerpo?
—Lo metí en el coche de la dueña. Estaba aparcado fuera. Pesaba mucho, y yo no soy muy fuerte, así que me llevó un buen rato completar la operación. Ya estaba empezando a ponerse rígido, y tuve que retorcerle la cabeza y los brazos para que cupiera por la puerta del coche. Eso fue lo peor. Lo llevé al río, le metí unas cuantas piedras en la ropa y lo arrojé al agua. Yo pensaba que en aquel lugar el río era profundo, pero no. El cuerpo se quedó sumergido a medias, meciéndose simplemente en la superficie, tirado entre el barro y las piedras. Tenía que sacarlo de allí y llevármelo a algún otro lugar. Era noche cerrada, estaba muy oscuro, y, mientras lo cargaba, sus brazos empapados me rodearon el cuello. Entonces tuve que sacarle las piedras del bolsillo, porque pesaba demasiado…
Por segunda vez, Havering ocultó la cara entre las manos.
—¿Y al final dónde lo llevó? —preguntó Fen.
—Corriente arriba. Hay un lugar donde crecen tres sauces junto a la orilla…
Pasó un murciélago volando a la luz del crepúsculo. Parecía que el canto punzante y estridente de los grillos no iba a cesar nunca. A lo lejos, en la ciudad, los relojes estaban dando las siete y media. El agua del río ya se veía negra. En aquel momento, los pequeños peces se estarían comiendo los ojos de la señorita Tardy. En la barca, los hombres no eran más que siluetas, y solo las brillantes ascuas de sus cigarrillos moteaban de rojo la oscuridad.
Fen dijo:
—¿Y su bolso? ¿Qué pasó con él?
—Rosseter se lo llevó. No sé lo que hizo con él.
—Continúe.
—Yo estaba empapado, y agotado, pero tenía que regresar y recoger todos aquellos juguetes y reemplazar los ultramarinos y cambiar el aspecto del piso. Para cuando hube terminado ya casi había amanecido. Oí cómo se iba usted… —le dijo a Cadogan—, y metí alguna mercancía en el trastero y también me largué. No creo que nadie me viera. —La monotonía de su voz degeneró en un susurro—. Nadie podrá demostrar nada…
—¿A qué se refiere cuando dice lo de cambiar el aspecto del piso? —inquirió Cadogan.
—Lo limpié, cambié los muebles de sitio y engrasé la puerta. Yo sabía que usted solo había visto una de las habitaciones. Pensé que, si regresaba, imaginaría que se había equivocado de casa.
—Acertó de pleno —admitió Cadogan—. Por un momento pensé que me había vuelto loco. Pero… ¿por qué dejaron la puerta de la tienda abierta?
El rostro de Havering se nubló.
—Fueron esos idiotas… cuando se fueron. Yo no sabía que estaba abierta. Si hubiera estado cerrada, nada de esto habría ocurrido.
Fen estiró sus largas piernas y se pasó la mano por el pelo.
—Antes de que abordemos cómo se fue a su casa, ¿es posible que alguien supiera que usted pasó fuera esa noche?
—Nadie —contestó Havering malhumorado—. Mi criado no duerme en casa. Se va a las nueve de la noche y no vuelve hasta las siete y media de la mañana.
—Para esa hora, sin duda, usted estaría ya en la cama y durmiendo. ¿Qué estuvo haciendo entre las cuatro y media y las cinco esta tarde?
—¿Qué? —se sobresaltó Havering—. ¿Qué quiere decir?
—Eso a usted no le importa. Conteste la pregunta.
—Estuve… Volvía a casa de mi ronda vespertina de visitas.
—¿A qué hora llegó a casa?
—Un poco después de las cinco. No lo sé exactamente.
—¿Le vio entrar alguien?
—La criada. ¿Pero por qué…?
—¿Y a qué hora dejó usted a su último paciente?
—¡Maldita sea, no me acuerdo! —exclamó Havering—. ¿Qué importancia tiene eso ahora, de todos modos? Eso no tiene nada que ver con lo que pasó anoche. Escuche: yo no maté a esa mujer, y usted no podrá demostrar que lo hice. No permitiré que me cuelguen. Estoy enfermo, y no podré soportar mucho tiempo la prisión…
—Cállese —dijo Fen—. ¿Fue usted el que puso a esos dos hombres a seguirnos a Cadogan y a mí?
—Sí.
—¿De dónde son?
—Le dije a un hombre que conocí en Londres que me los enviara. Estaban preparados para cumplir con cualquier cosa que se les pidiera, y no hacer preguntas: bastaba con que se les pagara lo suficiente.
—¿Qué ocurrió exactamente?
Havering se dirigió a Cadogan.
—Rosseter me llamó y me dijo que habían ido a verlo. Les describió, y me preguntó si yo sabía cómo habían llegado ustedes a entrometerse en el asunto. Yo le reconocí a usted: era el hombre de la tienda. Y me asusté. Me asusté de veras. Envié a esos dos individuos, Weaver y Faulkes, para que le siguieran y evitaran que hablara con cualquiera que pudiera darle pistas para descubrir el pastel… sobre todo, la chica.
—Así que cuando estábamos a punto de cogerla, nos la quitaron de las manos y se la llevaron para callarle la boca de una vez y para siempre.
—No les dije que la mataran…
—No diga bobadas, por favor. El cottage al que la llevaron pertenece a la señorita Winkworth. ¿Cómo fue que la llevaron allí?
—Yo conocía a la señorita Winkworth. La reconocí la noche anterior a pesar de la máscara que llevaba, y ella me reconoció a mí. La llamé para decirle que la chica era peligrosa y que habría que cerrarle el pico durante unas horas. Ella me sugirió que utilizáramos un cottage que posee cerca de Wootton.
—No tengo ninguna duda de lo que significaba el eufemismo «cerrarle el pico durante unas horas».
—¡Eso es mentira!
—La chica no habría tardado en averiguar quién era el propietario, ¿no cree?
—Habíamos acordado que Weaver y Faulkes forzaran la entrada, de modo que no pudiera recaer sobre la dueña ninguna responsabilidad.
—Dejémoslo. Esa es una evasiva tan buena como cualquier otra. Y ahora… —Fen se inclinó hacia delante— llegamos al punto más importante del negocio. Exactamente, ¿qué fue lo que usted vio cuando examinó el cadáver para verse forzado a decir que ninguno de los presentes había podido asesinar a la señorita Tardy?
Havering dejó escapar un profundo suspiro.
—Ah, se ha dado cuenta usted de eso, ¿no? Bueno, es verdad. He sido médico de la policía, como les dije. Uno nunca puede asegurar con certeza cuánto tiempo lleva muerta una persona, pero cuanto más rápidamente se tenga acceso al cadáver, más preciso puede ser el diagnóstico. Yo examiné el cuerpo cuando faltaban aproximadamente nueve minutos para la medianoche. Y estoy en condiciones de jurar que aquella mujer murió no antes de las 11.35, y no después de las 11.45. ¿Entiende usted lo que eso significa?
—Desde luego —contestó plácidamente Fen—. Dada la importancia que tenía ese detalle, ¿informó usted a los otros del mismo?
—Se lo dije a Rosseter…
—Ah, sí… —Fen sonrió en la oscuridad—. Entre las 11.35 y las 11.45 todos ustedes se encontraban en diferentes estancias. Y nadie pudo entrar desde el exterior tampoco. —Havering estaba temblando—. Así que, a menos que fuera la chica quien la matara —prosiguió—, nadie pudo hacerlo. Básicamente, porque habría resultado imposible.