10
EL EPISODIO DEL SEMINARIO INTERRUMPIDO

Los rayos del sol ya no iluminaban directamente la sala, situada en el New College; el calor hacía ya un rato que había remitido y por fin se estaba bien. El martirio de Uccello que colgaba sobre la chimenea se hallaba casi en penumbra. Las primeras ediciones estaban colocadas en estricto orden pero sin ostentación sobre las estanterías, las butacas eran mullidas y cómodas, cada una con su inmenso cenicero de latón al lado, y sobre el aparador de caoba centelleaban varios decantadores y vasos. El propietario de la sala, Adrian Barnaby, se reclinó en su butaca cómodamente. En su mano sujetaba un vaso de madeira, y en esos momentos estaba dando buena cuenta de una porción de pastel helado mientras escuchaba con disgusto la conversación de los otros estudiantes que habían tomado por asalto su salón. Estas fiestas a base de té y madeira, estilo Restauración, pensó, estarían muy bien si no acudiera gente que venía mal lavada y mal vestida después de tirarse la tarde haciendo deporte en el río; y, además, ahora que lo pensaba bien, había un buen número de individuos a los que, estaba seguro, no había invitado. Es más, para ser precisos, era la primera vez que veía a alguno de ellos en su vida. Una leve punzada de indignación le sacudió las entrañas. Sus ojos se clavaron en un joven melenudo que estaba cerca, zampando bollos de mantequilla. El señor Barnaby se giró hacia él con el aire de quien está a punto de compartir una confidencia, y le dijo:

—¿Se puede saber quién eres?

—Oh, ¿qué? Ah, ya… —dijo el joven—. He venido con Conejo, ya sabes. Dijo que no te importaría.

—¿Conejo? —Barnaby no tenía ni idea de quién era Conejo.

—Sí. Mira. El tipo que está allí, el del pelo desgreñado.

—Ah… —dijo Barnaby, que fue incapaz de recordar a Conejo de nada.

—En fin, supongo que todo va bien, ¿no es así? —dijo el joven melenudo—. Ya sabes, somos los del equipo de remo.

—Claro, claro… —contestó el señor Barnaby—. Bienvenidos, desde luego.

—Es delicioso el jerez este. —El joven señaló su vaso de madeira. Barnaby le sonrió beatíficamente, mientras el hirsuto remero se alejaba.

Otro joven, casi tan elegante como el propio Barnaby, se aproximó a su anfitrión.

—Adrian —le dijo—. ¿Quiénes son todas estas gentes espantosas? ¡No hacen más que hablar de remar!

—Mi querido Charles, soy consciente: son bultos. Como frenólogo… Tendré que cerrar la puerta con llave, o pronto tendremos a toda esa tribu de remeros viviendo aquí. ¡Mira! —Barnaby dejó escapar un chillido, levantándose súbitamente—. Aquí viene otro.

Pero un instante después volvió a deshacerse en sonrisas, puesto que el recién llegado era, en efecto, Hoskins, del que jamás se había sabido que se hubiera permitido el lujo de practicar deporte alguno, salvo el más antiguo de todos. Venía abriéndose camino a codazos con su envarada figura, entre disculpas, por entre los grupos de jóvenes que charlaban. Se plantó delante de Barnaby, con una sonrisa de circunstancias adornando su melancólico rostro.

—Mi querido Anthony, ¡qué estupendo volver a verte…! —dijo Barnaby con placer—. Siento tener aquí a todos estos deportistas, pero simplemente… se han invitado ellos mismos. ¿Qué quieres tomar?

—¿Qué es eso que está bebiendo Charles?

—Oh, éter con leche, o algún espantoso invento químico comparable. Pero ya conoces a Charles. El pobrecito no se ha dado cuenta de que la decadencia romántica ya hace años que concluyó. Todavía escribe versos sobre las affreuses juives y todo eso[45]. ¿Le harías ascos a un madeira?

Cuando llegó su bebida, Hoskins dijo:

—Adrian, ¿tú sabes algo de los médicos de por aquí?

—Cielo santo, no… No estarás enfermo, ¿no, Anthony?

—No, estoy perfectamente bien. Solo estoy intentando identificar a un individuo. Para Fen.

—¿Para Fen…? Ya. Me da que alguien ha cometido otro crimen imposible. —Barnaby pronunció aquellas palabras con lenta delectación—. Yo, cuando me encuentro mal, voy al médico que tengo en Londres. Ahora bien, me pregunto si… ¡Claro, iremos a Gower!

—¿ Gower?

—Sí, un galés mortalmente hipocondríaco, mi querido Anthony. Del Jesus Christ. Pero no vive allí, sino en Holywell, a un paso de aquí. Ha visitado a todos los doctores de los alrededores. Podríamos ir a verlo ahora si quieres. Te aseguro que estaría en deuda eterna contigo si pudiera huir de esta maldita fiesta.

—Sería muy amable por tu parte.

—Bobadas. Estoy comportándome de un modo interesado y egoísta. Vámonos, ya. Acábate el madeira primero.

Consiguieron abrirse paso hasta la salida, con Barnaby presentando innecesarias disculpas y excusas mientras avanzaban. La puerta trasera del college los condujo directamente a Holywell, y, tras una cortísima caminata, durante la cual Barnaby parloteó y parloteó sin cesar, llegaron a las dependencias de Gower. El dormitorio en el que Gower se encontraba postrado ofrecía todos los signos de hipocondría posibles en un grado difícilmente concebible desde los mismísimos días del enfermo imaginario de Moliere. La estancia estaba atestada de frascos, tarros de muestras, botes de píldoras y grageas, y pulverizadores para la garganta; las ventanas, herméticamente cerradas, hacían que la atmósfera del lugar resultara irrespirable. Las cortinas estaban corridas a fin de que solo pasara el mínimo imprescindible de luz. De todos modos, pudieron observar que Gower tenía una apariencia casi anormalmente saludable.

—Ya veis, aquí estoy, mortalmente enfermo —apuntó Gower en cuanto entraron en la habitación—. Lo que menos necesito ahora son visitas. Estoy intentando curarme de unas fiebres.

—Mi querido amigo, ciertamente parece que estás en las últimas… —dijo Barnaby. Una tétrica expresión de placer se reflejó en el rostro de Gower—. Estoy seguro de que te puedes pasar al Más Allá en cualquier momento. Este es Hoskins, lo he traído para que te vea.

—Dada la situación en la que te encuentras, supongo que no deberíamos molestarte —dijo Hoskins con gesto fúnebre. Gower alzó una mano lánguida que apoyaba sobre la colcha, y la alargó para saludarlo.

—Mi querido Teithryn, te traía un poco de fruta… —dijo Barnaby, cuya capacidad para la improvisación era muy notable—, pero en un momento de distracción… me la comí.

—Tengo prohibida la fruta, ya lo sabes —dijo Gower—. Pero te agradezco la intención. ¿En qué os puede ayudar este pobre enfermo postrado en su lecho de dolor, eh?

—¿Conoces por un casual a un médico de Oxford que es exageradamente delgado? —preguntó Hoskins.

—Ah, médicos, ¿eh? No son más que unos charlatanes; todos, mira lo que te digo. Los conozco muy bien. Sus facturas son más abultadas que sus éxitos, eso te lo aseguro. No me hago ilusiones con los médicos. El hombre del que hablas, por cierto, es uno de los peores… Todo lo soluciona con purgas. No te lo recomiendo en absoluto.

—¿Cómo se llama?

—Su nombre es Havering… Doctor Havering, cardiólogo. Pero no vayas a verlo, te lo ruego. No es bueno. Me estoy sometiendo a un terrible esfuerzo al hablar, ya ves.

—Claro, claro… —dijo Hoskins amablemente—. Te dejaremos tranquilo. ¿Havering, dices?

—Pobre, pobrecito… —dijo Barnaby—. Deberías intentar dormir. Le diré a tu casera que nadie te moleste.

—Por favor, vuelve a poner las cuñas en la puerta cuando os vayáis —dijo Gower—. Cuando traquetea con el viento, el ruido me perfora la cabeza. —Y se dio media vuelta en la cama para indicar que la conversación había concluido. Hoskins y Barnaby se marcharon.

—Pobre Gower —dijo el último cuando volvieron a la calle—. Parece más sano y fuerte que cualquiera de nosotros, con todas esas espantosas pociones y filtros. Pero tú ya tienes lo que querías, ¿no es así, Anthony?

—Sí —dijo Hoskins, un tanto dubitativo—. Creo que lo mejor sería que fuera a ver a ese Havering. Pero quiero que venga alguien conmigo. Puede ponerse fea la cosa.

—Ay, Dios mío, qué horror… —contestó Barnaby tal y como se esperaba, aunque sin dar excesivas muestras de espanto—. Eres un valiente, Anthony. Déjame ir contigo.

—De acuerdo. Y podríamos llevarnos a algunos de esa banda que guardas en tu habitación.

—Oh, ¿es necesario? —Barnaby pareció disgustado—. En fin, supongo que la fuerza bruta es lo que se precisa en estos asuntos. Buscaremos la dirección de ese hombre en un listín telefónico, y luego iremos a procurarnos unos cuantos salvajes. Solo tenemos que convencerlos de que asistiremos a alguna clase de juerga estudiantil. Dios mío, qué divertido. Conozco a algunos tipos absolutamente formidables.

Por una vez resultó que Barnaby no exageraba: conocía a algunos ejemplares formidables. Consiguieron reunirlos mediante un método peculiar en Oxford: vagas promesas de acción violenta acompañadas de promesas algo más concretas de bebida en barra libre. Barnaby resultó ser también un excelente promotor de fiestas —«como un oficial de reclutamiento, mi querido Anthony, demasiado Farquhar[46]—», capaz de proporcionar todos los detalles sórdidos e inverosímiles inherentes al asunto, inventándoselos a toda velocidad. Cuando consiguió reunir alrededor de una docena o así de jóvenes interesados y totalmente borrachos, Hoskins se dirigió a ellos en términos generales con confusas alusiones a un asesinato y a una joven en peligro, y entonces todos ellos lanzaron hurras al viento. Averiguaron que el doctor Havering vivía cerca del Radcliffe Infirmary, en la carretera de Woodstock, y, bastante animados por el madeira del señor Barnaby, allá que se fueron en desbandada. Mientras tanto, ajeno a la crisis que se le estaba aproximando, el doctor Havering permanecía a solas en su consulta, mirando por la ventana.

Fen y Cadogan regresaron a St. Christopher sin demoras ni obstáculos. Parecía bastante probable que la persecución a Cadogan se hubiera abandonado temporalmente, y también era posible que el agente a quien habían avisado del asesinato del señor Rosseter no hubiera conseguido identificarlos todavía. En cualquier caso, el portero, cuando llegaron al college, no hizo ningún ademán de darles ulteriores noticias policiales.

—A estas alturas, Wilkes y Sally probablemente estén jugando ya al strip rummy —dijo Fen cuando subían las escaleras hacia su habitación; y luego, más en serio—: Espero que estén bien.

Lo estaban, aunque Sally mostró una marcada tendencia a fruncir el ceño debido a su absentismo laboral de aquella tarde. Wilkes, entre tanto, había encontrado el whisky de Fen, y estaba medio dormido en un rincón; se despertó, en cualquier caso, a causa del violento timbrazo del teléfono. Fen contestó. Se escuchó la voz del jefe de policía, tronando de indignación.

—Así que estás ahí… —dijo—. ¿Qué demonios te crees que estás haciendo? Por lo que he podido averiguar, tú y ese tarado de Cadogan habéis sido testigos de un asesinato y luego os habéis largado.

—Ja, ja… —dijo Fen sin ninguna gracia—. Deberías haberme prestado atención al principio.

—¿Sabes quién lo hizo?

—No. Estaría averiguándolo ahora si no estuvieras haciéndome perder el tiempo con estas estúpidas llamadas tuyas de teléfono. ¿Había una carpeta junto al cadáver?

—¿Para qué lo quieres saber? No, no había nada.

—Me imaginaba que no habría nada —dijo Fen tranquilamente—. ¿Habéis difundido ya la noticia del asesinato de Rosseter?

—No.

—¿Seguro?

—Por supuesto que estoy seguro. No lo dirán hasta mañana. Nadie, salvo tú, ese maníaco de Cadogan y la policía, sabe ni una palabra de todo esto. Y ahora, préstame atención. Voy a ir a la ciudad, y quiero verte. Quédate donde estás, ¿me has oído? Debería encerrarte… y a tu amigo también. Ya estoy harto. No me extrañaría que hubieras sido tú quien asesinó a ese abogado.

—He estado pensado en eso que decías sobre Medida por medida

—¡Bah! —dijo el jefe de policía, y colgó.

—«Fuego en las poleas…» —cantó Fen alegremente mientras volvía a colocar el auricular en su sitio—. «Fuego ahí abajo. Así que traed un cubo de agua, muchachos, hay juego…». A propósito, Sally, supongo que no entró nadie en la tienda de juguetes mientras tú estabas escondida, ¿no?

—Caracoles, no.

—¿Estás absolutamente segura?

—Absolutamente. Me habría muerto del susto si hubiera entrado alguien.

—Bueno, dinos qué está pasando —dijo Wilkes malhumorado—. No irás a guardártelo para ti solo, ¿eh, detective?

—El señor Rosseter —dijo Fen, observando a Wilkes con una mirada igualmente malhumorada— ha recibido una merecida recompensa por sus actos. Sabemos alguna cosa más de lo que ocurrió en la juguetería, pero aún no lo suficiente como para saber quién mató a la señorita Tardy. Rosseter tenía intención de decírnoslo, pero desgraciadamente no le dio tiempo. Los otros habían pergeñado un plan para intimidarla y para que firmara una renuncia al dinero. También hemos encontrado a la propietaria de la juguetería… el ser más desagradable que uno pueda imaginarse.

—Hoskins se ha ido a buscar al médico —dijo Sally.

—Bien. ¿Y por qué se fue Spode?

—No lo sé. Creo que tenía una cita o algo así. Simplemente engulló una taza de té y se esfumó.

—¿No ha pasado nada más? ¿Ninguna visita, ninguna llamada de teléfono?

—Un estudiante dejó un trabajo para usted. He estado leyéndolo. Se titula… —Sally frunció su atractiva frente— «La influencia de Sir Gawain en el Empedocles en el Etna de Arnold».

—¡Por todos los santos del cielo! —gruñó Fen—. Sin duda ese debe de ser Larkin: es el buscador de correspondencias absurdas más infatigable que el mundo haya conocido. En fin, no podemos permitirnos el lujo de preocuparnos de eso ahora. Tengo un seminario sobre Hamlet a las seis menos cuarto, y ya casi es la hora. Tendré que cancelarlo, si es que la policía no da antes conmigo. Esperad un minuto… —chasqueó los dedos—. Tengo una idea.

—Dios se apiade de nosotros —dijo Wilkes con un gesto de contrito sentimiento.

Lily Christine aún está ahí fuera, ¿no es así? —le preguntó Fen a Cadogan, que asintió desconcertado—. Bueno —dijo—. Ahora creo que nos iremos todos a ese seminario. Todos menos usted, Wilkes, claro está —añadió apresuradamente.

—Yo voy también —dijo Wilkes con determinación.

—¿Por qué es usted tan pesado? —dijo Fen con gesto irritado—. Es imposible librarse de usted.

—Déjele venir, profesor Fen —le rogó Sally—. ¡Ha sido tan encantador!

—Encantador… —dijo Fen con toda intención, pero, comprendiendo que no tenía otra opción, aceptó con un gesto de resignación. Cogió su sombrero y una gabardina de un armario, y todos ellos salieron en tropel, con Cadogan preguntándose qué demonios pretendería hacer Fen. Pronto lo supo.

El salón de conferencias en el que se iba a celebrar el seminario de Fen era minúsculo. Que habitualmente lo utilizaban los de la facultad de Clásicas se advertía por una reproducción fotográfica en sepia de un Hermes de Praxiteles en un lado y, en el otro, un cuadro similar de una Afrodita Kallipygos. En los momentos de más tedio, los estudiantes masculinos solían detenerse a admirarla melancólicamente. Una edición increíblemente ruinosa del Liddell y Scott[47] yacía sobre la mesa situada en una tarima ligeramente elevada, que ocupaba la cabecera de la sala. En los bancos de madera se encontraban sentados unos veinte estudiantes; las chicas, togadas, parloteaban febrilmente, y los chicos, sin toga, se miraban distraídamente los unos a los otros. Los manuales y los cuadernos estaban desperdigados por los pupitres.

Cuando entró Fen, seguido de los otros, hubo un murmullo expectante. Fen se subió al estrado y observó a la concurrencia durante unos instantes antes de hablar. Luego dijo:

—Es mi enojoso deber esta tarde conversar con vosotros sobre el Hamlet, del famoso dramaturgo inglés William Shakespeare. Quizá mejor tendría que decir que ese debería ser mi enojoso deber, puesto que, tal y como están las cosas, no tengo ninguna intención de dar ninguna charla. Sin duda recordarán ustedes que el principal personaje de esta obra hace una observación en un momento dado sobre el hecho de que los matices primeros de una decisión con mucha frecuencia palidecen, cuando se meditan bien, a la clara luz del pensamiento, y, es más, las grandes empresas trascendentales se tuercen del mismo modo y pierden su trascendencia y no se llevan a cabo[48]. Más brevemente, aunque con menos precisión (y recuerden, por favor, que la poesía no es nada si no es precisa), eso significa: «Corta el rollo y vayamos al grano». Y eso, precisamente, es lo que me propongo hacer ahora, con la ayuda de estos dos caballeros aquí presentes.

«La poesía no es nada si no es precisa», escribieron las estudiantes en sus cuadernos.

—Damas y caballeros —continuó Fen con aire solemne—. En estos momentos me persigue la policía. —Todo el mundo pareció despertar de su letargo de repente—. No por ningún crimen que haya cometido, pierdan cuidado, sino simplemente porque, en su inocencia, no saben que ando tras las huellas del individuo que ha perpetrado un asesinato brutal y a sangre fría.

En este punto hubo una tentativa de aplauso desde los últimos bancos. Fen esbozó una leve reverencia.

—Gracias —prosiguió—. Así que quizá lo primero que debería hacer sería presentarles a estas personas de aquí. —Miró en derredor con disgusto—. Esta cosa mustia de aquí es el señor Richard Cadogan, eminente poeta.

Fuerte ovación, embarazosa.

—Este es el doctor Wilkes, quien fue hallado en estado incorrupto cuando se estaban excavando los cimientos de la Nueva Bodleian.

Más aplausos, incluso más fuertes.

(«La Nueva Bodleian», murmuró Wilkes con benevolencia, «un edificio espantoso»).

—Y esta atractiva joven de aquí se llama Sally.

Aplausos fervorosos por parte de los estudiantes varones, y algunos gritos exigiendo su número de teléfono. Sally sonrió, aunque tímidamente.

—Son mis compañeros —continuó Fen sentenciosamente—. Casi podría decir… mis aliados.

—Acaba con esto de una vez —soltó Wilkes de repente—. No podemos tirarnos aquí toda la noche perdiendo el tiempo mientras lanzas tus peroratas. ¿Qué vas a hacer?

—¡Cállese, Wilkes! —dijo Fen con irritación—. Ya acabo… ¡Señor Scott! —llamó a un joven alto y larguirucho que estaba sentado al fondo de la sala.

—¿Sí, señor? —dijo Scott, levantándose.

—Señor Scott, ¿está usted dispuesto a correr el riesgo de quedarse sin cenar con tal de impresionarme?

—Desde luego, señor.

—Se le exigirá una gran capacidad de inventiva, señor Scott.

—Hoy tengo la inventiva desatada, señor.

—Muy bien… admirable. Si confía en mí, tendrá que parecerse a mí intentando disfrazarse de mí. —Fen sacó un par de gafas de sol de su bolsillo—. Tendrá usted que ponerse esto… y también mi sombrero y mi chaqueta…

Scott lo hizo. Llevó a cabo varios ensayos, caminó arriba y abajo por toda la sala de conferencias, y todo el mundo pareció contento con el resultado. A cierta distancia, el parecido resultaba hasta engañoso. Fen asintió dando su aprobación.

—Ahora necesitamos a alguien que encarne al señor Cadogan —anunció—. Señor Beavis, usted tiene aproximadamente la misma altura que él. Pero debería agenciarse un sombrero y una chaqueta y unas gafas oscuras también. —Lo pensó un instante—. Sally, querida, ¿te importaría subir a mi habitación? Encontrarás un sombrero y una chaqueta en mi armario… cualquiera servirá… y hay unas gafas de sol en el cajón de arriba de mi escritorio, a mano derecha. Me pregunto si una barba falsa… No, tal vez no.

Sally se fue corriendo.

—Y ahora, caballeros, lo que quiero que hagan es lo siguiente: en pocos minutos la policía entrará aquí. Nos buscarán a mí y al señor Cadogan. ¿Conocen ustedes mi coche?

—Quién no, señor.

—Entiendo perfectamente lo que quieren decir. Está aparcado junto a la puerta principal… No está cerrado con llave ni nada. Cuando la policía llegue, quiero que ustedes se monten en el coche y salgan pitando tan deprisa como puedan. Es vital que lo hagan en el momento justo para inducir a las fuerzas del orden a que les sigan y, al mismo tiempo, que consigan sacarles suficiente ventaja como para que nunca los atrapen.

—¿Quiere que actuemos de señuelo, señor? —preguntó Scott.

—Eso es. Y que los tengan danzando por todo el condado de Oxfordshire durante el máximo tiempo posible. Dejaré eso a su libre albedrío. El depósito está lleno, y Lily Christine corre muy rápido. Obviamente, no deben atraparles a ustedes. Si no, se darán cuenta de que no son nosotros y se descubrirá todo el pastel.

—No creo que esto vaya a funcionar… —apuntó Beavis con alguna aprensión.

—Funcionará, créame —respondió Fen confiadamente—. Nadie espera este tipo de trucos por nuestra parte. Esas cosas solo pasan en los libros. Debería añadir que yo pagaré las multas por saltarse los límites de velocidad y les sacaré de cualquier otro embrollo en que se puedan meter. Antes de que acabe la noche espero haberlo resuelto todo, pero entre tanto necesito tener a la policía apartada de mi camino. Bien, ¿qué me dicen?

Scott y Beavis se miraron el uno al otro. Luego, ambos asintieron. Sally regresó con un sombrero, una chaqueta y las gafas, y ayudó al señor Beavis a ponérselo todo.

—No se parece a mí —dijo Cadogan.

—Es igualito que tú, ya lo creo —dijo Fen—. Ese mismo modo de arrastrar los pies, el mismo modo de andar… Gracias a todos por su atención, damas y caballeros. El seminario ya ha concluido. El próximo día —añadió, recordando repentinamente sus obligaciones— volveremos al Hamlet y lo estudiaremos en relación con las fuentes, particularmente respecto a la primera versión perdida. Puedo asegurarles que encontrarán en esa teoría un espléndido campo para las más insólitas conjeturas… Bueno. Si ya está todo preparado…

Los estudiantes, ahora que el discurso había concluido, comenzaron a marcharse, charlando apasionadamente. Scott y Beavis, conversando en voz baja, abandonaron la clase dispuestos a ocupar sus posiciones.

—Pues no me parece que valga mucho… —dijo Sally, que estaba examinando la Afrodita.

—Subamos a la torre —dijo Fen—. Hay una ventana allí, y podremos ver lo que ocurre.

No tuvieron que esperar mucho. Un coche negro de la policía se acercó y de él salieron el jefe de policía, con su pelo gris acerado y su bigote, un sargento, y un agente. Parecían muy decididos y enojados. Scott y Beavis esperaron hasta que los policías estuvieron a punto de entrar por la puerta principal, y entonces salieron disparados por una puerta cercana y se metieron volando en el Lily Christine III. Se produjo un momento de insoportable tensión cuando Cadogan pensó que el coche no iba a arrancar, pero entonces, con un rugido feroz, la impostora pareja partió a toda pastilla por Woodstock Road, donde, aunque no lo sabían, el doctor Reginald Havering estaba en ese momento a punto de enfrentarse a su destino. El estruendo atrajo la atención del jefe de policía justo cuando estaba entrando en el college.

—¡Ahí van! —gritó, en un paroxismo de furia—. ¡Corred detrás de ellos, idiotas! —Los tres hombres se precipitaron de nuevo al interior del coche de policía, y un instante después arrancaron con gran estrépito.

Fen suspiró con alivio.

—Mi pobre amigo… —comentó—. Tal vez ahora tengamos un poco de tranquilidad, al menos durante un rato.

Vamos, vamos todos. Siguiente parada, el Mace & Sceptre. Esperaré allí el mensaje del señor Hoskins.

En aquellos felices días, cuando corrían ríos de buena cerveza y el depósito de licores era inagotable, el bar del Mace & Sceptre abría a las cinco y media de la tarde. Eran justo las seis cuando Fen, Sally, Cadogan y Wilkes hicieron su entrada por la puerta. El joven con gafas y cuello largo estaba sentado en su rincón, terminando su Abadía Pesadilla, pero, aparte de este muchacho, el único cliente de aquellos góticos esplendores era el señor Sharman, ya conocido por todos ellos bajo el nombre de Mold, tan abrigado como siempre y con sus dientes de conejo habituales. Parecía que si no se hubiera movido de allí desde que lo dejaran en el bar aquella misma mañana para ir a buscar dependientas rubias por todo Oxford. Les saludó con la mano cuando entraron, pero entonces, en cuanto vio a Sally, se hundió en su sillón, su rostro repentinamente palideció, y se encogió sobre sí mismo, con cara de susto.

—¡Bien! Precisamente el hombre al que yo que quería ver… —dijo Fen con gesto amigable, caminando a grandes zancadas hacia Sharman—. Richard, haz el favor de ponernos a todos algo de beber, ¿quieres? —Fen pareció engrandecerse junto al enclenque señor Sharman—. Bueno, señor Sharman, espero que se acuerde usted bien de la señorita Carstairs, su coheredera, aquí presente, a quien saludó usted la pasada noche en Iffley Road.

El señor Sharman se humedeció los labios resecos.

—No sé de qué me está hablando…

—Vamos, vamos… —Fen arrastró una silla para Sally, y luego él mismo se sentó en otra. Wilkes estaba en la barra, ayudando a Cadogan con las bebidas—. Hemos averiguado muchas cosas desde que le vimos esta mañana. No le servirá de mucho intentar fingir que no sabe nada. Rosseter ha hablado. Y la señora Winkworth también. —Fen adoptó un gesto siniestro—. Y ahora va a hablar usted.

—Le repito que no sé a qué se refiere… No he visto a esta joven en mi vida. Y ahora déjenme en paz.

—En realidad, la señorita Winkworth… a quien usted conoce bajo el nombre de Leeds, nos dijo que vio cómo usted mataba a la señorita Tardy.

El señor Sharman pareció aterrorizado.

—¡Eso es mentira! —gritó.

—Es decir, usted sabe que la mataron, ¿no? —advirtió Fen suavemente—. Lo cual significa que usted tuvo que haber estado allí.

—Yo…

—Oigamos su versión de lo que ocurrió exactamente. Sería mejor que fuera una versión creíble, porque tenemos medios para comprobarla.

—No conseguirán sacarme ni una sola palabra.

—Oh, sí, claro que sí… —dijo Fen tranquilamente—. Y no una palabra, sino muchas, en realidad. —Se detuvo cuando Wilkes y Cadogan aparecieron con la cerveza, el whisky y una limonada para Sally—. Continúe, señor Sharman.

Pero el señor Sharman estaba recobrando la presencia de ánimo. Sus conejiles dientes se mostraron todos a un tiempo, en un gesto que era casi una sonrisa.

—Ustedes no son policías —dijo—. No tienen ningún derecho a hacerme preguntas.

—En ese caso le llevaremos a la comisaría de policía, y ellos se las harán todas juntas.

—¡Ustedes no tienen derecho a llevarme a ningún sitio!

—Para ser exactos, sí que lo tenemos. Cualquier ciudadano tiene el derecho, y el deber, de arrestar a un criminal al que ha descubierto cometiendo una felonía. Conspirar para asesinar constituye una felonía, lo sabe, ¿no? —Fen sonrió satisfecho de un modo encantador.

—Demuéstrelo —dijo el señor Sharman secamente.

Fen lo miró pensativamente.

—Cuando se trata de un asesinato, uno se ve obligado a apartar los sentimientos humanitarios a un lado, ¿no? De ahí que en América utilicen el tercer grado. En un caso como este uno siente que, de algún modo, ese tercer grado está justificado.

El temor se reflejaba en los ojos del señor Sharman. Los tenía inyectados en sangre.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a que podríamos llevarlo por ahí, a algún sitio apartado, y hacerle bastante daño.

El señor Sharman hizo ademán de levantarse de su asiento. Cadogan, que había estado siguiendo la conversación con mucho interés, le propinó una patada en la espinilla. El hombre lanzó un pequeño aullido y se volvió a sentar de nuevo.

—¡Qué le jo…! —murmuró el señor Sharman con mal genio.

—¿Nos va a contar de una vez lo que sabe? —preguntó Fen.

El señor Sharman parecía estar pensándoselo.

—Una confesión hecha bajo amenazas no tiene ningún valor delante de un tribunal —dijo—. Y nadie puede testificar que yo estuve implicado en ninguna conspiración. Bien, yo se lo contaré; puede usted hacer lo que quiera con ello.

—Eso es más razonable.

Un grupo de jóvenes entró en el bar, y el señor Sharman bajó la voz.

—Bien. Fui a la tienda y ayudé a colocar todos aquellos malditos juguetes por allí… Puesto que es usted tan listo, ya sabrá por qué. Luego esperamos a que apareciera la mujer. Cuando lo hizo, Rosseter nos fue distribuyendo en distintas habitaciones y estuvo hablando con ella durante un buen rato. Luego los otros tres, Rosseter, Berlín y la mujer, se reunieron para hablar… Después de un rato oí que alguien andaba merodeando por la tienda, así que fui a avisarlos. Nos quedamos quietos durante lo que me pareció una eternidad. Entonces entré en el salón donde habíamos dejado a la mujer y descubrí que no había luz. La mujer estaba muerta. Eso es todo. Ahí lo tiene: haga lo que quiera con eso. Si alguien me pregunta, lo negaré todo.

Parturiunt montes —dijo Fen—, nascetur ridiculus mus[49]. Vaya, vaya, esto es de lo más ilustrativo, créame. ¿Se ocupó usted del cadáver? Y, por cierto, ¿fue allí donde golpeó usted a Cadogan?

—No. ¡Yo no fui! Debió de hacerlo Rosseter, o Berlín. Y ahora lárguense y déjenme en paz. —El señor Sharman se pasó una mano sucia por las cejas despeinadas.

Un botones entró en el bar.

—¡Llamada de teléfono para el señor T. S. Eliot! —cantó con voz aguda—. ¿Señor T. S. Eliot?

Para sorpresa general, Fen se levantó y dijo: «Ese soy yo». Y así salió, perseguido por la atónita mirada de todos los demás clientes que estaban en el bar. En la cabina telefónica mantuvo una interesante conversación con Hoskins, que hablaba penosamente y sin aliento, con su habitual serenidad gravemente trastornada.

—El zorro ha escapado de la trampa, señor —jadeó al teléfono—. Está en campo abierto y buscando cobijo.

¡Zooooorro a la vista! —cantó Fen—. ¿En qué dirección huyó?

—Si puede usted ir por detrás de St. Christopher, quizá se tope con él. Va en bicicleta. Algunos de mis amigos le pisan los talones. Le estoy hablando desde su casa. Tendrá que darse prisa.

Hoskins colgó.

Fen reapareció apocalípticamente en la puerta del bar, y comenzó a hacerles furiosas señas a los otros.

—¡Vamos, vamos! —gritó—. ¡Rápido!

Cadogan, que tenía un trago de cerveza en la boca, tosió y se atragantó espantosamente. Todos corrieron para unirse a Fen, y dejaron al señor Sharman abandonado a sus sórdidas reflexiones.

—¡Tienen al médico! —les explicó Fen con gran emoción—. Parece ser que ha salido pitando. No tenemos más remedio que correr. ¡Qué lástima no tener aquí a Lily Christine!

Cruzaron a toda velocidad las puertas giratorias del hotel. Wilkes, cuyos días atléticos ya habían quedado atrás hacía mucho tiempo, cogió la única bicicleta que había a la vista (innecesario será decir que no era suya) y avanzó calle abajo con tambaleante inseguridad, mientras Fen, Cadogan y Sally corrían… como auténticos salvajes: bajaron por George Street, giraron en la esquina de la tienda de música Taphouse para entrar por Beaumont Street (allí se toparon con un autobús), dejaron atrás el Taylorian, el Bird & Baby… y luego se detuvieron, jadeando sin resuello, para contemplar el increíble espectáculo que tenían ante sí.

Bajando por Woodstock Road, directamente hacia donde estaban ellos, venía pedaleando un hombre de cierta edad, anormalmente delgado, con su escaso pelo blanco al viento y con un rictus de desesperación en la mirada. Inmediatamente tras él, corriendo como si en ello les fuera la vida, venían Escila y Caribdis; tras ellos, una turba trituradora de estudiantes furibundos, con Adrian Barnaby (en bicicleta) a la vanguardia; tras ellos, un ayudante de celador, el alguacil universitario, y dos «bulldogs», embutidos todos en un diminuto Austin y con aspecto formal, grave e inútil; y el último del pelotón, agotado por la persecución, era Hoskins, que venía arrastrando exhausto su desgarbada figura.

Fue una visión que Cadogan jamás lograría olvidar en lo que le quedara de vida.