8
EL EPISODIO DE LA EXCÉNTRICA MILLONARIA

De todos modos, antes de que le fuera posible llevar a cabo ese plan, se produjo un paréntesis. Los cinco se embutieron en el Lily Christine III con grandes contorsiones y dificultades. Sally se sentó en las rodillas de Cadogan, lo cual le agradó bastante —a Cadogan, se entiende—, y así partieron, con Fen conduciendo, en un viaje alocado y para nervios de acero por la estrecha carretera, rebotando en los puentes como en una montaña rusa, y sorteando por milímetros reses despistadas, bestias salvajes y peatones ocasionales. Cadogan no sabría explicar cómo fue posible que no causaran horribles mutilaciones al hombre de la AA que seguía plantado en el cruce de la carretera de Banbury. Lo dejaron atrás, con los ojos abiertos como platos, y demasiado aterrorizado incluso para gritar. Cadogan, en frases telegramáticas y truncadas, puso a Sally y a Hoskins al tanto de lo que Fen y él sabían hasta el momento.

—Caracoles —dijo Sally cuando Cadogan hubo concluido; y añadió un tanto tímidamente—: Usted cree lo que le he dicho, ¿no? Ya sé que parece una fantasía mía, pero…

—Mi querida Sally, este es un asunto tan extraordinario que la creería aunque me dijera que es la Dama de Shallott.

—Está usted hablando en broma, ¿no?

Pero el bufido del viento y el estrépito del motor ahogaron sus palabras.

—¿Qué? —dijo Cadogan.

Wilkes se volvió, pues estaba sentado en el asiento del copiloto. Podía oír mejor cuando había mucho ruido alrededor.

—Dice que estás hablando en broma.

—¿Yo? —En ningún momento se le había pasado por la cabeza a Cadogan hablar en broma: aquella idea le incomodó.

—No pretendía ofender —dijo Sally—. ¿Qué hace? ¿A qué se dedica usted, quiero decir?

—Soy poeta.

—Caracoles. —Sally estaba impresionada—. Nunca había conocido a ningún poeta. No parece usted un poeta.

—No me siento poeta.

—Yo solía leer poesía en la escuela —continuó Sally con aire melancólico—. Había un poema pequeño que me gustaba. Decía: «Reduciendo todo lo existente / a un verde pensamiento bajo una sombra verde».[40] No tengo ni la más remota idea de lo que significa, pero suena bonito, de todos modos. Estaba en un libro titulado Poesía para estudios medios… No le molesta que esté sentada encima de usted, ¿verdad?

—No. Es más, me gusta.

—Debe de ser terriblemente divertido ser poeta —dijo Sally con gesto pensativo—. Nadie que te mandonee, nadie que te haga trabajar cuando no quieres…

—Estaría bien si uno ganara dinero por ello —replicó Cadogan.

—Dígame, ¿cuánto dinero gana?

—¿Por ser poeta? Pues como unas dos libras a la semana.

—Caracoles, eso no es mucho. A lo mejor todavía no es usted muy importante.

—Creo que probablemente será eso.

La explicación de Cadogan pareció dejar satisfecha a Sally, pues tan pronto como tuvo oportunidad comenzó a cantar alegremente para sí misma hasta que Fen, al tomar una curva particularmente cerrada, saltó por encima de una acera con las cuatro ruedas a la vez, hecho que motivó que a los pasajeros se les quitaran las ganas de pensar en otra cosa que no fuera proteger sus vidas de una muerte atroz.

Muy poco después fue cuando se produjo el referido paréntesis. A medida que se iban acercando a Oxford, comenzaron a aparecer las primeras tiendas, el tráfico fue aumentando, y los indicios de que entraban en una población estudiantil se Rieron haciendo más evidentes. Y fue entonces, justo antes de que llegaran al cruce que conduce al Lady Margaret Hall, cuanto Cadogan, que llevaba un buen rato dedicado a contemplar despreocupadamente el paisaje, de repente le gritó a Fen que se detuviera. Fen pisó el freno tan violentamente que a punto estuvieron de ser embestidos por el coche que tenían detrás, el cual, afortunadamente, pudo rodearlos, aunque no sin ciertas dificultades. Fen se giró en redondo en su asiento y exclamó:

—¡Por el amor de Dios! ¿Se puede saber qué te pasa?

Cadogan señaló en dirección a la calle, y las miradas de todos siguieron su índice. Y allí, aproximadamente a cien yardas del lugar donde se había detenido el coche, justo en el lugar donde Cadogan señalaba con tanta insistencia, había una juguetería con el escaparate todo iluminado.

Me jugaría el cuello a que es la misma —dijo Cadogan, bajándose atropelladamente del automóvil—. En realidad, creo que pondría la mano en el fuego… —Los demás lo siguieron, y juntos se apelotonaron alrededor del escaparate.

—Sí —dijo Cadogan—. Recuerdo haber pensado lo espantosa que me parecía esa muñeca con la cara rota.

—Yo también la recuerdo —dijo Sally.

—Y ahí está la caja de pelotas con la que me tropecé… O si no, es clavada. —Cadogan buscó el letrero de la tienda. «Hellston», rezaba con blancas letras de recargadas volutas.

Cadogan y Fen entraron. Un joven de aspecto polvoriento, con una mata de pelo rojo, atendía la tienda.

—Buenas tardes, señores —dijo—. ¿Qué puedo hacer por ustedes? ¿Les apetecería comprar una casita de muñecas, quizá, para una niña? —El mozo sin duda había estado leyendo un manual de venta comercial.

—¿Qué niña? No veo ninguna niña… —dijo Fen con gesto de incomprensión.

—O una caja de cubos o puede que unos soldaditos… —Cadogan compró un globo y salió para regalárselo a Sally.

—¿Está el dueño de la tienda? Tengo entendido que es la señorita Alice Winkworth, ¿no es así? —preguntó Fen.

—Sí, señor, la señorita Winkworth. No, señor, me temo que no está aquí ahora. Si puedo ayudarle yo…

—No, desearía verla personalmente. Supongo que no tendrá usted su dirección…

—No, señor, me temo que no. Verá, yo llevo aquí muy poco tiempo. Aunque la señorita Winkworth no vive en este edificio, eso sí que se lo puedo asegurar.

Así que no había más que decir. Pero justo cuando se estaba marchando, Fen preguntó:

—¿Notó algo raro en la tienda cuando abrió esta mañana?

—Bueno, señor, es curioso que lo mencione… porque me dio la impresión de que muchas cosas no estaban en su lugar. Me temí que hubiéramos sufrido un robo, pero luego vi que no había indicios de que hubieran forzado la puerta, y no eché nada en falta…

Cuando volvieron al coche, y enfilaron hacia St. Christopher, Fen dijo:

—Obviamente, este es el emplazamiento habitual de la juguetería. Resulta interesante, aunque insólito, haber descubierto que la propietaria es también esa señora Winkworth. Parece haber sido la que ha proporcionado el escenario para toda la farsa. Supongo que ella será Leeds…

—Deberíamos haber enterrado a Danny… —dijo Sally de repente—. No deberíamos haberlo dejado allí, a merced de las alimañas. —Avanzaron en silencio hasta la puerta principal de St. Christopher.

Parson, el ujier, les saludó cuando pasaron por delante de la portería.

—La policía ha estado aquí por tercera vez. De nuevo, buscaban al señor Cadogan —dijo sombríamente—. Parecía que estaban empezando a cabrearse en serio. Fueron y echaron un vistazo en sus dependencias, profesor Fen. Yo estuve allí y le aseguro que no tocaron nada.

—¿Qué les dijo?

—Les dije que yo no sabía nada de nada. ¡Perjuro! —Parson se alejó, gruñendo, y se enfrascó de nuevo en su Daily Mirror.

El grupo atravesó los dos claustros hasta las dependencias de Fen.

—¿Por qué busca la policía a Cadogan? —le susurró Sally a Fen.

Libros pornográficos —dijo Fen con gesto amenazante.

—No. Hablo en serio.

—Por lo que parece, ha robado comida en una tienda de ultramarinos… Ya sabe, cuando fuimos a echar un vistazo esta mañana.

—Caracoles, vaya tontería.

Resultó que en las dependencias de Fen ya había alguien. El señor Erwin Spode en persona —de Spode, Nutling & Orlick, editores de literatura de alta categoría— se puso de pie con un sobresalto nervioso cuando entraron. Parecía tener un muelle en el trasero.

—¡Hola, Erwin…! —dijo Cadogan sorprendido—. ¿Qué estás haciendo aquí?

El señor Spode tosió nerviosamente.

—En realidad, llevo todo el día buscándote. Estaba en Oxford, así que pensé que podía hacerte una visita. Para hablar de esa gira de conferencias por América…

Cadogan gruñó.

—Permíteme que te presente —dijo—. El señor Spode, mi editor… El profesor Fen, la señorita Carstairs, el señor Hoskins, y el doctor Wilkes.

—Pensé que, como este fue tu antiguo college, tal vez podría encontrarte aquí. —El señor Spode se dirigió a Fen—. Espero que me perdone usted esta intromisión. —Su perfil semicircular mostraba claros indicios de ansiedad. El escaso pelo que tenía lo llevaba todo despeinado. Se restregó el rostro sudoroso con un pañuelo—. Vaya calor —se quejó.

Ciertamente hacía calor. El sol estaba declinando ya en la bóveda celeste, pero todavía refulgía con implacable fuerza. Los colores verdes y vainillas de la estancia resultaban hasta refrescantes, y todas las ventanas estaban completamente abiertas; pero aun así hacía calor. Cadogan pensó que no le vendría mal darse un baño.

—¿Cuándo has llegado? —le preguntó al señor Spode, no porque quisiera saberlo, sino porque no se le ocurrió otra cosa que decir.

—Ayer por la noche —dijo el señor Spode con algo muy parecido a una sincera consternación.

¿Qué…? —El interés de Cadogan aumentó repentinamente—. Pero si cuando nos separamos me dijiste que te ibas a volver a Caxton’s Folly…

El señor Spode se mostró más abatido aún que antes; tosió repetidamente.

—Es que llamé a la oficina cuando volvía, y me encontré con un mensaje que me pedía que viniera aquí inmediatamente. Vine en coche. Te habría acercado, pero cuando te llamé ya habías salido. Me he pasado la tarde en el Mace & Sceptre… —concluyó, a la defensiva, como si haberse encerrado en el bar por unas horas fuera al mismo tiempo una explicación y una excusa.

Fen, que había estado preparando té para todos ellos junto con un triste individuo de cierta edad —que al final resultó ser su asistente—, regresó a la sala, abrió un cajón de su desordenado escritorio y extrajo de allí una pequeña pistola automática. Durante un instante la conversación se detuvo en seco: en cierta medida, los presagios de aquel acto, en principio intrascendente, se abatieron sobre todos los presentes.

—Siento abandonarles aquí —dijo—, pero tengo una conversación pendiente que no puede esperar. Siéntanse como en casa. Sally, no se mueva de aquí hasta que yo regrese… Recuerde que aún es usted muy peligrosa para esa gente. Señor Hoskins, no le quite los ojos de encima a Sally ni un momento.

—Me temo que resulta prácticamente imposible hacerlo, señor —dijo Hoskins con galantería. Sally lo agasajó con una sonrisa abiertamente picara.

La curiosidad y el deseo de tomar el té estaban entablando una suerte de batalla mortal en el cerebro de Cadogan; la curiosidad salió triunfante.

—Yo también voy —anunció.

—No quiero que vengas —dijo Fen—. Recuerda lo que ocurrió la última vez.

—Pero si me quedo aquí —argumentó Cadogan— la policía me encontrará.

—Ya va siendo hora de que lo haga… —murmuró Fen.

—Además, tengo curiosidad…

—Oh, ¡por mis patas de conejo! —fue el comentario de Fen—. Supongo que no sirve de nada intentar impedírtelo.

—Creo que podría ir primero a la estación, de todos modos, y coger mi bolsa de viaje: yo también tengo una pistola dentro.

—No —dijo bruscamente Fen—. No queremos que andes disparando a diestro y siniestro por las calles de Oxford como si fueras un vaquero del salvaje oeste. Además, piensa en lo que sucedería si te arrestaran con una pistola encima… Bueno, basta de charlas y andando.

Era tal la fuerza de la personalidad de Fen que Cadogan se dejó de charlas y salió zumbando tras él.

—Menos mal que he conseguido librarme de Spode —le dijo a Fen mientras caminaban en dirección al despacho del señor Rosseter.

—¿Por qué?

—Pretende que me marche a América a dar conferencias sobre poesía moderna inglesa.

—A mí nadie me ha pedido que dé conferencias de nada en América —dijo Fen sombríamente—. Deberías estar contento. Y deberías ir. —Su temperamento era proclive a la volubilidad—. ¿Qué piensas de la chica, de Sally?

—Es realmente preciosa.

—No, maldito viejo libinidoso —dijo Fen lo más amigablemente que pudo—. Me refiero a si crees que está diciendo la verdad.

—Estoy prácticamente seguro de ello. ¿Tú no?

—Diría que sí, pero al mismo tiempo Dios me ha adornado con un carácter bastante desconfiado. Después de todo, este es un asunto muy extravagante, ¿no crees?

—Tan extravagante que nadie en su sano juicio podría habérselo inventado.

—Sí, puede que ahí tengas razón. ¿Sabes qué se me ha ocurrido (un tanto tardíamente, por cierto)? Que él asunto del límite temporal no tiene mucha relevancia después de todo. Tenían que librarse de la señorita Tardy antes de que ella pudiera empezar a montar un escándalo por sus derechos, eso es todo. Y, por supuesto, era preferible que desapareciera antes de que nadie supiera que estaba en Inglaterra. Me pregunto cuándo llegaría exactamente… Y si se pasó la noche en alguna parte o visitó a alguien antes de venir a Oxford. Yo diría que no… o de lo contrario habría dejado abundantes rastros; en esas circunstancias, librarse de ella habría sido muy arriesgado.

—¿Qué crees que hicieron con el cadáver?

Fen se encogió de hombros.

—Lo quemarían, tal vez… o lo enterrarían en el jardín trasero de alguien. Nos es imposible seguir el rastro del cadáver en estos momentos.

Pasaron junto a la iglesia de St. Michael, que se encuentra casi enfrente de la tienda donde Sally trabajaba, cruzaron el Cornmarket, y se abrieron paso junto al hotel Clarendon hacia el despacho del señor Rosseter. La fiereza del tráfico estaba menguando. Cadogan se sentía extraordinariamente hambriento, y comenzaba a dolerle otra vez la cabeza; también era consciente de que había bebido demasiada cerveza en el Mace & Sceptre.

—Me siento como Gerontius —dijo con aire melancólico, rompiendo un largo silencio.

—¿Gerontius?

—«Este vaciamiento de todos los elementos constitutivos…». Mareado, quiero decir[41].

—No te preocupes. Tomaremos un té en Fullers en cuanto hayamos visto a Rosseter… Ya hemos llegado.

Subieron por aquella escalera polvorienta de madera, forrada con mediocres grabados deportivos y con caricaturas, obra de Du Maurier[42], que representaban luminarias legales apagadas muchísimo tiempo atrás. El despacho exterior, donde debería estar el pasante dickensiano, se encontraba vacío, así que ambos avanzaron sin tardanza hacia la puerta de cristal esmerilado que conducía al despacho del propio señor Rosseter. Cadogan se percató de que Fen llevaba la mano en el bolsillo que escondía la pistola, y que abría de un empujón la puerta sin pasar a la estancia inmediatamente. La amplia sala, con su techo bajo, estaba igualmente desocupada, y el gran escritorio que permanecía delante de los ventanales, mirando hacia Cornmarket, se encontraba vacío. Algunos de los pesados volúmenes de jurisprudencia habían sido extraídos de las estanterías, y dejaban al descubierto una pared falsa, con una puerta abierta en ella. Los rayos de sol, que entraban oblicuos por los ventanales, iluminaron una sala completamente vacía y abandonada.

—Debe de haberse escaqueado —dijo Cadogan sin sorpresa.

—Eso mismo pienso yo —dijo Fen. Entró en la sala.

—Arriba las manos, los dos —dijo una voz tras ellos—. De inmediato, por favor, o dispararé.

Cadogan se giró en redondo, y en aquella fracción de segundo vio el martillo de un revólver retrocediendo mientras alguien apretaba el gatillo, y se resignó —sin mucho entusiasmo— a la vida eterna. Pero no se produjo disparo alguno.

—Hacer eso ha sido estúpido, señor Cadogan —dijo Rosseter, con la voz aún temblorosa—. Debería recordar que no puedo correr el más mínimo riesgo.

El arma que sostenía tenía algo raro en el cañón… una especie de tubo perforado con agujeros, como si fuera un colador. La mano que lo sostenía relucía por el sudor, pero estaba perfectamente firme. El señor Rosseter ya no vestía la indumentaria de colores sombríos que constituyen el uniforme de su profesión; bien al contrario, iba vestido con un traje gris claro de raya diplomática. Sus ojos verdes tras las gafas se habían entrecerrado hasta formar apenas dos grietas, como cuando un meticuloso tirador apunta a su objetivo intentando atinar al máximo. Su calva coronilla, ligeramente apepinada en lo más alto, brillaba a causa de la reflexión de la luz, y Cadogan se percató por vez primera de que sus manos abotargadas, y cuidadosamente pulidas en la manicura, estaban cubiertas con un maquillaje rojizo apagado.

—Sabía que acabarían viniendo, tarde o temprano, caballeros —añadió—. Así que les esperé en el piso de arriba. Les alegrará saber que le he dado vacaciones a mi pasante: podemos, pues, hablar sin que nadie nos moleste. Vuelvan a entrar en mi oficina, por favor, y no se planteen siquiera bajar las manos. Estaré lo suficientemente lejos de ustedes como para que valga la pena que intenten nada. —Entró tras ellos, y Cadogan oyó cómo giraba la llave en la cerradura—. Debe permitirme que le alivie del peso de esa pistola, profesor. Déjela en el suelo, hágame el favor… Gracias. Señor Cadogan, me veo obligado a comprobar si usted… —Y recorrió con las manos el traje de Cadogan—. Acepten mis disculpas: —dijo el señor Rosseter sarcásticamente, una vez hubo concluido—. Ahora ya pueden bajar las manos, pero no hagan ningún movimiento brusco, por favor. Como ustedes podrán apreciar, estoy realmente nervioso. Manténganse en ese extremo de la sala, junto a la puerta. —Le dio una patada al arma de Fen, que resbaló bajo la mesa hasta acabar tras ella, y luego se sentó cautelosamente en su silla giratoria. Entonces descansó el cañón del revólver en el borde del escritorio, pero sin relajar la mano; eran dos contra uno, y, por lo que ellos sabían, aquel no era un hombre proclive a confiar en la Providencia—. Como inveterado aficionado al cine que soy —continuó—, soy consciente del peligro de tenerlos demasiado cerca. Desde donde estoy puedo dispararle a uno de ustedes sin que el otro disponga de tiempo siquiera para abalanzarse sobre mí antes de que yo pueda dispararle también. Y puedo asegurarles que tengo buena puntería… El año pasado, por ejemplo, gané el Campeonato Internacional Sueco, en Estocolmo.

—Esos detalles biográficos son increíblemente interesantes —dijo Fen en voz muy baja—, pero no es eso lo que nos ha traído aquí.

—Por supuesto que no —ronroneó el señor Rosseter—. Qué desconsiderado por mi parte. El hecho, caballeros, es que desde que me he enterado del estúpido fracaso —y aquí elevó la voz—, del estúpido fracaso de esos dos hombres, no he tenido un momento de sosiego. La noticia no me ha sentado bien, caballeros. Nada bien.

—Una lástima —dijo Fen.

—Pero yo sabía que vendrían a verme, así que, por supuesto, tenía que esperar. Se han convertido ustedes en un verdadero engorro. Tendría que haber solucionado este tema con ustedes directamente… Es decir, tendría que haberlos matado, aunque eso no fuera esencial para mi propia seguridad.

—Sinceramente, no veo cómo espera salir de esta.

—Bueno, en fin… En primer lugar, como ve, este revólver dispone de silenciador; en segundo término, tengo la posibilidad de ocultar sus cuerpos hasta que esté en disposición de ponerme fuera del alcance de la ley…

—Tenemos amigos, debería saberlo, que saben dónde estamos. Querrán saber qué ha sido de nosotros si no regresamos.

—Por supuesto que tienen amigos —dijo el señor Rosseter con aire benévolo. Parecía plenamente dispuesto a felicitarlos por ello—. No he pasado eso por alto, en absoluto. Recibirán un mensaje que diga que me han perseguido hasta… ¿Edimburgo, por ejemplo? Cualquier lugar lo suficientemente alejado de aquí como para que ellos no sospechen.

—¿Y usted?

—Dispondré del tiempo necesario para coger el avión nocturno en Croydon. En París cambiaré de identidad, y mañana a mediodía estaré en un barco cuya bandera pertenezca a un país con el que Gran Bretaña no tenga tratado de extradición… Ya ven, todo esto es demasiado pesado, y en absoluto se parece a lo que había planeado originalmente. Ahora no tendré tiempo para liquidar las propiedades de la señorita Snaith.

—¿Mató usted a la señorita Tardy? —preguntó Cadogan.

—Ahí está la injusticia de todo esto. —El señor Rosseter gesticuló ampliamente con la mano izquierda, como evocando los fantasmas de una intolerable persecución—. Yo no lo hice. Desde luego lo tenía completamente decidido, pero alguien se me adelantó.

Fen lo miró fijamente.

—¿Sabe usted quién fue?

El señor Rosseter comenzó a reírse entre dientes… Era la suya una risa sincera de verdadero placer, sin rastro de carcajadas siniestras.

—Pues da la casualidad de que sí… ¡Y se sorprenderán enormemente cuando se lo diga! Todo parecía tan complicado… tan inverosímil. Era casi un misterio, como esos que llaman de «sala cerrada». Exactamente: un «asesinato imposible». Pero yo lo resolví. —Volvió a dejar escapar aquella risilla ahogada—. Y el asesino… que, por supuesto, es uno de los legatarios… me va a pagar mucho por ello. El chantaje… un arte encantador. Mi huida, como comprenderán, será de todo punto irrelevante respecto a la disposición del dinero de la señorita Snaith. Se procederá a la ejecución del testamento de todos modos, y a su debido tiempo los legatarios secundarios recibirán sus herencias. Uno de ellos, en todo caso, no disfrutará mucho de ella, porque la mayoría de su dinero irá a parar a mis manos en otro país. Y si no es así, un amigo mío, amablemente, llevará un montón de interesantísima información a la policía. —Asintió en dirección a un archivador que estaba apoyado en un lateral del escritorio—. Esa información le será enviada en cuanto yo salga de Oxford.

—¿No se le ha ocurrido pensar —sugirió Fen— que los legatarios secundarios llamarán la atención de la policía cuando usted se vaya?

—Eso ocurrirá, desde luego. —El gesto del señor Rosseter fue condescendiente—. Pero ¿de qué los van a acusar? ¿De haberles matado a ustedes? Yo seré el culpable más evidente. ¿Del asesinato de la señorita Tardy? Pero ¿en qué puede fundamentarse? ¿Únicamente en las pruebas de esa cría, Carstairs? Mi querido señor, la policía no será tan idiota como para emitir siquiera una orden de detención. Yo diría que tuve mucho cuidado al asegurarme de que no existiera ninguna prueba de que la señorita Tardy hubiera regresado a este país. Ella cogió el barco en la costa francesa, en Dieppe, llegó a mediodía de ayer, y vino directamente a Oxford sin parar en ninguna parte y sin ver a nadie. Y, respecto a los revisores, funcionarios de aduanas y gente de esa ralea, aun cuando pudieran acordarse bien de ella (lo cual es sumamente improbable), un abogado inteligente podría liarlos y confundirlos de la manera más sencilla. Y, finalmente, el cadáver a estas horas está en un lugar del que será imposible recuperarlo. No, no… Los legatarios secundarios puede que tengan que sobrellevar algunas incomodidades, pero no tienen nada en absoluto que temer.

Por vez primera, Cadogan se percató claramente de que el señor Rosseter tenía verdaderas intenciones de liquidarlos: ahora que lo había contado todo, ya no había nada que hacer. Cadogan sintió repentinamente que el estómago se le descomponía; cada palabra que decía el señor Rosseter, cada nuevo dato que les ofrecía, era un clavo más que sellaba sus ataúdes. Sin embargo, miró por la ventana a la calle que tan bien conocía, y le pareció que apenas estaba preparado para asimilar su propia e inminente desaparición. Dos lógicas luchaban en su interior: la lógica del «desde luego estoy despierto, y, siendo así, es seguro que va a ocurrir lo que va a ocurrir» y la lógica del «estas cosas, simplemente, no pasan». Miró fijamente a Fen. Ya no había en sus gélidos ojos azules ni rastro de aquella habitual y fantástica ingenuidad; pero resultaba imposible decir en qué estaba pensando su compañero.

—Y ahora… —dijo el señor Rosseter—, querrán ustedes saberlo todo… Todo, desde el principio. Aún dispongo de media hora antes de tener que marcharme definitivamente, y ustedes merecen conocer todos los detalles, hasta el último. No necesito volver otra vez sobre las primeras circunstancias. Ya conocen ustedes los sentimientos que albergaba la señorita Snaith respecto a su sobrina, la señorita Tardy. Ya conocen ustedes lo excéntrica que era; y también habrán descubierto ustedes, sin duda, que yo fui nombrado en el testamento su legatario universal. En todo caso, a estas alturas ya se habrán dado cuenta de que, en este sentido, yo actuaba meramente como testaferro. Ahora sabrán la razón de esta disposición: se debe simplemente al prosaico hecho de que la señorita Snaith cambiaba a sus legatarios universales en su testamento con tanta frecuencia que la obligación de preparar nuevos testamentos constantemente se convirtió en un engorro para todo el mundo. Con la figura de un testaferro ella podía realizar todos esos cambios con mucha más comodidad. Naturalmente, en calidad de su consejero legal, yo deploraba un plan tan poco convencional, pero no hubo nada que hacer al respecto. Y la disposición final fue que yo redactaría un documento que le proporcionara la seguridad de que podía donar lo que quisiera a cualquiera que ella designara como heredero suyo. Se negó a darme sus nombres, pues, como ustedes sabrán, estaba absolutamente aterrorizada ante la posibilidad de una muerte violenta, y sin duda suponía que, si lo hubiera hecho, yo podría buscar a las personas que se hubieran convertido en objeto de sus benéficas intenciones e incitarlos a asesinarla. Semejantes infantilismos apenas son concebibles, claro está, pero esos son los hechos, en todo caso. Tras la muerte de la señora, yo recibí un documento con los nombres de los legatarios, y cuando transcurrieron los seis meses que la señorita Tardy marcó como plazo, me dispuse a publicar el anunció en el Oxford Mail. Entonces los agraciados recogerían sus garantías en el banco, y así conseguirían los documentos que por una parte demostrarían sus derechos mientras que por otra les asegurarían la herencia frente a posibles trucos por mi parte. Debería añadir que la señorita Snaith, que era una entusiasta de la obra de Edward Lear, decidió identificar a sus legatarios universales con nombres tomados de sus pequeños poemas humorísticos. Todos aparecían en el anuncio que ustedes vieron: Ryde, Leeds, West, Mold y Berlín.

Cadogan pensó en El enterramiento prematuro: ¿no era el héroe de aquella historia el que oía cómo martilleaban los clavos de su propio ataúd[43]?

—Yo publiqué el anuncio para la señorita Tardy en la forma exacta que precisaba el testamento —continuó el señor Rosseter. La pistola aún se mantenía firme sobre el borde del escritorio—. Entenderán ustedes que en aquellos momentos no albergaba intenciones criminales; solo pensaba que era una verdadera lástima que aquellas ingentes cantidades de dinero se desperdiciaran en don nadies con quienes la señorita Snaith se imaginaba que estaba en deuda por alguna trivial amabilidad. Y confieso que me molestaba profundamente que la señora hubiera considerado adecuado no dejarme nada a mí. Me temo que hay algo en mi pasado profesional, caballeros, que no resistiría una investigación medianamente minuciosa. No lo mencionaría si no fuera por el hecho de que lo que he dicho tiene una importante relación con lo que sigue.

Otro clavo.

—Tres días antes de que se cumpliera el plazo de los seis meses, recibí una carta de la señorita Tardy reclamando formalmente su herencia, y anunciando que había emprendido camino a Inglaterra. La carta estaba sellada en Dinkelsbühl, Alemania. Y alrededor de una hora después de recibir dicha carta, aconteció el hecho que puede considerarse el origen mismo de todo este asunto.

»Vino a verme un hombre… refirámonos de momento a él como Berlín. Había descubierto que yo era el abogado de la señorita Snaith, y había sido el destinatario de una de aquellas garantías que he mencionado; y, sumando dos y dos, había venido a preguntarme si también era yo uno de los beneficiarios del testamento. Por supuesto, yo le dije que no podía revelarle nada. Y entonces fue cuando aquel tipo sacó a relucir ese sucio asunto sobre mi pasado profesional.

»Resultó que aquel tipo había estado en América por las mismas fechas en las que yo vivía allí. Y se había enterado de algunos hechos que tenían que ver conmigo… suficientes, en cualquier caso, para hacer que mi vida profesional se resintiese gravemente si tales hechos llegaban al conocimiento del público. Me vi obligado, caballeros, a decirle todo lo que quería saber sobre el testamento y la señorita Tardy. La idea de que aquella extraordinaria cantidad de dinero se le pudiera escapar de las manos, obviamente, le debió de resultar intolerable. Al principio me exigió que ocultara la cláusula referente a la señorita Tardy, pero yo le dije, naturalmente, que eso que me pedía no solamente era absurdo, sino imposible. Luego sugirió que podríamos convencer a la señorita Tardy para que firmara un documento renunciando al dinero. Al final, las probabilidades de que semejante plan tuviera éxito se revelaron extraordinariamente remotas; cualquier documento de ese tipo que la señorita Tardy pudiera firmar tendrían que presentarlo los legatarios secundarios en los juzgados, y, naturalmente, allí investigarían las circunstancias en que se había producido dicha firma. Pero mientras él hablaba, yo estaba pergeñando mi propio plan, así que preferí no compartir con él esas dificultades. De hecho, simulé estar de acuerdo con todo lo que me proponía.

»Concertamos una cita para continuar hablando del tema más adelante, y él se marchó. Entonces me dispuse a poner en práctica mi propia idea. Telegrafié a la señorita Tardy, deslizando en mi mensaje algunos especiosos términos legales a fin de inducirla a venir directamente a mi despacho en cuanto llegara a Inglaterra; y, dos días antes, mediante la publicación de los anuncios, localicé al resto de los legatarios. A su debido tiempo, todos fueron pasándose por mi despacho; todos excepto uno. No necesito entrar en más detalles, salvo para decir que dos de aquellos individuos eran personas de dudosa reputación, y que la avaricia les indujo a convertirse en cómplices de este complot intimidatorio. Ambos me ofrecieron una sustanciosa porción de sus herencias como pago por mis servicios. Uno de ellos se ofreció incluso a proporcionar el escenario de la acción, una tienda de Iffley Road que sería temporalmente disfrazada de juguetería, de suerte que la señorita Tardy nunca fuera capaz de localizarla de nuevo cuando saliera de ella. Por lo que a mí concernía, todo aquel asunto no constituía más que una vulgar farsa. Los conspiradores irían enmascarados para evitar que posteriormente se reconocieran unos a otros. Yo me adherí a aquella pantomima sin dejarme de sorprender por la enorme estulticia que lo regía. Durante todo ese tiempo, si había algo que yo tenía claro era que lo único efectivo que podía hacerse con la señorita Tardy era liquidarla.

Cadogan oía el amortiguado rumor del tráfico, en el exterior, y contemplaba los rayos de sol lanzando destellos en las ventanas de un piso abandonado al otro lado de la calle. Un gorrión se posó en el alféizar, se esponjó las plumas, y luego se fue volando otra vez por donde vino.

—Es una lástima que las cosas hayan salido tan rematadamente mal —continuó el señor Rosseter con aire pensativo. En ningún momento había apartado el dedo del gatillo—. Una verdadera lástima. En primer lugar, fue una fatalidad que alguien matara a la mujer antes de que me fuera posible siquiera poner en marcha mi propio plan; en segundo término, que esa nena, Carstairs, regresara a la tienda y nos sorprendiera; y, en tercer lugar, fue mala pata que usted, Cadogan, anduviera husmeando por allí justo esa noche y viera el cadáver. Todas esas circunstancias fueron accidentes imprevisibles. En sí mismo el plan estaba cuidadosamente planeado, créanme. La señorita Tardy había telegrafiado comunicándonos la hora a la que llegaría, y la chica, Carstairs, actuaría, sin sospechar nada, como señuelo. No estaba previsto que me viera cuando llegara a la tienda de juguetes; solo se encontraría con nuestro amigo Berlín, que le daría un nombre falso. De ese modo, si algo salía mal, no me podrían relacionar en absoluto con el asunto. En cuanto a la carta, siempre podría jurar no haberla escrito. No es preciso que les moleste a ustedes con mis explicaciones sobre el tema, excepto para asegurarles que si algo iba mal y la desaparición de la señorita Tardy salía a la luz, entonces las mayores sospechas recaerían sobre los legatarios secundarios, y pocas o incluso ninguna sobre mí. Por supuesto, yo esperaba que todo fuera sobre ruedas y que la señorita Tardy simplemente desapareciera del mapa. Yo la mataría (naturalmente sin permitir que pareciera que yo lo había hecho), y luego les recordaría a todos el lío en el que estaban metidos. No soy un experto en muertes violentas, o en eso que los americanos llaman «montajes». Ellos simplemente estarían encantados (desde el punto de vista económico) de haber tapado el asunto, y todo resultaría perfecto.

»Pero como ustedes saben, el plan acabó yéndose al traste. —El señor Rosseter se levantó y avanzó hasta un lateral del escritorio—. Aunque permítanme que les cuente antes lo que ocurrió en realidad. Y también que les revele los nombres de todas las personas implicadas… Es ridículo continuar con este absurdo infantilismo de los pseudónimos. —Su silueta se recortó como una sombra negra contra la ventana—. En primer lugar tenemos a…

Algo como una especie de estallido se oyó en la calle. El señor Rosseter se detuvo en mitad de la frase. Sus ojos se enturbiaron, como farolas empañadas repentinamente por la lluvia. Entonces su boca se abrió, y de una de las comisuras cayó un hilillo de sangre. Se desplomó hacia delante sobre el escritorio, y desde allí resbaló hasta el suelo. Cadogan se descubrió mirando atónito el redondo agujero que se recortaba limpiamente en el cristal de la ventana.