Fen permaneció alegremente imperturbable, a pesar de aquella declaración tan frustrante.
—Por lo que deduzco, estuvo usted allí cuando la señorita Tardy fue asesinada…
—¿Sabe usted quién era? —le interrumpió Sally—. ¿Se ha encontrado ya el cadáver?
—Se ha encontrado —dijo Fen ampulosamente—, aunque se ha vuelto a perder. Sí, nosotros sabemos algo al respecto, aunque no mucho. En fin, escuchemos su historia… desde el principio. —Se volvió hacia Cadogan—. Supongo que no hay posibilidad alguna de que hubiera sido un accidente, o un suicidio. Considerando todas las circunstancias adyacentes, resulta bastante improbable, pero así también podemos despejar el terreno todo lo posible desde este momento.
Cadogan, retrotrayendo su pensamiento hacia la oscura y agobiante salita de Iffley Road, sacudió la cabeza.
—Desde luego, no fue un accidente —dijo lentamente—. Aquel cordel alrededor de su cuello había sido cuidadosamente anudado. Respecto a un suicidio… ¿es que acaso es posible suicidarse de esa manera? En fin, oigamos lo que la señorita… la señorita…
—Sally Carstairs —dijo la muchacha—. Pero llámenme Sally. Todo el mundo me llama Sally. Así que quieren oír lo que ocurrió. Caracoles, es extraño, pero de verdad tengo que decirles que… ¿tienen un cigarrillo?
Fen sacó su cajetilla, y le tendió un encendedor. Sally permaneció en silencio durante unos instantes, frunciendo el ceño un poco y expulsando el humo lentamente. El sol de la tarde resplandecía en su pelo rubio, perfilando claramente su enérgica y pequeña barbilla. Parecía un tanto confusa, pero ya no parecía temer nada. Wilkes regresó de su infructuosa búsqueda de alcohol y, tras ser conminado por Fen a guardar silencio, se sentó y se quedó callado con sorprendente docilidad. Hoskins parpadeó con sus ojos grises, soñolientos y melancólicos. Cadogan estaba intentando colocarse bien el vendaje. Y Fen apoyó su delgada y larguirucha figura contra el alféizar de la ventana, con las manos metidas en los bolsillos, un cigarrillo en los labios, y su pálida mirada azul escrutando el rostro de la chica.
—Verán, en verdad todo comenzó hace más de un año —dijo Sally—. Fue en julio, creo, y hacía mucho calor. Faltaban solo dos días para que empezara mi quincena de vacaciones. Sé que era un martes, también, porque siempre estoy sola en la tienda los martes por la mañana. Recuerdo que quedarían solo cinco minutos antes de que llegara la hora de comer…
En el gran escaparate zumbaba con insistencia un moscardón, como la alarma de un reloj que se niega a callarse. El volumen del tráfico en Cornmarket ya había menguado. El sol resplandecía en la ropa interior rosa y azul del escaparate, consiguiendo que su color palideciera gradualmente, pero el interior de la tienda era oscuro y cavernoso y triste. Sally, que estaba doblando unas cuantas bragas negras de seda en una enorme caja de cartón roja, se detuvo para echarse hacia atrás un mechón de pelo que se le había derramado por la frente, y luego continuó con su trabajo. ¿Cómo era posible que alguien pudiera ponerse aquellas cosas tan espantosas? Era algo que no le cabía en la cabeza. En fin, menos mal que ya era casi la hora de comer. Aquella era su tarde libre; en un par de minutos podría cerrar la tienda, dejarle la llave a Janet Gibbs en el número 27 y marcharse a casa a hacerse la comida. Luego, por la tarde, iría en coche hasta Wheatley con Philip Page, que era un tipo bastante seguro de sí mismo, aunque también algo patético, y por la noche iría con Janet a ver una película. Desde luego su plan no era precisamente lo que uno podría considerar una juerga desenfrenada, pensó, pero al menos no tendría que estar en la tienda y, en cualquier caso, pronto cogería las vacaciones y se podría marchar lejos de Oxford durante un tiempo. Esperaba que a nadie se le pasara por la mollera la idea de entrar a comprar nada en aquel momento. Eso significaría cerrar más tarde y, por tanto, tener que engullir la comida a toda prisa e ir corriendo al Lamb & Flag para encontrarse con Philip y que así le diera tiempo a tomar algo antes de marcharse de allí, lo que supondría que no tendría apenas tiempo para…
Un coche enorme se detuvo junto a la entrada. Sally no pudo reprimir un suspiro cuando oyó el chasquido del picaporte en la puerta. Aun así, esbozó su mejor sonrisa y se adelantó para ayudar a la anciana que se recortaba en la entrada de la tienda colgada del brazo de un tipo con uniforme de chófer. Desde luego, aquella era una anciana absolutamente espantosa; estaba gordísima, para empezar, y tenía una enorme nariz en medio del rostro, de tonos marronáceos y surcado por mil arrugas profundas; parecía una bruja, y, es más, tenía los modales de una bruja, pues, no bien lograron acomodarla entre los dos, ella empezó a comentar con sosa petulancia la torpeza de Sally y del chófer.
—Bueno, nena —ordenó—. A ver, enséñame pañuelos.
Estuvo viendo algunos pañuelos que Sally le mostró. Estuvo viendo pañuelos y más pañuelos hasta que a Sally le entraron ganas de empezar a gritar. Ninguno le gustaba. Todos tenían algún defecto. El tejido de este era de una calidad pésima; el tamaño de este otro más bien lo asemejaba con una sábana; las puntillas en estos otros eran ridículas y excesivamente elaboradas o toscas; aquellos otros eran tan simples que solo le servirían para tapar los botes de mermelada; el dobladillo de estos de más allá estaba fatalmente cosido y se deshilacharía al momento; y aquellos serían perfectos, si no tuvieran esas iniciales en la esquina. El reloj siguió avanzando lentamente, hasta la una y cuarto, hasta la una y veinte… El chófer, que estaba evidentemente acostumbrado a ese tipo de manejos, miraba el techo. Y Sally, dominando su impaciencia con extrema dificultad, procuraba sonreír, y se mostraba educada y acudía rauda de las estanterías al mostrador, cada vez con más cajas de pañuelos. Pero estaba ya a punto de perder el control cuando de repente la anciana señora dijo:
—Bueno, no creo que aquí tengan lo que yo quiero. Todo esto me ha cansado muchísimo. Tengo que cuidarme, por la cosa del corazón, ¿sabe usted? —Aquella tímida exhibición de debilidad repugnó a Sally—. ¡Jarvis! —El chófer avanzó unos pasos—. Ven y ayúdame a salir de este cuchitril.
Pero cuando se estaba marchando se volvió otra vez hacia Sally, que ya calculaba el retraso adicional que le supondría volver a colocar todos los pañuelos en su lugar, y exclamó de repente:
—Supongo que la he entretenido espantosamente, querida. Estará deseando irse a comer.
—No se preocupe, señora —dijo Sally, sonriendo (con algún esfuerzo, debe admitirse)—. Siento mucho que no haya nada en la tienda que le agrade.
La anciana la miró atentamente durante unos instantes.
—Eres una niña muy amable —dijo—. Muy amable y muy considerada. Me gusta la gente amable y considerada. No se encuentra mucha gente así en estos tiempos. Me pregunto si…
Unos arañazos al otro lado de una puerta privada de la tienda, tras el mostrador, la interrumpieron; y Sally se asustó al ver que la anciana se sobresaltaba y temblaba violentamente.
—¿Qué es eso? —musitó.
Sally retrocedió unos pasos hasta la puerta.
—Oh, solo es mi perro —dijo, también ella sobresaltada por la violenta reacción de la anciana—. Es Danny. Supongo que querrá su comida…
—Oh… —La anciana se calmó al fin, si bien con alguna dificultad—. Déjalo entrar, querida.
Sally abrió la puerta, y Danny, que entonces era una adorable mascota de seis meses, corrió alegremente hacia ellos.
—Vaya, vaya… —dijo la anciana—. ¿Qué tenemos aquí? Un perrito pequeño y moteado. Jarvis, cógelo para que pueda acariciarlo un poco. —El chófer obedeció, y Danny, cuyo aprecio por los seres humanos era en aquel momento prácticamente universal, le lamió efusivamente la nariz a la anciana dama.
—Aquí está mi pequeñuelo… —La vieja comenzó a reírse entre dientes de repente—. Y tú… tú eres la joven señorita de Ryde, ¿no es así? —le dijo a Sally.
Sally, sin saber qué hacer, volvió a sonreír, esta vez de un modo ostensiblemente falso.
—¿Estarás aquí mañana, niña, si yo vuelvo? Te aseguro que esta vez no vendré buscando pañuelos.
—Sí, claro. Aquí estaré.
—Te veré mañana, entonces. Ahora, no quiero entretenerte más… Jarvis, cógeme del brazo. —Y, lentamente, la anciana salió de la tienda, cojeando.
Y, por el momento, eso fue todo. Pero al día siguiente la anciana regresó, tal como había prometido, anotó el nombre y la dirección de Sally, y le entregó un sobre.
—Guarda esto, hija mía —le dijo—. Y no lo pierdas. ¿Lees el Oxford Mail?
—Sí.
—Continúa leyéndolo, entonces. Mira en los anuncios por palabras todos los días sin falta. Cuando veas el nombre de Ryde (no tu nombre verdadero, sino el de Ryde) en un anuncio, coge este sobre y llévalo a la sucursal del Lloyds Bank y dáselo al director; él te dará otro a cambio. Lleva ese sobre a la dirección que ponga en el anuncio. ¿Me has entendido?
—Sí, lo he entendido, pero…
—Es una pequeña minucia que quiero dejarte cuando yo me muera. —Los gestos de la anciana eran curiosamente enfáticos—. No vale más que unos pocos chelines, pero quiero dejártelo a ti en mi testamento. Lo que te dejo tiene un gran valor sentimental para mí. Y ahora, ¿me prometes que harás todo lo que te he dicho?
—Sí, lo prometo. Es muy amable por su parte…
—¿Lo prometes bajo tu palabra de honor?
—Lo prometo bajo mi palabra de honor.
Dejó el sobre en un cajón, sin abrir, y solo se acordaba de él por las mañanas, cuando leía la columna de los anuncios por palabras en el Oxford Mail. Aquello se convirtió en una especie de ritual absurdo, pero continuó haciéndolo de todos modos, porque no representaba para ella ninguna molestia, y, además, no le llevaba apenas tiempo; hasta que, un día, se sorprendió al descubrir que se le había olvidado leerlo y, pensando que habían tirado el periódico a la chimenea, se puso realmente muy nerviosa. Lo cual, desde luego, era de todo punto absurdo, porque aquel asunto recordaba más bien a un cuento de hadas madrinas, y no a algo que mereciera la pena siquiera tener en cuenta. Por lo que a ella concernía, y en lo más profundo de su corazón, había decidido ya que aquella anciana no debía de estar en sus cabales.
Las cosas sucedieron tal y como la anciana había dicho, paso a paso, como si todo formara parte de un plan cuidadosamente orquestado: a cambio de su sobre, en el banco le dieron otro más grande y abultado, este de color marrón. Así que cuando volvió a salir al bullicio de Carfax estaba un tanto aturdida, presa de un onírico sentimiento de irrealidad. Se dirigió inmediatamente a la dirección que ponía en el anuncio, pero la oficina estaba cerrada porque era la hora de la comida, así que tuvo que regresar más tarde aquel mismo día.
El señor Rosseter le disgustó vagamente desde el mismo momento en que lo vio. Sin embargo, aun con profundo disgusto, finalmente decidió dejarle el sobre y hacer lo que la anciana dama le había encargado. El señor Rosseter se mostró muy educado, muy obsequioso; le hizo mil preguntas sobre su empleo, sobre su familia, sobre su sueldo. Y finalmente añadió:
—Bueno, he de decirle que tengo muy buenas noticias para usted, señorita Carstairs: sepa que se le ha legado una importantísima suma de dinero. Según el testamento de la señorita Snaith…
Sally lo miró sorprendida.
—Se refiere usted a la anciana que…
El señor Rosseter afirmó con la cabeza.
—Me temo que no estoy al corriente de las exactas circunstancias en las que usted conoció a la señorita Snaith. En cualquier caso, estos son los hechos. Tendrán que transcurrir otros seis meses antes de que se verifique la herencia, pero puede estar segura de que me pondré en contacto con usted tan pronto como me sea posible.
—Pero debe de haber algún error…
—No hay ningún error en absoluto, señorita Carstairs. Estos documentos demuestran y prueban sus legítimos derechos. Por supuesto, habrá alguna demora hasta que usted pueda recibir efectivamente el dinero, pero no me cabe la menor duda de que el banco le anticipará cualquier cantidad que pueda usted necesitar.
—Mire… —dijo Sally desesperada—. Solo he visto a esa señorita… señorita Snaith dos veces en mi vida. Vino a la tienda como una clienta más. Caracoles, ¿me está diciendo usted ahora…? ¿Qué me ha dejado dinero solo porque estuvo viendo unos pañuelos en mi tienda y no compró ninguno?
El señor Rosseter se quitó las gafas con un movimiento brusco, las limpió concienzudamente con un pañuelo que extrajo de la manga, y se las volvió a colocar sobre la nariz.
—Mi difunta clienta era una dama extremadamente excéntrica, señorita Carstairs… ciertamente, muy excéntrica. Sus actos rara vez coincidían con lo que la mayoría de la gente consideraría razonable.
—Me está dejando anonadada —dijo Sally—. Pero, de todos modos, ¿por qué todo este lío de los sobres y del anuncio? ¿Por qué no me lo pudo dejar simplemente, como hace todo el mundo?
—Ah, aquí hemos topado con otra de las facetas de su excentricidad. Verá, la señorita Snaith vivía obsesionada por el constante temor a ser asesinada. Era una extraña manía suya. Tomó las precauciones más complejas, y, de hecho, se veía atormentada por una especie de síndrome persecutorio, incluso en lo que se refería a sus propios criados y familiares. Por tanto, ¿qué más natural que dejarle el dinero a extraños que no supieran nada del asunto de antemano? Así, aunque tuvieran quizá una predisposición al asesinato, no tendrían ninguna tentación, digamos… de precipitar las cosas.
—Eso es cierto —dijo Sally, intentando hacer memoria—. Ahora recuerdo que la señora me dijo que planeaba dejarme una minucia. ¡Qué persona tan extraña…! Lo siento mucho por ella, desde luego. —Se detuvo—. Mire, señor Rosseter: no quiero parecer curiosa, pero todavía no comprendo qué…
—¿Qué tiene que ver aquí todo el asunto de los sobres? Muy sencillo. La señorita Snaith decidió dejar su dinero en forma de fideicomiso secreto… es decir, en el testamento yo fui designado nominalmente como su heredero. Los herederos reales, como usted, tendrían que solicitarme a mí, posteriormente, su herencia. Los documentos que usted tiene ya en su poder, y de los que cumplidamente guardamos duplicados en el banco, se redactaron y se cumplimentaron para asegurarnos de que yo no iba a intentar engañarla a usted con su herencia.
El señor Rosseter se permitió una discreta risilla.
—Ah… Ah, ya comprendo… —dijo Sally. En realidad no comprendía nada.
Recogió su bolso y ya se disponía a marcharse cuando algo se le pasó por la cabeza.
—¿Y cuánto dice que voy a heredar?
—En torno a las cien mil libras, señorita Carstairs.
—Yo… creo… creo que no he oído bien…
El señor Rosseter le repitió la cifra. Sally, simplemente, se quedó muda: jamás en su vida se le había ocurrido siquiera soñar con una cantidad semejante. ¡Cien mil libras! Era una cifra astronómica, increíble para ella. Sally no era egoísta, ni proclive a los caprichos, pero ¿qué chica, en un momento como ese, no habría tenido una celestial visión poblada de vestidos, coches, viajes, comodidad y lujo? En todo caso, Sally la tuvo. En sus imaginaciones más calenturientas, quizá se le habría pasado por la cabeza heredar cien libras. Y eso como mucho.
Se volvió a sentar de nuevo, esta vez bastante precipitadamente, pensando que aquello era un sueño.
—Convendrá conmigo en que se trata de una fortuna bastante considerable —añadió amistosamente el señor Rosseter—. La felicito, señorita Carstairs. Por supuesto, necesitará usted a alguien que se ocupe de manejar sus finanzas. ¿Le puedo ofrecer humildemente mis servicios?
—Yo… sí, supongo que sí. Claro. Esto supone una tremenda conmoción para mí, ¿sabe?
Desde luego, y vaya conmoción. Tanta, que cuando Sally abandonó el despacho del señor Rosseter tuvo que repetirse una y otra vez que, después de todo, la conversación había sido real. Era como intentar persuadir a una persona de algo que simplemente suena a imaginario; y, al mismo tiempo, no acabar de creérselo del todo ni uno mismo. Fue por un curioso e irracional sentimiento supersticioso por lo que decidió no contar nada de todo aquello a nadie, ni siquiera a su madre. Sally había tenido ya cumplida experiencia a lo largo dé su vida en materia de venta de pieles de osos que no habían sido aún cazados, y conocía de primera mano el desencanto que con tanta frecuencia se producía después. De modo que, por el momento, decidió continuar con su vida habitual.
Entonces, a la mañana siguiente, llegó una carta para ella. La dirección del membrete era 193A Cornmarket, y aparte de la firma, toda ella estaba mecanografiada. Decía así:
Apreciada señorita Carstairs:
Espero que perdone usted mi atrevimiento al dirigirme a usted de este modo, pero me preguntaba si podría hacerme usted un favor. Otra de las beneficiarias del testamento de la señorita Snaith, una tal señorita Emilia Tardy, tiene planeado llegar a Oxford esta misma tarde en tren, y es vital que yo mantenga un encuentro con ella cuanto antes. La señorita Tardy no conoce Oxford y, es más, se trata de una anciana bastante desvalida. ¿Lo considerará un atrevimiento si le pido que vaya a buscarla usted y la conduzca a mi piso, sito en el número 474 de Iffley Road? Por supuesto, yo mismo me encargaría de hacerlo, pero me temo que ineludibles deberes me mantendrán encerrado hasta muy tarde en la oficina, y mi pasante, a quien habría enviado si me hubiera sido posible, disfruta de su semana de vacaciones.
El tren llega a las 10.12. A fin de identificarla, la señorita Tardy es una señora de mediana edad, bastante rellena, y luce unos característicos quevedos. ¿Sería usted tan amable de hacerme este favor? No se moleste en contestar esta carta; si por alguna razón no puede usted encargarse, llámeme por favor a mi despacho: Oxford 07022.
Le ruego humildemente que me disculpe por las molestias que haya podido causarle,
Sinceramente,
AARON ROSSETER
Sally, que en aquel momento vivía en una nube, naturalmente estaba en disposición de hacerle aquel favor al señor Rosseter, así que acudió a la estación aquella noche, tal y como él le había pedido.
En el saloncito del cottage, Sally levantó la mirada y observó los rostros expectantes de todos los presentes.
—No sé si lo estoy embrollando todo espantosamente… —añadió en tono de disculpa.
—Por supuesto que no, por supuesto que no —dijo Fen con voz grave—. De hecho, algunos importantes extremos que desconocíamos lucen ahora claros como el agua cristalina.
—¡Serán sinvergüenzas! —exclamó Wilkes en lo que pareció una sorprendente declaración de fervor ético. Cadogan le había esbozado la situación mientras Hoskins ponía en práctica sus ardides.
—¿Y qué hizo usted con esa carta? —preguntó Fen.
—La tiré, me temo —dijo Sally con gesto de impotencia—. No pensé que fuera muy importante…
—Oh… —murmuró Fen—. Bueno, ya no tiene remedio. Ya sabe, solo quería estar seguro respecto a ciertos datos. Hoy es cinco de octubre… Esperen, solo será un minuto. —Desapareció por el vestíbulo, donde se le pudo escuchar hablando por teléfono, y unos instantes después regresó—. Justo lo que pensaba —dijo—. He estado hablando con el Oxford Mail a fin de que revisasen sus archivos. Ocurre que la señorita Snaith abandonó este mundo miserable hace exactamente seis meses y un día; esto es, el cuatro de abril de este mismo año.
—Así que los derechos de la señora Tardy prescribieron ayer a medianoche… —apuntó Cadogan.
—En efecto… ayer a medianoche. Pero lo más interesante del asunto es que el anuncio de Rosseter, que debería haberse publicado hoy, se publicó de hecho antes de ayer… ¿no estoy en lo cierto? —Sally asintió—. Esto es, justo dos días antes, de que el plazo venciera. Pero continúe Sally. Aún no hemos llegado a lo más interesante, ¿verdad? Tome otro cigarrillo.
—Ahora no quiero, gracias. —Sally frunció el ceño—. No, lo peor está por venir. Anoche, tal como Rosseter me pidió, yo acudí a la estación. Encontré a la señorita Tardy sin dificultad, y le expliqué que iba de parte del señor Rosseter. Me dio la impresión de que a ella mi aparición le pareció muy natural. Cogimos un taxi y bajamos hasta Iffley Road… El tren llegó con diez minutos de retraso, por cierto, y, por supuesto, para entonces ya era bastante de noche. Me caía bien la señorita Tardy: había viajado muchísimo, al parecer, y contaba cosas muy interesantes de sus viajes, y hablaba mucho, también, de los hospicios de niños, en cuyo sostenimiento estaba muy interesada. Yo no le dije nada del testamento.
»Bueno, resultó que el piso del señor Rosseter estaba justo encima de una juguetería pequeñísima, algo que me extrañó bastante. Nos dirigimos a la puerta de la juguetería, que estaba en penumbra, y subimos las escaleras que había al fondo, como él me había indicado. Una vez arriba, nos quedamos en un pequeño saloncito que daba a la calle. Parecía un lugar bastante polvoriento e inhóspito, aunque no hubiera nadie allí para recibirnos. Pero yo pensé que a lo mejor nos habíamos metido en la habitación equivocada, así que le dije a la señorita Tardy que se quedara allí sentada un minuto… No estaba muy bien de salud, la pobrecita, al parecer, y aquellas escaleras la habían dejado exhausta. Así que fui a la puerta que había al lado y llamé con los nudillos. Entonces me llevé un susto espantoso, porque, no bien se abrió la puerta, se me echó encima un hombre con la cara toda recubierta de vendajes: les juro que yo no sabía quién era. Pero, al ver que yo me asustaba tanto, me explicó que había tenido un accidente y que había sufrido horribles quemaduras en la cara. También me dijo que el señor Rosseter aún no había regresado. Luego se disculpó por el estado en el que se encontraba el piso… Dijo que un depósito se había reventado en casa del señor Rosseter y que había tenido que trasladarse temporalmente a aquel lugar tan alejado del centro. Luego me contó que el señor Rosseter le había pedido que se ocupara de la señorita Tardy hasta que él llegara. Recuerdo que dijo llamarse señor Scadmore, o algo parecido; así que yo lo llevé junto a la señorita Tardy, los presenté a ambos, y poco después me marché. O mejor dicho… intenté hacerlo. En realidad todo aquello me estaba empezando a parecer de lo más raro… Tenía una especie de intuición, digo yo. De pronto se me pasó por la cabeza que la señorita Tardy quizá estaría más segura fuera de aquella casa. Así que cerré con un sonoro portazo la puerta de la juguetería (no se imaginan cómo chirriaba la maldita), y decidí quedarme en el interior de la tienda, medio oculta, y esperar a ver qué pasaba. El suelo crujía como mil demonios y yo no sabía lo que estaba haciendo allí realmente. Por alguna razón, estaba preocupada.
»La primera cosa de la que me di cuenta fue que había más gente en la casa, además de la señorita Tardy y del hombre que se hacía llamar Scadmore. Oí un montón de charlas y paseos de un lado para otro, y luego un largo silencio. Tras unos veinte minutos, se produjo un ajetreo de mil demonios. Yo quise ver qué estaba ocurriendo, así que subí cuidadosamente las escaleras intentando hacer el menor ruido posible. Y entonces, antes de que pudiera esconderme de nuevo, el señor Rosseter bajó las escaleras y, con él, un hombre y una mujer. Ambos con máscaras en la cara.
»Se quedó muerto cuando me vio. Se dirigió a mí con voz temblorosa: «Ah, todavía está usted aquí, ¿eh?». Se sobrepuso. «Ha sido usted una estúpida quedándose. Pero ahora será mejor que suba usted y vea lo que ha ocurrido». Yo estaba aterrorizada, pero pensé que sería mejor hacerle caso y ver qué le había pasado a la señorita Tardy. Cuando llegué al saloncito, ella… ella estaba tendida en el suelo. Tenía la cara azul, toda hinchada, y alguien la había anudado un trozo de cuerda alrededor del cuello. El hombre con la cara vendada estaba inclinado sobre ella. El… el señor Rosseter dijo: «Ha sido asesinada, ya lo ve. Pero usted va a ser buena y no va a decir nada… No hablará jamás a nadie de esto. Se va a quedar calladita, va a coger su dinero y si se olvida de todo nadie la importunará. Ya lo ve: solo conseguiría su dinero si ella no lo reclamaba antes de la medianoche. Y por suerte ha sido asesinada antes de que pudiera hacer una reclamación legal en tiempo y forma». Hablaba muy deprisa, atropelladamente, con una voz turbia y monótona. Me di cuenta de que sudaba horrorosamente. Todos los demás habían apartado su mirada de mí. Ninguno se movía. Yo estaba encogida y me sentía polvorienta. Me había tirado un buen rato escondida en la tienda de abajo. Me sentía completamente entumecida, como si miles de insectos recorrieran mi piel, arriba y abajo.
Sally se estremeció.
—Rosseter me dijo: «A lo mejor es usted quien ha matado a la señorita Tardy. No lo sé. Creo que le viene a usted de perlas que la señorita Tardy muera. La policía querrá saberlo todo al respecto; sobre todo querrán saber por qué estaba usted aquí». Yo le dije: «Pero si usted mismo me dijo que viniera…». Él me contestó: «Yo lo negaré. ¿A quién creerá la gente? En cuanto a la carta, yo siempre puedo decir que alguien falsificó mi firma, y usted no podrá probar lo contrario. Todas estas personas que ve aquí jurarán que usted sabía perfectamente lo que hacía: que trajo a la señorita Tardy hasta este piso abandonado para acabar con ella. Recuerde que yo no saco ningún beneficio de su muerte. Usted sí. Me creerán a mí, no a usted. Así que hágame caso; lo mejor que puede hacer es estarse calladita. Nosotros nos ocuparemos de todo. Váyase a casa y olvídese de esta señora. Olvídese de que existió. Olvídese de nosotros». Entonces yo… yo…
—Entonces se fue usted a casa —apuntó Fen con voz tranquila—. Y se comportó como una buena chica, ¿no es así?
—He sido una cobarde, una miserable —dijo Sally entre sollozos.
—Bobadas. De estar en su pellejo, yo habría huido directamente del país. ¿Ocurrió algo más?
—No, eso fue todo, de verdad. Lo he contado muy mal. Oh, creo que el hombre de los vendajes en la cara era un médico: uno de los otros lo llamó «Berlín». Es uno de los nombres que venían en el anuncio, ya sabe. Esos hombres que ustedes ahuyentaron me dijeron que él había encontrado algo que me exculparía. Tenía que venir con ellos. Recuerdo que era muy delgado.
Fen asintió.
—¿Y qué me dice de los otros dos?
—Yo estaba demasiado aterrada, la verdad, como para fijarme bien en ellos. La mujer era gorda, y más bien vieja, y el hombre era un ser bastante esmirriado, casi un enano. Por supuesto, no pude ver sus rostros.
—¿Sharman? —sugirió Cadogan.
—Probablemente —dijo Fen—. Con eso tenemos a Berlín, y a Mold, y a Leeds (que era presumiblemente la mujer), y a Ryde, que es usted, Sally; y eso nos deja solamente a West fuera de la nómina. ¿Puede decirnos algo sobre las horas en que ocurrió todo…?
Sally sacudió la cabeza.
—Lo siento. Todo debió de ocurrir entre las once y las doce… Oí cómo daban las campanadas de la medianoche mientras caminaba de vuelta a casa.
Se produjo un largo silencio. Entonces Cadogan le dijo a Fen:
—¿Qué crees tú que ocurrió?
Fen se encogió de hombros.
—Clara y sencillamente se trató de un complot orquestado por algunos de los otros legatarios, a incitación de Rosseter, para matar a la señorita Tardy y evitar así que reclamara su herencia. Una vez fuese asesinada, se desharían del cuerpo. Presumiblemente así ha sido. Todo obedecería a un plan ideado al milímetro. Usted, Sally, cumplió el inocente papel de llevar a la señorita Tardy a la juguetería para evitar que cualquiera de los verdaderos conspiradores pudiera resultar siquiera remotamente implicado en la trama. Nadie debía albergar la menor sospecha respecto a ellos. Y después… —aquí sonrió sombríamente—, bueno, usted ni siquiera se atrevería a pensar en ello, ¿no? Si lo hacía, Rosseter negaría haber escrito esa carta, lo negaría todo. En esas circunstancias, sin ningún corpus delicti y con una juguetería que se desvanece en el éter sin dejar rastro, ¿qué tipo de caso podría formalizarse contra nadie… y lo que es más importante, por qué crimen? Desafortunadamente, todo salió mal: (a) Usted se quedó en la juguetería en vez de largarse; (b) Cadogan metió el hocico donde no debía y encontró el cadáver; y (c) Cadogan fue visto después persiguiéndola a usted con la obvia pretensión de obtener información. Siendo esta la situación, no podían permitir que usted anduviera por ahí así como así; usted tenía que desaparecer también. Querida mía, ha estado muy cerca de convertirse en la siguiente víctima de este complot. Lo único que me resulta incomprensible es por qué Rosseter estaría tan nervioso al verla, y por qué sospecharía de usted como responsable de la muerte de la señorita Tardy. Eso más bien sugiere… No, no sé lo que sugiere. En fin, me vuelvo a Oxford. Creo que conviene tener otra conversación con Rosseter… Y de camino pararé en el college y cogeré mi pistola.