5
EL EPISODIO DE LOS CONOCIMIENTOS IRRELEVANTES

Considerando el asunto algún tiempo después, mientras se lo desgranaba tediosamente a auditorios escépticos o francamente incrédulos, Cadogan llegó a la convicción absoluta de que aquel fue, con mucho, el episodio más extraordinario e improbable de toda la historia. Es verdad que su percepción exacta de las cosas estaba un tanto distorsionada por la cerveza; y no es menos cierto que lo improbable tiene una relevancia menor en la ciudad de Oxford que en cualquier otro lugar del planeta. Pero aun así, incluso en aquel momento, a Cadogan le pareció que un poeta y un profesor obcecados en peinar todas las tiendas de la ciudad en busca de una muchacha bonita y de ojos azules que fuera dueña de un pequeño perro moteado, con la esperanza de que su descubrimiento pudiera arrojar alguna luz sobre la desaparición de una juguetería fantasma en Iffley Road, difícilmente podrían considerarse miembros durante mucho tiempo de una sociedad regida por la cordura y la dignidad. En todo caso, era evidente que Gervase Fen no tenía semejantes escrúpulos; confiaba en que Hoskins pudiera mantener a buen recaudo al señor Sharman durante todo el tiempo que se le había encomendado; confiaba también en que el anuncio del señor Rosseter tuviera algo que ver con la muerte de la señorita Tardy, y que él lo hubiera interpretado correctamente; confiaba, en suma, en que no se les escapara la bonita dependienta, de ojos azules y con un pequeño perro moteado, sobre todo en una ciudad del tamaño de Oxford. (Cadogan, por el contrario, era de la opinión de que la muchacha podría eludirlos indefinidamente solo con proponérselo). Y, en cualquier caso, parecía como si Fen no tuviera otra cosa que hacer en el mundo más que buscarla.

Su plan era que cada uno de ellos bajara por una acera de George Street, entrando en todas las tiendas que se encontraran por el camino, y preguntaran por dependientas atractivas y de ojos azules; y donde se constatara que había una, debían realizar las preguntas pertinentes sobre sus mascotas de acuerdo con las circunstancias dadas; aquel procedimiento, por último, debería extenderse absolutamente a todo el centro comercial. Plantado en medio de la acera atestada de gente, y escuchando cómo los relojes daban los cuartos tras el mediodía, Cadogan se reafirmó aún más en su pertinaz melancolía; en cualquier caso, reflexionó, sin duda sería arrestado antes de que lograra plantar un pie en la calle comercial.

—La quintilla de Ryde es la única que hace referencia a una muchacha joven —recalcó Fen, mirando una pizca desanimado lo larga que era George Street—, así que debe de ser la chica de la que Sharman hablaba. Nos encontraremos al final de la calle y allí pondremos en común nuestros resultados.

Así que comenzaron. La primera tienda que le correspondió a Cadogan era un despacho de tabacos, atendido por una mujer oronda y teñida, de edad incierta. A Cadogan le pareció que las dificultades de la empresa se veían enormemente aumentadas por diversas consideraciones, a saber: (a) no podían tener certeza alguna respecto a los cánones de belleza femenina manejados por Sharman, y (b) es imposible discernir el color de ojos de una persona sin acercarse a corta distancia a fin de escudriñarlos convenientemente. Simulando que era corto de vista, se aproximó a pocos centímetros de la cara de la mujer teñida. Esta se echó hacia atrás con cara de susto y le mostró una sonrisa forzada. Al final, Cadogan decidió que sus ojos igual podían ser azules que verdes.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor? —preguntó.

—¿No tendrá usted, por un casual, un perro pequeño, quizá uno de esos peludos con manchas?

Para su sorpresa, la mujer dejó escapar un pequeño gritito y exclamó:

—¡Señor Riggs! ¡Señor Riggs!

Un joven mozalbete nervioso, embadurnado de brillantina y embutido en un traje matutino notablemente arrugado surgió desde la parte trasera de la tienda.

—¿Qué pasa, señorita Blunt? —dijo—. ¿Por qué grita?

La señorita Blunt señaló con un dedo tembloroso a Cadogan y dijo débilmente:

—Ese hombre de ahí me está importunando con preguntas incómodas… no sé qué de un perro peludo…

—Le advierto, señor…

—Bueno, ¿qué bicho le ha picado?

—Bueno, señor, ¿no cree usted que su pregunta es… quizá un poco…? Es decir, un poco… ¡oh…!

—¡A menos que el vocabulario obsceno haya experimentado unas cuantas variaciones sorprendentes desde mi juventud —dijo Cadogan—, no veo dónde está el problema!

Y salió furioso de la tienda.

En los establecimientos que visitó después no tuvo mucha más suerte. O no había en absoluto ni una sola chica guapa de ojos azules trabajando en las tiendas de Oxford, o, si la había, no tenía un perrito moteado. En los establecimientos lo recibían sucesivamente con enojo, risa, perplejidad y gélida deferencia. De vez en cuando divisaba a Fen en la acera opuesta de la calle, lanzándole un gesto negativo por encima de las oleadas de tráfico, para desaparecer de nuevo tras la puerta de la enésima tienda. Acabó por descorazonarse y comenzó a comprar cosas en cada uno de los sitios en los que entraba… un tubo de pasta de dientes, cordones para los zapatos, un collar de perro. Cuando finalmente se reunió con Fen en los semáforos de George Street con Cornmarket, iba tan cargado que parecía un árbol de Navidad.

—Por Dios bendito, ¿qué haces con todas esas cosas? —preguntó Fen, y luego, sin esperar una respuesta, añadió—: Esto nos va a llevar más trabajo del que yo pensaba. Por mi lado de la calle, nada. Una de las mujeres hasta se ha pensado que le estaba proponiendo matrimonio.

Cadogan, entretanto, se cambiaba dolorosamente una cesta de mimbre de una mano a otra. Transportaba allí lo más sustancial de sus compras. Gruñó. En realidad, su mente estaba ocupada con la convicción, diríase que tangible, de que estaban siendo observados. Dos fornidos individuos, embutidos en sendos trajes negros, llevaban un buen rato siguiéndoles los pasos, y ahora se encontraban justo detrás de ellos, en la esquina de enfrente, empecinados mutuamente en un prolongado esfuerzo por encenderse sus cigarrillos sin llamar demasiado la atención. Obviamente, no se podía concebir que fueran policías; por tanto, sin duda debían de tener alguna relación con la muerte de Emilia Tardy. Pero cuando estaba a punto de revelarle su descubrimiento a Fen, este lo agarró repentinamente por el brazo.

—¡Mira ahí!

Cadogan miró. Una chica acababa de aparecer por una callejuela que discurría por las traseras de una tienda en Cornmarket. Tendría como unos veintitrés años, era alta, con un cuerpo agradablemente proporcionado y miembros ágiles. Tenía el pelo rubio natural, unos grandes ojos azules muy dulces, unas mejillas prominentes y una barbilla firmemente moldeada. Sus labios, de color escarlata, se transformaron en una sonrisa picara cuando alguien la llamó por detrás en la callejuela. Llevaba una camisa con corbata, un abrigo marrón oscuro y falda, y unos zapatos de piel, y caminaba con la ondulante gracia despreocupada de quien goza de una salud perfecta.

Y a su lado trotaba un dálmata.

—El perro no es muy pequeño que se diga —dijo Fen. La chica caminaba hacia ellos.

—Bueno, puede que el perrito haya crecido —dijo Cadogan. El alivio por no tener que entrar en más tiendas a hacer el payaso, le hizo elevar la voz involuntariamente—. Esa debe de ser la chica. No cabe duda de que es ella.

Ella los oyó, los vio y se paró en seco. La sensual sonrisa se borró de sus labios rojos. Con una especie de terror en la mirada, cambió de dirección y cruzó la calle, caminando tan deprisa por Broad Street que casi echó a correr, mientras miraba de reojo por encima del hombro.

Tras un momento de inicial estupefacción, Fen agarró por la manga a Cadogan y le apremió a cruzar la calle también. No prestó atención al semáforo que se abría y a los crujidos de las cajas de cambios de los coches que estaban esperando para avanzar. Llegaron a la acera de enfrente como cuando Orestes, acosado por las furias, se adentró tambaleante en la arboleda de Ifigenia en Táuride[31]. Por el rabillo del ojo Cadogan vio que los dos hombres con los trajes negros se habían puesto también en marcha. Durante unos instantes perdieron de vista a la chica tras los escaparates de una tienda china, pero de inmediato la recuperaron, avanzando precipitadamente a través de las multitudes que deambulaban en plena hora punta. Se pusieron de acuerdo con un gesto, y comenzaron a correr tras ella.

Broad Street hace honor a su nombre y es bastante ancha; también es bastante corta y recta. Hacia la mitad hay una parada de taxis, y al final se puede ver el Hertford College, la librería del señor Blackwell[32], el Sheldonian Concert Hall (con su ristra de bustos pétreos de emperadores romanos, severos y admonitorios, como los tótems de alguna tribu primitiva, dando la bienvenida en la verja) y la Bodleian Library. El sol de mediodía, agradable y cálido, hacía saltar astillas de azul y oro de los cenicientos muros de piedra. Infatigables, las estudiantes pedaleaban en pos de las últimas tareas matutinas. Fen y Cadogan corrían tras la joven, este último llamándola a grandes voces.

La chica, cuando vio que alguien la seguía, también empezó a correr. El perro iba a medio galope tras ella. Pero tanto Fen como Cadogan eran hombres fuertes, activos, y la habrían cogido en medio minuto o menos si su camino no hubiera quedado bloqueado de repente por una figura gigantesca ataviada con el uniforme de la policía de Oxford.

—¡Eh! Ya es suficiente —dijo el agente del orden, conforme a la más rancia tradición policial—. ¿Qué es todo esto?

Cadogan solo alcanzó a gesticular nerviosamente, pero un segundo después se dio cuenta, bastante aliviado, de que el agente no lo había reconocido, y solamente creía estar interponiéndose en lo que parecía una persecución callejera de unos sátiros.

—¡Esa chica…! —gritó furioso Fen, señalándola—. ¡Esa chica…!

El policía se rascó la nariz.

—Bueno, vale ya —dijo—. Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos ido en pos del amor impulsivo, pero esto es demasiado, ¿entienden? De uno en uno, y sin provocar estampidas. Lo mejor será que se vayan y coman algo —añadió amablemente. Evidentemente, el agente suponía que aquella afirmación constituiría una suerte de antiafrodisíaco.

—Oh, Dios mío… —exclamó con disgusto Fen—. Vamos, Richard. Es inútil intentar seguirla ahora. —Vigilado por el benevolente ojo de la ley, que todo lo ve, encaminó sus pasos hacia el Balliol College y cruzó su portal gótico con aire digno. Una vez dentro, en todo caso, ambos se apresuraron a atravesar los patios y entraron en el recinto del Trinity, que está justo al lado. Un rápido vistazo por las puertas de hierro forjado les confirmó que el agente se encaminaba ya hacia Cornmarket y les daba la espalda; la chica, por su parte, se alejaba a toda prisa en dirección al Sheldonian Theatre. También pudieron ver a los dos hombres de negro merodeando frente al escaparate de un sastre en la acera de enfrente. Cadogan se los señaló a Fen y le confirmó sus sospechas.

—Hum… —murmuró Fen pensativamente—. Estoy por pensar que sería recomendable despistar a esos dos en la medida de lo posible. Por otra parte, no podemos correr el riesgo de perder a la chica. Lo mejor será que vayamos tras ella lo más rápidamente posible, y que confiemos en nuestra suerte. Obviamente, quienquiera que fuera el que te golpeó en la cabeza ayer por la noche, querrá tenerte vigilado, pero no parece que pretendan otra cosa más que seguirte la pista, simplemente. —Fen parecía absolutamente emocionado con todo lo que estaba aconteciendo—. De acuerdo, andando.

Tan pronto volvieron a salir a Broad Street, la chica se dio cuenta de que la volvían a seguir y, tras un momento de indecisión, se giró y entró en el Sheldonian, tras dejar al perro fuera, atado en la verja. El chucho se sentó pacientemente a esperar, con mirada sanguínea. Fen y Cadogan apretaron el paso. Los dos hombres con traje oscuro, cuyo conocimiento de la topografía de Oxford era manifiestamente limitado, no se conformaron con quedarse mirando y se lanzaron también en dirección al Sheldonian.

Este edificio, diseñado por sir Christopher Wren, consiste en una sala circular, muy alta, con galerías, un órgano, y un techo en vivos colores (aparte de algunos misteriosos y laberínticos pasadizos). Aquí se dan conciertos; aquí se otorgan los títulos universitarios y aquí tienen lugar las ceremonias académicas; aquí ensayan las grandes corales y las orquestas. Como la Händel Society, que justo en ese momento estaba ensayando bajo la apasionadísima batuta del prematuramente delgado y enérgico Dr. Artemus Rains. Cuando Fen y Cadogan subieron los escalones de piedra y cruzaron el enlosado hasta la puerta, sus tímpanos fueron fulminados por una ráfaga de fatalismo Hölderliniano, interpretado al estilo de Brahms y con traducción musical del reverendo J. Troutbeck[33]: «¡Como ciegos», tronaba el coro, «como ciegos al final nos moriremooooos!» La orquesta los acompañaba con veloces arpegios, y ácidos y feroces acordes de metal.

Fen y Cadogan se asomaron. La orquesta ocupaba el foso de la sala. En torno a ella, ordenados en gradas, había un coro de trescientos individuos, o puede que más, con las partituras delante justo de la cara, las miradas nerviosas yendo y viniendo desde los pentagramas a las frenéticas gesticulaciones del Dr. Rains, abriendo la boca y gritando como en una pantomima unánime. «Mas el hombre no tarda en moriiiiir», cantaban, «porque en parte ninguna encuentra reposooooo». Entre los bajos, que ululaban malhumoradamente como barcos perdidos en la niebla del Canal de la Mancha —que es como suenan los bajos en todas las orquestas del mundo—, Cadogan avistó a la chica. Le dio un codazo a Fen y se la señaló. Fen asintió y ambos entraron en la sala.

O, más bien, hicieron el intento. Desafortunadamente, en aquel momento crucial su camino se vio interrumpido por una implacable estudiante de aspecto estándar. Tenía gafas y lucía un ligero estrabismo.

—¡Sus carnés, por favor! —siseó con teatral susurro.

—Solo venimos a escuchar —dijo Fen con impaciencia.

—¡Shhhh! —La muchacha se puso el dedo en los labios. El alboroto a sus espaldas aumentó de volumen—. No se permite la entrada a nadie, profesor Fen. Solo a los miembros del coro y a la orquesta.

—Oh. ¿Ah, sí? No me diga… —dijo Fen. Señaló a Cadogan—. Pero es que ocurre que este es el famoso Dr. Paul Hindemith, el eminente compositor alemán.

—Encantada de conocerrrla… —susurró Cadogan intentando adoptar un velado acento teutónico—. Sehr vergnugt. Wie geht’s Ihnen?

—Bueno, eso ahora da igual —cortó Fen—. Sé que el Dr. Rains estará encantado de vernos. —Y sin esperar ninguna contestación, ambos se abrieron paso hacia el interior.

La chica de los ojos azules y el pelo rubio estaba incrustada en la zona de los contraltos, y no había modo de acceder a ella, salvo a través de los bajos, que estaban situados justo detrás de la orquesta. Así pues, la pareja se abrió camino a golpes entre los instrumentistas, bajo la envenenada mirada del Dr. Artemus Rains. El segundo trombón, un hombre albino y enano, se fue de tono con indignación. Brahms tronó y trompeteó en sus oídos. «¡Como ciegooooos!», rugió el coro, «¡como ciegos de una hora terrible a otraaaa!». Fen y Cadogan se llevaron por delante el quiosquillo del percusionista, que estaba sudando y contando acordes, así que, cuando llegó el momento de dar su golpe de platillos, se equivocó estrepitosamente y se puso a maldecir.

Cuando finalmente llegaron al refugio de los bajos, se les planteó una cantidad ingente de dificultades. El Sheldonian no es un lugar particularmente espacioso, y los miembros de una gran coral tienen que apiñarse en condiciones que frecuentemente no se distinguen mucho de las que tuvieron que sufrir los presos del Agujero Negro de Calcuta[34]. Fen y Cadogan, sudorosos y montando un espantoso alboroto, consiguieron penetrar en la zona de los bajos hasta una cierta profundidad (hay que decir que Cadogan fue despojándose de la cesta de mimbre, de los cordones y del collar de perro a medida que avanzaba), hasta que literalmente ya no pudieron penetrar ni un centímetro más en la vorágine. Estaban atascados, e incluso la vía por la que habían accedido se encontraba ya cerrada e irrevocablemente sellada. Todo el mundo los miraba con gesto airado. Es más, un anciano que llevaba cincuenta años cantando en la Händel Society agarró una partitura de Brahms y les atizó con ella en la cabeza. Pero el momento más desgraciado llegó cuando Fen, viendo que no tendrían posibilidad de moverse durante algún tiempo, y satisfecho de haberse detenido justo en aquel lugar, al tiempo que le echaba un ojo a la chica rubia, decidió contribuir a aquel momento glorioso uniéndose a los cánticos; baste decir que la voz de Fen, aunque era poderosa, no estaba en tono ni tampoco entró a tiempo.

—«¡No nos quedamos quietooooos!» —gritó de repente—, «¡somos vagabundooooos!». —Algunos de los bajos que estaban delante se volvieron como si les hubieran arreado un sopapo en la coronilla—. «¡Nosotros, pecadores!», continuó Fen sin darse por aludido, «¡mortales pecadores!».

Aquello ya fue demasiado para el Dr. Artemus Rains. Golpeó con la batuta en el atril, y el coro y la orquesta se quedaron en silencio. Hubo un murmullo general, cargado de sombríos comentarios de preocupación. Todo el mundo permanecía atento.

—¡Profesor Fen! —dijo el Dr. Rains con dolorosa contención. Se hizo el silencio—. Corríjame, pero creo que usted no es miembro de este coro. Siendo ese el caso, ¿sería usted tan amable de hacernos el favor de largarse de aquí de inmediato?

Hay que decir que Fen no era un hombre que se dejara amedrentar fácilmente, ni siquiera por la presencia hostil de cuatrocientos músicos levemente enfadados.

—Creo que esa es una consideración de lo más reaccionaria, Rains, —replicó Fen por encima de las gradas de coristas boquiabiertos—. De lo más reaccionaria y descortés, diría yo. ¡Es una afrenta! Solo porque ha dado la casualidad de que he cometido un pequeño error a la hora de ejecutar un pasaje extremadamente difícil…

El Dr. Rains inclinó su arácnida figura hacia delante, hasta casi tenderse sobre el atril.

—Profesor Fen… —dijo, con una voz aterciopelada.

Pero no pudo concluir. La chica de los ojos azules, aprovechando aquella repentina distracción, se había abierto camino entre los contraltos y ahora se dirigía rápidamente hacia la puerta. Desconcertado ante esta nueva interrupción, el Dr. Rains se giró en redondo para clavar la mirada en ella. Fen y Cadogan se pusieron en movimiento de nuevo con presteza de lince, abriéndose camino entre los bajos y la orquesta sin ninguna ceremonia ni contención. Pero este proceso los retrasó levemente, y la chica ya había salido de la sala al menos medio minuto antes de que ellos pudieran alcanzar la puerta. El Dr. Rains los vio marcharse con una dramática expresión de sardónico interés.

—Ahora que la Facultad de Lengua Inglesa se ha ausentado —le oyó decir Cadogan—, regresemos a la parte L.

El ensayo comenzó de nuevo.

Era cerca de la una, así que cuando volvieron a salir a la luz del día, bastante atropelladamente, Broad Street estaba relativamente vacía. Al principio, Cadogan no pudo atisbar a la chica; luego avistó al dálmata corriendo a toda velocidad por el mismo camino que habían empleado para llegar hasta allí, con la chica unos pocos pasos por delante. En la otra acera, los dos hombres con trajes oscuros estaban examinando los contenidos del escaparate del señor Blackwell, con aparente interés.

—Aún tenemos a Escila y Caribdis pisándonos los talones —observó Fen con cierto placer, al mismo tiempo que los señalaba—. Pero ahora no tenemos tiempo para ellos. Esa chica ha de guardar algo muy importante en la cabeza para huir así de dos completos desconocidos en una calle atestada de gente. ¡Claro, si no hubieras berreado: «ESA DEBE DE SER LA CHICA»…!

—Puede que me haya reconocido —dijo Cadogan—. Puede que fuera ella la que me golpeó en la cabeza.

—Es preciso echar más madera a la caldera.

—¿Eh?

—Oh, no importa.

Así que la persecución comenzó de nuevo, aunque de un modo más prudente y comedido esta vez. Fen y Cadogan siguieron a la chica, y Escila y Caribdis siguieron a Fen y a Cadogan. El grupo giró a la derecha, hacia la arboleda St. Giles, atravesó el aparcamiento y la entrada a Beaumont Street, y pasó por delante de la puerta del St. Johns College.

Y entonces, para asombro de Cadogan, la chica se metió en St. Christopher.

* * *

Es una inveterada e incómoda tradición del St. Christopher’s College que la comida se sirva a la una y media en punto, y que los maitines de diario se celebren un poco antes, a la una. De modo que el servicio religioso acababa de empezar cuando llegaron Fen y Cadogan. El portero, Parsons, además de proporcionarles la información de que la policía había vuelto a estar allí, una vez más, y de que se había marchado de nuevo con las manos vacías, estuvo en condiciones de decirles que la chica por la que ellos preguntaban había entrado en la capilla unos momentos antes, y señaló, como prueba de la veracidad de su información, al dálmata que aguardaba en el exterior. Así que fue allí hacia donde se encaminaron Fen y Cadogan.

Esa parte del college quedó restaurada del todo a finales del siglo pasado. La carcoma se había fumigado completamente, pero por fortuna el lugar no adquirió un aspecto groseramente nuevo. El acristalamiento era agradable, aunque apenas dejara pasar la luz, los tubos del órgano, pintados de purpurina dorada, estaban colocados de un modo atractivo, sencillo y geométrico, y los extremos de los bancos —como en la mayoría de las capillas de los colegios universitarios, los escaños de un lado enfrente de los otros como asientos en un compartimento de un tren— no eran ni desastrosamente floridos ni simples y vulgares. La única característica inusual era un espacio separado para las mujeres, conocido como la Cocina de las Brujas, que tenía su propia entrada particular.

Aquella mañana en concreto, el presidente del college, aislado como un germen en su escaño privado, estaba de muy mal humor. Por una parte, las erráticas maniobras de Fen a primera hora de la mañana con Lily Christine III lo habían conmocionado más de lo que a él le habría gustado admitir; en segundo término, el Sunday Times había rechazado publicar un poema que él les había mandado; en tercer lugar, hecho desde la infancia a comer a la una en punto, jamás desde su nombramiento había conseguido acostumbrarse a posponer tal evento hasta la una y media. Cuando el servicio de la una comenzaba, su estómago ya estaba rugiendo y exigiendo repostaje; para cuando llegaba la segunda lectura, su tortura gastronómica había alcanzado su clímax; así que, en definitiva, durante el tiempo que duraba el oficio solía resignarse a un doloroso y triste sufrimiento, extremadamente perjudicial para sus devociones religiosas. En consecuencia, su gesto era de lo más hosco cuando, en mitad del primer himno, una joven de pelo rubio y ojos azules entró en la Cocina de las Brujas con aire apresurado; y aún se tornó más ceñudo cuando, unos instantes después, llegaron Fen y Cadogan, murmurando ruidosamente; pero su irritación alcanzó límites heroicos cuando, después de un breve paréntesis, entraron en escena dos hombres ataviados con trajes oscuros cuyo conocimiento de la liturgia anglicana era, sin temor a exagerar, sencilla y absolutamente superficial.

Con el fin de acercarse todo lo posible a la chica, Fen y Cadogan se abrieron paso hasta un banco público junto al coro. Escila y Caribdis se acomodaron justo al lado. La ceremonia seguía su curso con su habitual amenidad y, hasta que no concluyó, nadie osó respirar. Fen, que desaprobaba los cantos en la congregación, se entretuvo observando a cualquiera que abriera la boca. Cadogan, renunciando a pensar en la retahíla de retorcidos manejos en los que estaba implicado, se unió al presidente en un silencioso anhelo gastronómico (por una desafortunada coincidencia, la primera lectura versaba ampliamente sobre los alimentos cuyo consumo estaba permitido a los antiguos hebreos). La chica cumplió con sus devociones con toda modestia. Escila y Caribdis se levantaban y se sentaban alternativamente con evidente inquietud. Solo el padrenuestro pareció que les sonaba un poco, y entonces, desgraciadamente, se dieron cuenta de que una parte del mismo se había abreviado en los últimos años, y por eso dijeron «Y Tuyo es el Reino…» cuando todo el mundo estaba ya diciendo amén.

Pero los verdaderos problemas solo se les presentaron al final. Existen unas estrictas normas de precedencia que gobiernan la salida de la capilla de St. Christopher, y son los encargados de sala o ujieres, que se escogen entre los estudiantes por rotación, los que las hacen cumplir rigurosamente. Las mujeres, todavía segregadas como si en vez de una capilla anglicana estuvieran en un serrallo asiático, salen por su propia puerta. El coro y el capellán abandonan la capilla por la sacristía, en el extremo oriental, mientras todos los demás permanecen en sus asientos. Y el cuerpo general de la congregación sale por la puerta occidental, de acuerdo con su mayor o menor proximidad, comenzando por el presidente y los profesores. La cosa suele demorarse bastante merced a la anticuada costumbre de la genuflexión. Cualquiera que no conozca estas cosas, lo mejor que puede hacer es permanecer en el banco y simular que se ha quedado allí por el placer de seguir escuchando el órgano, y no mover un pelo hasta que todo el mundo se haya ido.

El problema, en este caso, era el siguiente: que mientras la chica de los ojos azules podía salir inmediatamente, y sin demora, ni Escila y Caribdis, que estaban bastante lejos de la puerta, ni Fen y Cadogan, que estaban incluso más lejos, podían pensar siquiera en salir en por lo menos tres minutos; y como Fen no estaba sentado con el resto de los profesores, no podía hacerse un hueco a empujones para salir de los primeros. Obviamente, la chica era consciente de todo esto. Si se hubiera ido durante el servicio, sus perseguidores podrían haber fingido que se encontraban mal y haber salido tras ella de inmediato. Pero una vez que el servicio terminaba, ni un ataque de apoplejía fulminante podría conseguir que los asistentes abandonaran el edificio salvo en el orden correcto.

La muchacha se levantó, de hecho, en cuanto se impartió la bendición final, exactamente cuando el organista empezaba a acometer la Tocata Dórica[35], y exactamente cuando Fen y Cadogan comenzaban a ser plenamente conscientes del problema al que se enfrentaban. Tres minutos le concederían a la chica un amplio margen de tiempo para escabullirse por los laberínticos recintos del college, y mucho se temían que no volverían a verla en la vida. Los encargados de sala, muy serios y generosamente musculados, impedían cualquier conato de desorden. Solo había una cosa que se pudiera hacer y, tras ciertas instrucciones que Fen susurró al oído de Cadogan, ambos la pusieron en práctica. Se unieron a los últimos del coro y, con el capellán purpurado al final, procesionaron tras ellos y salieron. Por el rabillo del ojo, Cadogan vio a Escila y Caribdis, que querían abandonar sus asientos, sujetos por uno de los encargados de sala. El otro no se había percatado de aquel anormal modo de salida, y no hizo ningún movimiento hasta que era ya demasiado tarde. Con la mirada clavada en el escuálido cuello y el sobrepelliz del bajo de los cantoris que llevaba delante, Cadogan prosiguió su camino hasta la sacristía, arrastrando los pies de un modo consciente y solemne.

Una vez en la sacristía, tanto él como Fen se abrieron rápidamente paso a empujones a través de los jóvenes y risueños corifeos, y salieron por la puerta que conducía al claustro norte. El capellán los observó con el entrecejo iracundo.

—¡Silencio! —dijo a los muchachos, y pronunció una última oración. Al final, una idea le cruzó el pensamiento—. Y roguemos al Señor —añadió— para que insufle en los profesores de esta vetusta y noble universidad el debido sentido del decoro en su Casa y de su propia dignidad. Amén.

No había ni rastro de la chica en el claustro. Parsons tampoco la había visto, y lo mismo contestaron el par de estudiantes holgazanes a los que Fen preguntó. El St. Giles College estaba desierto.

—¿No hay una cosa —dijo Cadogan— que los abogados llaman «testimonio material»? Bueno, pues esta chica parece ser un…

Fen le interrumpió. Su rostro enjuto y rubicundo parecía perplejo, y su pelo estaba más tieso que nunca.

—Debe de estar en algún lugar del college, y sin embargo… no veo cómo podemos arreglárnoslas para registrar todas las habitaciones… Vamos al claustro sur.

No estaban de suerte. El claustro sur, con su fuente rococó en el medio y su galería de la época de Jacobo I, estaba desierto, salvo por un joven ocioso, propietario de todos los granos del mundo, que ganduleaba apoyado en una pared con una corbata barata roja y unos pantalones de pana verdes. De su embarazoso tartamudeo adolescente no pudieron extraer ninguna información útil.

—Bueno, parece que la hemos perdido —dijo Cadogan—. ¿Y si comemos? —Odiaba saltarse comidas.

—Desde luego, puede que este sea otro típico caso de lugar común… —contestó Fen, ignorando la llamada de las necesidades naturales—. Es decir… la capilla. Volvamos allí.

—Sería estupendo poder comer algo…

Así que regresaron a la capilla. Allí no había ni un alma. Ni tampoco en la sacristía. Desde la sacristía salía un pasadizo muy oscuro que conducía a una especie de sala pavimentada donde tenían sus despachos uno o dos profesores. Hay un interruptor, pero nadie lo encontraba nunca a la primera, y a nadie le importaba no encenderlo. Fue bastante incauto por parte de Fen y Cadogan adentrarse en esta pequeña boca del lobo sin tomar precauciones. Cadogan se acordó demasiado tarde de Escila y Caribdis, cuando sintió que un brazo lo sujetaba por el cuello como un cepo de acero. Oyó de repente la voz ahogada de Fen. Aquellos irrelevantes testigos decorativos de su persecución se habían convertido, repentinamente, de unos ingenuos comentarios ocurrentes en una realidad peligrosa. Un pulgar y un índice presionaron con fuerza y experta precisión las dos vías de la arteria carótida de Cadogan, situada en un lugar estratégico que discurre justo por debajo de las orejas en su camino hacia el cerebro. Intentó gritar, pero no pudo. En los pocos segundos que transcurrieron antes de que perdiera el conocimiento, le llegaron los ecos de una pelea débil, ridículamente débil, que se estaba produciendo a su lado. Meneó la cabeza convulsivamente, en un vano intento por escapar de aquel violento abrazo, y entonces todo se oscureció de repente.