4.
EL EPISODIO DEL JANEAUSTENIANO INDIGNADO

Lo cual, en realidad —dijo Cadogan—, nos deja exactamente en el mismo lugar que al principio. Estaban sentados los dos en el bar del Mace & Sceptre, Fen bebiendo whisky y Cadogan, cerveza. El Mace & Sceptre es un gran hotel, bastante horroroso, que está en el mismísimo centro de Oxford y que incorpora, sin aparente vergüenza, casi todos los estilos arquitectónicos desarrollados desde los tiempos en que el hombre vivía en las cavernas. Contra esta desventaja inicial, el hotel lucha noblemente por crear una atmósfera familiar y cómoda. El bar, por ejemplo, constituye un notable ejemplo del gótico florido.

Solo eran las once y cuarto de la mañana, así que había poca gente bebiendo todavía. Un hombre joven con una nariz aguileña y una boca enorme discutía con el camarero sobre caballos. Otro joven, con unas gafas de pasta y un cuello larguísimo, estaba absorto en la lectura de Abadía Pesadilla[22]. Y un estudiante pálido, bastante mugriento, con un alborotado pelo rojo, le estaba hablando de política a una chica de aire muy serio vestida con un jersey verde oscuro.

—Así que ya ves —le estaba diciendo el muchacho—, por esos medios es como las clases adineradas, jugando en la Bolsa, arruinan a millones de pequeños inversores.

—Los pequeños inversores juegan en la Bolsa también.

—Oh, no, pero eso es totalmente diferente…

Hoskins, más larguirucho y más lúgubre y más sabuesil que nunca, estaba sentado en una mesa con una hermosa muchacha morena llamada Miriam. Estaba bebiendo de un pequeño vaso de jerez de color pajizo.

—Pero, cariño —decía Miriam—, si los censores me pillan aquí… va a ser sencillamente horrible. Sabes que si pillan a las chicas en un bar, las expulsan[23].

—Los censores nunca vienen aquí por la mañana, chata —dijo Hoskins—. Y, en cualquier caso, tú no pareces en absoluto una estudiante. Hazme caso, simplemente no te preocupes. Mira, te he traído unas chocolatinas. —Sacó una caja de su bolsillo.

—Oh, qué encanto, cariño…

El último cliente del bar era un hombre delgado con cara de conejo, que estaba en un rincón, sentado solo y bebiendo bastante más de lo que le convenía. Tendría unos cincuenta años, e iba enfundado en abrigos y bufandas.

Fen y Cadogan habían estado repasando los hechos del caso hasta donde ellos sabían, y fue el resultado de esa investigación lo que había provocado la observación concluyente de Cadogan. Los hechos se reducían a unos pocos datos desalentadores:

—Y supongo —dijo Fen— que a Rosseter no le estaba permitido contactar con nadie que conociera la dirección de la señorita Tardy. A propósito, quería preguntarte una cosa: ¿llegaste a tocar el cadáver?

—Sí, lo toqué, en cierto modo.

—¿Y cómo estaba?

—¿Cómo?

—Sí, sí… —dijo Fen con impaciencia—. ¿Estaba frío? ¿Rígido?

Cadogan meditó unos segundos.

—Bueno, desde luego estaba frío, pero no creo que estuviera muy rígido que digamos. De hecho, estoy seguro de que no lo estaba, porque el brazo cayó muerto cuando lo retiré para mirarle la cabeza. —Sintió un ligero estremecimiento.

—Eso no nos sirve de mucho —dijo Fen pensativamente—, pero es razonable suponer, a la vista de lo que sabemos ya, que fue asesinada antes de la brujeril y decisiva hora de las doce de la noche. Y eso a su vez sugiere que ella, en efecto, vio el anuncio y, presumiblemente, se puso en contacto con el señor Rosseter. Por lo tanto, y de nuevo presumiblemente, el señor Rosseter está mintiendo. Y eso lo convierte todo en un asunto verdaderamente extraño, porque en ese caso es bastante probable que no fuera el señor Rosseter quien la matara.

—¿Por qué?

—¿Estás de acuerdo conmigo en que la persona que te golpeó la cabeza fue seguramente el asesino?

—Sí, mi querido Sócrates.

Fen le lanzó una mirada maliciosa y bebió un poco de whisky.

—Y, en ese caso, pudo verte perfectamente.

—De acuerdo, de acuerdo.

—Ahora bien, supón que el señor Rosseter es el asesino. El te reconoce cuando entras en su despacho, sabe que tú has visto el cuerpo, y se aterroriza al oír tus preguntas sobre la tía de la mujer asesinada y sobre la propia víctima. ¿Qué hace entonces? Ofrece un detallado resumen de las disposiciones del testamento, que nosotros podremos comprobar, y luego… luego, y esto es lo importante, dice que no ha tenido ninguna comunicación con la señorita Tardy, sabiendo que después de lo que tú has visto, simplemente no le creerás. Ergo, él no te reconoció. Ergo, él no te golpeó en la cabeza. Ergo, él no fue el asesino.

—Eso que dices es bastante inteligente —musitó Cadogan mascullando las palabras.

—No es inteligente en absoluto —protestó Fen—. Falla por todas las junturas, como la máquina de tren Emmet[24]. En primer lugar, no sabemos si la persona que te golpeó fue el asesino; y, en segundo término, toda esa historia sobre el testamento puede ser simplemente música celestial por lo que a nosotros respecta. Hay otros vacíos llamativos, además. Es posible que la señorita Tardy no fuera asesinada en la juguetería. Pero, en ese caso, ¿por qué llevaron el cuerpo allí… y luego se lo volvieron a llevar? Todo este asunto es un desbarajuste y nosotros, simplemente, no sabemos lo suficiente como para poder formarnos una opinión certera.

La admiración de Cadogan se difuminó por momentos. Observó con gesto sombrío a un grupo de recién llegados al bar mientras vaciaba su pinta.

—En cualquier caso, ¿qué podemos hacer ahora?

Las posibilidades de acción, una vez evaluadas, se reducían a cuatro:

—Pero por lo que a mí concierne —añadió Cadogan—, voy a ir a la policía. Estoy harto de andar corriendo de un lado, para otro como un reo en fuga. Además, la cabeza me sigue doliendo horrores.

—Bueno, podrías esperar un momento mientras me acabo el whisky —dijo Fen—. No voy a vomitarlo solo por dar gusto a tu mezquina y gruñona conciencia.

Habían estado hablando en voz baja, así que se sintió aliviado al poder elevar el tono. También él había consumido una considerable cantidad de whisky. Su rostro, alegre y colorado, se puso más colorado y más alegre aún si cabe; su pelo se mantenía de punta con inflexible vitalidad; no dejaba de mover su enorme y longilínea figura en la silla, arrastraba los pies, y sonreía ante los gestos tristes y abatidos, ahora particularmente desanimados, de Richard Cadogan.

—… y luego está la enseñanza pública —estaba diciendo con voz de pito el joven pelirrojo. El reconcentrado lector de Abadía Pesadilla levantó la mirada cuando se mencionó aquel tema tan manido; el hombre de la nariz aguileña, en la barra, continuaba hablando ininterrumpidamente sobre caballos—. La enseñanza pública produce una mentalidad brutal, privilegiada y burguesa.

—¿Pero tú no fuiste a un colegio público?

—Sí. Pero, verás, pude desprenderme de todo aquello.

—¿Los otros no, entonces?

—Oh, no, ellos cargan con ese fardo de por vida. Solo la gente excepcional puede desprenderse de él.

—Ya.

—La cuestión es que toda la vida económica de la nación tiene que reorganizarse…

—Hazme caso, no te preocupes por los censores —le estaba susurrando Hoskins a su compañera al oído—. No hay nada que temer. Anda, cómete otra chocolatina.

—También podríamos jugar un rato mientras esperamos —dijo Fen, que todavía tenía una buena cantidad de whisky en su vaso—. ¡Personajes de ficción detestables! Ambos jugadores deben estar de acuerdo en la solución, y cada jugador tiene cinco segundos para pensar un personaje. Si no lo consigue, pierde el turno. El primer jugador que pierda su turno tres veces, pierde el juego. Deben ser personajes que el autor haya intentado infructuosamente que resulten simpáticos.

Cadogan gruñó, y en ese momento un censor de la universidad entró en el bar. Los censores eran profesores encargados al efecto, por rotación, y solían ir acompañados de hombres pequeños y robustos, embutidos en trajes azules y bombines, que eran conocidos como «los bulldogs». A los miembros de la Universidad in statu pupillari no se les permitía la entrada en locales donde se expendía alcohol, así que su principal ocupación era andar sombríamente de bar en bar, preguntando a la gente si eran miembros de la Universidad, apuntando los nombres de los que pertenecían a la institución y, en consecuencia, multándolos. No había en este procedimiento ni ofensas ni entusiasmo.

—¡Ostras…! —dijo la morenita Miriam con una vocecilla ahogada.

El joven que se había erigido como reorganizador de las finanzas nacionales palideció notablemente.

Hoskins observó indiferente el panorama.

El joven de las gafas se sumergió aún más en las páginas de su Abadía Pesadilla.

El hombre de la nariz aguileña, tras recibir un codazo del camarero, dejó de hablar de caballos.

Solo Fen permaneció inmóvil.

—¿Es usted miembro de esta Universidad? —le gritó alegremente al censor—. ¡Eh, usted, el de los bigotes! ¿Es miembro de esta Universidad?

El censor se sobresaltó. Era (como muchos profesores) un hombre dotado de un gallardo aire juvenil, que se había dejado crecer un amplio mostacho de oficial de caballería durante la Gran Guerra, y que tras la contienda nunca se había decidido a afeitárselo. Sus ojos vidriosos escudriñaron toda la sala, evitando cuidadosamente la mirada de Fen. Entonces, avergonzado, se dio la vuelta y se marchó por donde vino.

—¡Uuuuf! —dijo Miriam, con un largo suspiro de alivio.

—No te reconoció, ¿verdad? —dijo Hoskins—. Vamos, coge otra chocolatina, chata.

—¿Ves? —dijo el joven pelirrojo indignado—. Incluso las universidades capitalistas están regidas bajo un sistema de terror. —Con la mano temblorosa, levantó su media pinta de cerveza.

—Bueno, empecemos ya con el juego —dijo Fen—. Preparados, listos… ¡ya!

—¡Esos odiosos charlatanes, Beatrice y Benedick!

—Vale. Lady Chatterley y el tío ese guardabosques.

—Vale. Britomart, la de La Reina de las Hadas.

—Vale. Casi todos los personajes de Dostoievski.

—Vale. Eeeeh… eeeeh…

—¡Te gané! —dijo Fen triunfalmente—. Has perdido turno. Esas vulgares zorrillas cazamaridos de Orgullo y prejuicio[25].

Ante esta exultante exclamación, el hombre del abrigo y la cara de conejo, que estaba en la mesa de al lado, frunció el ceño, se puso en pie al instante y se acercó a ellos.

—Señor —dijo, interrumpiendo la baza de Cadogan, que había pensado en decir Richard Feverel[26]—, seguro que he escuchado mal. Pero dígame, por favor, que no estaba usted hablando irrespetuosamente de la inmortal Jane Austen.

—¡El recolector de sanguijuelas[27]! —dijo Fen, intentando continuar sin mucho entusiasmo. Pero luego lo dejó y se dirigió al recién llegado—. Mire una cosa, mi querido amigo, ¿no le parece a usted que está un poco indispuesto?

—Estoy perfectamente sobrio, gracias. Muchísimas gracias. —El hombre conejil se acercó a coger su bebida, se trajo su silla y se colocó entre los dos. Levantó una mano y cerró los ojos como si le doliera mucho la cabeza—. Les ruego que no hablen irrespetuosamente de la señorita Austen. He leído todas sus novelas no solo una, sino muchas veces. Su gentileza, su aliento de una cultura hermosa y superior, su aguda visión psicológica… —Se detuvo, sin palabras, y luego vació su vaso de un trago.

Tenía un rostro feble y delgado, con dientes de roedor, ojos enrojecidos, piel pálida, cejas despeinadas, y una frente escasa. A pesar del calor que hacía aquella mañana, iba vestido del modo más estrafalario, con guantes de piel, dos bufandas superpuestas, y (al parecer) varios abrigos.

Notando que Cadogan estaba llevando a cabo un silencioso y asombrado inventario de su indumentaria, dijo:

—Soy muy sensible al frío, señor —explicó el hombre aconejado con cierto aire de dignidad—. Y este fresquillo otoñal… —Se detuvo, buscó a tientas un pañuelo y se sonó la nariz con un estruendo trompetero—. Espero… espero que no les importe, caballeros, que me una a ustedes en su discusión.

—Pues sí, nos importa —dijo Fen, irritado.

—No sea usted desagradable, se lo ruego —dijo el hombre conejil con tono suplicante—. Esta mañana soy muy, muy feliz. Permítanme invitarles a un trago. Tengo un montón de dinero… ¡Camarero! —El camarero se acercó a la mesa—. Dos whiskies dobles y una pinta de amarga.

—Escúchame una cosa, Gervase, de verdad que tengo que irme… —dijo Cadogan con gesto incómodo.

—No se vaya, señor. Quédese y alégrese conmigo. —No cabía la menor duda de que el hombre conejil estaba efectivamente muy borracho. Adelantó el cuerpo con gesto conspiratorio y bajó la voz—. Esta mañana me he librado de esos pequeños gamberros.

—¿Ah, sí? —dijo Fen sin mostrar ningún interés—. ¿Y qué ha hecho usted con sus pequeños cadáveres?

El hombre aconejado se rio un poco, como un tonto.

—¡Ah…! Está usted intentando pillarme… Me refiero a mis clases. Soy… soy maestro. Un pobre maestro de escuela. El peso específico del mercurio es 13,6 —canturreó—. Caesar Galliam in tres partes divisit. El participio de pasado del mourir es mort.

Fen lo miró con disgusto. El camarero les trajo las bebidas y el hombre conejil pagó sacando una cartera bastante mugrienta. Dejó en el plato una enorme propina.

—A su salud, caballeros —dijo, levantando su vaso. Luego hizo una pausa—. Pero creo que no me he presentado. Sharman, me llamo George Sharman, para servirles.

Hizo una profunda reverencia, inclinándose desdé la cintura, y casi consiguió que su vaso saliera volando por los aires; Cadogan lo evitó justo a tiempo.

—En este momento —dijo el señor Sharman con aire meditabundo—, debería estar enseñando a los estudiantes de cuarto de bachillerato los fundamentos de la Composición del Latín en Prosa. ¿Y quieren que les diga por qué no estoy haciéndolo? —De nuevo, se inclinó hacia delante—: Ayer por la noche, caballeros, heredé una inmensa cantidad de dinero —susurró.

Cadogan se sobresaltó y los ojos de Fen se petrificaron: las herencias parecían ser un asunto recurrente aquella mañana.

—Una cantidad de dinero muuuy grande —continuó el señor Sharman con la lengua de trapo—. Así que… ¿qué creen que hice? Pues me fui a ver al director y le dije: «Granoenelculo», le digo, «eres un viejo borracho fascista, y no voy a volver a trabajar para ti jamás de los jamases. Ahora soy un caballero con posibles, y libre», digo, «y me voy a casa, a quitarme este polvo de tiza de encima». —Y sonrió complaciente.

—Pues felicidades —dijo Fen con una peligrosa amabilidad—. Enhorabuena.

—Y esssso no es todo. —La verborrea del señor Sharman estaba adquiriendo poco a poco un carácter más turbio—. No soy el ún… el único afortunado. ¡Ah, no! Hay más. —Gesticuló como señalando a muchas personas—. Muchos, muchísimos más, todos tan ricos como Creso. Y uno de ellos es una chica muy guapa, con unos ojos azulísimos. Mi amooor es como una rosa, como una rosa azuuul —cantó con voz cascada—. Le pediré que se case conmigo mañana, aunque solo es una dependienta. Solo es la hija guapa de una dependienta. —Se volvió hacia Cadogan con aire muy formal—. Tiene usted que conocerla.

—Me encantaría.

—¡Así me gusta! —dijo el señor Sharman con un gesto de aprobación. Volvió a trompetear en su pañuelo.

—Tómese otro trago conmigo, amigo mío —dijo Fen, adoptando una actitud de alcohólica camaradería y dándole unas palmaditas al señor Sharman en la espalda. Al señor Sharman le entró el hipo—. Pe… pero… las pago yo, eh —dijo—. ¡Camarero…!

Los tres recibieron sus respectivas bebidas.

—Ah… —dijo Fen, suspirando profundamente—. Es usted un hombre afortunado, señor Sharman. Ojalá tuviera yo un pariente que se muriera y me dejara un montón de dinero.

Pero el señor Sharman negó con el dedo.

—No intente sonsacarme. No voy a decirle nada, ¿entiende usted? Voy a mantener el pico cerrado. —Y cerró la boca, muy ilustrativamente, y luego volvió a abrirla para admitir en ella la entrada de más whisky—. Estoy sorprendido —añadió con voz emocionada—. Después de todo lo que he hecho por ustedes. Intentar sonsacarme…

—No, no crea…

Se produjo una mutación en el rostro del señor Sharman. Su voz se tornó más débil, y se agarró el estómago.

—Excúsenme, caballeros —dijo—. Vuelvo enseguida. —Se levantó y se quedó balanceándose como la hierba mecida por el viento, y luego avanzó trastabillándose de un modo bastante inseguro en dirección a los servicios.

—No vamos a poder sacarle mucho —dijo Fen con aire melancólico—. Cuando un hombre no quiere decir nada, la borrachera solo consigue que sea más obstinado y suspicaz que cuando está sereno. Pero no me diga que no es una curiosa coincidencia.

—«El búho» —citó Cadogan, vigilando que no apareciera la tambaleante y abrigada figura del señor Sharman—, «a pesar de todas sus plumas, tenía frío[28]

—Sí —dijo Fen—, como el viejo de… ¡Oh, por mi pellejo y mis bigotes!

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó Cadogan asustado.

Fen se apresuró a levantarse.

—Consigue que ese hombre se quede aquí un rato más —dijo enfáticamente—, hasta que yo regrese. Entretenlo con whisky. Háblale de Jane Austen. Apáñatelas como puedas. Pero por nada del mundo le dejes marcharse.

—Pero, escúchame, yo iba a ir a la policía…

—No seas aguafiestas, Richard. Esta es la clave. No tengo ni la menor idea de adonde nos conducirá esto, pero como hay Dios que esta es la clave de todo el asunto. No te vayas. No tardaré. —Y salió a grandes zancadas del bar.

El señor Sharman regresó a su sitio. Estaba más sobrio pero también más receloso que antes.

—¿Se ha ido su amigo? —preguntó.

—Solo un momentito.

—Ah… —el señor Sharman se estiró sin ningún desdoro—. Gloriosa libertad. No tiene usted ni idea de lo que es ser maestro. He visto sucumbir a hombres muy bragados cuando se suben encima de una tarima. Es una guerra sin cuartel. Uno puede mantener a los muchachos a raya durante treinta años, pero al final esos bastardos siempre acaban apañándoselas para derrotarte.

—Suena terrible.

—¡Es terrible! Uno se hace viejo, pero ellos siempre tienen la misma edad. Como el emperador y la multitud en el Foro.

Luego hablaron de Jane Austen, un asunto que le resultó algo complicado a Cadogan, habida cuenta del defectuoso conocimiento que tenía de la producción literaria de dicha autora. El señor Sharman, de todos modos, solventó esta deficiencia con sus vastos conocimientos y con su entusiasmo. Cadogan notó que su disgusto hacia aquel hombre aumentaba… Disgusto por sus pequeños ojillos llorosos, por sus prominentes dientes incisivos, por su asunción pedagógica de la cultura; incuestionablemente, el señor Sharman era un desgraciado ejemplo de los efectos de una feroz avaricia repentinamente satisfecha. No volvió a referirse a su herencia, ni a los «otros» que la habían compartido con él, pero se lanzó confiadamente a una larga perorata sobre Mansfield Park. Cadogan respondió con monosílabos, y pensó con cierta impaciencia en el extraño comportamiento de Fen. Al acercarse la hora de comer, el bar se llenó con los clientes del hotel, actores, estudiantes. El ruido de las conversaciones aumentó de volumen, y el sol que se filtraba a través de las ventanas góticas seccionó la bruma humeante de los cigarros en pálidos triángulos azules.

—La única solución, creo —dijo alguien de repente y con convicción—, es el jabón líquido.

¿Solución para qué?, se preguntó vagamente Cadogan.

—Y luego fíjese en el personaje del señor Collins… —estaba apuntando el señor Sharman. Cadogan centró su atención a regañadientes en aquel personaje de Jane Austen.

Faltaban cinco minutos para que dieran las doce, cuando se escuchó un espantoso rugido en el exterior, acompañado de un estrépito como de cazuelas en confrontación. Un instante después Fen empujó las puertas batientes del hotel, al mismo tiempo que se oía una tremenda detonación de fondo. Venía exultante, y traía consigo un libro de tapas brillantes que esgrimía con gran ostentación. Ignorando el bar, que quedaba a su izquierda, se adentró en el hotel propiamente dicho, bajando un pasillo enmoquetado en azul hacia el cubículo del portero. Ridley, el conserje, resplandeciente con su traje azul y sus galones, le saludó con cierta aprensión, pero Fen no hizo más que entrar en una de las cabinas telefónicas que había justo al lado de su cuchitril. Y desde allí llamó a Somerset House.

—Hola, Evans —dijo—. Soy Fen… Sí, muy bien, gracias, querido amigo, y tú, ¿cómo estás…? Óyeme, me preguntaba si me podrías mirar una cosa…

Se escuchó un chisporroteo indescifrable.

—No entiendo ni una palabra de lo que me estás diciendo… Lo que quiero son los detalles del testamento de una tal señorita Snaith, de Boar’s Hill, Oxford. Murió hace unos seis meses. No puede haberse certificado más que hace muy poco… ¿Qué? Oh, bien, llámame tú, ¿de acuerdo? Sí… En el Mace & Sceptre. Sí. De acuerdo… Adiós.

Mi corazón está humillado en el polvo[29]… —entonó sin mucha humildad mientras colgaba el auricular, insertaba dos peniques suplementarios y marcaba un número local. Una vez más, el teléfono chilló con estridencia en el despacho del jefe de policía de Oxford, en Boar’s Hill. —¿Sí? —dijo el supremo representante la autoridad—. Oh, Dios mío, ¿así que eres tú otra vez? Espero que no me vengas de nuevo con la historia de ese Cadogan…

—No —dijo Fen, fingiéndose herido—. Por supuestísimo que no. Aunque debo decir que creo que hoy te has levantado con muy poco espíritu de servicio.

—El tendero está armándonos un jaleo de mil demonios. Harías mejor en quitarte de en medio. Ya sabes lo que pasa cuando metes la nariz en donde no te llaman.

—Eso no importa ahora. ¿Te acuerdas de una tal señorita Snaith? Vivía cerca de ti.

—Snaith… Snaith… Ah, sí. Ya sé. Una vieja un poco excéntrica.

—¿Excéntrica? ¿A qué te refieres?

—Oh, tenía terror a que la asesinaran y le quitaran su dinero. Vivía en una especie de granja fortificada, con unos condenados perros mastines muy agresivos que tenía deambulando por el jardín todo el día. Murió hace un tiempo. ¿Por qué me hablas de ella?

—¿La llegaste a conocer bien?

—Me crucé con ella un par de veces. No la conocía en realidad. Pero qué…

—¿Por qué clase de asuntos solía interesarse?

—¿Interesarse? Bueno… por la educación, creo. Ah, y se pasaba el día escribiendo libros baratos de esos sobre espiritismo. No sé si se los llegarían a publicar. Espero que no. Lo cierto es que tenía un miedo horroroso a morir… sobre todo a que la pudieran asesinar. Supongo que le consolaba pensar que existía una vida más allá de la muerte. Aunque debo decir que si tengo que regresar de la tumba solo para acabar dictando estupideces a una ouija, preferiría no saberlo de antemano.

—¿Alguna cosa más?

—Bueno, por lo demás era una viejecita encantadora, y muy sensible a la amabilidad de la gente. Pero, como te digo, vivía aterrorizada. Creía que la gente quería asesinarla. La única persona en la que realmente confiaba era en ese abogado suyo…

—¿Rosseter?

—Sí, ahora que lo pienso, ese era el nombre. Pero dime una cosa, ¿por qué…?

—Supongo que no existe el menor indicio de que su muerte no fuera accidental.

—Dios mío, no. Se la llevó por delante un autobús. Se tiró literalmente bajo las ruedas… No había nadie cerca de ella cuando ocurrió. Puedes imaginarte que, dadas las circunstancias, llevamos a cabo una cuidadosa investigación.

—¿Viajaba mucho?

—No, nunca salía… esa sí que es una cosa rara. Metida en Oxford toda su vida. Una mujer rara. A propósito, Gervase, sobre Medida por medida

Fen colgó. No estaba preparado para discutir sobre Medida por medida en ese momento. Mientras estaba pensando en lo que había averiguado, el teléfono sonó en la cabina, y él levantó el auricular.

—Dígame —contestó—. Sí, soy Fen. Ah, eres tú, Evans. Has sido rápido.

—Un rastro fácil —dijo el incorpóreo portavoz de Somerset House—. Elizabeth Ann Snaith, «Valhalla», Boar’s Hill, Oxford. Fecha del testamento, 13 de agosto de 1937, con los testigos R. A. Starkey y Jane Lee. Patrimonio, 937 642 libras… una bonita cantidad. Bienes muebles, 740 760 libras. Unos cuantos legados mínimos (para los criados, supongo), pero el grueso es «para mi sobrina, Emilia Tardy». Y luego vienen un montón de cláusulas raras sobre no sé qué de poner anuncios solo en periódicos ingleses, y sobre no comunicárselo directamente a su sobrina, y sobre Dios sabe qué más galimatías. Ah, y se establece un plazo de seis meses tras la muerte de Snaith para reclamar la herencia. Parece como si hubiera hecho todo lo posible para impedir que esa desgraciada de Tardy le echara las zarpas a la pasta.

—¿Y qué pasaría si la señora Tardy no lo reclamase?

Al otro extremo hubo un silencio.

—Dame un segundito. Está en el envés de la hoja. Ah, sí. En ese caso, va todo al señor Aaron Rosseter, del 193A de Cornmarket, Oxford. ¡Un tipo con suerte! Eso es todo, creo.

—Ah… —Fen estaba pensativo—. Gracias, Evans. Muchas gracias.

—Cuando quieras —dijo el funcionario—. Saludos a la gente de Oxford. —Y colgó.

Ya fuera de la cabina, Fen permaneció inmóvil durante unos instantes, meditabundo. Los huéspedes del hotel pasaban junto a él, deteniéndose para pedir al portero horarios, taxis, periódicos. Ridley los atendía con competencia profesional. En el comedor las mesas estaban ya preparadas para el almuerzo, y el jefe de sala estaba comprobando las reservas en una lista escrita a mano en la parte de atrás de un menú.

Indiscutiblemente, el señor Rosseter tenía muy buenos motivos para asesinar a la señorita Emilia Tardy. Si era el único albacea del testamento, le habría bastado con evitar avisarla para escamotearle la herencia a esa mujer. Así que cuando, efectivamente, la señorita Tardy apareció… Fen. negó con la cabeza. No. Eso no concuerda en absoluto. Para empezar, era apenas concebible que la señorita Snaith hubiera depositado unos poderes tan excepcionales en manos del señor Rosseter, por mucho que confiara en él; y por otro lado, si el señor Rosseter había asesinado a la señorita Tardy y había golpeado a Cadogan en la cabeza, ¿por qué no lo había reconocido cuando lo vio? O, si lo había reconocido, ¿por qué había sido tan excesivamente prolijo en su información? Por supuesto, el asesino no tuvo que ser necesariamente el que golpeara a Cadogan en la cabeza; posiblemente un cómplice… Pero, y luego, ¿por qué montar una juguetería en plena noche para desmantelarla a continuación?

Fen suspiró profundamente y dio unos golpecitos en la tapa del libro que llevaba bajo el brazo. Estaba de un humor extremadamente voluble, y en aquel preciso momento se sintió una pizca deprimido. Le dijo adiós a Ridley con la mano y regresó al bar. Cadogan y el señor Sharman habían llegado a un impasse en la conversación; para entonces el señor Sharman había vomitado todas y cada una de sus opiniones respecto a Jane Austen, y a Cadogan no se le había ocurrido otro tema de conversación más interesante. En aquel momento, de todos modos, Fen estaba intentando evitar a toda costa su compañía; en vez de ir hacia ellos, se dirigió hacia donde se encontraba Hoskins, el estudiante melancólico y huesudo.

Hoskins no era de ningún modo un estudiante problemático: cumplía con su trabajo eficazmente, si bien sin demasiado entusiasmo. Se abstenía de borracheras y se comportaba de un modo correcto y educado. Su única característica remarcable era su inagotable verborrea, que al parecer endilgaba a las muchachas con fines eróticos. En aquel momento estaba sentado delante de su segundo vasito de jerez pálido, y apremiaba a la morenita Miriam para que prosiguiera con la degustación continuada de chocolatinas.

Excusándose ante la muchacha, que levantó la mirada hacia él con una especie de temor reverencial, Fen se llevó a Hoskins fuera.

—Señor Hoskins —dijo Fen con amable severidad—. Me abstendré de preguntarle por qué está malgastando las horas doradas de su juventud dedicándose a la consumición ilegal de jerez en esta especie de simulacro de la catedral de Chartres…

—Le estoy muy agradecido, señor —dijo Hoskins sin mostrar ninguna perturbación anímica particular.

—Solo quiero preguntarle —continuó Fen— si le importaría hacerme un favor.

Hoskins parpadeó y asintió en silencio.

—¿Le interesan a usted las novelas de Jane Austen, señor Hoskins?

—Siempre me ha parecido, señor —dijo Hoskins—, que en ellas la personalidad de las mujeres está esbozada de un modo muy pobre.

—Bueno, ya debería usted saberlo —dijo Fen con una sonrisa burlona—. No importa. Hay ahí un tipo sórdido, un pelmazo, que al parecer siente auténtica pasión por Jane Austen. ¿Podría usted retenerlo aquí durante una hora?

—Nada más fácil, señor —dijo Hoskins con una benévola confianza en sí mismo—. Aunque creo que tal vez lo mejor sería ir y largar primero a mi invitada.

—Desde luego, desde luego, proceda… —dijo Fen apresuradamente.

Hoskins volvió a asentir de nuevo, regresó al bar, y al cabo de muy poco tiempo reapareció, conduciendo a Miriam con delicadas explicaciones hasta la puerta. Allí le cogió la mano calurosamente, le dijo adiós, y regresó junto a Fen.

—Dígame, señor Hoskins —dijo Fen, atrapado por una repentina curiosidad desinteresada—, ¿cómo explica usted la extraordinaria atracción que sienten por su persona las mujeres? No me conteste si cree que estoy siendo impertinente.

—En absoluto. —Hoskins dio a entender que encontraba aquella pregunta muy gratificante—. En realidad es muy sencillo: calmo sus temores y les doy cositas dulces para comer. ¡Al parecer eso nunca falla!

—Ah —dijo Fen, un poco desconcertado—. Ah. Bueno, muchas gracias, señor Hoskins. Y ahora, si quisiera usted volver al bar… —y comenzó a darle instrucciones.

Cadogan se sintió simplemente encantado de que Hoskins le liberara de aquella penitencia que le había sido impuesta. Cuando él y Fen abandonaron el bar, Hoskins y el señor Sharman estaban conversando ya del modo más amigable.

—Bueno, ¿qué ocurre? —preguntó Cadogan cuando salieron. Estaba un poco achispado después de cinco pintas de cerveza, pero al menos casi no le dolía ya la cabeza.

Fen lo llevó por el pasillo inferior y se sentaron junto al mostrador de recepción, en dos duras sillas de madera con un diseño vagamente asirio. Fen le contó lo de las llamadas telefónicas.

—¡No, no…! —dijo malhumorado, cortando en seco la espantada protesta de Cadogan cuando le contó lo del señor Rosseter—. En realidad no creo que haya sido capaz de hacerlo. —Expuso sus razones.

—¡Bah, palabrería! —replicó Cadogan—. Lo único que pasa es que tú aún conservas esas fantasías románticas sobre el anuncio…

—A eso voy… —dijo Fen con aire malévolo. Se detuvo para examinar a una rubia emperifollada que pasó a su lado, envuelta en pieles y con unos tacones de aguja muy altos—. Porque, en efecto, hay una conexión entre aquel anuncio y la señorita Snaith.

—¿Y cuál es?

—Esta —y, con una especie de gesto florido, Fen extrajo el libro que llevaba bajo el brazo: lo mostró con el aire de un fiscal que tiene ante sí una prueba definitiva y especialmente reveladora.

Cadogan lo examinó sin comprender muy bien qué significaba. Se titulaba Los Poemas Absurdos, de Edward Lear.

—Seguro que recordarás —continuó Fen, agitando su dedo índice en el aire con gesto didáctico— que la señorita Snaith estaba interesada en la poesía humorística. Y esto… —y dio unos golpecitos en el libro con gesto de autoridad—, esto, querido amigo, es justamente eso: poesía humorística.

—Me asombras.

—Es más, es poesía humorística del máximo nivel. —De repente Fen abandonó sus gestos didácticos y se tornó ofendido—. Hay gente, de verdad, que cree que Lear era incapaz de rematar los últimos versos de sus quintillas[30] de modo diferente a los primeros. En realidad, el hecho es…

—Sí, sí… —dijo Cadogan con impaciencia, sacando el recorte de periódico de su libreta—. Ya sé lo que quieres decir. «Ryde, Leeds, West, Mold, Berlín». Quintillas. Se trata de un método de lo más imaginativo para designar a la gente.

—Mmm… —Fen escudriñó las páginas del libro—. Y yo de algún modo barrunto que nuestro señor Sharman es uno de los implicados en este asunto tan turbio. Mira esto… «Había un hombre de Mold, avejentado / y aquejado de un nocivo resfriado; / se agenció unas ricas magdalenas, / y un mullido edredón de plumas buenas / y dejó así de estar acatarrado». En el dibujo que acompaña al poema el tipo parece una especie de oso esférico. ¿No te recuerda a alguien?

—Sí, pero…

—Es más, el señor Sharman, según nos ha dicho, recibió una sustancial herencia la pasada noche. Y lo mismo los otros, al parecer.

—Ryde, Leeds, West y Berlín.

—Exactamente. Acuérdate de este: «Un viejito en West residía, / que un chaleco ciruela vestía…».

—Y había otro, ¿no?, sobre uno que nunca podía descansar.

—Sí. Pero ese solo añade algo sobre la nariz y la barbilla, y no hay nada relevante en eso, excepto desde el punto de vista terapéutico.

—Ah. —Cadogan se calló y pensó que quizá había bebido demasiado—. ¿Y respecto a Ryde?

—«En Ryde una mocita vivía» —leyó Fen tras buscar un poco en el libro—, «que los cordones sin atar lucía. / Unos zuecos se ha comprado / y un perrito moteado / y pasea por Ryde como una cría».

—De lo de Berlín sí me acuerdo.

—Sí, y yo. «Era un anciano de cuerpo asaz delgado…». —Por vez primera, Fen dudó. —Todo esto suena un poco raro, ¿no te parece?

—Bueno, ¿cuál es tu idea?

—No tengo ninguna idea, en realidad —expuso Fen—. Solo es esta precaria sucesión de correspondencias. La señora Snaith… los versos humorísticos… Rosseter… el anuncio… la herencia de Sharman. Pero confieso que se me había pasado por la cabeza que Sharman y «los otros» de los que hablaba pudieran ser los herederos en caso de que la señorita Tardy no reclamara su herencia.

—Pero ellos no eran los herederos. El heredero es Rosseter.

—Por lo que parece, así es. —Fen cogió un cigarrillo de una pitillera dorada y se lo llevó lentamente a la boca—. Hay cosas como los testaferros, ya sabes. Le dejas tu dinero a una persona y le ordenas que se lo entregue a otra… con ciertas salvaguardias para asegurar que efectivamente la operación se lleva a cabo. De ese modo, la gente en general no llega a saber quién se queda finalmente el dinero.

—¿Pero por qué demonios iba la señorita Snaith a planear semejante galimatías?

—No lo sé. —Fen encendió su cigarrillo e intentó formar un aro con el humo—. Me atrevería a aventurar que Rosseter sería capaz de contárnoslo todo, pero no querrá. ¡Menudo malandrín! —añadió, dejándose llevar por su natural tendencia al uso de arcaísmos y palabras rimbombantes.

—Y me temo que Sharman tampoco nos lo dirá —dijo Cadogan con gesto sombrío. Pero su rostro se iluminó cuando vio a una célebre novelista trastabillando al intentar entrar en el ascensor del hotel—. Y eso que lo intenté.

—Oh, ¿no habrás metido la pata? Dime que no —dijo Fen con interés—. En cierto modo eres más peligroso que un cocodrilo suelto en un bazar. Bueno, estaba completamente seguro de que no soltaría nada, de todos modos.

—A propósito, ¿por qué se lo has endosado a ese estudiante?

—Principalmente para mantenerlo vigilado mientras hablaba contigo.

—Ya veo. Bueno, lo único que tenemos que hacer es encontrar a un hombre con un chaleco de color ciruela, a un hombre extrañamente delgado, a una chica con un perro moteado, y a un… por cierto, ¿qué pasa con Leeds?

—«Una mujer en Leeds vivía, / que infestada la cabeza de lentejuelas tenía…».

—Mi querido Gervase… —dijo Cadogan—, todo esto es una locura. Y, además, me parece completamente inútil.

Pero Fen sacudió la cabeza.

—No del todo —dijo—. Siempre podemos encontrar a una bonita dependienta de ojos azules y que sea dueña de un pequeño perro moteado… ¡Empecemos ahora!

—¿Empezar? ¿Ahora?

Empezaron.