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EL EPISODIO DEL PROFESOR PROBLEMÁTICO

Cuando se disipó la mortecina luz gris, se quedó una mañana resplandeciente en tonos dorados. Las hojas estaban comenzando a caer de los árboles en los parques y en St. Giles, pero aún ofrecían un fabuloso espectáculo de bronces, amarillos, y pardos marrones cerveceros. El grisáceo laberinto de Oxford comenzaba a desperezarse. Las estudiantes eran las primeras en aparecer, circulando en sus bicicletas en tropel, absurdamente ataviadas con sus togas y aferradas a sus enojosas carpetas, o haciendo cola en las bibliotecas en espera de que abrieran las puertas y las acogieran una vez más para estudiar los divinos misterios que se desprenden del elemento cristiano del Beowulf, de la fecha del Urtristan (si es que la hay), de las complejidades de la hidrodinámica, de la teoría cinética de los gases, de la ley de ofensas y agravios o de la situación y las funciones de la glándula paratiroides. Los muchachos se levantaban mucho más tarde, se ponían un par de pantalones, una chaqueta y una bufanda por encima del pijama, arrastraban los pies hasta los claustros para firmar y luego regresaban a sus habitaciones arrastrando los pies y se volvían a meter en la cama. Aparecían entonces los estudiantes de arte, mortificando sus frágiles cuerpos en su vano intento por encontrar una buena luz, tan esquiva y prácticamente tan inencontrable en la ciudad como el mismísimo Grial. El Oxford comercial también se levantaba a aquellas horas; las tiendas subían sus cierres y los autobuses comenzaban a circular; las calles se veían atestadas de tráfico. Por toda la ciudad, en los colleges y en los campanarios, los mecanismos de los relojes giraban, hacían saltar los resortes metálicos y marcaban las nueve en punto en una enloquecedora y repiqueteante sincronización de tempos y tonos en conflicto.

Un objeto rojo surcó como una bala Woodstock Road.

Era un coche deportivo extremadamente pequeño, ruidoso y destartalado. A lo largo del capó se habían garabateado con grandes letras blancas las palabras Lily Christine III. Un sugerente desnudo en cromo se inclinaba hacia delante en peligroso ángulo desde la cubierta del radiador. Alcanzó el cruce de Woodstock con Banbury, giró temerariamente a la izquierda y se internó a toda pastilla en el callejón que corre paralelo al St. Christopher’s College, consagrado al patrón de los viajeros (para los no iniciados, conviene indicar aquí que St. Christopher se encuentra puerta con puerta con St. John). Entonces viró para colarse por la puerta de hierro forjado y, a una velocidad de unas cuarenta millas por hora, procedió a recorrer la pequeña avenida de grava bordeada por rectángulos de césped y arbustos de rododendros, que concluía en una especie de curva ceñida donde resultaba prácticamente imposible girar un coche a esa velocidad sin matarse. Era evidente que el conductor solo tenía sobre su vehículo un control limitado. La suya era una lucha desesperada con los mandos. El coche avanzó recto hacia la ventana donde el presidente del college, un hombre delgado y recatado, de gustos ligeramente epicúreos, estaba tomando el sol, ajeno a lo que se le venía encima. Al percatarse del peligro, retrocedió apresuradamente con cara de terror cerval y se quedó con la espalda pegada a la pared. Pero el coche evitó milagrosamente empotrarse contra sus dependencias, viró en redondo y se lanzó en picado hacía el muro que delimitaba la avenida, donde el conductor, con un tremebundo derrape y levantando pedazos enteros de césped, consiguió dar una vuelta completa al vehículo. En ese momento parecía que no podía haber nada capaz de detener su regreso incontrolado por el mismo camino por el que había venido, pero, desafortunadamente, al enderezar el volante, al conductor se le fue el pie al acelerador y el coche atravesó bramando la franja de césped, enterró su morro en un enorme seto de rododendros, se atascó, perdió velocidad y finalmente se detuvo en seco.

El conductor salió del coche y observó el panorama con cierto enojo. Mientras estaba allí, el vehículo rugió de repente, como si estuviera vivo y diera su último estertor… un estallido tremendo, un petardeo que dejaba corto cualquier petardeo que uno pudiera imaginarse. El hombre, con gesto adusto, frunció el ceño, cogió un martillo del asiento de atrás, abrió el capó y golpeó algo en su interior. Luego cerró el capó y se volvió a sentar en el habitáculo. El motor arrancó ruidosamente y el coche empezó a moverse con una sacudida colosal. Comenzó a correr hacia atrás a toda velocidad en dirección a las dependencias del presidente. Y este, que entre tanto había regresado a la ventana y estaba observando la escena con aterrada fascinación, se volvió a meter para dentro, con no menos premura que antes. El conductor miró por encima del hombro y vio que las dependencias del presidente se le echaban encima, como un trasatlántico abatiéndose sobre una lancha neumática. Sin dudarlo un instante, cambió de marcha, metió primera y pisó a fondo el acelerador. El coche profirió un terrible alarido, tembló como un hombre aquejado de fiebres, y se detuvo levantando una inmensa nube de polvo; un instante después emitió un inexplicable petardeo de despedida y cierre. Con dignidad, el conductor echó el freno de mano, salió del vehículo, y cogió un maletín del asiento de atrás.

Cuando terminaron de escucharse las explosiones, el presidente se aproximó de nuevo a la ventana. Luego se apresuró a abrirla.

—¡Mi querido Fen! —protestó—. Me alegro de que al menos nos hayas dejado en pie un poco de college del que poder ocuparnos. ¡Por un momento me temí que fueras a demolerlo por completo!

—¿Eh? ¿Ah, sí? ¿No me diga? —dijo el conductor. Su voz era alegre y ligeramente nasal—. No debería preocuparse usted tanto, señor presidente. Lo tenía todo controlado. ¡Perfectamente! Algo debe de pasarle al motor, eso es todo. No tengo ni idea de por qué hace esos ruidos después de pararse. Lo he intentado todo, pero nada.

—Pues yo no veo necesidad de que te metas con el coche por los patios. ¡Habrase visto! —exclamó el presidente, malhumorado. Y cerró la ventana de golpe, pero sin mostrar verdadero enojo. El excéntrico comportamiento de Gervase Fen, profesor titular de Inglés y Literatura en St. Christopher, no se ajustaba en absoluto a los modelos tradicionales del profesorado. Pero sus colegas lo padecían de mejor o peor grado, pues sabían que cualquier pretensión de tratar a Fen juzgándolo por las apariencias acabaría sin duda dejándolos malparados.

Fen avanzó a grandes y enérgicas zancadas por el césped, cruzó una puerta que se recortaba en un muro de vetustos ladrillos, en el que por entonces florecían los melocotones, y se adentró en el claustro principal del college. Era un hombre alto, más bien larguirucho, de unos cuarenta años de edad, con un rostro alegre, enjuto y perfectamente afeitado. Su pelo oscuro, diligentemente repeinado con agua, tendía a erizarse en la coronilla. Llevaba puesta una enorme gabardina y cargaba con un extraordinario sombrero.

—Oh, señor Hoskins —le dijo a un estudiante que deambulaba por el césped con el brazo rodeando la cintura de una atractiva jovencita—. Ya veo que está usted trabajando duro.

Hoskins, un estudiante alto, huesudo y melancólico, un poco como los perros de James Thurber[12], pestañeó ligeramente.

—Buenos días, señor —dijo. Fen pasó a su lado y se alejó—. No te asustes, Janice —dijo Hoskins a su compañera—. Mira lo que tengo para ti… —Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y extrajo un paquete de bombones.

Entretanto, Fen avanzó por un pasadizo abierto, pavimentado en piedra, que conducía a los jardines del claustro sur del college, dio la vuelta para meterse por una puerta a la derecha, dejó atrás las dependencias del maestro organista, subió corriendo un tramo de escaleras alfombradas hasta la primera planta, y entró en su despacho. Era una sala grande, luminosa, cuyas ventanas daban al claustro de Iñigo Jones por un lado, y a los jardines del college por el otro. Las paredes estaban pintadas en color vainilla, y tanto las cortinas como la alfombra eran de un tono verde oscuro. Había hileras de libros en las estanterías bajas, miniaturas chinas en las paredes y unas cuantas estampas y bustos y grabados bastante maltrechos de escritores ingleses en la cornisa de la chimenea. Una mesa de oficina, enorme y desordenada, con dos teléfonos, se encontraba junto a las ventanas del muro norte.

Y en uno de los lujosos butacones del despacho se encontraba sentado Richard Cadogan. Tenía el rostro de un hombre que acabara de ser condenado a muerte.

—Hola, Gervase —dijo con voz apagada—. Cuánto tiempo desde que fuimos compañeros estudiantes, ¿eh?

—¡Dios Santo! —dijo Fen, conmocionado—. ¡Pero si es Richard Cadogan!

—Sí.

—Bueno, naturalmente tú eres siempre bienvenido, pero me temo que has llegado en un momento un poco delicado…

—Vaya, compruebo que sigues siendo tan maleducado como siempre.

Fen se sentó en el borde de su escritorio, con el rostro mostrando un elocuente gesto de sorpresa compungida.

—¡Qué cosas tan extraordinarias dices! En mi vida he dicho una palabra descortés…

—¿No fuiste tú quién escribió acerca de los primeros poemas que yo publiqué: «Este es un libro que todo el mundo debe esforzarse en no tener»?

—¡Ah! —dijo Fen, agradecido—. No me niegues que en aquellos tiempos no era yo de lo más conciso. Bueno, ¿y cómo estás, mi querido camarada?

—Fatal. Claro, que aún no eras profesor la última vez que te vi. En la universidad todavía tenías algo de sentido común.

—Me hice profesor, sí —contestó Fen con seguridad—. Y fue gracias a mis enormes talentos eruditos y a mi inteligencia aguda y perspicaz.

—En su momento me escribiste diciendo que solo era una cuestión de tocar algunas cuerdas apolilladas.

—¿Ah, sí? ¿Te escribí eso? —dijo Fen un poco incómodo—. Bueno, todo eso carece de importancia ahora. ¿Has desayunado?

—Sí, he desayunado. En el comedor de la residencia.

—Bueno, ten un cigarro entonces.

—Gracias… Gervase, he de decirte algo: se me ha perdido una juguetería.

Gervase miró fijamente a Cadogan. Mientras le ofrecía el encendedor, su rostro adoptó una expresión de enorme cautela.

—¿Te importaría explicarme esa curiosa afirmación que acabas de hacer? —le preguntó.

Y Cadogan se lo explicó. Hizo un relato largo y pormenorizado de todo lo que había ocurrido esa mañana. Y lo hizo con un sentido de justa indignación y frustración de espíritu.

—Hemos peinado todo el vecindario, querido amigo… —dijo amargamente—. Y, ¿sabes una cosa? ¡No encontramos una maldita juguetería por ninguna parte! Le preguntamos a la gente que había vivido en ese barrio desde la infancia, ¡y nadie había oído hablar en su vida de ninguna juguetería! Y, sin embargo, estoy absolutamente seguro de que era el sitio correcto. ¡Una tienda de ultramarinos, ya me dirás! Entramos, vaya que si entramos, y desde luego aquello era una tienda de ultramarinos. Y la puerta ni siquiera chirriaba; aunque tenía en los goznes algo así como aceite… —se refirió a esa sustancia sin mucha confianza—. Y, para más inri, la puerta del fondo estaba exactamente donde yo la había visto. En fin, luego supe que todas las tiendas de esa calle se construyeron exactamente con el mismo plano…

»Y luego la policía, querido amigo. ¡Horrible! —se quejó al final—. No es que fueran desagradables ni mucho menos. Se portaron conmigo de ese modo untuoso, como cuando estás con gente que sabes que ya no va a vivir mucho. Cuando creían que no les oía, hablaban en voz baja de conmoción cerebral. El problema era, entiéndeme, que todo parecía completamente distinto a la luz del día; además, supongo que en algún momento me debí de mostrar dubitativo y me contradije. Al final me llevaron en coche a St. Aldate, y me aconsejaron que viese a un buen médico, así que los dejé allí y decidí venirme a desayunar.

—Supongo… —dijo Fen con gesto receloso— que cuando visitaste la tienda de ultramarinos no se te ocurrió subir las escaleras…

—¡Ah, sí! Se me ha olvidado mencionarte eso. Claro que subimos. Y allí no había ningún cadáver, desde luego. Y todo era completamente diferente. Esto es, las escaleras y el pasillo estaban enmoquetados. Todo parecía limpio y ventilado, y el mobiliario estaba cubierto con guardapolvos. Además, el salón era totalmente diferente de la sala en la que yo había estado por la noche. Creo que fue en ese momento cuando la policía llego a la conclusión de que estaba totalmente majareta. —Cadogan empezaba a considerar la posibilidad de haber cometido una espantosa equivocación.

—Bueno —dijo Fen cautelosamente—, suponiendo que esa historia no sea el producto de una mente perturbada…

—¡Estoy perfectamente cuerdo!

—No me grites, querido —Fen puso gesto compungido.

—Por supuesto, no culpo en absoluto a la policía por pensar que estoy loco… —dijo Cadogan en un tono de virulenta reprensión.

—Y dando por sentado —Fen continuó con una irritante tranquilidad— que las jugueterías de Iffley Road no tienen la capacidad de salir volando ellas solas por el éter, dejando un hueco tras de sí… ¿qué podría inspirar a alguien a cambiar una tienda de juguetes por una de ultramarinos en plena madrugada sin venir a cuento?

Cadogan resopló.

—La respuesta es perfectamente obvia —respondió—: sabían que yo había visto el cadáver, y querían que la gente me tomara por loco cuando lo contara… Y a fe mía que se salieron con la suya. Desde luego que lo hicieron. Puede que me dieran ese golpe en la cabeza para que sirviera de excusa ante mis supuestas alucinaciones. Y la ventana del cuarto de la limpieza la dejaron abierta deliberadamente, para que así pudiera salir y contarlo y que nadie me creyera.

Fen observó detenida y amablemente a su amigo.

—Muy bien, suena coherente, al menos tal y como lo cuentas —dijo—. Pero eso no explica el misterio fundamental del asunto: ¿por qué, antes de nada, la tienda de ultramarinos fue cambiada por una tienda de juguetes?

Cadogan no había pensado en eso…

—Verás —añadió Fen—. No podían saber que tú ibas a andar fisgoneando por allí. Eres la mosca que cae en la miel. Si retiraron las mercancías de la tienda y las sustituyeron por juguetes fue por un motivo completamente distinto. En cualquier caso, siempre tendrían que volver a cambiarlo todo de nuevo.

El espíritu de Cadogan fue, poco a poco, viéndose invadido por una especie de alivio. Por un momento casi había llegado a preguntarse si, en efecto, estaba sufriendo alucinaciones. Dejando aparte todas las apariencias externas, había un algo en Fen que lo hacía extremadamente digno de confianza. Cadogan encogió sus facciones afiladas y desdeñosas hasta adoptar un gesto ceñudo.

—Pero… ¿por qué harían algo así? —preguntó.

—Se me ocurren varias buenas razones —dijo Fen con aire pesimista—. Pero seguramente son todas erróneas.

Cadogan apagó su cigarrillo y se palpó la chaqueta en busca de otro. Mientras lo hacía, sus dedos entraron en contacto con el fragmento de papel que había recogido del suelo y que estaba junto al cadáver. Se asombró al percatarse de que se había olvidado por completo de él hasta ese momento.

—¡Aquí está! —gritó emocionado, sacándolo del bolsillo—. ¡Mira! ¡Tengo una prueba tangible! Esto estaba junto al cuerpo. ¡No me había acordado hasta ahora! Quizá sería mejor que volviera a la policía…

Se levantó a medias, un poco nervioso, de su butaca.

—Mi querido amigo, tranquilízate —dijo Fen, cogiéndole el pedazo de papel—. Y, en todo caso, ¿de qué es prueba tangible este papel? —Leyó los números escritos con lápiz—. Cero, siete, seis, nueve, uno. Un número de teléfono, parece ser…

—¡Probablemente el número de la mujer que fue asesinada!

—Mi querido Richard… ¡qué extraordinaria falta de perspicacia…! ¡Uno no lleva su propio de teléfono consigo!

—Pudo haberlo escrito para alguien. O puede que no fuera el suyo.

—No. —Fen miró meditabundo el trozo de papel—. Dado que parece que has olvidado muchas cosas, supongo que no cogerías su bolso y mirarías dentro…

—Estoy seguro de que allí no había ningún bolso. Obviamente, sería la primera cosa que habría registrado.

—Con los poetas nunca se sabe… —Fen suspiró profundamente, y regresó al escritorio—. Bueno, hay solo una cosa que se puede hacer con este número, y es llamar. —Levantó el auricular del teléfono, marcó el 07691 y esperó. Después de un rato, alguien contestó.

«Dígame». Era una voz de mujer, bastante temblorosa.

—Hola, señorita Scott —dijo Fen alegremente—. ¿Qué tal está? ¿Hace mucho que ha vuelto de Beluchistán?

Cadogan lo observó atónito.

«Lo siento», dijo la voz. «Pero no soy la señorita Scott».

—Oh. —Fen observó el teléfono con un gesto de enorme decepción, como si estuviera esperando que se cayera a pedazos en cualquier momento—. ¿Y con quién estoy hablando, si es que puede saberse?

«Soy la señora Wheatley. Me temo que ha marcado usted el número equivocado».

—Vaya, creo que sí. Qué estúpido soy… Siento haberla molestado. Adiós. —Fen cogió después el directorio de teléfonos local y fue pasando rápidamente las hojas—. Wheatley… —murmuró—, Wheatley… Ah, aquí está. Wheatley, señora J. H., 229 New Inn Hall Street, Oxford: 07691. La señora en cuestión parecía gozar de una excelente salud. Y supongo que te darás cuenta, mi querido Cadogan, de que esta podría ser una llamada entre mil.

Cadogan asintió con gesto cansino.

—Sí, lo sé —dijo—. Ciertamente desesperante, desde luego.

—Atiéndeme: ¿fuiste por la parte de atrás de la tienda con la policía? ¿Por el sitio por el que escapaste?

—En realidad, no…

—Bueno, iremos ahora. Quiero echarle un vistazo al lugar de todos modos. —Fen se detuvo un instante a pensar—. Tengo tutoría a las diez, pero eso puede aplazarse. —Garabateó un mensaje en el dorso de un sobre y lo colocó en la repisa de la chimenea—. Vamos —dijo—. Iremos en mi coche.

Fueron en su coche. Ir en el coche de Fen con Fen al volante no era nada agradable para un hombre en las frágiles condiciones de Cadogan. Bajaron todo recto por St. Giles, porque St. Giles es una calle enormemente ancha donde es bastante difícil golpearse con nada, excepto con los peatones que constantemente cruzan la calzada como si fueran gallinas espantadas, en una frenética y peligrosa carrera hacia la muerte. A punto estuvieron de estrellarse contra una furgoneta de reparto en Broad Street, a pesar de lo amplia que era la calle, luego se saltaron los semáforos en King’s Arms justo cuando estaban cambiando y atravesaron Holywell Street y Long Wall Street como una exhalación. Todo ello lo hicieron en bastante menos de un minuto. Richard Cadogan describiría su irrupción final en la abarrotada High Street como uno de los episodios más terroríficos de su vida, pues Fen no era un hombre que esperara por nada ni por nadie. Cadogan cerró los ojos, se tapó los oídos, y decidió consagrarse a la meditación sobre las verdades eternas. Sin embargo, de algún modo, consiguieron llegar sanos y salvos a las afueras de la ciudad. Cruzaron Magdalen Bridge y, por tercera vez aquella mañana, Cadogan se encontró junto a la fachada de la tienda de Iffley Road.

Fen se las ingenió para detener temblorosamente a Lily Christine III a cierta distancia del lugar donde se encontraba la misteriosa juguetería fantasma.

—Ahora que lo pienso, tú ya has estado aquí antes —apuntó—. Alguien podría reconocerte. —El coche petardeó peligrosamente—. Ojalá no hiciera eso… Creo que haré una incursión de reconocimiento. Espérame aquí hasta que vuelva. —Y salió del coche.

—De acuerdo —dijo Cadogan—. El sitio no tiene pérdida. Está justo enfrente de esa iglesia de ahí.

—Cuando vuelva, iremos los dos a la parte trasera de la tienda. —Fen avanzó a zancadas con su vigor habitual.

El ajetreo matutino de las tiendas aún no había comenzado realmente, y el establecimiento de Winkworth, Ultramarinos en General y Minorista de Abastos, estaba desierto, salvo por el propio tendero, un hombre gordo embutido en un blanco mandil eclesiástico, con una cara rotunda y alegre. Fen entró en la tienda haciendo mucho ruido. Observó, en todo caso, que la puerta no chirriaba.

—Buenos días, señor —dijo el tendero amigablemente—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Oh —dijo Fen, que miraba a su alrededor con curiosidad—. Quiero una libra de… —estrujó su mente en busca de algo apropiado—, de sardinas.

El tendero parecía un tanto desconcertado.

—Me temo, señor, que no las vendemos al peso.

—Bueno, pues entonces querría una lata de arroz. —Fen frunció el ceño ostensiblemente.

—¿Perdón, señor?

—¿Es usted, por un casual, el señor Winkworth? —Fen prescindió apresuradamente del asunto de las compras.

—¿Qué? No, señor. Solo soy el encargado aquí, señor. La propietaria de la tienda es la señorita Winkworth: la señorita Alice Winkworth.

—Ah, ya. ¿Y puedo verla?

—Me temo que no se encuentra en Oxford en este momento.

—Oh. ¿Entonces no vive en el piso de arriba?

—Oh, no, señor. —El hombre lo miró con suspicacia—. Aquí arriba no vive nadie. Y ahora, si me permite, me decía usted que deseaba…

—Creo que lo dejaré para más tarde —dijo Fen sin ningún entusiasmo—. Para mucho más tarde —añadió.

—Quedamos a su servicio para lo que desee, señor —contestó el tendero con grandilocuencia.

—Una lástima… —Fen miró fijamente al hombre—. Una lástima… que no vendan ustedes juguetes.

—¿Juguetes? —exclamó el tendero, y era obvio que su asombro era genuino—. Bueno, señor, es bastante improbable que usted pueda encontrar juguetes en una tienda de ultramarinos, ¿no le parece?

—Oh, sí, bastante improbable, ¿verdad? —dijo Fen alegremente—. Y también cadáveres. Que tenga usted muy buenos días. —Y salió.

—Mal asunto —le dijo a Cadogan, que estaba sentado en Lily Christine III, intentando ajustarse el vendaje y mirando atónito lo que tenía enfrente—. Estoy convencido de que ese hombre no sabe nada al respecto. Aunque actuó de un modo bastante raro cuando le pregunté por el propietario de la tienda. Se trata de una tal señorita Alice Winkworth, al parecer.

Cadogan gruñó nebulosamente al recibir esa información.

—Bueno, vayamos a inspeccionar la parte de atrás, si es que piensas que puede servir de algo.

Su tono indicaba poca confianza.

—Y, a propósito… —añadió Fen mientras avanzaban por el estrecho y empinado callejón que conducía a la parte trasera de las tiendas—. ¿Había alguien allí cuando viniste con la policía esta mañana?

—¿En la tienda, te refieres? No, nadie. La policía entró por su cuenta con una de esas llaves maestras que ellos tienen. En ese momento la puerta estaba cerrada.

Repararon en las vallas de madera tratada que delimitaban el pequeño jardín.

—Esta es —dijo Cadogan.

—Y alguien ha estado vomitando aquí —dijo Fen con cara de asco.

—Sí, soy culpable. —Cadogan escudriñó lo que había más allá de la cancela. El interior del jardín, que lucía agreste y abandonado, y que le había resultado tan siniestro a la débil luz del amanecer, parecía bastante vulgar ahora—. ¿Ves esa ventana pequeña? —preguntó—. ¿A la derecha de la puerta? Ahí está esa especie de cuarto del que escapé.

—¿Es ese de ahí? —preguntó Fen pensativamente—. Vayamos y echemos un vistazo.

Vieron el ventanuco todavía abierto, pero estaba más alto de lo que Cadogan recordaba, y ni siquiera Fen, que medía casi dos metros, alcanzó a atisbar en el interior. Un poco frustrados, decidieron probar suerte con la puerta trasera.

—Por lo menos está abierta —dijo Fen. Cadogan tropezó estrepitosamente con un cubo de basura—. ¡Por Dios bendito, intenta no hacer tanto ruido!

Fen entró con cautela, y Cadogan lo siguió. No tenía muy claro qué se suponía que estaban haciendo allí. Había un pequeño pasillo, con una especie de cocina, vacía, a la izquierda, y la puerta del cuartucho, medio abierta, a la derecha. Desde la tienda que estaba al fondo llegaba un murmullo de voces y el tintineo de la caja registradora.

Pero en el cuarto ya no había ni rastro de los utensilios de limpieza. En vez de eso, había montones de provisiones, y alimentos. Y a Cadogan le asaltó una duda repentina. ¿Y si, después de todo, al final resultaba que había sufrido una alucinación? Desde luego, todo resultaba demasiado fantástico para ser real… Y, al fin y al cabo, no era imposible que se hubiera caído mientras caminaba por la carretera hacia Oxford, que se hubiera golpeado en la cabeza, y que hubiera soñado todo el asunto… Lo cierto es que su historia tenía una apariencia sospechosamente similar a una pesadilla. Miró agónicamente a su alrededor. Escuchó. Y luego, un tanto asustado, tiró a Fen de la manga.

No cabía la menor duda. Alguien se estaba aproximando al cuarto en que se encontraban.

Fen no lo dudó un instante.

—¡Sálvese quien pueda! —dijo pegando un salto sobre una pila de cajas y lanzándose por la ventana. Desgraciadamente, al hacerlo, derribó todas las cajas con gran estrépito, y de este modo le cortó la vía de retirada a Cadogan. Ya no había tiempo para volver a apilarlas, y, en cuanto a tratar de huir por la puerta trasera, era de todo punto imposible… El picaporte del cuarto ya estaba girando. Cadogan agarró una lata de alubias cocidas con la mano derecha, y una de pudin de riñones con la izquierda, y esperó, intentando aparentar un aire feroz.

Orondamente asombrado, el tendero entró en el cuarto. Casi se le salieron los ojos de las órbitas y la boca se le quedó abierta con gesto estupefacto cuando vio al intruso, pero, para sorpresa de Cadogan, no intentó ninguna aproximación agresiva. Bien al contrario, levantó ambas manos por encima de la cabeza, como un imán invocando a Alá, y empezó a vociferar: «¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Ladrones!». Y así, con gritos quizá demasiado dramáticos, huyó tan rápido como se lo permitieron sus lorzas. Evidentemente, estaba mucho más asustado de Cadogan que Cadogan de él.

Pero Cadogan no se detuvo a pensar. La puerta trasera, el jardín abandonado, la cancela y el callejón marcaron las etapas sucesivas de su frenética retirada. Fen estaba sentado en Lily Christine III, leyendo The Times con fingida concentración. Una pequeña multitud, vagamente interesada, se había reunido frente a la tienda para escuchar los alaridos del tendero. Cadogan salió corriendo por el callejón y se metió de cabeza en el coche, agazapándose por debajo de los asientos. Fen puso a Lily Christine en marcha y salieron disparados con un acelerón.

Una vez pasado Magdalen Bridge, Cadogan se incorporó y se sentó.

—¿Y bien? —preguntó con evidente enfado.

Sauve qui peut! —dijo Fen despreocupadamente… o tan despreocupadamente como era audible dado el espantoso estruendo del motor—. Recuerda, tengo una reputación que mantener. ¿Era el tendero?

—Sí.

—¿Le atizaste?

—No, salió corriendo aterrorizado… Bueno, seré idiota… —dijo Cadogan, con los ojos muy abiertos—: Me he traído conmigo las latas.

—Bien, daremos buena cuenta de ellas durante el almuerzo. Es decir, si es que antes no te detienen por hurto menor. ¿Te pudo ver bien la cara?

—Sí… Pero una cosa te digo, Gervase.

—¿Sí?

—Quiero llegar al fondo de este asunto. Estoy que me hierve la sangre. Creo que deberíamos ir a ver a esa señora Wheatley.

Así que se dirigieron a New Inn Hall Street.