Capítulo 7
LA SOCIEDAD TARDORROMANA
Presupuestos y caracteres generales
Las condiciones sociales del Bajo Imperio en gran parte se basaban en estructuras que habían cristalizado en la época de crisis desde los tiempos tardo-antonianos hasta Diocleciano. El cambio posterior de la sociedad romana tampoco siguió una dirección totalmente nueva, sino que se trató de una directa continuación de aquel proceso de transformación que había dado comienzo con la crisis del siglo III[204].
Nuevas fuerzas sociales fueron imponiéndose paulatinamente a partir del siglo V a raíz de la formación en suelo romano de estados territoriales germánicos. Aun así, éstas no consiguieron alterar los fundamentos del orden social tardorromano en dicha centuria; ni siquiera durante el siglo VI, cuando en occidente ya había desaparecido el poder político romano, fue sustituido el modelo de sociedad tardoantiguo por una estructura social totalmente nueva. La transición de la «Antigüedad» a la «Edad Media» no tuvo lugar de golpe, sino que representó «una larga secuencia de transformaciones graduales», en la que la desintegración del imperio romano occidental supuso un corte sólo en el sentido de que con ella se vino abajo el marco político de la sociedad romana[205].
Esa continuidad en la evolución social era, ante todo, el resultado de que las condiciones económicas que se habían fraguado durante la crisis del siglo III siguieron haciéndose sentir en lo sucesivo y no sufrieron ninguna alteración fundamental. Bajo Diocleciano (284-305) y Constantino el Grande (306337), la situación económica del imperio romano conoció una amplia estabilización merced a las duras disposiciones que se tomaron, y en la época subsiguiente, hasta el período de gobierno de Valentiniano I (364-375), apenas se vio perturbada. No obstante, las consecuencias del cambio de estructura que se había operado en el siglo III fueron irreversibles. Ciertamente, muchas ciudades del imperio aún vivieron una última época de florecimiento, pero ni su producción artesanal ni su vida comercial —sobre todo en la mitad occidental del mundo romano— alcanzaron ya la misma prosperidad que en el Alto Imperio. Fue así como la agricultura incrementó aún más que antes su importancia como fuente principal de ingresos y riqueza; con todo, hubo de padecer también las debilidades estructurales permanentes que se derivaban, ante todo, de la carencia de fuerza de trabajo, así como de la explotación del suelo, a menudo poco rentable, por medio de colonos. Las dificultades económicas aumentaron a escala gigantesca tras el estallido de la nueva crisis política resultante de la incipiente migración de pueblos bajo la presión de los hunos (375). Esta crisis condujo a corto plazo a la demoledora derrota de Roma frente a los godos en Adrianópolis (378). Pero tampoco eran para pasar por alto sus consecuencias a largo plazo: tras la muerte de Teodosio I (379-395), la porción occidental del imperio se vio inundada de bárbaros, con el resultado de que muchas ciudades fueron destruidas o quedaron en gran parte despobladas. Ello tuvo efectos penosos, sobre todo para la manufactura y el comercio, si bien la situación aun dentro del Occidente romano pudo haber variado apreciablemente de una región a otra. A una paralización de la producción artesanal y del tráfico de mercancías ciertamente no se llegó, ni tampoco la vida urbana se apagó totalmente en ninguna parte del imperio. Pero las relaciones campo-ciudad dejaron de basarse, como en el Alto Imperio, en la fuerza de los centros de producción urbanos, para reposar sobre la creciente importancia de las fincas rurales; significativamente, ya desde el siglo IV las grandes haciendas pasaron progresivamente a cubrir su demanda de productos manufacturados recurriendo a la producción propia, y no tanto al comercio[206].
En línea con estos nuevos presupuestos, los propietarios de los latifundios fueron aún más claramente que antes la capa rectora económicamente determinante en la sociedad tardorromana, en tanto que la gran masa desposeída de la población baja se hizo cada vez más dependiente de ese estrato de terratenientes. El que este proceso histórico de evolución social apareciese unido a la desintegración del Imperium Romanum, no ha de atribuirse en absoluto a la creciente presión de los bárbaros exclusivamente, sino a una serie de causas muy complejas y múltiples, entre las cuales las de tipo social pueden definirse de la mejor manera con el concepto de alienación de la sociedad romana de su sistema estatal. A las crecientes dificultades económicas, a los progresivos problemas sociales y políticos, y a los conflictos económicos, la monarquía imperial sólo fue capaz de oponer una política forzada de poder y centralización. Sin embargo, para la realización de esa política se hacía necesario un aparato de poder enorme y más costoso, y al estado se le planteaba el problema cada vez más acuciante de cómo poder asegurar la existencia de tal aparato con el escaso fluido generado por las fuentes económicas del campo y la ciudad. El estado romano, al igual en parte que la monarquía del siglo III, sólo supo hacer uso de métodos coercitivos para obligar a los decuriones, mercaderes, artesanos y trabajadores agrícolas, a rendir en su trabajo y a contribuir al fisco; ese sistema coercitivo fue llevado a su perfección, aplicando el principio de la heredabilidad de los oficios y desarrollando un complejo sistema tributario con gran cantidad de impuestos antiguos y recientes. La falta de libertad y la enorme presión fiscal significaban opresión y agobio para los grupos más extensos de la población, que en el estado sólo veían a un enemigo; pero, por otra parte, sucedía también que ese mismo estado había dejado ya de encarnar los intereses de la capa de grandes propietarios de tierras[207].
El carácter despótico de la monarquía imperial se hizo aún más evidente en la época tardorromana que en el siglo III. Los emperadores eran tenidos por «soberanos de la tierra bajo el sol y señores victoriosos» (ILS 8809), por «señores de todas las cosas humanas» (ILS 807); el trato con ellos quedó marcado en adelante por un rígido ceremonial de corte, fuertemente influido por modelos orientales; la desobediencia al soberano no sólo se consideró como un acto criminal, sino como un sacrilegio. La concepción que tenían del emperador paganos y cristianos se diferenciaba en que para los primeros el soberano seguía apareciéndoseles como un Dios (v. gr., Paneg. 12,4,5), mientras que los segundos veían en él a un monarca por la gracia de Dios; pero esto no cambiaba en nada el carácter sacral de su persona, como tampoco la infinita distancia entre soberano y subditos, pues el emperador era también en la visión cristiana el elegido por la summa divinitas, a quien ésta «confiaba el gobierno de todo lo terrenal»[208]. Su situación de poder fue afianzada a partir de las reformas administrativas y militares de Diocleciano y Constantino gracias a un aparato burocrático gigantesco y a un ejército reorganizado (dotado en el siglo IV con unas fuerzas de, al menos, 435.000 hombres, y más probablemente en torno a los 560.000); el aparato de poder comprendía el personal privado del soberano (sacrum cubiculum) y el personal de las oficinas de la administración central, que juntos constituían el personal de palacio (comitatus), amén de los numerosos funcionarios de la administración civil y de los mandos del ejército en las circunscripciones administrativas superiores y en las provincias del imperio. Los principales cometidos de ese aparato consistían en preservar la unidad imperial y en asegurar el buen funcionamiento del sistema coercitivo de prestaciones laborales y de impuestos. A este mismo fin servía también la administración de justicia, ahora muy intensificada, que tuvo su expresión en una abundante actividad legislativa, así como en la codificación de leyes y en los decretos[209]. La situación de poder del emperador quedó especialmente realzada por el hecho de que en el ejercicio del poder el senado ya no representaba aquella instancia de control, respetable aún, que había sido en el Alto Imperio; en Occidente, donde los monarcas tenían su sede no en Roma, sino en Tréveris, Milán, Rávena o cualquier otro punto, ni siquiera podían efectuarse ya consultas regulares entre el emperador y el senado.
En el siglo IV este régimen era lo suficientemente fuerte como para mantenerse sólidamente y preservar así la unidad del imperio. Pero, debido a la opresión que estaban padeciendo amplísimos círculos de población, cada vez se vio más privado de apoyos dentro de la sociedad romana; fue así como el gobierno imperial, con su aparato de poder, se convirtió paulatinamente en un fin en sí y para sí, en una pura carga, que no hizo otra cosa que aplastar con su sistema coercitivo a la sociedad civil y que al mismo tiempo impuso un freno a su desarrollo. Desde el inicio de las migraciones bárbaras el estado romano se sintió cada vez más impotente para proteger a sus subditos frente al enemigo exterior, se debilitó simultáneamente con la presión bárbara, siempre en aumento y a una escala inusitada, y tras la bipartición del imperio en el año 395 su desintegración se hizo inevitable. Mientras el imperio romano de Oriente, con unos presupuestos sociales en parte más favorables y una amenaza menor de los bárbaros, podía mantenerse en pie e ir reformando paulatinamente su propio sistema de dominio, el imperio occidental tocaba a su fin en el siglo V. Las repetidas incursiones bárbaras, la momentánea ocupación de la ciudad de Roma primero por los visigodos (410) y después por los vándalos (455), y, sobre todo, la formación de estados territoriales germánicos en suelo romano, como en el norte de Africa, Hispania y Galia[210], pusieron de manifiesto con toda nitidez la endeblez de la parte occidental. El final del viejo orden político estuvo marcado aquí por la destitución en el año 476 del último emperador romano en Occidente, Rómulo Augustulo, a manos del jefe de mercenarios germano Odoacro.
En estas condiciones, los fundamentos tradicionales de la estratificación social en el imperio tardorromano sufrieron una conmoción mayor todavía que la del siglo III. Debido a las dificultades económicas de Roma, el abismo entre pobre y rico se hizo todavía más profundo. La importancia que se concedía a la cualificación como propietario queda patente en un edicto de Juliano (361-363) sobre el establecimiento de privilegios penales (confiscación de la propiedad en lugar de la pena de muerte, si alguien ocultaba la fortuna de un criminal): el emperador no distinguía entre honestiores y humiliores, como sucedía en casos semejantes, sino entre locupletes y aquellos que per egestatem abiecti sunt in jaecem vilitatemqueplebeiam (Cod. Theod. 9, 42,5). También se incrementó la diferencia social entre los portadores del poder político y los privados de él, hecho que estaba en correspondencia con las crecientes aspiraciones de dominación manifestadas por el estado; un autor del siglo IV veía dos grupos principales en la sociedad romana de aquel entonces: los potentes, por un lado, y los tenuiores, los pobres, por otro (Anón., De reb. bell. 2,3). En consonancia con la estructura de dominio de la monarquía tardo-antigua, la situación de poder real en que se hallaba cada grupo social era a todas luces consecuencia de su relación con el soberano, en mayor medida aun que durante los primeros siglos del imperio. El personal de la corte gozaba de más influencia que los senadores corrientes y los puestos de mando más importantes iban a parar a los consejeros permanentes del monarca — cosa tanto más explicable cuanto que no pocos emperadores subían al trono de niños, viéndose llevados desde un primer momento por el aparato del estado. Los grupos de personas más influyentes estaban integrados por los miembros del sagrado consistorio (consistorium), que englobaba a los jefes de los departamentos más altos de la administración y que contrariamente al consilium principis del Alto Imperio constituía un órgano de carácter permanente, formado por los generales de más relieve, por los servidores personales de más confianza del soberano y también por los dignatarios eclesiásticos conspicuos. Por consiguiente, el prestigio social de que podía gozar la persona dependía, ante todo, de la riqueza poseída, pero también de la amplitud de su parcela de poder, mientras que la pertenencia a un estamento cerrado había perdido su primitiva significación. El orden ecuestre se vio prácticamente absorbido, por arriba, en el estamento senatorial, y por abajo, en los cuerpos de decuriones — quienes en el Bajo Imperio recibieron a menudo el nombre de curiales por su condición de miembros de los consejos municipales (curiae). No obstante, amplios grupos de la oficialidad y del funcionariado quedaron excluidos, al igual que antes, del orden senatorial, constituyendo, por debajo de las clases de rango senatorial, sus propios grupos de rango; y, paralelamente, dentro del estamento de senadores se configuró asimismo una nueva jerarquía. Como mejor se aprecia en qué medida los grupos de rango, surgidos en parte ahora llegaron a sustituir a los ordines primitivos, es a través de un edicto del año 412, en el que las disposiciones penales contra la herejía aparecían divididas según los distintos grupos de rango. La lista comprende a los illustres y spectabiles (pertenecientes a las dos clases más elevadas del rango senatorial), a los senatores y clarissimi (miembros del senado y otras personas de rango senatorial), a los sacerdotales (individuos con categoría de sacerdotes provinciales), a los principales y decuriones (curiales distinguidos y corrientes), a los negotiatores, plebei (hombres «libres» normales y corrientes en una ciudad o en el campo), a los circumcelliones (trabajadores temporeros de las haciendas y personalmente independientes), y aparte son además mencionados los servi y coloni (Cod. Theod. 16, 5, 52 y 54). Llama aquí la atención el hecho de que las medidas penales para los sacerdotales fuesen las mismas para los senatores, mientras que los clarissimi comparten la misma pena que los principales; y también que a los esclavos y colonos, en tanto que integrantes de unas capas a todas luces muy pobres, no se les prevenga, como a los grupos de los escalones más altos de la jerarquía, con una sanción pecuniaria, sino con el azote. Es asimismo digno de notar que una ley del año 382 prescribiese en Constantinopla un atuendo diario acorde con cada categoría a los miembros de los distintos grupos de rango, tales como senatores, milites, officiales (integrantes de la administración civil) y servi (ibid. 14, 10, 1).
Una vez reunidos los requisitos de riqueza, poder y prestigio, la inclusión en un determinado grupo de rango no dependía ya para riada del origen regional o étnico del individuo; significativamente, la oficialidad del ejército tardorromano a partir de Constantino fue reclutada en medida creciente entre los bárbaros, sobre todo germanos[211]. También la situación jurídica personal no pasó de jugar un papel secundario. La importancia de poseer el derecho de ciudadanía había perdido todo su sentido ya con anterioridad. Pero también la_ diferencia entre libres y esclavos tuvo, más que nada, una mera significación teórica, puesto que el sistema coercitivo de prestaciones laborales, exacciones tributarias y heredabilidad de los oficios venía a representar una forma nueva de falta de libertad, que afectó por igual a la mayoría de los grupos de población y que en la práctica hizo inoperantes las viejas categorías de libertad y de carencia de ella. Por contra, aumentó muy considerablemente la importancia del origen de la persona en la determinación de la posición social: ello fue una consecuencia inevitable de la heredabilidad de la carrera de decurión, mercader, artesano y colono, algo a lo que todos se veían empujados directa o indirectamente, incluidos los soldados y officiales, cuya sucesión en la profesión les venía impuesta por el estado. Lo que la aristocracia de sangre pensaba sobre el nacimiento noble, no podía expresarse mejor que con las palabras del senador Quinto Aurelio Símaco: la sangre esclarecida es algo que se reconoce siempre (Or. 8,3). Empero, tanto la capacidad y el rendimiento puramente personales, como la formación jugaron un gran papel por esos mismos años. Esta curiosa contradicción se explica, por un lado, si pensamos en que las barreras interpersonales, agrandadas con la heredabilidad obligatoria de la posición social, por lo corriente sólo podían ser superadas precisamente a base de esfuerzo individual. Por otro lado, la estructura de dominación del imperio tardorromano no sólo posibilitaba, sino que hasta demandaba el desarrollo de la capacidad personal y del rendimiento individual, siempre que redundasen en beneficio del estado: los intereses de la monarquía imperial radicaban ciertamente en hacer funcionar el sistema de coerción social, pero para ello se hacía necesario un aparato de poder imponente, con lo que el particular podía siempre acreditar su valía y hacer carrera, bien en la burocracia estatal, bien en el servicio militar. A ello se añadían también las posibilidades de ascender socialmente en la iglesia, para lo cual no eran precisos un origen distinguido, sino educación, dotes oratorias o capacidad de organización, del mismo modo que dentro de la burocracia imperial.
Dadas estas condiciones, la división social en la época tardorromana se apartaba considerablemente de la imperante en el Alto Imperio. En sus líneas fundamentales la organización de la pirámide social correspondía al modelo que se había constituido durante la crisis del siglo III, si bien llevando hasta sus últimas consecuencias el cambio en la estructura de los estratos superiores e inferiores de la población que se había operado en aquella centuria. Los honestiores estaban integrados por grupos sociales realmente heterogéneos y muy escalonados en cuanto a su rango, y dicho escalonamiento iba unido a situaciones muy distintas entre las capas altas en lo referente a la propiedad de la tierra y al disfrute del poder: al estrato superior pertenecían, además de la casa imperial, el orden senatorial, en el que formalmente estaban incluidos también los funcionarios administrativos y los oficiales militares de mayor relieve, y que a su vez aparecía dividido en distintos grupos jerárquicos; además de él, estaban los otros grupos de rango de la oficialidad y del personal administrativo; la capa educada restante, junto con las más altas jerarquías eclesiásticas; y, finalmente, los órdenes locales formados por los curiales, quienes por causa de sus pesadas cargas y de su limitación de movimientos se vieron rebajados casi al nivel de los estratos inferiores. Los humiliores de las ciudades y de las comarcas rurales, en cambio, constituían una capa de población relativamente homogénea, cuyos grupos particulares, por sus obligaciones productivas y fiscales, por el constreñimiento laboral a que estaban sometidos, por su fuerte dependencia social, por su pobreza y por su nula reputación, presentaban una serie de rasgos comunes fundamentales. En vista de estos rasgos comunes, y al igual que en el siglo III, esta amplia capa acusaba ciertos caracteres innegables de «clase» social, contrariamente al caso de los estratos superiores, pero, como antaño, seguía faltándole el criterio decisivo en tal sentido, esto es, el de mantener una misma relación con los medios de producción: seguía incluyendo tanto a propietarios directos e indirectos de los medios de producción (artesanos con equipo propio, pequeños campesinos con tierras, colonos en parcelas arrendadas), como a grupos totalmente desposeídos (artesanos en las manufacturas estatales, trabajadores temporeros en la agricultura).
Así, pues, la sociedad romana del Alto Imperio, como en todas las épocas precedentes, se dividía en las dos categorías fundamentales de capas altas y capas bajas, sin que la organización estamental de las primeras fuese tan definitoria como anteriormente. No obstante, la evolución de los órdenes de los curiales, aún más que en el siglo III, apuntaba en la dirección de un nuevo modelo, en el que la nobleza se separaba cada vez más fuertemente de la capa alta de las ciudades. Las notas distintivas de un auténtico «estamento intermedio» no se encontraban realmente entre los curiales[212], pero las poderosas diferencias sociales que los separaban no sólo de los estratos inferiores, sino también de los terratenientes y de los representantes del poder estatal, eran expresión clara de cuan diferente era en su organización la sociedad tardorromana de la del Alto Imperio, con sus estamentos privilegiados a un lado y las masas de la población humilde al otro. Sintomáticamente, ya desde Constantino se impuso la idea de que la población no se dividía en dos, sino en tres grupos principales: una ley del año 326 diferenciaba entre los posesores de la potior dignitas, los decuriones y los plebei (Cod. Theod. 13, 5, 5). Amiano Marcelino hablaba de honorati, urbium primates y plebei (14,7,1), y en un edicto del año 409 se habla de los tres grupos de possessores, curiales y plebei (Cod. Theod. 9, 31, 1).
Estratos superiores
La historia de la élite romana dirigente durante la crisis del siglo III parecía haber abocado a una pérdida completa de la posición rectora del orden senatorial en beneficio del estamento ecuestre. Con todo, el resultado de esta evolución política no consistió en que el ordo senatorius fuese rebajado a la condición de segundo estamento o que se eclipsase por completo: muy al contrario, del cambio de estructura en el siglo III se llegó al resultado a largo plazo eje que los grupos rectores del orden ecuestre quedaron absorbidos en el estamento senatorial, mientras que el ordo equester cesó de existir como estamento. En lo tocante al prestigio del orden senatorial, que se basaba tanto en su ya larguísima tradición, como en la riqueza y el renombre de sus miembros, también en el Bajo Imperio se daba por supuesto que tras la persona del soberano era el ordo senatorius el que ocupaba el rango social más elevado: como siempre, tenía la consideración de pars melior humani generis (Symm., Ep. 1,52), y sus miembros seguían reputándose como nobilissimi humani generis (Symm., Or. 6,1). Por consiguiente, el máximo honor que se podía conceder a los oficiales y funcionarios ecuestres con más merecimientos no era, desde luego, el ascenderlos en sus correspondientes escalones de rango, al margen del primer estamento, como en tiempos de Galieno y sobre todo de Diocleciano, sino precisamente el hacerlos entrar en dicho orden. Esta política procedía de Constantino el Grande, quien entre el 312 y el 326 hizo entrar en el orden senatorial a los caballeros mejor situados y simultáneamente convirtió en senatoriales los cargos públicos ecuestres más elevados. Un conspicuo caballero conocido por nosotros, que tras una dilatada carrera ecuestre sería recibido en el rango consular entre los clarissimi, fue Cayo Celio Saturnino, un leal compañero del soberano (ILS 1214); muchísimas personas de todas las provincias, sin embargo, llegaban también por aquel entonces al estamento senatorial (Paneg. 10,35,2). Unicamente los caballeros pertenecientes a los grupos de rango de perfectissimi para abajo continuaron en adelante excluidos del orden senatorial, y este último escalón de rango, por su apertura a los funcionarios más bajos de la administración y al mismo tiempo por la inclusión en el estamento senatorial de muchos que hasta ahora habían sido perfectissimi, sufrió una cierta devaluación. Esta reforma significaba de hecho el fin del orden ecuestre, si bien éste no fue suprimido formalmente; su lugar fue ocupado en el imperio tardorromano en parte por nuevos grupos particulares del orden senatorial, en parte por funcionarios y oficiales de rango inferior. Pero estos últimos ya no constituían un estamento con entidad propia y, en caso de que a lo largo de su vida alcanzasen altos destinos en el servicio al estado, también a ellos se les recompensaba con el rango senatorial[213].
Pensar que Constantino hubiese buscado con esta política la restauración del poder del orden senatorial, de forma que su período de gobierno no habría significado la culminación del Dominado, sino su terminación, es algo difícilmente admisible[214]. Más bien, lo que aquél trató de llevar a efecto fue el hacer coincidentes el rango funcionarial más alto con el rango social más encumbrado. Tampoco consistieron los efectos de su reforma en un renacer de las posiciones de poder senatoriales. Si los senadores alcanzaron nuevas funciones de mando, ello acaeció, sobre todo, en los nuevos cargos al frente de los distintos departamentos de la administración, en los que única y exclusivamente ellos eran los llamados al servicio de la monarquía imperial. Significativamente, en cambio, no les fueron confiados empleo ni destino militar alguno: administración civil y mando militar estaban totalmente separados en el imperio tardorromano (Cod. Iust. 1, 29,1), y los cargos de la alta oficialidad, como los de duces (jefes de los ejércitos provinciales), comités (comandantes de las fuerzas armadas de movilidad suprarregional) y magistri militum (maestres del ejército), no entraban a formar parte de la carrera senatorial; generalmente, los ocupantes de estos puestos no procedían de la nobleza senatorial, sino que por lo común eran oficiales profesionales, a menudo de baja extracción. Los maestres del ejército estaban en posesión del rango senatorial y desde fines del siglo IV todos los demás comandantes militares fueron incluidos en clases de rango senatoriales, pero tal cosa no cambió en nada el hecho de que los pertenecientes a la nobleza senatorial permaneciesen excluidos de los comandos de armas; no eran ellos los que llegaban a situarse entre los viri militares, sino que, por el contrario, eran éstos los que alcanzaban formalmente el rango de senador.
Como consecuencia de la reforma de Constantino el orden senatorial creció considerablemente. Mientras que el número de senadores romanos en el siglo III —en consonancia con la cifra fijada en su día por Augusto— apenas iba más allá de los 600, esta cantidad se vio triplicada, cuando menos, en tiempos de Constantino. A esto se añadió además la constitución de un segundo senado en la recién creada capital imperial de Constantinopla, cuyo número de integrantes, según Temistio (Or. 34,13) ascendió de 300 a 2.000 en el curso de las tres primeras centurias de su existencia. Tendríamos, así pues que contar con unas 4.000 personas aproximadamente de rango senatorial (excluidas las mujeres) hacia mediados del siglo IV, y esta cifra apenas si se redujo en los decenios siguientes, ya que en sustitución de las familias que se iban extinguiendo llegaban los homines novi. «Hombres nuevos» fueron aceptados siempre en el orden rector también después de Constantino; la admisión tenía lugar bien en la juventud, con el ingreso en la carrera senatorial a partir, como mínimo, de la pretura, o bien en la edad madura, digamos que tras la realización de grandes servicios durante una carrera militar, en virtud del procedimiento de la adlectio en un escalón de rango elevado[215].
Todas estas alteraciones en la estructura de la capa dirigente romana no pudieron hacer que los distintos grupos de ésta llegasen a cristalizar en un estamento homogéneo. Sólo los privilegios y las obligaciones de sus miembros eran los puntos comunes a cada uno de los grupos de rango senatorial: estaban libres de las cargas e impuestos usuales entre fos grandes propietarios urbanos y en las causas penales no sólo quedaban eximidos de los castigos más duros, como el tormento, sino que eran juzgados por tribunales propios de su estamento; en materia financiera estaban obligados tan sólo a un impuesto anual sobre la propiedad fundiaria (collatio glebalis o follis), a desembolsos en común en ocasiones especiales (aurum oblaticium) y a la organización de juegos públicos. En consonancia con la estructura económica del imperio tardorromano se trataba normalmente de terratenientes y gozaban de gran prestigio en la sociedad. Pero sus grupos particulares se distinguían ya unos de otros en función de su riqueza y rango; a esto se añadían además otras diferencias por adscripción regional, origen y funciones, amén de la formación, tradición y, no menos, confesión religiosa.
La evolución económica en el imperio tardorromano, que acabó con muchos pequeños y medianos propietarios, favoreció el desarrollo de las grandes fincas senatoriales. Según Amiano Marcelino, para los senadores era una cuestión de prestigio el volumen de ingresos obtenido por sus fincas en las distintas provincias (14, 6, 10). Consistían sus rentas tanto en dinero como en productos agrarios, sobre todo, cereales y vino. La cuantía de estos ingresos variaba mucho de unos grupos senatoriales a otros. A comienzos del siglo V los senadores más acaudalados podían embolsarse anualmente 4.000 libras de oro, y los pertenecientes a la siguiente categoría de los ricos, de 1.500 a 2.000[216]. Los fundos de estos magnates se repartían muy frecuentemente entre regiones muy diversas del Imperium Romanum, lo que traía como consecuencia el que estas fortunas se viesen mucho menos afectadas por las incursiones bárbaras y las catástrofes naturales que las modestas explotaciones agrarias de los decuriones. Sexto Petronio Probo, un señalado representante de la renombrada familia de los Anicii (cónsul en el año 371), disponía, según Amiano Marcelino (27,11,1), de fincas en casi todo el territorio romano, descollando tanto por semejante riqueza como por la fama de su estirpe y de su poder; Quinto Aurelio Símaco, su contemporáneo más joven (cónsul en 391) y personalidad del mayor relieve entre los senadores paganos, poseía tres casas en Roma, una serie de villas en las proximidades de esta ciudad y en los puntos más bellos de Italia, así como tierras en el Samnio, Campania, Apulia, Sicilia y norte de África. Los Valerii pasaban por ser la familia senatorial más rica en el cambio del siglo IV al V, hasta que Valerio Piniano y su mujer Melania vendieron su patrimonio como cristianos convencidos a comienzos del siglo V: contaban con predios en el norte de Italia, Campania, Apulia Sicilia, Galia, Hispania, África, Numidia y Mauritania, con una renta anual, al parecer, de unas 120.000 libras de oro (más 120.000 solidi y monedas de oro), amén de una casa en el Celio, en Roma, que ningún senador estaba en condiciones de adquirir.
Otros senadores sólo podían exhibir fortunas considerablemente más pequeñas. El orador y poeta Decimio Magno Ausonio (cónsul en 379), un homo novus del senado tardorromano, heredó de su padre, un curial, sólo una parcela de tierra con 50 Has. de labrantío, 25 Has. de viñedos, 12,5 Has. de pastos y más del doble en bosque; los numerosos curiales que tanto en Occidente como en Oriente ascendían al orden senatorial, apenas eran más ricos[217]. Diferencias como éstas en el patrimonio indujeron incluso a Constantino a repartir a los senadores en tres categorías por la cuantía de sus contribuciones rústicas (tres, cuatro u ocho folles = «sacos de dinero»), y Teodosio I introdujo a petición del senado una cuarta categoría (con una obligación fiscal de siete solidi).
Había otras diferenciaciones entre los distintos grupos de senadores derivadas de su nivel de rango, que no respondían a la cuantía de sus fortunas, sino a la valoración que se hacía de cada uno de los servicios en la administración y a la posición de poder unida a ellos. La jerarquía tradicional de los cargos senatoriales perdió toda su vigencia con la desaparición de muchos puestos a mediados y en la segunda mitad del siglo III y, en especial, a partir de la creación de nuevos servicios en la administración pública bajo Diocleciano y Constantino. Ciertamente no faltaron intentos de rehacer el prestigio de algunos cargos tradicionales, y así, particularmente desde Constantino, al consulado ordinario le fue conferido un rango considerablemente más alto que antes en la carrera funcionarial; no obstante, dicho cargo se vio paralelamente devaluado por el hecho de que los generales bárbaros sin un cursus honorum senatorial fueron admitidos también en esta magistratura. Las posiciones de cabeza pasaron ahora a los titulares de unos cuantos cargos antiguos modificados y a los ocupantes de los nuevos puestos de la corte. Eran éstos los prefectos de la ciudad de Roma y Constantinopla, los prefectos del pretorio, los procónsules (de Acaya, Asia y África), el director de palacio (quaestor sacri palatli), el jefe de las cancillerías y del personal de seguridad (magister officii), el jefe de personal (primicerius notariorum) y los dos jefes de los despachos de las finanzas (comes sacrarum largitionum, comes rei privatae), además del maestre del ejército[218]. Las formas definitivas de la nueva jerarquía fueron fijadas mediante una ley de Valentiniano I en el año 372: el orden senatorial quedó dividido en los tres grupos de rango de los illustres, spectabiles y clarissimi, y las mencionadas posiciones de cabeza fueron repartidas entre los dos primeros grupos de rango. A pesar de que Teodosio I elevó el rango de determinados cargos y alteró así la composición de los grupos de rango tales categorías siguieron vigentes en adelante (lo que no excluía ulteriores diferencias de rango, como, pongamos por caso, entre los miembros del senado y los clarissimi «corrientes»); en el siglo V los lugares de honor en el Coliseo, por ejemplo, quedaban reservados según esta jerarquía para los senadores de la ciudad de Roma[219].
Todavía más heterogéneo resultaba el orden senatorial de época tardorromana como consecuencia de la extracción geográfica de su personal, al tiempo que la constitución de grupos regionales de senadores tuvo unos efectos considerablemente más importantes que en el Alto Imperio, momento en el que los intereses y los ideales políticos comunes se habían sobrepuesto a las diferencias entre cada uno de los grupos regionales. Primero se creó una marcada separación entre los senadores de Occidente y los de Oriente: los primeros pertenecían al senado de Roma, los segundos al de Constantinopla. Mientras que la cámara romana podía exhibir a muchas familias de renombre y abolengo, como, por ejemplo, los Anicii, Ceionii o Valerii, en el senado de Constantinopla predominaban, al menos en sus primeras generaciones, los advenedizos, a tal punto que esta corporación sólo fue considerada como un senatus secundi ordinis (Exc. Val. 1,30). Por otra parte, los senadores occidentales eran más nobleza terrateniente que los orientales, entre los cuales no pocos se habían elevado desde los medios artesanales de Constantinopla (Libanio, Or. 42,11 y 22 s.); asimismo, los primeros eran en líneas generales más conservadores que los segundos en cuanto al modo de ver las cosas, lo que se puso sobre todo de manifiesto en la vehemente oposición de amplios círculos senatoriales de Occidente al cristianismo. Pero también en la mitad occidental del imperio se constituyeron grupos regionales muy marcados, y en ello desempeñó no poca importancia el hecho de que muchos grandes propietarios senatoriales vivían siempre en su tierra natal y dentro de su estamento sólo mantenían contactos con sus vecinos; primordialmente como consecuencia de las invasiones bárbaras, que podían poner en serio peligro los dominios senatoriales en una región, se desarrollaron entre estos grupos intereses particulares muy claros, que no siempre coincidían con los de los otros círculos y sólo ocasionalmente con los del poder central. Los grupos regionales más poderosos en las provincias occidentales estaban integrados por los magnates de Hispania y en particular de la Galia, aunque también del norte de África, donde se encontraban extensos predios senatoriales. Pero también en la propia Roma se había consolidado un grupo senatorial realmente vigoroso. Sus componentes vivían bien allí o bien en sus villas itálicas, intervenían en la actividad senatorial y, por lo demás, eran personas políticamente comprometidas; sabedores con orgullo de que ellos conservaban las más antiguas y acrisoladas tradiciones de Roma, reivindicaban para sí una especial consideración y sostenían al mismo tiempo una lucha cerrada contra la iglesia, en la que veían un peligro para el mos maiorum y, consiguientemente, para los fundamentos del estado romano. El círculo que cuajó en torno a Quinto Aurelio Símaco, en la segunda mitad del siglo IV, personificaba este grupo a la perfección, y Símaco mismo, el «primer» senador de su tiempo (Socr. 5,14), hijo de un renombrado senador, titular de cargos públicos y a la vez hombre comprometido en calidad de pagano influyente, era un claro exponente de sus intereses e ideales[220].
Pero, como mejor se expresaban las diferencias sociales existentes dentro del primer estamento era en la forma de hacerse senador. A un lado se encontraban los descendientes de familias senatoriales y también aquellos «hombres nuevos» que podían acceder al estamento rector en su juventud, y al otro lado quedaban los funcionarios de la administración y en particular los generales de baja extracción, que sólo tras una larga carrera en el aparato funcionarial o en el ejército accedían al rango senatorial en edad avanzada. Los primeros habían heredado ya sus fortunas de sus antecesores en la mayor parte de los casos, aprendían con la mocedad a comportarse como personas distinguidas, disponían muy a menudo de una buena formación en las disciplinas tradicionales, como el derecho, la oratoria, la literatura, la historia, y ya desde los cargos más bajos, como la cuestura y pretura, se ejercitaban en las virtudes senatoriales; se constituían de este modo en una nobleza consciente de sus tradiciones y respetada en general. Símaco representaba de forma muy paradigmática este tipo de aristócrata tardorromano. Los funcionarios del estado y comandantes militares de origen humilde llegaban a asimilarse a esta nobleza con mucha más dificultad de lo que lo hicieran en el Alto Imperio los caballeros de mayor relieve acogidos en el orden senatorial. Esto venía fundamentalmente motivado por el hecho de que tales homines novi por regla general no ascendían ahora hasta el rango senatorial partiendo de un nivel social relativamente elevado, como la mayoría de los ecuestres en tiempos del Principado, sino de condiciones sociales a menudo extremadamente humildes. Sexto Aurelio Víctor, por ejemplo, el historiador, procedía de una sencilla familia de campesinos africanos y se abrió paso hasta la vita honestior, al final incluso hasta la prefectura de la ciudad de Roma, gracias a su educación (Caes. 20,5). En todo caso, para estos «hombres nuevos» al servicio de la burocracia imperial la actividad en los departamentos de la administración civil y la formación necesaria para ello suponían siempre un factor de acercamiento y vinculación a los miembros de la nobleza. En cambio, entre la nobleza y los generales tales vínculos se echaban en falta casi por completo. Los militares eran muy frecuentemente de origen bárbaro o mediobárbaros, como en el caso del maestre del ejército Flavio Estilicón, hijo de un oficial vándalo y una romana; sus carreras, como la de Estilicón, ab ineunte aetate per gradus clarissimae militiae ad columen regiae adfinitatis evectus (ILS 1278), se desenvolvían dentro del ejército, con el que la nobleza ya no tenía nada que ver. Consecuentemente, muchos oficiales de la más alta graduación no se ajustaban ni en lo más mínimo a los ideales educativos del orden senatorial; un Vetranio, el maestre del ejército en Ilírico proclamado emperador por sus tropas en el año 350, era analfabeto y pasaba incluso por prope ad stultitiam simplicissimus (Epit. de Caes. 41,25).
Muy diferentes eran también la visión de las cosas y los ideales de los distintos círculos senatoriales. Los frentes entre paganos y cristianos levantaron dentro del estamento barreras ideológicas adicionales; mientras que los primeros insistían en ejercitar todas las virtudes ad exemplum veterum (ILS 1243), los senadores cristianos exhibían en su comportamiento modos «no romanos», como Valerio Piniano, que repartió entre los pobres las inmensas sumas obtenidas con la renta de sus bienes. Cierto que bajo la presión del estado a comienzos del siglo V la mayoría de las familias senatoriales, al menos formalmente, se convirtieron al cristianismo, pero no por ello dejó de arreciar en estos círculos, siquiera en Roma, una violenta campaña de propaganda contra la iglesia[221]. Sólo más tardíamente sería capaz la aristocracia senatorial de llegar a una síntesis entre la tradición antigua y la concepción cristiana, como podemos ver encarnada en el caso de Boecio (muerto en 524).
Más acusada aún se hizo la desintegración de las capas sociales superiores en el imperio tardorromano por la circunstancia de que amplios grupos de ellas no sólo quedaban excluidos del orden senatorial, sino que además, debido a sus funciones, estilo de vida e ideales, encarnaban intereses en parte muy distintos a los de la nobleza tradicional dentro del primer estamento. Estos eran los amplios sectores de los officiales y de los mandos militares integrados en la clase de rango de los clarissimi, además de los intelectuales, y entre estos, sobre todo, los representantes de la jerarquía eclesiástica. La situación financiera generalmente desahogada gracias a la percepción de un sueldo fijo, los privilegios fiscales y penales, las favorables condiciones de ascensión social y, no en menor medida, la considerable influencia política, cualificaban a estos grupos como parte integrante de la alta sociedad. Cuan elevado era el prestigio de los príncipes de la iglesia en la corte imperial, nos lo muestra, por ejemplo, el ascendiente del obispo de Milán, Ambrosio, sobre Teodosio I. Pero precisamente, el diferente nivel intelectual y los diferentes ideales espirituales de los mencionados grupos evidenciaban con suficiente claridad que ellos no podían funcionar ya como aquel soporte unido de la monarquía imperial que habían sido durante el Principado los órdenes de senadores, caballeros y decuriones. Los oficiales eran muy a menudo bárbaros faltos de una educación a la romana; entre los officiales había tanto paganos instruidos, como cristianos; los representantes más conspicuos de la intelectualidad eran en parte paganos comprometidos y en parte cristianos fervientes, los últimos de los cuales se descomponían a su vez en distintos grupos, en tanto que partidarios de la ortodoxia o de tal o cual herejía, y pugnando siempre entre sí.
Así pues, a la monarquía imperial tardorromana faltábale ese estrato superior suficientemente homogéneo y con intereses uniformes en el que poder apoyarse. A tal estado de cosas contribuía muy especialmente la posición de los curiales en la sociedad tardoimperial. En muchos sentidos los curiales eran parte de las capas superiores privilegiadas. Todavía en el siglo IV, muy particularmente, no eran pocas las personas a quienes parecía un ascenso social apetecible la entrada en el orden de curiales de una comunidad. Los curiales eran propietarios de tierras y, si en determinadas circunstancias, como en el caso de un rescripto del año 342, bastaba la posesión de una superficie de 25 iugera (6,3 Has., aproximadamente treinta veces menos de lo poseído por Ausonio en Burdeos) para la cualificación de curial, lógicamente también había curiales ricos, que constituían la capa de los principales en las distintas ciudades; éstos eran, según Símaco, los optimates (Ep. 10,41) y, según Ausonio, los proceres (Mosell. 402) de la población urbana. También poseían los curiales privilegios penales, prestigio y hasta poder sobre sus paisanos: a juicio de Salviano, el curial era un tirano en su ciudad, que creía incluso tener honor y poder (De gub. Dei 5,18). En el álbum de la ciudad africana de Thamugadi, posiblemente del año 363, fueron incluidos 190 miembros del ordo local con sus antiguos títulos y según el orden de rango tradicional, y todavía un siglo más tarde se expresaba a los curiales todo el reconocimiento imperial: en la séptima novela del emperador Mayoriano se hacía notar que curiales nervos esse rei publicae ac viscera civitatum nullus ignorat. Aun así, los cargos públicos que habían revestido los individuos del ordo de Thamugadi no representaban otra cosa que munera pata la mayoría de los curiales, y la función alabada en ellos por Mayoriano no era otra que la de los servicios realizados en pro del estado[222].
Concretamente, a partir de la legislación de Constantino el Grande sobre los curiales, los integrantes de este estrato no fueron tratados ni gravados de modo muy distinto a los no libres. La heredabilidad obligatoria del status de curial no fue realmente prescrita por ley, pero de hecho se trataba de algo generalmente impuesto, toda vez que los hijos de las familias de curiales eran inscritos por lo común en las curiae en virtud de su situación económica. Para completar las curiae se recurrió a otras medidas coactivas; así, por una ley de una ciudad del año 317, en el estamento de los curiales habían de entrar también aquellas personas de más fortuna que se detenían allí como incolae sólo pasajeramente o que siendo forasteros poseían en sus cercanías bienes raíces (Cod. Theod. 12, 1, 5). La libertad de los curiales se vio enormemente recortada. Sólo con permiso del gobernador podían abandonar sus comunidades, incluso cuando por asuntos de la ciudad deseaban visitar al emperador; caso de que se ausentasen más de cinco años, les eran confiscadas sus propiedades; les fue asimismo prohibido el instalarse con carácter permanente en sus fincas rurales fuera de la ciudad; hasta para vender el propio fundo precisaban de una autorización del gobernador[223]. Con mucho, sin embargo, lo peor para ellos eran los servicios obligatorios a los que estaban sometidos. Los curiales eran responsables en sus respectivas ciudades del aprovisionamiento de cereal, del orden ciudadano y de las obras públicas, y al revestir las magistraturas habían de costear los juegos públicos; a más de esto, tenían que llevar las finanzas de sus comunidades y asumían toda la responsabilidad civil en caso de endeudamiento público; pero, sobre todo, a ellos tocaba la recaudación en sus ciudades del impuesto sobre las personas y la tierra, y ciertamente bajo la amenaza de severas penas en_caso de negligencia y la prescripción de responsabilidad personal por las recaudaciones. Como «tiranos» aparecían los curiales ante sus conciudadanos, en especial por causa de ese último cometido que les venía impuesto, y esa hábil maniobra de la política imperial, consistente en hacerlos recaudadores de impuestos en sus propias comunidades, contribuyó considerablemente a la exacerbación de los antagonismos sociales en el imperio tardorromano. Pero, al contraer estas obligaciones, que dadas las condiciones económicas de la época no siempre, desde luego, podían ser atendidas, los curiales se convertían ellos mismos también en víctimas del estado. En tales circunstancias era ilusorio hablar ya de autonomía administrativa de las ciudades; las funciones más importantes en la administración municipal estaban en manos del curator, en tanto que supervisor colocado por el gobierno de las finanzas urbanas. No tiene nada de extraño, pues, que el rango de curial fuese sentido por muchos de ellos no como un privilegio, sino realmente como un castigo. Significativamente^ en el año 375 el gobernador arriano de la diócesis del Ponto tomó contra los cristianos ortodoxos una medida punitiva que antes hubiera sido inconcebible: hacer entrar a sus enemigos en las listas de curiales de las ciudades[224].
Muchos curiales aprendieron la lección y se esforzaron de distintas maneras por escapar a estas cargas. La huida de los curiales de las ciudades fue objeto repetido de la legislación tardorromana; por ella sabemos que muchos individuos de los estratos urbanos superiores no sólo huían al ejército, donde mejor podían escurrir el bulto, pese a la prescripción de regreso a sus curias (Cod. Theod. 12, 1, 22), sino que también ideaban refinados métodos, como, por ejemplo, la obtención del valimiento de un latifundista poderoso tras mantener una relación con cualquiera de sus esclavas[225]. La prohibición en el año 319 de este subterfugio fue más tarde incorporada al Código de Teodosio (12,1,6) y al de Justiniano (5,5,3); pero tanto esta forma de huida, como las practicadas siguiendo otros métodos, no dejaron de repetirse en el futuro. En realidad, las reiteradas disposiciones no pudieron impedir la despoblación de las curias. El que incluso una ciudad tan grande como Cartago no contase con suficientes curiales, fue cosa ya denunciada en el año 339 (Cod. Theod. 12,1,27). En los años ochenta del siglo IV escribía Libanio que en su ciudad natal de Antioquía en Siria, donde había llegado a haber 600 curiales o tal vez el doble, ni siquiera 60 eran ya los disponibles (Or. 48, 4). Por los mismos años en las ciudades capadocias era tan fuerte la falta de curiales que en una ocasión hasta se inscribió entre ellos a un niño de cuatro años en calidad de heredero de una fortuna (Basilius, Ep. 84,2). En el año 429 se comprobó que en África cabía encontrar nullus paene curialis idoneus in ordine cuiusquam urbis (Cod. Theod. 12, 1, 186). Del año 445 procede un decreto, según el cual el ordo de una ciudad, cuando sólo declarase tres curiales, había de considerarse entonces autorizado para trabajar (Nov. Val. 13,10). Estos hechos mostraban claramente la decadencia del estamento de los curiales y, consiguientemente, también el funesto debilitamiento de la vida municipal en las regiones afectadas. Si bien es verdad que el despoblamiento de las curias no era atribuible exclusivamente a las cargas y obligaciones insoportables, y si la situación en las distintas partes del imperio podía ser muy variable, la tendencia general descrita resultaba imparable.
Estratos inferiores
Mientras que los honestiores del Bajo Imperio se desintegraban en numerosas capas de muy diferente posición social, los distintos estratos de población de los humiliores iban unificándose cada vez más. Su nivelación se ponía de manifiesto en el empobrecimiento general registrado en la ciudad y el campo, al igual que en la merma de libertad de las masas de población rurales y urbanas, la cual tenía su razón de ser en las ataduras económicas, sociales y políticas contraídas, y todas ellas muy relacionadas entre sí. La esclavitud había perdido ya antes toda su significación como institución económica y social. «Pero el resultado fue no que ésta diese paso al trabajo libre, sino que, al mismo tiempo que con ella, su concurrente, el trabajo libre, se vino también abajo. Las nuevas condiciones que se hubieron consolidado desde fines del siglo III, no volvieron ya a conocer trabajo libre alguno, solamente constreñimiento a trabajar en el caso de los órdenes convertidos en hereditarios, en el de la población campesina y de los colonos, al igual que entre los artesanos y las corporaciones— del mismo modo que entre los munícipes, hechos ahora los sujetos principales de las cargas fiscales»[226].
La esclavitud no se extinguió ni en las ciudades ni en el campo durante el Bajo Imperio. En Cartago, según San Agustín, en casi todas las familias había esclavos, y en Cirene, al decir de Sinesio, incluso en todas las casas; en la Antioquía de los tiempos de Libanio un propietario de dos o tres esclavos no se contaba entre la gente rica. En las tierras sicilianas de los Valerii senatoriales todavía estaban ocupados 400 serví agricultores a finales del siglo IV y comienzos del V, y por esa misma época trabajaban servuli en las grandes explotaciones agrícolas de Hispania[227]. Fuentes de aprovisionamiento al margen de la proliferación natural de las familias de esclavos tampoco faltaban. La exposición de niños está atestiguada también en el Bajo Imperio como fuente de reposición de esta mano de obra, y era frecuente que las personas endeudadas vendiesen a sus hijos pequeños como esclavos; se podía también comprar esclavos de los bárbaros y ocasionalmente los prisioneros de guerra de estas nacionalidades eran esclavizados, incluso en grandes cantidades, como en el año 406 las de los germanos que irrumpieron en Italia bajo el mando de Radagaiso. En la doctrina jurídica los esclavos seguían siendo considerados como una categoría aparte y todavía en las Instituciones de Justiniano (527-565) prevalecía el criterio de la libertad individual o de su carencia como la nota distintiva más importante desde el punto de vista de los derechos de la persona[228].
Ello no obstante, la diferenciación entre libertad y no libertad en el sentido tradicional tenía ahora poca importancia en el marco de las relaciones sociales. La nivelación se reflejó claramente hasta en el desarrollo jurídico. Por un lado, en el siglo IV la situación jurídica de los esclavos conoció una mejora merced a distintas leyes, siendo en muchos sentidos equiparados éstos a los libres. Así, se defendió al esclavo cristiano contra el amo judío; la castración de los esclavos fue perseguida; incluso los castigos corporales quedaron tolerados sólo como último remedio disciplinario[229]. Un tono particularmente humanitario late en la ley constantiniana del año 325, prohibiendo la separación por venta de los miembros de una familia esclava entre diferentes propietarios (Cod. Theod. 2,25,1). Pero, por otro lado, las masas de población «libres» se vieron en gran medida reducidas al nivel de los esclavos debido a hechos tales como la prohibición de elegir lugar de residencia y profesión, o como la imposición de prestaciones de trabajo y de contribuciones al fisco. Fue particularmente en el tratamiento de los colonos donde hasta la propia teoría jurídica poco a poco dejó de hacer diferenciación entre «libres» y «no libres» [230]. Por su atadura a la gleba (adscriptio glebae) los colonos se consideraban ya a finales del siglo IV como «esclavos de la gleba»: et licet condicione videantur ingenui, servi tamen terrae ipsius cui nati sunt aestimentur (Cod. Iust. 11,52,1,1). Pero también las obligaciones tributarias frente a los terratenientes representaban para ellos una atadura personal muy fuerte, hasta tal punto que incluso en la teoría jurídica aparecían casi como esclavos de los señores de la tierra; por eso, en ocasiones la legislación imperial hablaba incluso de los colonos como «posesión» (Cod. Theod. 4, 23,1). Los derechos de propiedad les fueron arrebatados lo mismo que a los esclavos, quienes sólo con el beneplácito del dueño podían disponer de un peculium propio: los colonos tenían el derecho de adquirir bienes, pero no el de enajenarlos, y aquello que adquirían, jurídicamente hablando, no les pertenecía a ellos, sino a los señores de la tierra (Cod. Iust. 11, 50, 2, 3). De ahí que Justiniano pudiese afirmar con razón que entre servi y adscripticii (colonos adscritos a la gleba) no había en realidad diferencia alguna: ambos estaban sometidos a lapotestas de un señor, y mientras que el esclavo podía obtener la libertad con sus medios de fortuna, el colono era enajenado junto con el trozo de tierra en el que trabajaba (ibid. 11, 48, 21, 1). Las condiciones en que se desenvolvía la vida diaria de los esclavos y de los «libres» apenas ofrecían diferencias, y ciertamente no sólo en las fincas agrícolas, sino también en las ciudades; según Libanio, los artesanos nominalmente libres, si no querían morir de hambre, habían de trabajar más duro que los esclavos (Or. 20,37). A esto se añadía el desprecio que todos los humiliores por igual, nominalmente libres o no libres, habían de padecer por parte de los poderosos: los edictos imperiales, elocuentemente, empleaban la palabrafaex («hez») tanto para el pueblo bajo en general como para los esclavos[231].
Evidentemente, también había diferencias sociales dentro de la amplia capa de los humiliores, en principio, entre la población de las ciudades y del campo, pero también entre los grupos particulares en la ciudad o en el campo, impuestas por la profesión, las relaciones de propiedad y las formas de dependencia frente a los honestiores. Entre la plebs urbana y campesina no sólo se daba una diferenciación en cuanto a lugar de residencia y a profesión, sino también en lo tocante a la posición social. La plebs rusticana fue definida bajo Diocleciano como aquel grupo de población que vive fuera del lugar central amurallado, que satisface la correspondiente tributación en productos agrarios (annona) y que está obligado al pago de un impuesto sobre la persona (capitatio) (Cod. Iust. 11, 55, 1). A la plebs urbana, en cambio, Diocleciano concedió la exención del impuesto personal, privilegio que Constantino confirmó en el año 313 (Cod. Theod. 13,10,2); las obligaciones de este estrato consistían en impuestos aparte, como la collatio lustralis, un impuesto sobre el patrimonio que los comerciantes habían de pagar cada cinco años en oro, y, sobre todo, las prestaciones en trabajo. A esto se sumaba todavía una ulterior diferenciación social: las masas de población rural tenían al mismo tiempo que cubrir la mayor parte de las cargas fiscales necesarias para el sostenimiento del aparato estatal y cumplir con las obligaciones a ellos impuestas por los señores de la tierra; los hombres de la manufactura y del comercio en los centros urbanos, por el contrario, teóricamente sólo debían satisfacer un requerimiento impuesto por el estado. Así, pues, frente a las masas rurales, los habitantes de las ciudades gozaban de muchas ventajas, y al menos en determinados casos, a éstas podía sacársele el debido partido; en Antioquía, por ejemplo, el siglo IV conoció personas del mundo del comercio y la artesanía bien situadas económicamente, que fundamentalmente lo que hicieron fue aprovecharse de la capacidad adquisitiva del importante funcionariado estatal allí residente. Pero, es improbable que en el imperio tardorromano hubiese mediado entre la plebs urbana y la plebs rustica un foso de separación tan marcado como en el Alto Imperio: las cargas de la población ciudadana eran ya suficientemente pesadas, la pobreza y la miseria adquirían grandes proporciones en muchas ciudades, y el control directo del estado resultaba a menudo mucho más terrible que la opresión del señor de la tierra; estaba además el hecho de que el trabajador de una finca podía siempre encontrar, precisamente en el señor de la tierra, una cierta protección contra los abusos del más grande explotador, el estado, al paso que un comerciante o un artesano de la ciudad estaba casi inerme frente a, pongamos por caso, cualquier funcionario corrupto de la administración. Es algo de sobra conocido, por lo demás, a qué grado de corrupción podían llegar los funcionarios del estado, incluso los de más alto rango, en las condiciones creadas por la estructura de dominio tardorromana (v. gr., Amm. Marc. 28, 6, 7 s.) [232].
La plebs urbana englobaba a los comerciantes, artesanos, al personal inferior de la administración local, al servicio doméstico de la capa alta en las ciudades y a los trabajadores ocasionales más pobres. Consiguientemente, y particularmente en las ciudades mayores, estaba compuesta no sólo por los nominalmente «libres», sino también por los esclavos y, en menor medida, por los libertos; los esclavos constituían allí el personal de la casa de los ciudadanos más ricos y fueron aprovechados también para las necesidades de la administración local, sin que faltasen tampoco en el estrato de los artesanos. En las grandes ciudades del Imperium Romanum, sobre todo, y también en muchas otras ciudades de su mitad oriental, las capas comerciantes y artesanales alcanzaban unas proporciones más considerables aun, especialmente en el siglo IV. Libanio atestigua para Antioquía la existencia de panaderos, verduleros, plateros, orives, posaderos, barberos, picapedreros, perfumeros, metalúrgicos, zapateros, tejedores, tenderos, comerciantes del textil; sólo en Roma, según la Notitia urbis Romae, había 254 pequeñas panaderías. En Constantinopla, por lo que cuenta San Juan Crisóstomo, uno se encontraba a cada paso con zapateros, tejedores y bataneros, y, a juzgar por las palabras de Temistio, esta misma ciudad estaba llena de hospederos, maestros de obra y otros artesanos[233]. Muchas personas ligadas a la manufactura estaban ocupadas en pequeñas empresas de su propiedad, aunque no faltaban, desde luego, establecimientos privados de más envergadura, con mano de obra servil o libre. Las «grandes empresas», sin embargo, eran las manufacturas estatales (fabricae), que nacieron en el imperio tardorromano con el objetivo de eliminar o, cuando menos, paliar los problemas de suministro padecidos por el estado, y particularmente por el ejército, a base de una producción artesanal ajustada a tal demanda. Según la Notitia Dignitatum, en Occidente había 20 y en Oriente 15 de estas «fábricas»; la mayoría de ellas estaban para producir un determinado tipo de artículos, como lo era la fabricación de escudos en Lauriacum, Carnuntum y Aquincum, de arcos en Ticinum, de flechas en Concordia, de uniformes en Tréveris y en otros lugares; en estas empresas trabajaban operarios de nacimiento libre y también esclavos, y entre estos últimos había asimismo individuos condenados a prisión[234].
En las ciudades más grandes, por tanto, la plebe se dividía en diferentes estratos, cuya jerarquía social iba desde los comerciantes, los mejor vistos de entre todos y también relativamente acomodados, hasta los esclavos por condena de las manufacturas estatales. Con todo, eran perfectamente visibles los factores que provocaban una amplia nivelación de los estratos urbanos inferiores. Todas las gentes del comercio y el artesanado trabajaban bajo un férreo control por parte del estado. A dicho control servía, como ya antes, el agrupamiento de los artesanos y comerciantes en corporaciones, cuyos miembros se convertían así en fácil blanco de las miradas y la supervisión de las autoridades. Los mercaderes milaneses estaban asociados en un organismo de este tipo (corpus mercatorum Mediolanensium); en Roma los diversos grupos profesionales, por ejemplo, los panaderos (pistores), constituían organizaciones parecidas. La plantilla de trabajadores de cada una de las fábricas estatales formó desde un principio grupos cerrados y organizados a semejanza de los colegios, que fueron administrados con especial rigidez; las penas y castigos habituales en ellos eran los mismos que en la milicia. Aún más fuerte era la dependencia de los mercaderes y menestrales por el hecho de que, al menos en Occidente, no estaban autorizados para elegir libremente su profesión. A los armadores, por ejemplo, se les prohibió expresamente el cambiar de profesión (sint perpetuo navicularii), y la heredabilidad de la profesión se hizo imperativa. La heredabilidad obligatoria se dio asimismo en los oficios; entre los panaderos esta práctica llegó tan lejos que también el yerno de un tahonero había de asumir las cargas de esta ocupación y ejercerlas con las mismas obligaciones que habría tenido en caso de nacer en una familia de panaderos[235]. Y cuanto más difíciles se ponían las cosas para el estado en lo tocante a la producción artesanal, tanto mayor era la presión ejercida sobre los menestrales a través de las corporaciones obligatorias: tras la muerte de Teodosio I y en la parte occidental del imperio, a éstos les quedó terminantemente prohibido revestir cargos municipales, emigrar al campo, alistarse en la milicia o abrazar el estado eclesiástico.
También la situación económica de la plebs urbana era en líneas generales realmente desfavorable; dadas la explotación sin miramientos de los comerciantes y la opresión sufrida por el artesanado, eran ya pocos los que entre éstos conservaban una posición más desahogada —caso principalmente de las ciudades orientales— y también a ellos les amenazaba siempre el peligro de que perdiesen su patrimonio al serles impuesto el ingreso inmediato en el orden de los curiales. Incluso en una gran ciudad tan rica a escala tardorromana como Antioquía, los comerciantes en el siglo IV, según Libanio, sólo «con lágrimas en los ojos» podían pagar su impuesto quinquenal; cuando no estaban en condiciones de hacerlo, únicamente les quedaba como recurso vender a sus niños como esclavos, para poder así cumplir con su deuda fiscal. La mayoría de los artesanos de Antioquía era gente pobre; sus condiciones de vida, a menudo en viviendas misérrimas, eran lamentables; muchos de ellos vivían en tal indigencia que ya el mero hecho de poner una nueva mano de pintura en su taller los dejaba arruinados[236]. En muchas otras ciudades la situación de las capas inferiores de la población debió de haber sido todavía peor. En las ciudades grandes se veían por doquier masas de mendigos enfermos, que eran atendidos y alimentados en las iglesias. Sobre la pobreza reinante en las ciudades africanas contamos con una historia muy elocuente que nos narra San Agustín: un antiguo sastre de Hipona, que había perdido su abrigo, no disponía absolutamente de ningún dinero para comprarse uno nuevo; como por milagro encontró de repente un pez, que pudo vender, si bien el precio de venta no le llegaba aun para el abrigo, sino solamente para alguna lana, con la que su mujer le pudo confeccionar una pieza de ropa para ir tirando. Según Amiano Marcelino, en Roma había muchas personas tan pobres que ni bajo un techo propio podían pasar la noche, sino en tabernas y edificios públicos. La indigencia estaba en consonancia con la bajísima consideración social de que gozaban en general los estratos urbanos inferiores: la plebe de la ciudad de Roma, según Amiano, sólo se interesaba por los juegos de dados y las carreras, a tal punto que con ella no podía contarse ya para hacer nada serio[237].
La plebs rustica, como la plebe urbana, comprendía numerosos grupos de población, cuya situación real, sin embargo, era en líneas generales mala, y sus diferencias sociales ya no tenían la intensidad que en el siglo I d. C., por ejemplo, separaba al campesino independiente del esclavo de un fundo que trabajaba encadenado. La gran masa de la población campesina se componía de trabajadores agrícolas. Pero había asimismo numerosos artesanos, sobre todo en las grandes fincas, a cuyos propietarios Paladio aconsejaba dejar los trabajos de taller en manos de operarios especializados; en los distritos mineros estaban empleados arrendatarios nominalmente libres, al igual que esclavos por condenas[238]. También el personal trabajador agrícola constaba de varios estratos sociales. En los grandes fundos los colonos atados a la gleba representaban la masa de fuerza de trabajo fundamental. Empero, en los latifundios había también inquilini, trabajadores agrícolas allí asentados, pero que hasta Valentiniano I conservaban todavía el derecho de irse del fundo. No faltaban tampoco los jornaleros, que cerraban un contrato con el señor de la tierra y percibían un salario convenido (merces placita) (Cod. Iust. 11,48, 8 1); un grupo especial entre ellos estaba constituido por los trabajadores temporeros, caso de los numerosos trabajadores itinerantes (circumcelliones) del norte de África, que de un verano a otro encontraban ocupación con la recolección en las grandes fincas numídicas. Incluso la capa de campesinos independientes con una pequeña propiedad no había desaparecido en absoluto durante el Bajo Imperio; en Siria, v. gr., según Libanio no sólo había aldeas con un único señor, esto es, con un terrateniente, sino también otras en las que quedaban numerosos pequeños propietarios de tierras. Un estrato especial de la población rural estaba formado por los prisioneros de guerra bárbaros, que eran distribuidos entre diversos señores de fundos y que como quadam servitute dediti (Cod. Iust. 11, 50, 2), aunque ciertamente no del todo en la situación jurídica de los esclavos, debían alcanzar determinados rendimientos productivos (tributarii). Finalmente, al menos en algunas partes de la cuenca occidental del Mediterráneo, como en Sicilia e Hispania, perduraban esclavos en las fincas de los latifundistas, fenómeno inverso al de numerosas provincias, como Siria o Capadocia, por ejemplo, en que, pese a las favorables condiciones para su aprovisionamiento, esta fuerza de trabajo se echaba totalmente en falta. Se deduce de estos hechos que la multiplicidad de capas trabajadoras agrícolas se veía además complicada por las diferencias regionales. Esto es válido incluso para el sistema del colonato, que no estaba extendido por igual en todas partes: en algunas regiones periféricas del imperio, que conocieron una tardía implantación de la economía latifundista, el sistema de colonato no fue institucionalizado antes de la segunda mitad del siglo IV, a saber, en el año 371 en el Ilírico y en el 386 en Palestina[239].
Ello no obstante, los colonos representaban en la estructura agraria la capa de población campesina más representativa y al mismo tiempo la más homogénea. Los derechos de los colonos consistían, por contraposición a los del esclavo, en la facultad personal de poseer bienes raíces y en la capacidad legal de contraer matrimonio, amén de la posibilidad, al menos como privilegio jurídico original, de alistarse en el ejército; pero, dadas sus obligaciones y su limitación de movimientos, en la práctica vivía a menudo en una situación de dependencia mayor que la del esclavo. Una vez que la vinculación de los colonos a la tierra por ellos arrendada y cultivada se hubo convertido en práctica cada vez más usual ya desde el siglo III, Diocleciano acabó por institucionalizar en el marco de su reorganización del sistema fiscal la fijación de los colonos a la gleba. Significativamente, esta forma de dependencia, pronto reconocida como la fundamental, no dejó ya de ser desarrollada y ampliada por medio de nuevas leyes, lo que era tanto más necesario cuanto que las resistencias de la población campesina a este sistema, particularmente en forma de huida de los fundos, ponían siempre en peligro su capacidad de funcionamiento: según Lactancio, la reforma de Diocleciano, con la enormitas de su presión fiscal sobre los colonos, había ocasionado la despoblación y ruina de los campos de labor[240]. Constantino ordenó en el año 332 que quien hubiese dado cobijo a un colono fugitivo había de devolverlo al antiguo dueño del fundo y además satisfacer los tributos pendientes de pago, añadiendo que todo colono sospechoso de emprender la huida sería en lo sucesivo encadenado como un esclavo (Cod. Theod. 5, 17, 1). En el año 357 fue establecido que el propietario no podría llevarse los colonos de una finca si la vendía, sino que aquéllos serían transferidos al comprador junto con el fundo (ibid. 13,10,3). Una serie de leyes posteriores limitó más aún la libertad de movimientos de los colonos; el ingreso en el ejército o en la clerecía les quedó expresamente prohibido. Según una ley del año 419, el colono fugitivo, incluso después de treinta años, había de devolverse al predio donde había nacido, con independencia de si vivía o no todavía el primitivo señor del fundo (ibid. 5, 18,1). Se estaba dando así por supuesto que la heredabilidad obligatoria de la profesión prevalecía lo mismo para el miembro de una familia de colonos, como colonus originarius, que para los comerciantes y artesanos de las ciudades; en virtud de una ley del año 380, al colono le fue hasta interdicta la posibilidad de contraer matrimonio fuera de su estado (ibid. 10, 20, 10).
Algunos grupos menos dependientes entre la población campesina del imperio tardorromano ocasionalmente disfrutaban de una mejor situación económica que la de la masa de los colonos. Empero, la evolución social interna de laplebs rustica tendió, como en el caso de las capas bajas de las ciudades, a una nivelación general. Ante todo, tuvo gran importancia que la forma de dependencia de los coloni adscripticii se generalizase cada vez con más fuerza, mientras que los estatutos jurídicos poseídos por los otros sectores rurales perdían vigor en la mayoría de los casos; la implantación de forma institucional del sistema de colonato en el Ilírico y Palestina en fechas tardías del siglo IV pondría claramente de manifiesto esta tendencia. Por otra parte, es digna de atención la creciente uniformización que iba adquiriendo el sistema de dependencia social también entre los diferentes estratos de la población rural trabajadora. Este desarrollo no sólo es reconocible en el acercamiento entre esclavos y colonos por la concesión a los primeros de varios derechos y por la creciente falta de libertad de los segundos. Los inquilini, que al principio se diferenciaban considerablemente de los adscripticii en virtud de su derecho a
cambiar de domicilio, a partir de Valentiniano vieron como cada vez les eran puestas más trabas a esa libertad de movimientos, hasta perderla totalmente poco después: por una ley del año 419, cual si fuesen normales colonos, habían de ser reintegrados a su antiguo fundo en caso de huida, incluso después de transcurridos treinta años. Todavía más importante fue el hecho de que las condiciones reales de vida de los distintos grupos de laplebs rustica eran muy semejantes, es decir, igual de malas para todos ellos. La presión fiscal constituía la carga más pesada para la población campesina, y sus integrantes quedaban abandonados a las vejaciones de una exacción tributaria que no tomaba en consideración si se trataba de pequeños propietarios o de simples arrendatarios. Consecuentemente, la pobreza en el campo era un fenómeno tan corriente como en las ciudades, y a ello se añadían las condiciones laborales especialmente duras, padecidas en general por los trabajadores agrícolas; en este sentido, resulta revelador el que Constantino en el año 321 declarase el domingo día de descanso para los jueces, artesanos y todas las urbanae plebes, prescribiendo, en cambio, que los habitantes de las regiones rurales «se entregasen al trabajo agrícola libremente y sin restricciones» también los domingos (Cod. Iust. 312,2).
La sociedad tardorromana y la desintegración del Imperium Romanum
La pobreza, la falta de libertad y la opresión habían sido en todas las épocas de la historia de Roma condiciones de vida normales para extensas capas sociales. Pero en el imperio tardorromano los padecimientos de la población se hicieron en muchos sentidos peores que nunca, y, sobre todo, fueron círculos más amplios que antes los que se vieron golpeados por la necesidad y la desgracia. En las ciudades numerosos integrantes del estrato superior, antaño incluido entre los beneficiarios del sistema de dominación romano, vieron descender sus posiciones a partir del siglo III casi al nivel de las capas inferiores, tanto económica, como social y políticamente, así que aquí sólo subsistió una capa muy reducida de población no perjudicada en sus cotas de bienestar. No es de extrañar, pues, que en el Bajo Imperio las tensiones sociales fuesen grandes y que muchos de los contemporáneos formulasen con toda claridad las contradicciones existentes entre ricos y pobres. San Ambrosio se preguntaba indignado: «¿Quién de entre los poderosos no se esfuerza por despojar al pobre de sus escasos bienes, por expulsar al necesitado de la parcela de tierra que ha heredado?… Diariamente son muertos los pobres» (De Nab. 1). En el siglo V Salviano pergeñaba un sombrío cuadro de las injusticias sociales que se estaban dando dentro de un imperio romano ya languideciente: «En un tiempo en que el estado romano está ya muerto o seguramente en sus últimos estertores, y en que allí donde todavía parece con vida se consume estrangulando por las cadenas de los tributos, y en un tiempo como éste son tantos los ricos cuyos impuestos han de pagar los pobres, es decir, son tantos los ricos cuyos impuestos acaban con la vida de los pobres…» (De gub. Dei 4,30).
Lo llena de tensiones que estaba la sociedad tardorromana nos lo muestran las agitaciones sociales permanentes que siempre estallaban de nuevo, tanto en la ciudad como en el campo, y ciertamente por razones muy diferentes. Tras la experiencia del siglo III, no constituía ninguna novedad el hecho, muy frecuente, de que los trabajadores agrícolas, bien fuesen campesinos jurídicamente independientes, bien colonos o esclavos, terminasen por escapar de las cargas fiscales y de los malos tratos, que se agrupasen en bandas de salteadores y forzasen al estado romano a tomar medidas militares contra ellos. El movimiento de los Bagaudae, cuyos integrantes aparecen en las fuentes con los nombres de rusticani, agrestes, rustici, agricolae, oratores, pastores, latrones, tenía viejos precedentes; en la Galia y también en Hispania no cesó de reavivarse con regularidad hasta bien entrado el siglo V. Pero los propios movimientos de resistencia campesina podían aparecer en conexión con motivos antes desconocidos e inoperantes, y que ahora, sin embargo, contribuían a su desarrollo. Donde más claramente se observa esto es en el movimiento de los agonísticos, que sacudió violentamente al norte de África, y sobre todo a Numidia, durante el siglo IV y comienzos del siguiente, y que junto con las revueltas de la Galia e Hispania representó el movimiento de resistencia agraria más desarrollado en todo el imperio tardorromano. Sus animadores eran principalmente los circumcelliones, los trabajadores estacionales de los latifundios numídicos, que, por un lado, vivían sin ingresos fijos y por ello bajo unas condiciones sociales especialmente malas, y que, por otro, sin embargo, no eran tan dependientes personalmente de los terratenientes como los esclavos o los colonos; a ellos, no obstante, se unieron también colonos y esclavos fugitivos. En vida este movimiento no fue sentido en realidad como un fenómeno de tipo social, sino fundamentalmente como una corriente religiosa, ya que tuvo su origen en el cisma donatista de la Iglesia; además, tampoco se dirigió únicamente contra los ricos, sino también, y con gran virulencia, contra la iglesia católica, cuyos episcopi et clerici, según San Agustín, fueron tratados con especial encono por los circumceliones[241].
En las ciudades los factores desencadenantes de la agitación social fueron muy diversos y a menudo de poca monta. En Roma siempre estallaban de nuevo revueltas de hambre, puesto que aquí era frecuente la falta de cereal y vino a causa de las malas cosechas, las dificultades de transporte, los conflictos políticos y, no menos, la corrupción existente. Pero era algo atípico el que el motivo concreto incluso de una revuelta como la del año 356 pudiese radicar sencillamente en la detención de un popular auriga (Amm. Marc. 15, 7, 2), desatando así los sentimientos de odio reprimidos. Por otro lado, el prendimiento de un auriga en Tesalónica provocó en el año 390 un tumulto contra el maestre germánico del ejército Buterico, que para el pueblo personificaba el odioso aparato militar extranjero. En Roma bastó simplemente una elección papal en el año 366 para originar una pelea que costó 100 muertos (Amm. Marc. 27, 3, 11 s.). Algunos años más tarde, en Cesárea de Capadocia, prendió una revuelta ante el propósito del emperador Valente (364-378) de destituir al no grato para él obispo Basilio. En el año 387 tuvo lugar un gran alboroto en Antioquía, una vez que aquí se hubo dado a conocer la subida de los impuestos. Esta multiplicidad de motivos que se observa en una tras otra de las agitaciones no puede hacernos olvidar el hecho de que a la base de todas ellas estaban unas mismas causas: las tensiones sociales de las ciudades, debidas a la pobreza de amplias masas de la población y a su brutal opresión por el estado[242].
Sin embargo, todos estos movimientos de resistencia, revueltas y alborotos no condujeron a una revolución social de los estratos inferiores. Ni la desintegración del sistema de dominación romano ni el paso del orden social «antiguo» al «medieval» fueron producidos por una revolución. La forma de dependencia social más impuesta dentro de las fronteras del Imperium Romanum, tanto antes como después de la caída de Occidente, fue la sujeción de las masas de colonos a los grandes propietarios de tierras, y del siglo IV al siglo VI la estructura del estrato de los grandes propietarios conoció tan pocas modificaciones como la de las masas campesinas. Las revueltas y disturbios en las distintas regiones rurales y ciudades, del mismo modo que había acaecido en épocas anteriores de la historia romana con gran parte de los movimientos de resistencia de semejante naturaleza, se produjeron de forma aislada, tanto en el espacio como muchas veces también en el tiempo; lo que se dice un movimiento revolucionario unitario no pudo desarrollarse. Y tal cosa resultaba imposible, porque el horizonte mental de las capas sociales sometidas —como en la historia precedente del estado romano— llegaba como mucho a vislumbrar el levantamiento contra la violencia y la opresión; pero nunca, desde luego, a desarrollar una teoría revolucionaria en pro del cambio de la sociedad. Sintomáticamente, el objetivo de los colonos y los esclavos fugitivos no era normalmente el reunirse en bandas contra los terratenientes; como se desprende de las fuentes, en la mayoría de los casos sólo huían de una finca a otra, de cuyo nuevo señor esperaban un mejor tratamiento. También los animadores de los movimientos de resistencia más abierta, y entre ellos el de los circumceliones, quienes se organizaban incluso paramilitarmente, no estaban en condiciones de desarrollar una ideología revolucionaria[243].
Pese a la nivelación de los estratos sociales inferiores y pese a los conflictos entre pobres y ricos, el imperio tardorromano no vio cuajar una clase social homogénea y revolucionaria, al igual que tampoco los períodos precedentes de la historia de Roma: los intereses de cada uno de los grupos sociales sometidos podían variar, como antes, en función de la posición y del grado de dependencia de éstos, y tales diferencias eran susceptibles de ponerse claramente de manifiesto incluso en el curso de una misma revuelta. El mejor ejemplo, en este sentido, nos lo ofrece el levantamiento del año 387 en Antioquía: la agitación partió de los ciudadanos más distinguidos y de los curiales de la ciudad, a quienes había comprometido en primer lugar la elevación de los impuestos; pronto, además, se incorporó a la protesta la plebe urbana, azuzada por un coro de agitadores, si bien teniendo unos objetivos que ya no eran compartidos por la mayoría de los integrantes de la capa urbana superior. Al mismo tiempo, en este levantamiento se evidenciaba que lo que allí se dirimía no era simplemente un conflicto social entre capas altas y bajas: las iras de los insurrectos se dirigían, curiosamente, contra el estado, y nada mejor para demostrarlo que la destrucción de las estatuas de los emperadores, como acaecería también en una revuelta del año 382 en la ciudad capadocia de Nacianzo. Pero el estado romano era lo suficientemente fuerte como para reprimir revueltas de esa naturaleza. En Antioquía los militares fueron capaces de restablecer rápidamente la calma; sobre el terror con el que la monarquía imperial procedía a menudo contra los levantamientos puede ilustrarnos el dato de que en el año 390 Teodosio I mandó pasar a cuchillo en Tesalónica a 3.000 personas como castigo por el asesinato de Buterico. Todavía en los años treinta del siglo V la monarquía imperial del Occidente romano se encontraba en condiciones de intervenir militarmente en Nórico contra las sublevaciones[244]. Por consiguiente, los levantamientos y agitaciones de esta época sólo pudieron jugar un papel muy limitado en la disolución del sistema de dominación romano. En algunos casos contribuyeron ciertamente al debilitamiento del imperio, como, por ejemplo, en el año 417, en que la civitas Vasatica, una pequeña ciudad de la Galia, se puso en manos de los bárbaros por obra de una factio servilis[245]. Pero, si el imperio romano de Occidente no resistió ya en el siglo V a la presión de los pueblos bárbaros, ello no fue consecuencia de una revolución, sino, ante todo, de la alienación del estado de la sociedad. Como ya puso de manifiesto el levantamiento en Antioquía, el enemigo principal de los descontentos no era el estrato de los grandes propietarios de tierras, sino el aparato del estado, aunque el rechazo del despotismo imperial era un objetivo que, en último término, también iba en contra de los intereses de los latifundistas. Por lo tanto, la decadencia del imperio romano de Occidente fue un proceso cuya dimensión histórico-social no hay que buscarla en el alzamiento de los estratos inferiores contra un sistema de poder sostenido por sus capas altas, sino en el hecho de que el orden estatal romano acabó por descansar en un estrato muy reducido de su propio aparato de poder y al mismo tiempo se convirtió en una carga para casi toda la sociedad.
Tuvo también su importancia el que la movilidad social, que tanto había contribuido durante el Alto Imperio a la consolidación del sistema de dominación romano en un imperio universal, se demostrase en época tardorromana, tras las señales apuntadas ya en este sentido durante la crisis del siglo III, más bien como una fuerza destructiva, al menos en Occidente. Aquí el régimen imperial alentaba un orden social estatalizado, a base de un estrecho dirigismo profesional y de la imposición de la heredabilidad obligatoria de los oficios en el caso de los comerciantes, artesanos, colonos y, de hecho también, en el de los curiales; también dentro del aparato de poder se exigía la misma heredabilidad de las posiciones sociales, al tiempo que se posibilitaba a los officiales que fuesen sucedidos en sus cargos por sus propios hijos (Cod. Theod. 7, 22, 3). Con todo, la sociedad tardorromana no llegó a ser, evidentemente, un sistema de castas[246]. A varios grupos de la población se les brindó institucionalmente la posibilidad de ascender en la escala social: cualquiera de entre losplebei corrientes que en virtud de sus propiedades en tierras o de su fortuna en metálico alcanzase la cualificación de curial, era hecho entrar en el grupo de los curiales de su ciudad respectiva (v. gr., Cod. Theod. 12, 1, 133), y curiales ricos fueron aceptados entre los clarissimi. En la práctica, las posibilidades de cambiar de profesión y de ascender socialmente eran aún más amplias; las reiteradas restricciones legales contra el cambio de profesión en los curiales, las gentes de comercio, los menestrales y colonos, se enderezaban precisamente a poner coto a ese hábito. Sirviendo a la iglesia, se presentaban buenas oportunidades de medrar socialmente. Lo grandes que éstas podían llegar a ser, sobre todo en Oriente, se pone de manifiesto en el ejemplo del capadocio Eunomio, del siglo IV: siendo hijo de un pequeño campesino, no quiso compartir la pobre suerte de su padre y aprendió a leer y a escribir, se hizo escribiente y pedagogo, se marchó después a Constantinopla, donde trabajó como sastre; luego se desplazó a Antioquía, lugar en que se consagró como diácono; más tarde se convirtió en obispo de Cícico y en sus últimos días vivió en las cercanías de Calcedonia, en una villa de su propiedad[247]. Bajo Valentiniano III (424-455) a las diferentes categorías de colonos, a los esclavos, así como a los comerciantes y artesanos agrupados en corporaciones, y también a los curiales, les quedó vedado en Occidente el revestir cargos eclesiásticos (Nov. Val. 35,3). Pero, por lo menos dentro del aparato funcionarial del estado y en el seno de la milicia había siempre buenas posibilidades de medrar, pese a cuantas prohibiciones se hubiesen establecido de reclutar al personal funcionarial y militar entre las masas de población dependiente. Fue así por lo que se dieron curiosas contradicciones. En la medida en que el estado insistía, por un lado, en el principio de la obligatoriedad y heredabilidad profesionales, se hacía odioso en los medios de la población afectada. Pero, por otro lado, al ofrecer posibilidades de ascenso dentro del aparato administrativo y militar, estaba contribuyendo al máximo a que dicho sistema coactivo fuese continuamente escamoteado en la práctica. Finalmente, favoreciendo como favorecía a la capa privilegiada de funcionarios y militares, cuyos integrantes eran con frecuencia de origen humilde, sólo conseguía despertar sentimientos de insatisfacción y odio entre las masas de los no privilegiados.
Había muchos otros factores de alienación. El divorcio de la sociedad tardorromana del estado se ponía ante todo de manifiesto en que en Occidente las grandes haciendas constituían con sus propios señores unidades económica y políticamente cada vez más autosuficientes dentro del estado. En su abastecimiento eran autárquicas en gran medida; como una descripción de un terrateniente del año 369 nos hace patente, disponían de viñedos, olivares, campos de labrantío, pastizales, bosques, poblados, esclavos urbanos y rurales, artesanos, personal doméstico, colonos, instrumental, ganado y dinero (Cod. Iust. 9, 47, 7,1). El propietario se retiraba cada vez con más frecuencia a su latifundio. Ausonio, tras haber pasado casi dos décadas en la corte imperial, consumió todavía los últimos años del siglo IV entre Burdigala y su finca rural de Aquitania. Pero ya en los años 327 y 354 hubieron de promulgarse leyes obligando a los senadores provinciales a desplazarse a Roma con ocasión de la celebración de los juegos (Cod. Theod. 6, 4, 2 y 4), y en el siglo V muchos magnates se establecieron con carácter definitivo en sus fincas. Allí tenían de hecho poderes soberanos: frente a sus colonos podían constituirse ellos mismos en jueces o nombrarlos a su arbitrio, poseían el derecho a practicar castigos corporales e incluso a aplicar la pena de muerte. Especialmente a partir de fines del siglo IV, se volvieron cada vez más dependientes de su propio personal para hacer frente a los ataques de los bárbaros. Muchas haciendas fueron fortificadas, cosa que quedó además oficialmente autorizada por una ley del año 420 (Cod. Iust. 8,10,10). Numerosos señores de tierras armaban a su personal, como lo hicieron en el año 407 con sus colonos y esclavos los hermanos Dídimo, Veriniano, Lagodio y Teodosiolo en Hispania contra usurpadores y bárbaros, dándose además el caso de que a veces estos ejércitos privados cosechaban incluso más éxitos que las tropas regulares[248]. Resultaba así que entre un gran fundo de este tipo y el poder central apenas se mantenían otros lazos que la obligación tributaria, que en tales circunstancias sólo representaba una carga prácticamente carente de sentido.
Ese divorcio entre la población del imperio y la monarquía se vio aún más agudizada con el llamado movimiento de los patrocinios. Se trataba de una forma de escapar a la inseguridad jurídica y al agobio fiscal, y se dio entre los distintos campesinos independientes, los colonos y hasta vecindarios enteros. Salviano describió dicho movimiento como sigue: para sustraerse a las exacciones tributarias forzosas, «se entregaban… a los grandes en busca de protección y amparo, se daban a los ricos como sus siervos y quedaban expuestos, por decirlo así, a su poder y a su arbitrio» (De gub. Dei 5,38). Las personas en cuestión se colocaban bajo la custodia (patrocinium) de una persona influyente del ejército, de la administración civil o simplemente de un latifundista poderoso, a quien en contrapartida entregaban productos agrarios o dinero, primero en concepto de «regalo» y después como tributo regular. Hacia mediados del siglo IV tenemos ya atestiguadas este tipo de relaciones de patrocinio en Egipto, Siria e Ilírico[249]. Se ponía así de manifiesto una comunidad de intereses muy clara entre los grandes propietarios de tierras y los estratos inferiores, que simultáneamente venía a entrar en total contradicción con los intereses del estado. Este intentó frenar el movimiento introduciendo —desde el año 368— a los defensores plebis, que habrían debido proteger a las comunidades contra la violencia y la injusticia. Pero esta medida tuvo tan poco éxito como las repetidas disposiciones contra los patrocinios de los años 360, 368, 395 y 399, así que por una ley del año 415 éstos quedaron finalmente legalizados (Cod. Theod. 11,24,6). Tal cosa entrañaba que ya no sólo el personal de las diferentes haciendas rurales, sino de hecho también poblaciones enteras de amplios distritos quedaban desconectadas del sistema de dominio imperial, hecho tanto más acusado cuanto que numerosas comunidades urbanas aspiraban también a esa misma protección recurriendo a métodos semejantes. Paralelamente, este desarrollo evidenciaba con toda claridad, lo mismo que la creciente autonomía de las grandes fincas, que la desintegración del orden estatal romano no iba aparejada a la alteración, ni tan siquiera al debilitamiento, del orden social reinante: muy al contrario, este proceso condujo al fortalecimiento del estrato de los terratenientes y a la sucesiva extensión de las formas de dependencia similares al colonato entre amplias masas de la población.
La extensión de los patrocinios tuvo para la monarquía imperial consecuencias decididamente más funestas que los distintos levantamientos y revueltas: debido a la continua merma de tributos, sus fuentes de ingresos necesarios para el sostenimiento del aparato del estado se vieron seriamente amenazadas. No quedó prácticamente más remedio que la elevación de la presión fiscal allí donde el sistema de dominación todavía funcionaba, esto es, en los dominios imperiales y en las ciudades, entre otros sitios. Lo único que se consiguió con ello fue acrecentar más aún el descontento contra el estado, como se puso ya perfectamente de manifiesto a raíz de la elevación de impuestos del año 387 en Antioquía. Y era así como el número de cuantos estaban dispuestos a comprometerse en el sostenimiento del imperio se reducía más y más. Mientras que en esta época hombres de la talla de Ambrosio de Milán, de Basilio de Cesárea, de Gregorio nacianceno, de Gregorio de Nisa o de Agustín de Hipona, se entregaban al servicio de la iglesia, ganaba, en cambio, la indiferencia más general ante los destinos de Roma. La pasividad de la sociedad en la ciudad de Roma, sólo una ilusión de capital en época tardorromana, levantaba duras críticas en Amiano Marcelino: sobre esa ciudad no había otra cosa que contar como no fuesen cosas de revueltas, alborotos de tabernas y nimiedades por el estilo. Salviano no podía sino ofrecer un impresionante testimonio sobre la gran indiferencia reinante en la sociedad romana del siglo V: «Seguimos jugando, pese al miedo de caer en cautiverio, y reímos en medio del miedo a la muerte. Uno diría que todo el pueblo romano se ha atiborrado de una hierba sardónica: muere y ríe». Amplios círculos, sin embargo, sacaban consecuencias muy distintas a la vista del hundimiento de la odiosa monarquía imperial: vivir bajo la dominación bárbara era preferible, ya que en los estados territoriales germánicos en formación el sistema de dominación no se basaba en un aparato de poder agobiante y en un sistema fiscal estatalizado al máximo, sino en formas de dependencia de tipo feudal. Ya Orosio se lamentaba a comienzos del siglo V de que hubiese romanos qui malint inter barbaros pauperem libertatem, quam inter Romanos tributariam solicitudinem sustinere. En tiempos de Salviano era cosa corriente el que amplios grupos de población, y entre ellos incluso personas cultivadas y de lo mejor situadas, desertasen a los bárbaros: «Buscan entre los bárbaros la humanidad de los romanos, porque no pueden soportar la inhumanidad de los barbaros reinante entre los romanos»[250].
Así pues, no sólo las fuerzas que debieran contener a los barbaros se debilitaban cada vez más, sino que, encima, uno llegó a acostumbrarse a ellos como a un mal menor preferible al orden estatal romano. Al mismo tiempo, era parte de la tragedia de aquella monarquía el verse forzada no sólo a tolerar los asentamientos dentro de las fronteras del imperio de agrupamientos tribales germánicos muy cohesionados, sino también a fomentarlos, en su propio interés; Pero al hacerlo, estaba cavando su propia tumba en la parte occidental del imperio. Como consecuencia de la huida en masa de la población de la presión fiscal y de la tiranía del estado —de un lado, a las haciendas protegidas de los particulares, y de otro, a los bárbaros—, regiones enteras se quedaron desiertas. Las proporciones a que llego la despoblación de grandes distritos ya hacia finales del siglo IV, se deduce de la afirmación de San Ambrosio, de que la muerte era un destino compartido no sólo por los hombres, sino también por las ciudades y los ámbitos rurales; tantas eran las ciudades y parcelas de tierras que se podían ver carentes de toda vida (Ep 39,3). Con el paso del siglo IV al V la situación empeoró aún más[251] y no quedo más remedio que proceder al asentamiento de bárbaros, a fin de asegurar la repoblación de las regiones abandonadas, cosa que iba en beneficio de la economía romana. Otro problema, especialmente candente, que tenía planteado la monarquía imperial era el de la renovación del ejército, sobre todo si tenemos en cuenta que el ingreso en la milicia fue quedando vedado paulatinamente a casi todos los grupos de la población; también aquí era sólo posible recurrir a los bárbaros, quienes, o bien eran admitidos como tropas regulares en el ejército romano, o bien, como sería lo más corriente a partir de fines del siglo IV, eran alistados en sus propios grupos y entidades tribales en calidad de aliados (foederati). De ese modo se hizo aún más grande el abismo de separación entre la sociedad romana y el gobierno imperial, que poco a poco acabó por mantenerse exclusivamente a base de la ayuda militar bárbara; los resentimientos contra el aparato militar bárbaro estallaban siempre de nuevo, como en el año 390 con el asesinato de Buterico o en el 408 con el derribo de Estilicón, «del pueblo cobarde, ávido, desleal y pérfido de los vándalos, y que tenía por cosa pequeña el gobernar, aunque fuese como un soberano, a las órdenes del soberano» (Oros., Hist. adv. pag. 7,38,1). Al mismo tiempo, la admisión de las entidades y federaciones tribales germánicas en el seno del imperio destruyó la anterior infraestructura del sistema de dominación. Evidentemente, los bárbaros no fueron instalados únicamente en regiones despobladas del todo. De acuerdo con la ley de asentamientos del año 398, la población de las regiones a ocupar estaba obligada a entregar un tercio de la casa y finca a los bárbaros, lo que tuvo consecuencias muy graves para la administración, la justicia y el sistema fiscal. En líneas generales, cierto es que la coexistencia entre romanos y bárbaros funcionó sin mayores roces en las regiones ocupadas, como era de esperar, dadas las diferencias lingüísticas y culturales. El orden social tardorromano no se vio siquiera sacudido en sus fundamentos con este nuevo e imperioso reparto del suelo y de la riqueza, puesto que la constitución social de los germanos era en gran medida equivalente a la de la sociedad tardorromana; al principio sobresalieron con gran fuerza ciertas notas características del orden social germano, tales como la del séquito de los afines (Gefolgschaftswesen), pero ni tan siquiera éstas entraban realmente en contradicción con las estructuras tardo-rromanas. Con todo, debido a la existencia dentro de las fronteras del imperio de estos agrupamientos tribales germanos, tan poderosos militarmente, el poder central sufrió a largo plazo un nuevo debilitamiento, y en el Occidente romano, donde aquél era totalmente dependiente de este aparato de poder, era inevitable que llegase el momento en que el primero fuese barrido por el segundo.
Si en el siglo V los germanos no aparecieron ya tan distantes y extraños como antes a los ojos de la población de dentro del imperio romano, a ello contribuyó de manera decisiva el cristianismo, en tanto que sistema de referencia común para romanos y bárbaros, en lo religioso y en lo ético. Las partes de responsabilidad que tuvo el cristianismo en la decadencia del sistema de dominación romano no consistió, desde luego, en que la enseñanza cristiana hubiese minado el patriotismo romano y así hubiese abierto las puertas a la resignación de unos y otros. El patriotismo de los romanos cristianizados no fue en general inferior al de sus contemporáneos paganos; Romanus orbis ruit, et tamen cervix nostra erecta non flectitur, decía San Jerónimo (Ep. 60 16), y en pro precisamente del imperio cristiano la iglesia empeñó más esfuerzos —sobre todo, en Oriente— que, pongamos por caso, la aristocracia senatorial pagana. La lucha ideológica entre cristianos y paganos y, además, los enfrentamientos entre la iglesia católica y las numerosas herejías fueron, más que lo otro, una fuerza disolvente, si bien tampoco se podría decir de ellos que hubiesen debilitado de forma decisiva al imperio en tanto que sistema de poder político. Lo que, en realidad, hizo del cristianismo un factor de desintegración del orden político romano fue el hecho de haber sido adoptado y practicado también por los germanos. Anteriormente, a lo largo de toda la historia de Roma, el sistema de referencia para la sociedad romana era el mos maiorum, que creaba una frontera de separación insalvable entre romanos y no romanos. Al romano cristiano, en cambio, su religión y su ética lo unían al bárbaro de su misma fe: él era, como decía Orosio, inter Romanos Romanus, inter Christianos Christianus, inter homines homo (Hist. adv. pag. 5, 2,6), y los bárbaros cristianizados habían dejado de ser para él hostes, para convertirse en fratres (ibid. 7, 32,9). Desde una óptica como ésta, incluso la toma de Roma por Alarico en el año 410 no supuso para Orosio un acontecimiento realmente malo, pues, después de todo, también los visigodos eran cristianos, y para Salviano los germanos encarnaban las virtudes cristianas mucho mejor que los romanos. La Romania cristiana, en la que, según la visión de Orosio, habrían de vivir juntos romanos y germanos, no era otra cosa que su ideal del imperio cristiano; su porvenir estaba en el desarrollo de los estados territoriales regidos a lo germano.
En el imperio romano de Oriente las condiciones sociales y políticas fueron más favorables y no produjeron un divorcio tan radical entre el estado y la sociedad como en el Occidente. Las relaciones entre el emperador romano de Oriente y la capa alta de los terratenientes, y en especial el senado de Constantinopla, eran estrechas. La iglesia oriental tenía lazos muy fuertes con el estado y supo brindar a éste un gran apoyo. Además, aquí la heredabilidad obligatoria de los oficios y profesiones urbanos estuvo en gran medida ausente. Y, sobre todo, el imperio romano de Oriente se hallaba considerablemente mejor protegido frente a los bárbaros que el de Occidente.
Así pudo quedar a salvo de la decadencia. En el Occidente, en cambio, la desintegración del ordenamiento de poder imperial no pudo ser atajada. Sus leyes y disposiciones tan inhumanas carecían de todo sentido de la realidad y resultaban inviables en la práctica, sus brutales medidas de fuerza no tendrían ningún éxito a la larga: antes bien, todo cuanto el imperio occidental acometió para preservar su existencia constituyó un fracaso a largo plazo y minó su capacidad de resistencia. Con ello, la estructura de la sociedad no se modificó en sus fundamentos, sino que incluso resultó fortalecida con la extensión de las formas de dependencia parafeudales anudadas entre los grandes propietarios y amplios grupos de población. En cambio, el antiguo marco político fue haciéndose cada vez más anacrónico, hasta desintegrarse totalmente. En este sentido, la crisis del imperio tardorromano evocaba hasta cierto punto la crisis de la República tardía en su último siglo de existencia: tampoco entonces fueron alteradas las estructuras fundamentales del orden social vigente, sino que se vino abajo una forma de organización política ya superada. Pero, mientras que sobre las ruinas de la República pudo levantarse una forma de estado genuinamente romana, en este caso fueron nuevos estados los que asumieron el papel del imperio romano occidental.