Capítulo 6

Capítulo 6

LA CRISIS DEL IMPERIO ROMANO Y EL CAMBIO DE ESTRUCTURA SOCIAL

La crisis del Imperium Romanum y la sociedad romana

Cuando Elio Arístides pronunció en el año 143 su Discurso a Roma, estaba convencido de que el Imperium Romanum había alcanzado en su época la más alta cota de perfección: nadie pensaba ya en la guerra (70), el orbe celebraba, por decirlo así, una fiesta continua, y las ciudades rivalizaban en esplendor y belleza (97 s.). Pasados algo más de dos decenios, sin embargo, el imperio romano se hallaba inmerso en una guerra defensiva en las fronteras del norte, que parecía ser más funesta que cualquier otra de las guerras en la memoria de los hombres (SHA, MA 17,2). El período de gobierno del emperador Marco Aurelio (161-180) quedó para la posteridad como una época en la que sin este soberano profecto quasi uno lapsu ruissent omnia status Romani (Epit. de Caes. 16,2). Dión Casio veía en la muerte de este cesar, al contemplar la crisis política durante la autocracia de Cómodo (180-192) y la modificación en las estructuras de poder observable bajo Septimio Severo (193-211) y sus sucesores, el final de una edad de oro y el comienzo de una época de hierro y orín (72,36,4). Bajo Filipo (244-249) un observador hablaba del imperio romano como de un cuerpo enfermo y descompuesto, y también como de un barco sin rumbo y sin esperanza, en trance de hundirse; algunos años más tarde San Cipriano veía ya inminente el fin del mundo, y con Valeriano (253-260), así como durante la autocracia de Galieno (260-268), el destino del Imperium parecía ya sellado por los ataques bárbaros y el desmoronamiento interno. Podemos hablar de una crisis general en el imperio mundial de Roma, cuyos elementos constitutivos más importantes pueden percibirse en tres órdenes de hechos: en la inestabilidad de lo que había sido hasta ahora el orden global de Roma, en la transformación acelerada de las estructuras subyacentes a dicho orden, y en el reconocimiento (o, cuando menos, en la sensación) de los contemporáneos de que su época, en contraposición al tiempo precedente, se caracterizaba por la fluctuación y el cambio. Sólo bajo los grandes emperadores-soldados posteriores a Galieno, especialmente Claudio II (268-270), Aureliano (270-275), Probo (276-282) y, en particular, con Diocleciano (284-305), se alcanzó una estabilización, aunque ya no sobre las bases tradicionales[176].

La crisis no se presentó por doquier a un mismo tiempo y tuvo distintas repercusiones en cada una de las partes del imperio. Egipto y África, pongamos por caso, que permanecieron ampliamente a salvo de las irrupciones bárbaras, y en donde la extensión de la gran propiedad y del colonato se había efectuado ya antes del siglo III, se vieron menos afectados que, por ejemplo, Hispania o Siria. En las provincias danubianas, sobre todo en Panonia, Mesia y Dacia, la vida económica bajo los Severos había sido más floreciente que nunca, y de ahí que la decadencia fuese aquí en los decenios siguientes tanto más acusada[177]. Así y todo, la totalidad del imperio romano asistió a un cambio que comprendió todas las dimensiones del vivir y que produjo profundas alteraciones en la estructura de la sociedad romana. No consistió aquél únicamente en una fuerte reestratificación de la sociedad, sino en el surgimiento de un nuevo modelo de sociedad, de tal forma que este proceso de transformación sólo podría ser comparado por su significado e importancia con el cambio de estructura del siglo II a. C. Ya en época de los Severos pudieron los contemporáneos calibrar algo de su alcance: las consecuencias de la crisis política interna de Roma llevaron a Tertuliano a hacer la observación de que humiles sublimitate, sublimes humilitate mutantur (Apol. 20,2); parecidamente, también Dión Casio hubo de presenciar como todas las cosas se volvían del revés en la jerarquía social de Roma (80, 7,2).

La crisis fue total. De forma rotunda se puso de manifiesto en la catastrófica situación de la política exterior ddUimpedo. Tras el respiro que había supuesto para Roma la victoriosa contraofensiva de Marco Aurelio contra los germanos, a partir de Severo Alejandro (222-235) y Maximino Trax (235-238), el asaltodesde el exterior se reprodujo una y otra vez, tanto en forma de ataques de los germanos y sus aliados a la frontera renano-danubiana, como en la política de expansión del nuevo imperio persa contra las provincias romanas orientales. La derrota del emperador Decio (249-251) contra los godos, la captura de Valeriano por los persas nueve años después, las irrupciones bárbaras en Germania, Galia, Hispania, en los países danubianos, sobre los Balcanes, en Asia Menor, Capadocia, y Siria en tiempo de Galieno, junto con el avance de los germanos hacia Italia bajo Aureliano, señalaron para Roma los momentos más graves en una guerra a la defensiva y sin interrupción. Igual de catastrófica era la situación política interna. Las pretensiones de poder del soberano se elevaron al máximo. En el nuevo sistema político, el Dominado, el estado se convirtió en una institución todopoderosa, que exigía de los subditos una entrega absoluta y que con frecuencia reglamentaba brutalmente sus vidas. Pero, al mismo tiempo, el poder de los cesares se tornó más inseguro. Entre la muerte de Marco Aurelio en su lecho de enfermo y la abdicación de Diocleciano, apenas si hubo emperadores que no hubiesen llegado al trono por obra de la violencia, mediante revueltas militares o en el curso de guerras civiles, y que después no fuesen derrocados por esos mismos procedimientos. Las luchas entre los pretendientes al trono tras el asesinato de Cómodo, el final sangriento de seis soberanos en el solo año del 238, las continuas usurpaciones, y el nacimiento de ámbitos de poder independientes en las provincias galo-germanas, en la zona del Danubio medio y en el Oriente bajo Galieno, supusieron únicamente los momentos álgidos de la crisis política interna. Esa labilidad de la monarquía era la consecuencia inmediata de la preponderancia adquirida por el ejército, principalmente por las grandes unidades de tropas estacionadas en Panonia y Mesia, en el Rin, en Capadocia y Siria; el predominio de lo militar significaba paralelamente una alteración radical de las primitivas estructuras del poder.

También la vida económica del imperio entró en una grave crisis. San Cipriano pergeñaba un cuadro muy sombrío hacia el 253: ¡os medios de subsistencia escaseaban, los precios subían, las minas estaban agotadas, las fuerzas artesanales mermaban; se añadía a esto la falta de campesinos en la agricultura (Ad. Demetr. 3 s.). En la producción agraria se hacían sentir las dificultades crecientes, debidas en primer término a la reducción progresiva de la fuerza de trabajo. Fueron, sobre todo, las ramas de la economía urbana las que con más fuerza se resintieron de todo ello. La producción artesanal se redujo considerablemente; así, por ejemplo, en el NO del imperio los establecimientos de terra-sigillata suspendieron la producción. El comercio se vio una y otra vez interrumpido, particularmente en las provincias fronterizas en guerra. No era posible detener la inflación; hacia mediados del siglo III adquirió proporciones catastróficas. Las consecuencias de las guerras permanentes y de la crisis económica fueron desoladoras para la población. Decayó el número de habitantes y se hizo más corta la esperanza general de vida: Dionisio de Alejandría, un contemporáneo de San Cipriano, aparecía profundamente impresionado por estos fenómenos acaecidos en su ciudad natal[178]. Pobreza y miseria se propagaron todavía acrecidas por las catástrofes naturales.

Eala estructura de la sociedad se operaron enormes cambios. La posición de poder y la situación económica de las distintas capas privilegiadas fueron trastocadas; el claro sistema jerárquico anterior en los órdenes de los honestiores comenzó a debilitarse. Los estratos bajos de la población, a los que tocó cargar con el mayor peso de la crisis, arrastraron una vida de padecimientos en condiciones cada vez más oprimentes, hasta encontrarse con frecuencia en situaciones desesperadas. Por ello la relevancia social de la diferenciación jurídica entre cada uno de los grupos inferiores disminuyó muy acentuadamente: también el personalmente «libre» fue paulatinamente tratado por el estado y los poderosos en igual forma que el no libre. A esto se sumaba el hecho de que a partir de Caracalla (211-217), que había concedido el derecho de ciudadanía romana a todos los habitantes «libres» del imperio, ya no tenía ninguna vigencia en la práctica la función divisoria de un privilegio anteriormente muy importante. Con este desarrollo se sentaban las bases para la formación de una nueva capa de humiliores, que, en comparación con los estratos inferiores marcadamente diferenciados entre sí de la República tardía y del Alto Imperio, resultaba relativamente homogénea. De todas esas modificaciones en la economía y en la sociedad afloraron nuevas tensiones y conflictos sociales, que reaparecerían siempre y que contribuirían a socavar aún más el antiguo orden. Y cuanto más rápidamente se desmoronaban el orden social tradicional y su correspondiente sistema de dominación, tanto más grande se hacía el vacío moral e ideológico en el que irían ganando terreno nuevas corrientes espirituales, como las religiones mistéricas orientales y el Cristianismo, amén de la filosofía neoplatónica.

La crisis no dio comienzo de repente, con las guerras del tiempo de Marco Aurelio o con los conflictos políticos internos bajo Cómodo, sino que fue gestándose ya a los pies de la monarquía antoniniana. En Roma, y ya antes del estallido de las guerras marcomanas en el año 166 ó 167, no eran totalmente desconocidos los nuevos peligros que acechaban en la frontera norte del imperio en forma de movimientos de pueblos y de metamorfosis en la estructura socio-política de los germanos y sus vecinos. Tampoco el acrecentamiento de poder del ejército y, en la misma línea, el progresivo protagonismo político de las provincias militares, datan en principio de las guerras civiles entre Didio Juliano, Septimio Severo, Pescenio Níger y Clodio Albino, del 193 al 197. Las transformaciones en la estructura económica y social del imperio, que conocieron una aceleración muy clara y súbita a partir de las épocas tardo-antoniniana y severa, remontaban en gran parte a procesos de cambio iniciados con anterioridad, procesos que eran difíciles de atisbar tras aquella fachada de mundo aparentemente sano que proyectaban los progresos del emperador Marco Aurelio. Dificultades económicas, especialmente en las ramas de la producción urbana, que habrían de conducir al estancamiento del artesanado y del comercio, a problemas en la agricultura, a la sobrecarga progresiva de los decuriones y, con ello, a considerables alteraciones en la estructura social de las ciudades, no las hubo ni en Italia ni en algunas provincias del Mediterráneo por primera vez en el siglo ni; en Hispania, sin ir más lejos, ya hacia mediados del siglo II, la capa urbana superior daba ciertas señales de agotamiento. También la actividad económica de los libertos con aspiraciones conoció en general un fuerte retroceso en las ciudades durante la segunda centuria. Las razones de esto han de buscarse, sobre todo, en las debilidades estructurales de la economía con base en las ciudades y sus territorios. Esas debilidades estructurales se derivaban, por un lado, del hecho de que en los dos primeros siglos del imperio fueron invertidas inmesas sumas en obras de representación, como foros, templos, teatros, anfiteatros, etc.; pero, por otro lado, se debían también a que con el retroceso de la esclavitud se hizo acuciante el problema de la suficiencia de la mano de obra. Este último proceso, al igual que el de la expansión del colonato en muchas regiones del territorio romano, señalaba ya mucho antes del abierto estallido de la crisis en el imperio un cambio de estructura en las capas sociales inferiores. Finalmente, la propagación de los nuevos sistemas de referencia, que en sus contenidos religiosos y filosóficos venían a satisfacer las profundas necesidades espirituales del momento, no fue, ni mucho menos, un fenómeno que hubiera aparecido por vez primera en el siglo III a resultas de las calamidades del momento.

Ya una referencia de pasada como ésta a la serie variada y múltiple de procesos históricos nos pone de manifiesto que es del todo imposible reducir a un simple denominador común las causas de la crisis del imperio romano. Cualquier propuesta monocausal para solucionar este problema, que en la ciencia histórica se considera como el «problema de los problemas» y que hasta hoy día ha sido discutido ardorosamente, ha de ser necesariamente insatisfactoria. La crisis del Impenum Romanum no se explica ni con la teoría de M. Rostovtzeff sobre el conflicto entre la gran burguesía urbana y las masas populares campesinas, ni con la insistencia de los investigadores marxistas en la crisis de la economía esclavista a raíz de su supuesta improductividad o de su desabastecimiento de esclavos, por no entrar ahora en las muchas otras interpretaciones que se han barajado, desde las que colocan en primer plano las causas económicas y sociales, o a las ideológicas y morales, hasta las que anteponen las razones de política exterior[179].

Que la creciente presión de los bárbaros sobre las fronteras del imperio a partir de Marco Aurelio y, en especial, hacia mediados del siglo III, constituyó un factor decisivamente importante, si bien sólo una de las causas de la crisis, es cosa que salta inmediatamente a la vista. Las guerras contra los enemigos exteriores del estado romano eran susceptibles de acelerar considerablemente la crisis, por ejemplo, por sus efectos económicos, en las pérdidas de población provocadas por ellas, y dieron asimismo impulsos decisivos a los grandes procesos de cambio, como al acrecentamiento del poder de los militares. Con todo, las debilidades de Roma, que hicieron posible los éxitos de los bárbaros, tenían su origen en las alteraciones que en el seno del imperio se habían iniciado ya antes del primer gran ataque con Marco Aurelio o que eran independientes de las acometidas bárbaras, como, v. gr., las pérdidas demográficas producto de las epidemias. Estos procesos de metamorfosis interna eran de muy distinta naturaleza, discurrían en paralelo los unos a los otros, estaban engranados siempre entre sí y sometidos continuamente a una influencia recíproca, hasta el punto de que resulta difícil reconocer qué era causa, qué síntoma y qué efecto. El debilitamiento del orden de los decuriones en muchas ciudades, por ejemplo, sin duda uno de los fenómenos más trascendentales en el cambio de estructura social, fue una causa importante en la decadencia de los centros urbanos en diferentes partes del imperio, pero al mismo tiempo también un síntoma de la crisis económica general y, además de ello, una consecuencia de las deficiencias de la estructura de las ciudades, cuyo florecimiento económico durante el Alto Imperio, al menos en el Occidente romano, había sido debida principalmente a un boom pasajero por la puesta en valor de las provincias. Amén de esto, el decaimiento del decurionado ha de ser considerado en conexión con el cambio de estructura en el campo: el crecimiento por doquier de la gran propiedad entrañaba para muchas explotaciones de tamaño medio, esto es, para el tipo de heredad característico de los decuriones, una peligrosa concurrencia; al propio tiempo, el retroceso de la esclavitud y el sometimiento de las masas campesinas a los latifundistas con el sistema del colonato, acarreaban precisamente a estas propiedades medianas una sensible merma de fuerza de trabajo. Asimismo, la crisis del estamento decurional no se puede separar de la paulatina transformación del imperio desde el Principado al Dominado, con inconsecuencia de que los gobiernos imperiales exprimieron cada vez con más avidez las fuentes de riqueza económica de Jos decuriones. A ello se añadían todavía las destrucciones que las hordas bárbaras ocasionaban en las ciudades y en el campo, y de cuyos perniciosos resultados una familia de decuriones no podía recuperarse tan fácilmente como un gran propietario senatorial, que a menudo disponía de fincas en diferentes puntos del imperio.

A través de este ejemplo podrían quedar reflejadas con claridad las mutuas repercusiones o interrelaciones entre los diferentes procesos de transformación en la época de la gran crisis. Si queremos calibrar su naturaleza, cabría decir, resumiendo, que la crisis del imperio romano ha de atribuirse a una convergencia de causas internas y externas: las invasiones bárbaras encontraron al imperio mundial romano en un momento en el que sus debilidades comenzaban a hacerse más agudas, y lo golpearon con una dureza para la que no estaban debidamente preparadas las estructuras internas de Roma. En concreto, este desajuste se ponía de manifiesto en que el imperio habría precisado de más soldados que antes en una época como ésta

de ataques constantes y peligrosos desde el exterior, de más dinero y de más productos para su abastecimiento, y de una fuerza de trabajo más abundante que en años anteriores para su economía, siendo precisamente ahora, en cambio, cuando podía desplegar una capacidad económica y unas fuerzas de producción inferiores a las de antes. Los resultados de todo ello fueron inestabilidad y cambio del sistema precedente, unidos a la resignación de los contemporáneos.

Alteraciones en los estratos superiores

Ni una sola capa de la sociedad romana quedó sin ser afectada por el gran cambio en tiempos de la crisis, y tampoco el orden senatorial, cuyos miembros constituían en el siglo III, y aún después, al igual que durante el Alto Imperio, el grupo más rico y prestigioso de la sociedad. No se puede afirmar en absoluto que la composición étnica del ordo senatorius se hubiese alterado radicalmente después de mediados del siglo III. El número de senadores de origen provincial se incrementó desde entonces, paralelamente se redujo el de itálicos, y entre los provinciales, sobre todo los africanos y la nobleza de las provincias orientales, tuvieron una representación más nutrida que antes[180]. Pero, al menos un tercio bien a gusto de los senadores provenía también en el siglo III de Italia, al margen de que las siguientes incorporaciones de provinciales al primer estamento llevaron a un cambio tan inapreciable de los ideales y modos de comportamiento senatoriales como el registrado en la centuria anterior. Asimismo tuvo gran importancia el hecho de que los miembros rectores de la milicia, que a menudo poseían un origen muy bajo y procedían en su mayoría de las regiones periféricas del imperio, como, por ejemplo, Panonia o Mesia, rara vez se esforzaban por entrar en el orden senatorial; con ello, la composición del estamento no acusó ninguna mutación interna que reflejase de forma clara y automática el desplazamiento del centro de gravedad política a los países fronterizos.

También la fortuna y el gran prestigio social de los senadores se mantuvieron incólumes. La fuente principal de riqueza de las familias senatoriales fue, como antaño, la gran propiedad fundiaria, caso, por ejemplo, de los Gordianos, de quienes se afirmaba que disponían en las provincias de tantas heredades como ninguna otra persona de aquel entonces (SHA, Gd. 2,3). Puesto que entre las distintas ramas de la producción la menos afectada por la crisis económica, fue el sector agrario, los fundamentos de la riqueza de los senadores apenas se vieron conmovidos; antes bien, fue posible a éstos agrandar todavía más sus latifundios mediante la adquisición de las explotaciones medianas y pequeñas, cuyos propietarios habían sido más duramente castigados que ellos por las guerras, las dificultades inversoras o las catástrofes naturales. Tampoco sufrió apenas el buen nombre de los senadores. El título estamental de clarissimus, que los miembros del orden hacían constar con regularidad y orgullo en las inscripciones desde los tiempos tardo-antoninianos, venía a señalar como precedentemente el rango social más elevado tras el emperador. Dión Casio opinaba que los hombres más ilustres por su descendencia, los mejores y al mismo tiempo los más acaudalados, tanto si eran de Italia como de las provincias, debían pertenecer al orden senatorial (52, 19,2); y los senadores de las épocas posteriores tampoco pensarían de forma diferente. Era característico que los cesares que llegaban al trono partiendo de orígenes humildes, reclamasen para sí el rango senatorial con tanta naturalidad como lo hacían con el rango senatorial de cónsul, igual de apreciado que en el pasado.

De modo muy diferente llegó a acontecer con las funciones y el poder político del estamento senatorial. Si los clarissimi conservaron su bienestar y alta consideración, perdieron en cambio aquel poder con que habían contado durante el Principado en los órganos ejecutivos más importantes del gobierno imperial. La causa residía, sobre todo, en que los soberanos de tiempos del Dominado hubieron de mantener cohesionado el territorio romano en las difíciles condiciones de la gran crisis, acudiendo para ello a métodos muy distintos a los de sus predecesores. Por una parte, se hacían precisos órganos estatales más efectivos que el senado, que ya no podía seguir siendo «mimado (por los emperadores) como un venerable anciano»[181]; por otra parte, los cesares debieron echar mano de un círculo de personas más amplio y mejor cualificado. En consonancia con ello, el cambio que condujo a la despolitización del estamento senatorial se operó en un doble sentido: de un lado, el senado en tanto que institución, que a menudo se mostró como un obstáculo para la realización de diferentes objetivos de la política del emperador, fue ampliamente excluido del acontecer político; en su lugar, aumentó la relevancia del consilium y la burocracia imperiales. De otro lado, los altos cargos de la administración anteriormente reservados para los senadores, así como los comandos militares, fueron transferidos a otro círculo de personas, a los caballeros.

La relación armónica entre emperador y senado, en la que Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio en el siglo II habían basado su monarquía, se vio ya perturbada bajo Cómodo. Entre este emperador y la élite del orden senatorial surgieron una y otra vez conflictos políticos que costaron la vida a numerosos senadores del núcleo dirigente. Nada ponía más claramente de manifiesto la nueva actitud de la monarquía imperial autoritaria frente al estamento rector que una escena montada por Cómodo en el Coliseo y referida por Dión Casio: el joven soberano, haciendo de gladiador, «mató un avestruz, al que decapitó, y se vino hasta donde estábamos nosotros, los senadores, sosteniendo la cabeza del animal en la mano izquierda y la espada ensangrentada en la derecha, sin decir nada, sólo haciendo un movimiento de cabeza con una sonrisa burlona, como dando a entender que eso mismo haría con nosotros» (73,21,1 s.). Tras el derrocamiento de Cómodo y de su sucesor Pértinax, el orden senatorial se desintegró en varias facciones políticas, que los diversos pretendientes al trono no hicieron sino fomentar. Septimio Severo, hombre que ni por su tradición familiar ni por su talante era hostil al senado, actuó sin piedad a la hora de ajustar cuentas con sus enemigos en el año 197, al igual que haría posteriormente Caracalla[182]. Al mismo tiempo, se tuvo cada vez menos en cuenta al senado en los momentos de las grandes decisiones. Maximino Trax fue el primer soberano que ni siquiera hizo sancionar a posteriori su proclamación por el senado, como tampoco compareció ante dicho órgano, ni se presentó en la ciudad de Roma durante sus tres años de gobierno. En determinados casos el senado podía ciertamente tomar la iniciativa, como en el año 193, cuando Pértinax (en una escena a todas luces preparada por sus partidarios) fue proclamado emperador por el senado; asimismo, en el año 238, cuando este órgano declaró la guerra a Maximino Trax y presentó dos candidatos propios al trono en las personas de Pupieno y Balbino; o en el año 275, en que tras la repentina muerte de Aureliano fue nuevamente elegido un «emperador senatorial» en la persona de Tácito. Pero éstos fueron casos excepcionales; en semejantes situaciones, y también en otras, la iniciativa política recaía normalmente en el ejército.

A la par que todo ello, los senadores fueron paulatinamente privados de sus cargos más importantes. El senador romano ideal era? según la educación tradicional, domi militiaeque pollens (SHA, MA 3,3, refiriéndose a un senador del grupo dirigente en tiempos de los Antoninos), esto es, funcionario de la administración y general a la vez, si bien, mientras que poseía una formación jurídica de consideración, no tenía nada, en cambio, de oficial profesional del ejército. Ya en época de Marco Aurelio las guerras habían mostrado que las nuevas y difíciles tareas impuestas por la defensa del imperio difícilmente podían ser cumplidas por generales senatoriales de la vieja escuela. En un discurso ficticio de Septimio Severo contra su principal enemigo, Clodio Albino, Herodiano formuló sin tapujos lo que muchos contemporáneos debieron de haber pensado sobre las virtudes militares de la antigua nobleza: este hombre, del linaje más preclaro (2,15,1), no está preparado para la guerra, sino más bien para formar parte de un coro de danza (3,6,7). La única solución, pues, estaba en recurrir a caballeros para los comandos importantes, personas que por la carrera de oficiales inherente a su estamento tenían más experiencia militar que el senador medio. Por consiguiente, los emperadores a partir de Marco Aurelio echaron mano cada vez con más frecuencia del ya conocido expediente de acoger en el orden senatorial a oficiales ecuestres meritorios y transferir a ellos los mandos de las legiones y del ejército; los dos generales victoriosos de Marco Aurelio, Pértinax y Valerio Maximiano, el senador panonio más tempranamente atestiguado, formaban parte de este círculo de personas. No obstante, el foso entre viri militares y viri docti, diserti, litterati dentro del estamento senatorial se hizo así mayor cada día, tanto más cuanto que los primeros con frecuencia apenas tenían la posibilidad, durante su larga carrera militar en las provincias, de permanecer en Roma, de tomar parte allí en las sesiones del senado y de familiarizarse del todo con las tradiciones de la aristocracia[183]. A esto se añadía que la creciente burocracia imperial, por su parte, necesitaba siempre de más personal especializado para la administración civil; y también éste había que buscarlo entre los caballeros. Significativamente, entre los juristas punteros ya desde el tiempo de los Antoninos no predominaban los senadores, sino los caballeros.

Galieno, un gran reformador del ejército romano, sacó la consecuencia de esta evolución: a partir del 262 los comandos de armas y los gobiernos ligados a ellos, con unas pocas excepciones, no fueron entregados más que a caballeros, que ya no entraban en el orden senatorial[184]. No se trataba de una prohibición de principio para los senadores de hacer el servicio militar, como la tradición posterior ha malentendido (Aur. Victor, Caes. 33,34); tampoco era la reforma una medida antisenatorial, ya que la mayoría de los senadores había dejado de ambicionar ya desde hacía tiempo un servicio militar lleno de sacrificios. Pero, desde entonces las funciones más importantes en el servicio imperial fueron de facto sustraídas a los miembros del estamento senatorial. La carrera funcionarial del senador quedó reducida al desempeño de unos pocos cargos civiles inferiores en Roma, al consulado, a la gobernación de unas cuantas provincias sin ejército y a algunos otros departamentos administrativos. Ello significaba que ahora los cometidos de los senadores también sufrían un fuerte recorte en la administración civil. Ciertamente, no se puede hablar por ello de una despolitización completa del ordo senatorius, toda vez que a éste siempre le era posible ejercer su poder a través de los departamentos que le habían sido dejados, y merced también a su riqueza e influencias, si bien el antiguo papel dirigente del orden senatorial dentro del imperio era cosa ya del pasado.

El siglo III fue la gran época del orden ecuestre: puesto que la mayor parte de la oficialidad, aunque también la generalidad del funcionario imperial, pertenecían al ordo equester, los caballeros venían a constituir la capa superior más activa, tanto militar como políticamente, y el sostén más firme del estado. Desde Macrino (217-218), que fue proclamado emperador siendo prefecto del pretorio, dieron a Roma una serie de cesares, entre los que estaban Maximino Trax, Filipo, Claudio II, Aureliano, Probo y Caro. Este enorme crecimiento de poder del estamento ecuestre ha de atribuirse tanto a las cualidades y ambiciones de sus representantes como a las propias necesidades del imperio. Muchos caballeros eran profesionales de la milicia instruidos y a menudo consagrados tras un largo historial militar, como, por ejemplo, en la segunda mitad del siglo III, Trajano Muciano, de Tracia, que fue ascendiendo desde la condición de simple soldado; otros fueron destacados juristas profesionales, como en la época severa Papiniano, Ulpiano, Paulo o también Macrino. Por otra parte, muchos caballeros ponían el máximo celo en la obtención de los puestos elevados del servicio imperial, ya que éstos, amén de prestigio social y elevados sueldos, proporcionaban cada vez más y más poder. La promoción de tal círculo de personas iba también en interés del cesar, en razón, por un lado, de la multiplicación de tareas en la defensa y en la administración del imperio, y en vista, por otro lado, a ganarse en las convulsiones políticas de esta centuria un apoyo de partidarios leales a base de una nobleza de espada o de toga. Esta tendencia se hizo explícita ya bajo Septimio Severo, soberano que no transfirió las tres nuevas legiones puestas entonces en pie a legados senatoriales sino a prefectos ecuestres, y alcanzó su momento culminante con la reforma de Galieno[185].

Al acrecerse considerablemente para el estado romano la necesidad de oficiales y funcionarios competentes, se elevó también el número de caballeros. A partir de Septimio Severo, los centuriones e incluso los principales (soldados liberados del servicio militar con misiones especiales, con frecuencia en la administración) pudieron alcanzar más fácil y regularamente que antes el rango ecuestre. En el militar la pertenencia al ordo equester era a menudo de hecho hereditaria, ya que los hijos de los centuriones ecuestres se veían incluidos en ese estamento. Lo mucho que se incrementó la necesidad de personal en la alta administración es algo que se evidencia perfectísimamente en el aumento de las procúratelas: con Augusto había poco más de 20 puestos de procuradores, con Trajano ya más de 80, bajo Antonino Pío por encima de los 100, en tiempo de Marco Aurelio unos 125, con Septimio Severo ya más de 170 y bajo Filipo sobre los 180. Dado que entre los caballeros especialmente los soldados provenían con gran frecuencia de las provincias, sobre todo de las provincias militares de la frontera, el número de provinciales dentro del ordo equester ascendió aún más acusadamente que en el siglo II; entre los provinciales eran principalmente habitantes de las provincias orientales, del norte de África, aunque también de los países danubianos, quienes estaban mejor representados que antes. Debido al ascenso de tantos soldados de baja extracción hasta el estamento ecuestre se produjo en su seno una sensible reestratificación social, tanto más apreciable cuanto que el nivel educativo de estos antiguos soldados rasos de las provincias era a menudo bajo; Maximino Trax, por poner un ejemplo, pasaba por ser un «medio bárbaro» primitivo. Pero una «barbarización» del conjunto del orden ecuestre no se operó en absoluto, y la razón de ello no estribó en que en el siglo II aún quedaban entre los caballeros numerosos representantes de las provincias fuertemente romanizadas, así como itálicos; lo que sucedía, en realidad, era que esos oficiales a menudo poco cultivados se esforzaban al máximo por hacer suyos los ideales romanos; incluso vivían convencidos de que ellos eran los auténticos sucesores de los grandes romanos del pasado — caso de los panonios, de quienes se decía a finales del siglo III que su tierra natal, por su virtus, se hacía tan merecedora de ser señora de los pueblos como lo era Italia por su vieja gloria[186].

La situación económica de estos caballeros tan activos militar y políticamente era en la mayor parte de los casos realmente buena; muchos de ellos venían de familias hacendadas y la mayoría invertía sus elevados sueldos en bienes raíces Su prestigio y su conciencia de identidiad, en correspondencia con su creciente poder, se fortalecieron considerablemente. Su lugar jerárquico siguió siendo el de «segundo rango» entre los privilegiados (Dio 52, 19,4), pero era significativo el que los escalones más elevados del rango ecuestre quedasen unidos desde Marco Aurelio a títulos tan flamantes como los del estamento senatorial: los prefectos del pretorio eran eminentisstmi, los procuradores más encumbrados, perfectissimi, los integrantes del grupo de procuradores de rango inmediatamente inferior, egregii[187]. Qué pensaban de sí mismos y de su orden estos caballeros triunfadores, y cómo eran vistos por los demás, puede inferirse de lo que sus contemporáneos —con excepción del orden senatorial— opinaban acerca de los méritos personales de los juristas y especialmente de los oficiales del ejército. Herodiano puso en boca del emperador Macrino las palabras de que su elevación al trono desde el orden ecuestre estaba totalmente justificada, puesto que la mejor cualificación no consistía en el nacimiento noble ni en la fortuna, que también podían hallarse entre quienes eran indignos de tales, sino en los merecimientos de la persona (5,1,5 s.). En el año 291 Mamertino escribía de Diocleciano y de su corregente Maximiano algo que sin duda muchos soldados de las provincias fronterizas gustaban de oír: «Vosotros no habéis nacido ni os habéis educado en una parte de la tierra tranquila y corrompida por los placeres, sino en esas provincias a las que la vida de frontera, enfrentada a un enemigo muy debilitado, aunque inmersa en un permanente estado de guerra, ha habituado de manera infatigable al trabajo y al sufrimiento, donde la vida entera es servicio militar, donde incluso las mujeres son más fuertes que los hombres de otros pueblos» (Paneg. 3,3,9).

No todo el orden ecuestre, ni mucho menos, se vio inmerso en este proceso evolutivo. Había también en el siglo III muchos caballeros que debían su adscripción al ordo equester únicamente a sus bienes de fortuna en tierras y que pertenecían a la capa alta local de una ciudad, como es el caso de un Aurelio Vetiano en Aquincum, possessor en las cercanías de la ciudad junto con varios decuriones más (ILS 7127). Las diferencias sociales entre los caballeros comprometidos política o militarmente y los otros corrientes eran mucho más grandes en el siglo III que en tiempos del Principado, y paulatinamente terminaron en una suerte de bipartición del orden ecuestre: mientras que un grupo numéricamente más pequeño de los caballeros se convertía en la capa alta más poderosa del estado romano, los caballeros normales pasaban a compartir la suerte del decurionado y se hundían con éste hasta el nivel de un estrato social ciertamente privilegiado y hasta relativamente acomodado, pero también presionado muchas veces al máximo por el estado.

En el ordo decurionum de las ciudades hubo también en el siglo III hombres acaudalados y muy acreditados. Alguien así fue, por ejemplo, Tito Senio Solemne, conocido por el «Mármol de Thorigny», de la Galia Lugdunense, cuatro veces seguidas primer magistrado en la comunidad de los Viducasios, en tiempos de los Severos[188]. El solo podía aportar 332.000 sestercios para la financiación de los juegos gladiatorios; por su autoridad entre sus paisanos se distinguió en el consejo de la Galia y se ganó incluso la amistad de los gobernadores, que lo tenían entre los boni viri, ensalzaban sus honesti mores y le mandaban preciados regalos. La mayoría de los decuriones, no obstante, gozaban de una posición decididamente menos acomodada. Tal hecho radicaba, ante todo, en las debilidades económicas comunes a la generalidad de las ciudades, que afectaban igualmente a sus capas altas. Dado que numerosos decuriones se habían lucrado no sólo con la propiedad agraria, sino también con la artesanía y el comercio, para ellos constituyó un duro golpe especialmente el retroceso de estos sectores económicos. Entre los decuriones había también artesanos y gente de comercio bien situados, lo más frecuentemente en tiempo de los Severos, por ejemplo, en las ciudades del limes danubiano, en las que aparecieron por aquellas fechas numerosos comerciantes sirios y minorasiáticos, impulsando aquí el florecimiento pasajero de estos centros urbanos; tales individuos fueron con frecuencia aceptados en el orden local, como en Aquincum o Brigetio. Sin embargo, más aún que en el Alto Imperio, el tipo de decurión más extendido era el del hacendado con propiedades en el territorio de las ciudades, caso de los possessores en torno a Aquincum (ILS 7127). Muchos de estos decuriones procuraban retirarse de las ciudades a sus fincas en el campo, en donde con frecuencia poseían villas; en tal sentido es significativo el hecho de que, por ejemplo, en las provincias septentrionales del imperio numerosas villas surgieron ahora, en la segunda mitad del siglo II y comienzos del III. La carencia de fuerza de trabajo, las devastaciones debidas a las irrupciones bárbaras y las guerras civiles repercutieron también muy negativamente sobre la producción económica de los fundos municipales. En Nórico, v. gr., varias villas destruidas hacia mediados del siglo III no volvieron a levantarse, y en la Galia extensas superficies de tierras quedaron sin cultivar en esta segunda mitad del siglo[189].

Todavía peor para los decuriones fue el progresivo gravamen a que los sometió el estado. Los latifundistas senatoriales y los grupos rectores del elemento ecuestre gozaban de amplios privilegios económicos y por razones políticas fueron tratados con bastante tacto por los emperadores; la población inferior de las ciudades y del campo era tan pobre que poco podía sacarse de ella. Así pues, era el orden decurional de las ciudades la capa social cuya capacidad financiera resultaba de capital importancia para los crecientes gastos del estado romano. Tras un incremento ya en el siglo III de las cargas y obligaciones de los decuriones destinadas a cubrir los gastos de las ciudades, aquéllas conocieron una reforma que a partir de Septimio Severo las convirtió en un sistema reglamentado por el estado. A las disposiciones tomadas bajo ese emperador y sus inmediatos sucesores se retrotraía en gran parte todo lo que el derecho romano prescribía sobre las cargas (munera) de los decuriones municipales y de los titulares de las magistraturas (honores) en el Bajo Imperio (Dig. 50, 4,1 s.). Las obligaciones de los miembros del ordo decurionum, por tanto, quedaron ahora establecidas con gran exactitud; entre ellas estaban, junto con muchas otras cargas, el abastecimiento de víveres y agua a la ciudad, el arreglo de las calles, el caldeamiento de los baños públicos, la celebración de los juegos públicos o el desempeño de la actividad forense en defensa de los intereses de la comunidad[190]. La aceptación de estos compromisos dejó de hacerse sobre la anterior base de la voluntariedad: en adelante fueron repartidos por el estado, o por los gobernadores en las provincias, siguiendo reglas muy precisas. Ello suponía al propio tiempo el fin de la iniciativa particular, que tan importante papel había jugado en la vida económica de las ciudades durante el Alto Imperio. Uno no podía sustraerse a dichas obligaciones: caso, por ejemplo, de que un decurión abandonase su comunidad, el gobernador tenía entonces que encargarse de que aquél retornase y se le impusiesen los correspondientes munera.

Ni siquiera la decisión de quién, y quién no, debía ser admitido en el ordo de una ciudad quedó al arbitrio de los órganos municipales y de las personas interesadas. Todo individuo que pudiese reunir el mínimo de fortuna exigido para un censo de decurión, tenía por fuerza que abrazar dicho estado, bien por la vía de las magistraturas, bien de forma automática, y soportar las cargas aparejadas al decurionado. Ello condujo a que el rango decurional se hiciese heredable con más frecuencia que antes, ya que los hijos de los decuriones, en tanto que herederos de la fortuna familiar, tenían que ingresar forzosamente en el orden de sus padres. Esto es algo que se pone claramente de manifiesto en la lista de decuriones de Canusium del año 223, donde aparecen con frecuencia decuriones de una misma familia, como también 25 hijos de decuriones menores de edad junto a los 100 miembros ordinarios del consejo (ILS 6121). De esta manera, los que otrora fueron codiciados honores municipales —que para muchos, y principalmente para quienes deseaban medrar socialmente, podían resultar doblemente atractivos por el prestigio social y los privilegios legales inherentes al ejercicio del poder— pasaron a ser cada vez más cargos aceptados a la fuerza, que ahora no comportaban otra cosa que munera y cuyos cometidos eran mirados por los sufridos decuriones como onera invita (Dig. 50, 1,18). Las molestias (vexationes) que había de padecer el decurionado a resultas de la reglamentación burocrática de sus deberes y, sobre todo, las propias cargas financieras, habían supuesto un serio quebranto para esta capa social, antaño fuerte y segura de sí misma, hasta llevarla a la total ruina en algunas ciudades.

Prácticamente extinguido tras la época de los Antoninos hemos de considerar a otro estrato de la población, anteriormente muy bien acomodado y especialmente activo desde el punto de vista económico, el de los libertos ricos. El tipo social encarnado por un Trimalción sería impensable en las condiciones económicas de la gran crisis. Las corporaciones augustales de las colonias y municipios, que en el Alto Imperio habían reunido a los liberti acaudalados, pervivían ciertamente en el siglo III, pero entre sus miembros, que ya no eran tan a menudo manumisos, sino ingenuos, apenas quedaban elementos descollantes por su capacidad financiera. Con ello se destruía la entraña misma de una capa social antiguamente pudiente. Un destino comparable a éste aguardaba, aunque por razones totalmente distintas, a otro grupo social muy influyente y adinerado en tiempos del Principado, el de los esclavos y libertos imperiales. Bajo Cómodo y los Severos el poderío de este estrato era todavía ciertamente considerable, incluso mucho mayor que con la serie de emperadores que van de Trajano a Marco Aurelio, ya que soberanos de gobierno tan autoritario como Cómodo, Septimio Severo o Caracalla no pudieron prescindir en sus conflictos políticos con la élite del imperio de su leal personal doméstico. Bajo Heliogábalo (218222) los libertos de la corte parecían haber asumido casi la dirección del estado. Pero la evolución política subsiguiente del imperio abocó a la destrucción del poder de la familia Caesaris. Con la caída de Severo Alejandro en el año 235 tocó a su fin por una centuria la historia de las dinastías imperiales y con ella, por la continuidad de poder que representaban las familias gobernantes, uno de los presupuestos más importantes para la constitución de un personal cortesano prepotente. Los cambios de gobierno cada vez más frecuentes, que por regla general llevaban aparejado el asesinato del soberano, producían una permanente fluctuación en la composición del personal cortesano: tras el asesinato de un emperador sus servidores más fieles eran en la mayor parte de los casos los primeros en ser ejecutados. Así, por ejemplo, Caracalla mandó acuchillar a los esclavos y libertos de su hermano y corregente Geta inmediatamente después de consumada la conspiración contra éste.

A todas estas alteraciones en los escalones más elevados de la pirámide social se sumó además el cambio operado en la posición social del militar[191]. No fueron solamente los oficiales y jefes del ejército distinguidos y de rango ecuestre los que en el siglo III gozaron de una posición social encumbrada; también los soldados por debajo del rango de centurión constituían un grupo social bastante unitario, con influencia política, prestigio, privilegios y una situación económica relativamente favorecida. La elevación de su posición social se evidencia de forma absolutamente clara en el hecho de que Septimio Severo autorizó a los centuriones y principales a llevar el anillo de OÍ o y, con él, a exhibir un símbolo del status de los caballeros romanos (Herod 3,8,5); se daba así a entender que esos soldados privilegiados — que por lo general habían salido del círculo de la tropa sencilla— eran tenidos por potenciales caballeros El sentimiento de unidad entre los soldados se hizo patente de modo muy expresivo en el fenómeno, ahora más frecuente que antes, de su colegiación en asociaciones (scholae o collegia), las más de las veces según el rango; se añadían a esto los cultos comunes de los soldados, así como el orgullo de saberse parte de un ejército cuya importancia política no dejó en ningún momento de ser celebrada por la propaganda imperial, sobre todo, en las acuñaciones monetarias — con términos tales como fides exercitus. Pero esta capa social que así se configuraba comprendía asimismo grupos de población más amplios. Ante todo, fue importante el que los soldados, que previamente sólo podían vivir en concubinato con sus mujeres durante el servicio militar, quedasen autorizados a partir de Septimio Severo a casarse legalmente De ese modo, en las provincias fronterizas se fue desarrollando un estrato con identidad propia, compuesto por los soldados de los fuertes militares y por sus allegados de los alrededores más próximos Este grupo social se vio además fortalecido por el hecho de que los militares tras su licénciamiento solían permanecer en las cercanías de su lugar de servicio. Aquí pertenecían a la capa alta de los asentamientos contiguos a los fuertes de las tropas auxiliares y a la de aquellas ciudades que ya se habían desarrollado con anterioridad al lado de los campamentos de legionarios; las más de las veces, como en el caso de Aquincum y Carnuntum, eran dos asentamientos urbanos, en concreto, las antiguas canabae legionis pegadas al campamento y la «ciudad civil», algo más alejada. Un factor adicional en el fortalecimiento de esta capa vino dado por la heredabilidad del oficio militar Dado que la milicia, pese a todos sus peligros, traía consigo importantes ventajas sociales, muchos hijos de familias de soldados escogían también la profesión paterna, cosa que iba en interés del estado, pues de esta manera se aseguraba en grado óptimo la renovación permanente del ejército.

Estas ventajas sociales, al margen ya de las enormes posibilidades de ascenso personal en caso de tener aptitudes, residían fundamentalmente en los privilegios financieros y tributarios. Puesto que la autoridad del cesar dependía mucho más que en el Principado de la lealtad del ejército, hubo de pagarse por ésta un alto precio. Lo importante que era asegurarse la fidelidad de la milicia por medios financieros, podemos calibrarlo perfectamente en las famosas últimas palabras de Septimio Severo a sus hijos: «Seguid unidos, enriqueced a los soldados, y preocupaos poco de todo lo demás» (Dio 76, 15,2). Un legionario normal y corriente, que con Augusto había percibido un sueldo anual de 225 denarios y a partir de Domiciano los 300 denarios, con Septimio Severo ganaba ya 550 y desde Caracalla 750 denarios, a pesar de que los gastos de vida en este período de tiempo no se habían elevado aún considerablemente. En el momento de licenciarse el soldado o bien era provisto con tierras o bien recibía dinero, 5.000 denarios a partir de Caracalla. Todavía más importante, sin embargo, eran los donativos percibidos con los cambios de gobierno. Ya Marco Aurelio había regalado, en el año 161, 5.000 denarios a cada soldado pretoriano en Roma, y en el siglo III, cuando el cambio de gobierno, por decirlo así, estaba a la orden del día, un profesional de la milicia podía sin dificultades amasar una fortuna a base de donativos. A esto se añadía la posibilidad, sobre todo durante las guerras civiles, de hacer botín, amén de que en los peores tiempos de inflación el militar era provisto regularmente y con carácter preferente de víveres y vestido. Por consiguiente, el servicio militar constituía también para muchos soldados, que no llegaban siquiera al rango de centurión, un negocio ciertamente lleno de riesgos, pero también muy rentable; un veterano podía perfectamente disponer de un patrimonio por valor equivalente al del censo decurional, sin ser en cambio llamado por el estado a contribuir como un decurión

Alteraciones en los estratos inferiores

También las capas bajas de la población fueron alcanzadas por el proceso de reestratificación social. Las auténticas víctimas de la crisis fueron las masas trabajadoras, tanto en el campo como en la ciudad, Por más que el decurionado viviese agobiado en las ciudades, sus allegados y familiares aún podían a menudo llevar una vida del todo grata en sus villas, mientras que ellos, como honestiores que eran, siempre podían apelar a sus privilegios en caso de intrusiones o abusos por parte del elemento militar y de la burocracia estatal Por el contrario, tanto la pobreza como laapresión, dejos estratos inferiores de la población se incrementaron en escala considerable a lo largo del siglo III En el mejor de los casos, su situación se hacía algo más soportable en las zonas militares, pese a las frecuentes guerras, pues aquí se beneficiaban de sus estrechas relaciones con el ejército; en Paño nia, por ejemplo, los pequeños agricultores pudieron imponerse frente a la gran propiedad con más éxito que en África durante este mismo siglo III Pero en la mayor parte del imperio las cosas se pusieron muy mal para los componentes de los estratos humildes, sin distinciones importantes por lugar de residencia y profesión, de adscripción regional o condición jurídica esta nivelación condujo a que el amplio estrato de los humiliores adquiriese un perfil cada vez más uniforme.

Hasta qué punto vivía en la pobreza la gran masa de población, es algo que se deduce de numerosas fuentes. En tiempos de Decio un prefecto de Egipto aludía con ocasión de un pleito al empobrecimiento tanto de las ciudades como de las aldeas con posterioridad a Septimio Severo, hecho que él mencionada como cosa de todos sabida (Pap. Lond. 2565). Pero ya bajo Severo este mal había atacado igualmente a diferentes grupos de la población, v. gr., a los esclavos y a los campesinos nominalmente libres. Bulla, un jefe de bandidos en Italia, manifestó abiertamente que los esclavos huían de sus amos y se reunían en bandas de salteadores, porque no eran alimentados por sus dueños; hasta libertos imperiales mal pagados llegaron a unirse a estas gavillas (Dio 76,10,5). Por la misma época, propietarios de tierras en Egipto escribían al emperador diciendo que en el distrito de Oxirrinco aldeas enteras estaban amenazadas de quedar despobladas, ya que las cargas tributarias arruinaban a sus moradores (Pap. Oxy. 705). Con el agudizamiento de la crisis económica y financiera posterior a los Severos la situación se hizo peor. A través de la tarifa máxima de los precios y salarios del año 301 nos es dado calibrar cómo vivían las capas más pobres de la población, incluso después de las medidas de estabilización dictadas por Diocleciano[192]. Entonces, una libra de carne, por ej., costaba, según la calidad, de 6 a 20 denarios; un sextario (0,547 litros) de vino, de 8 a 30 denarios; un sextario de aceite, entre 8 y 40 denarios; un par de zapatos, de 50 a 120 denarios. Frente a esto, un simple trabajador agrícola percibía diariamente 25 denarios más una ración de alimento para él; un carpintero ganaba 50 denarios. Por tanto, una familia con hijos, que de un sueldo así había de financiar alquiler, vestido y comida, amén de pagar unos elevados impuestos, no contaba con mucho más que para cubrir el mínimo de subsistencia.

Igualmente dura era la presión sin contemplaciones y a menudo brutal que había de emplearse para asegurar las prestaciones en trabajo y los impuestos, y que inexorablemente afligía a la mayoría de los grupos sociales de la población baja. A tal fin el estado tenía en funcionamiento un aparato de fuerzas de seguridad y funcionarios. Los habitantes de las ciudades y aldeas se quejaban una y otra vez de los abusos de ese aparato. Así, por ejemplo, los colonos del Saltus Burunitanus en África pidieron al soberano que regulase las obligaciones laborales aumentadas arbitrariamente por los grandes arrendatarios de los dominios imperiales y que para ello las ajustase de nuevo a las directrices marcadas por un antiguo decreto imperial; es revelador el hecho de que el arrendatario llegase incluso a mandar soldados contra los colonos, contra los que practicaban detenciones y a los que en numerosos casos llegaban a golpear (ILS 6870). En el siglo III sucesos como éstos estaban a la orden del día, entre otros sitios, en Asia Menor, donde se han conservado numerosos escritos de súplica y queja contra las actuaciones violentas de los funcionarios y las fuerzas de policía; en uno de tales documentos de Asia se protesta de que los representantes del poder estatal habían llegado incluso a despojar a ciertos lugareños de sus medios de primerísima necesidad[193]. Dureza suficiente la tenían ya aquellas medidas que sintonizaban plenamente con las leyes y los decretos emitidos por el emperador. El poder del estado era omnipresente. También las mascas urbanas, en especial los artesanos y mercaderes, se vieron afectados; al igual que los miembros del estrato alto de las ciudades, agrupados en el orden decurional, también ellos fueron constreñidos a asociarse en collegia, con el objeto de controlar y dirigir su actividad. Ya un rescripto de Septimio Severo sobre un colegio de artesanos en Solva, en la provincia de Nórico, prueba con toda claridad en qué sentido estaba interesado el estado en todo ello: los pobres debían desarrollar una actividad de utilidad pública, a cambio de lo cual eran liberados de las cargas comunitarias; sin embargo, aquel de entre los miembros de un colegio que estuviese en una situación financiera mejor o que se hubiese librado del trabajo artesanal, había de ser gravado con los munera públicos, del mismo modo que los decuriones[194].

Esta nivelación de las posiciones sociales en el seno de las capas inferiores trajo consigo importantes consecuencias. El ser o no ser libre personalmente según los viejos criterios no contaba ya como factor decisivo de dependencia social. Esta evolución se vio además acelerada por el hecho de que la cifra de los esclavos y, consiguientemente, también la de los libertos, conocieron una considerable reducción en el siglo III. Las razones de esto residían, por un lado, en las grandes dificultades para el mantenimiento de las reservas de esclavos. Por otro lado, bajo las nuevas condiciones económicas la hasta ahora siempre lucrativa explotación de esclavos y libertos se mostró no rentable: eran cada vez más restringidos los círculos que se podían permitir pagar el precio de compra por un esclavo, mientras que los vernae o los adquiridos siendo niños debían al principio ser alimentados y educados durante largo tiempo sin contrapartida alguna, para que sólo mucho más tarde la inversión resultase rentable. La esclavitud, sin embargo, no desapareció en absoluto; las diferencias jurídicas tradicionales entre esclavos, libertos y libres se mantuvieron en vigor y quedaron recogidas con toda precisión en el Derecho Romano. Pero, paralelamente, el desarrollo jurídico siguió las nuevas formas de dependencia. Las normas de carácter uniformador, incluyendo a los humiliores de las ciudades en los collegia, evidencian tales transformaciones: a partir de la plebe urbana se fue formando una capa social considerablemente unitaria.

Este cambio se deja ver con toda claridad en las leyes y disposiciones que regulaban la situación de los colonos. La decadencia de muchas fincas agrícolas pequeñas y medianas en el curso de la crisis económica del siglo III condujo inexorablemente a la concentración de la propiedad fundiaria en pocas manos, y la extensión de la economía del latifundio produjo en la mayor parte del imperio una expansión del sistema de colonato: los grandes hacendados no podían prescindir de la masa de fuerza de trabajo dependiente y dado que ya no había ni llegaban nuevas reservas de esclavos, la institución del colonato pareció la forma de explotación más adecuada. Una gran parte de las disposiciones del Derecho Romano que se refieren a los colonos, procede significativamente de esta tercera centuria. Se estableció así la forma en virtud de la cual un propietario de tierras y un colonus habían de cerrar un contrato (locatio, conductio); de acuerdo con ello, el propietario arrendaba la correspondiente parcela de tierra por cinco años, al tiempo que el colonus se comprometía al pago anual de una suma de dinero. Con todo, ya en el siglo III se dio con frecuencia la perpetua condueño, es decir, la sujeción de por vida del arrendatario al trozo de tierra cedido. En vista de la presión fiscal y de las devastaciones, muchos colonos no estaban por lo general en situación de cumplir con sus obligaciones financieras anuales; estos arrendatarios endeudados fueron entonces retenidos —a menudo por la violencia— en la finca por los hacendados como fuerza de trabajo barata. De esta forma, surgió en el campo una capa de población poHre y con frecuencia brutalmente oprimida, que estaba sujeta a los estratos altos de la sociedad según unos mismos criterios y que, por consiguiente, presentaba una gran homogeneidad[195].

El cambio de estructura

Las alteraciones en la composición y en la situación tanto de los estratos altos como bajos de la población tuvieron consecuencias muy significativas para la estructura en su conjunto de la sociedad romana, Al ser total la crisis del siglo III, tuvo en el entramado social del Imperium Romanum una repercusión decisivamente más honda que, pongamos por caso, la crisis de la república romana. El orden social tradicional se desintegró y un nuevo orden fue conformándose paulatinamente; el cambio, como era de esperar en la evolución social de una época de crisis, estuvo lleno de contradicciones.

Digno de nota es, ante todo, el modo en que se produjo el cambio en los fundamentos de la estratificación social. Poder, riqueza, prestigio y adscripción a un orden rector ya no iban tan íntimamente unidos como en tiempos del Alto Imperio. En toda la historia romana anterior habría sido inconcebible que una nobleza agraciada con prestigio y riqueza no constituyese al mismo tiempo la capa alta políticamente más poderosa, investida de las funciones estatales superiores; la historia del estamento senatorial durante el siglo III demostraría lo contrario. Igual de interesante es la transformación de los privilegios tradicionales en cargas sociales: el hecho de que los honores urbanos, antes tan atractivos para muchos, se convirtieran en un pesado gravamen, entraba en contradicción con el antiguo orden social, como también lo hacía la tendencia del estado a reclutar por la fuerza a los miembros del antaño acreditado orden decurional.

Simultáneamente, la relación entre el origen de la persona y el principio del mérito sufrió modificaciones. El nacimiento noble siguió siendo algo particularmente apreciado por muchos, pero cosas como la lealtad política, la formación jurídica y especialmente los servicios militares ocupaban ahora un lugar más señalado que antes. Tampoco el advenedizo debía ya, como precedentemente, esforzarse por todos los medios en verse integrado en la aristocracia de sangre. Criterios jurídicos clásicos como los de derecho de ciudadanía y libertad perdieron su decisiva importancia, al igual que las ventajas que se deducían previamente de un origen italiano o de una provincia fuertemente urbanizada. Sintomáticamente, la mayoría de los emperadores procedían de la periferia del territorio romano. Macrino era de Mauritania; Heliogábalo y Severo Alejandro venían de Siria; los Gordianos, de Capadocia; Filipo, de Arabia. Con todo, era de los países del Danubio, cuyas ciudades militares constituían los grupos de ejército más potentes y prestigiosos, de donde provenía la mayor parte de los emperadores-soldados, caso de Maximino, Decio, Claudio II, Aureliano, Probo, así como Diocleciano, Maximiano y los cesares impuestos por ellos, Constancio y Galerio. Con razón hacía observar Aurelio Víctor a propósito de los cuatro primeros monarcas: «Todos ellos tenían su patria de origen en el Ilírico; aunque poco cultivados, se habían formado lo suficiente en las miserias de la vida rústica y de la milicia, y resultaron excelentes emperadores para Roma» (Caes. 39,26). Todas estas alteraciones condujeron a la relajación de la vieja jerarquía social. Dión Casio se exasperaba al recordar que antiguos bailadores podían ahora alcanzar altos comandos de armas (78, 21,2), que los centuriones y los hijos de médicos ascendían a legados de legión (80, 7,1 s.). Pero nada prueba de forma tan palmaria la invalidez de los principios jerárquicos anteriormente tenidos por indiscutibles, como la respuesta dada por el jefe de bandidos Bulla al prefecto del pretorio Papiniano, quien le había preguntado por qué se había hecho salteador: «¿Y por qué eres tú prefecto?» (76, 10,7).

La pirámide social se dividía de diferente manera a como lo hacía antes. En tiempos del Principado los estratos superiores, prescindiendo de los libertos ricos y del personal cortesano, estaban compuestos por los estamentos senatorial y ecuestre, así como por el de decuriones de las ciudades, con más o menos variaciones y grados en cuanto a función, fortuna y renombre. En el nuevo orden social la división de los estratos superiores carecía de homogeneidad y presentaba rasgos contradictorios. Había un orden senatorial muy acaudalado y prestigioso, si bien ampliamente privado de poder; había un orden ecuestre, cuya capa dirigente se caracterizaba, sobre todo, por su enorme poder y cuyos miembros corrientes apenas si se distinguían del decurionado local; este último, en virtud de su patrimonio y de su prestigio, pertenecía a las capas altas, pero por las cargas a que estaba ahora sometido, acusaba rasgos de grupo social oprimido, contrariamente a tiempos precedentes. A éstos se agregaban los soldados junto con sus allegados, quienes, ante todo por la posición de poder del ejército, aunque también por su situación económica relativamente favorecida y sus privilegios jurídicos, se contaban también entre los estratos elevados de la población. Ellos constituían incluso un estrato que, debido a sus prerrogativas e identidad de funciones, así como a la conciencia corporativista de sus integrantes, se organizaba casi como un orden. Con ello, las diferencias entre los honestiores, pese a compartir muchos privilegios resultaban en el siglo III considerablemente más fuertes que en el Alto Imperio.

Las disimilitudes en el status de los distintos grupos de humiliores, contrariamente a lo acaecido entre los estratos superiores, se hicieron cada vez más pequeñas. Como consecuencia del creciente gravamen financiero y de la simultánea y progresiva opresión política de todos los grupos bajos de población, esa evolución se hizo imparable.

Poco cambiaban aquí las cosas las diferencias que persistían en la historia de las distintas partes del imperio, lo mismo que entre cada una de las profesiones; aquellas ventajas sociales, por ejemplo, que poseyeran las masas en las ciudades durante el Alto Imperio, se extinguieron en gran medida.

Así pues, lo que mejor caracterizaría al cambio de estructura en la sociedad romana durante la crisis del siglo III sería esa desigual evolución que tocó vivir a los honestiores y a los humiliores. La disolución del orden social romano tradicional se produjo de suerte y manera contradictorias: la alta sociedad se desintegró en capas muy diversamente estructuradas, mientras que los estratos inferiores desarrollaron una estructura cada vez más unitaria. Por consiguiente, tampoco en esta centuria las capas altas de la sociedad romana conocieron una evolución que hiciera de ellas una «clase»: su único rasgo verdaderamente común era el disponer de bienes raíces, mientras que todo lo demás las separaba — incluidas sus relaciones con el proceso de producción, toda vez que los soldados, por lo general, y las familias de decuriones, al menos con cierta frecuencia, cultivaban por sí mismos sus tierras (o eventualmente acompañados de peones agrícolas dependientes). Los humiliores, por el contrario, mostraban ahora una serie de rasgos que, más que en el Alto Imperio, podrían dar pábulo a hablar de una «clase». Con todo, y pese a su misma situación de productores y de trabajadores dependientes, en un punto decisivo acusaban una gran mezcla de condiciones: una parte de ellos, como los colonos, en tanto que arrendatarios, y el artesanado, seguía disponiendo de sus medios de producción, lo que no se podría decir de otros, caso de los campesinos muy pobres, que debían ganarse la vida como trabajadores asalariados y temporeros.

El desarrollo contradictorio de la sociedad romana durante la crisis no quedó sin consecuencias: las tensiones sociales se agudizaron, nuevos conflictos vieron la luz, y una y otra vez se llegó al estallido de enfrentamientos sociales abiertos, que ya no eran dirimibles por medios pacíficos, sino únicamente a fuerza de extrema violencia, al igual que en la República tardía. En consonancia con la dimensión múltiple de la crisis y las transformaciones sociales operadas, tales conflictos revistieron formas muy variadas: tuvieron lugar, de un lado, en el seno de las capas altas y, de otro, entre los distintos gruposde los estratos inferiores y los detentadores del poder; resultó, así, que en numerosas ciudades el orden senatorial y el ecuestre se vieron tan afectados por la nueva coyuntura como las masas oprimidas del campo y la ciudad. Una característica común unía a estas confrontaciones: el principal enemigo para todos los grupos mencionados era el nuevo estrato dominante, que estaba formado por los oficiales ecuestres y por los funcionarios de la administración, así como por el elemento militar, y tenía su representación institucional por antonomasia en los emperadores autoritarios de tiempos del Dominado, quienes en su mayoría habían ascendido desde dicho estrato y a él debían su poder. Cuan odioso podía resultar un emperador romano durante el siglo III para la gran masa de la población, desde los senadores hasta la plebe urbana y los sencillos labradores, es cosa que se trasluce perfectamente del relato de Herodiano sobre el gobierno despótico de Maximino Trax (7,3,1 s.): era de los que oprimía a los senadores y a los ricos, pero también a los habitantes de las ciudades y a las poblaciones de las provincias; un sentimiento de ira se hizo presa de todo el imperio y todos empezaron a invocar a los dioses vengadores, hasta que finalmente, por el pretexto más insignificante, estalló abiertamente la revuelta.

El estamento senatorial no se resignó en absoluto a su pérdida de poder en los primeros decenios después de Marco Aurelio, si bien era demasiado débil para enfrentarse abiertamente. Consiguientemente, su resistencia contra la monarquía imperial autoritaria se redujo, básicamente, a urdir conspiraciones, con el fin de poner en el trono a un emperador del que cabía esperarse un retorno al viejo ideal de gobierno. Bajo el mandato de Cómodo se hicieron repetidos esfuerzos en tal sentido, hasta que en la persona de Pértinax subió al trono un emperador a gusto de los senadores, si bien resulta significativo el hecho de que este gobernante realmente popular entre la población civil y también entre los ejércitos provinciales fuese derribado por la guardia pretoriana al cabo sólo de tres meses. Tampoco sirvió de nada al orden senatorial el que sus círculos conservadores apoyasen en los momentos de anarquía política intensa a los gobernantes o pretendientes al trono más débiles, como en los casos de Clodio Albino frente a Septimio Severo, de Geta contra su hermano Caracalla; la venganza de los vencedores acababa siempre por socavar aún más la posición de poder del senado. Unicamente en el año 238 tuvieron éxito el levantamiento y la acción bélica de dicha cámara contra Maximino Trax, pero sólo porque en Roma el pueblo abrazó el partido del senado contra el imperio de los militares (Herod. 7, 7,1 s. y 7, 11,1. s.), y porque la resistencia contra el cesar también prendió entre la población de las provincias y de Italia[196].

Aún mayor tuvo que ser el descontento entre muchos decuriones por el nuevo estado de cosas, que les obligaba, contrariamente al orden senatorial, a fuertes sacrificios financieros. Dicho con toda claridad, los decuriones de una ciudad nada podían hacer contra el aparato militar y funcionarial del estado. Y ello es tanto más significativo cuanto que en el año 238 algunos integrantes de las élites municipales escogieron, pese a todo, el camino a la desesperada de la insurrección. La resistencia abierta contra Maximino Trax estalló primero en la africana Thysdrus, donde los hacendados urbanos de los alrededores de Cartago, junto con sus partidarios, dieron muerte a un procurador del emperador y proclamaron al procónsul de África, Gordiano, como nuevo cesar (Herod. 7,4,1 s.). Al movimiento se unió también la población baja de las ciudades y del campo en la provincia de África, pero fue brutalmente sofocado por el ejército de la vecina provincia de Numidia y la represión, de la que fueron principales víctimas las capas rectoras municipales, no se detuvo tampoco ante los estratos bajos de la población (Herod. 7,9,1 s.).

La alianza en África de los decuriones y de las masas populares, tanto urbanas como campesinas, prueba ya hasta qué punto debían de estar insatisfechas las capas inferiores con el sistema de dominio imperante. La plebe de las ciudades, obligada en el marco de los colegios a prestaciones laborales contra su voluntad y sometida al pago de impuestos con una mínima formación de capital, amén de que en los tiempos de la crisis económica general estaba mal aprovisionada, se amotinó una y otra vez desde finales del siglo II[197]. Bajo Cómodo la escasez de cereales en Roma condujo a una guerra civil en toda regla entre el pueblo y la guarnición[198], y las manifestaciones políticas más encendidas contra el régimen existente, como la del 193 contra Didio Juliano, se repitieron también más tarde. En el año 238 se llegó a un auténtico levantamiento popular contra la guardia pretoriana; con Aureliano hubo disturbios entre los trabajadores de las cecas imperiales, en los que según Aurelio Víctor (Caes. 35,6) participaron 7.000 insurrectos. Parecida era también la animadversión de las gentes sencillas de muchas ciudades contra la monarquía imperial y su aparato de poder, tanto más cuanto que en las provincias aquéllas habían de sufrir con más frecuencia que en Roma los males de la dominación militar; la matanza que un Car acalla organizó en Alejandría o la fama de Maximiano, ante cuyo ejército se fugó la población de Emona hasta el último hombre (Herod. 8, 1,4), exacerbaron al máximo los sentimientos de odio. También la hostilidad de las tropas contra la plebe era cosa manifiesta; Herodiano la puso claramente de manifiesto al poner en boca de Maximino Trax la afirmación de que el pueblo en Roma sólo era capaz de dar gritos y que a la vista de dos o tres hombres armados le invadía el pánico (7, 8,6).

Todavía peor era muchas veces la situación de las capas de población en el agro, puesto que aquí la protección que éstas podían hallar frente a la opresión y la violencia era escasísima. Al iniciar Maximino Trax su marcha contra Italia en el año 238, sintomáticamente toda la población rural de los alrededores huyó también hacia Aquileia, el punto de apoyo más importante de los insurrectos, pues nada bueno cabía esperar de los soldados (Herod. 8,2,4). Los colonos endeudados y también los esclavos se daban a la fuga repetidamente; el Derecho Romano hubo de ocuparse permanentemente de este problema a partir de la segunda mitad del siglo II. Estos fugitivi, aunque también las gentes escapadas de las ciudades y los desertores del ejército, se agavillaban con frecuencia en bandas de salteadores; tales latrones constituyeron una amenaza tan seria para la seguridad pública desde fines de la segunda centuria, que contra ellos, como señala Tertuliano (Apol. 2,8), hubieron de reclutarse en todas las provincias fuerzas de seguridad. En muchos casos, de movimientos como éstos surgieron levantamientos en toda regla. Ya con Marco Aurelio se produjo en Egipto una revuelta de pastores (boukoloi); bajo Cómodo, Roma tuvo que sostener una seria guerra contra las masas de prófugos del ejército y de campesinos sublevados (bellum desertorum). En la segunda mitad del siglo III las provincias galas se vieron inundadas por el movimiento de los Bagaudae («los luchadores»), en el que tomaron parte amplios grupos de campesinos independientes, colonos fugitivos y ladrones. Aunque Maximino lograra vencerlos en una campaña, tanto en la Galia como más tarde en Hispania estas revueltas se reprodujeron reiteradamente[199].

Los acontecimientos del año 238, en particular, evidenciaron que el sistema de dominio del siglo III, sobre todo cuando se expresaba en una forma tan extrema como la encarnada por Maximino Trax, suscitaba el rechazo y la resistencia por igual entre el orden senatorial, los decuriones y las masas populares del campo y la ciudad Pero justamente la composición de esta coalición hizo imposible que cristalizase a partir de ella un movimiento revolucionario unitario de los oprimidos. Mientras se tratara de defenderse contra el imperio de la milicia y de la burocracia estatal, los objetivos de los distintos grupos afectados eran coincidentes. Pero, por lo demás, como era natural, los intereses eran muy diferentes. Tal cosa se puso de manifiesto con toda claridad en el propio año del 238. La masa urbana de Roma se alzó junto con los senadores contra Maximino, pero rechazó airadamente a los emperadores colocados por el senado, Pupieno y Balbino, y consiguió la proclamación de un tercero, la de aquel que gozaba de más popularidad como nieto que era de Gordiano (Herod. 7, 10,5 s.); cuando posteriormente Pupieno y Balbino fueron asesinados por la guardia pretoriana amotinada, el pueblo se mantuvo en calma. Ya sólo por estas diferencias de intereses, los movimientos sociales ahora nacientes nada podían conseguir contra el nuevo sistema de dominio. Prescindiendo de esto, toda resistencia resultaba prácticamente inútil, por el hecho de que la milicia era el factor de poder decisivo. La represión sangrienta de la revuelta africana contra Maximino con el envío de una legión puso claramente de relieve la fuerza del ejército. Si Maximino cayó durante el asedio de Aquileia, no se debió a otra cosa que al descontento de sus propios soldados, que le dieron muerte. El sistema de dominio, no obstante, permaneció inalterado, al igual que tras todas las demás revueltas del ejército, en el curso de las cuales sólo se trocaba la persona del emperador, pero no los fundamentos mismos del régimen.

Sucedía así que los problemas sociales no hallaban solución a través de estos conflictos abiertos y declarados, sino que incluso se veían agudizados con ellos; lo que, en realidad, consiguieron fue acelerar más aún el proceso de transformación del orden social tradicional. Tampoco la permeabilidad del nuevo modelo de sociedad en formadon pudo aliviar las tensiones[200]. Antes bien, es una de las contradicciones dignas de nota en el cambio social de la gran crisis el que la movilidad interna de la sociedad romana, que tanto había contribuido en el Principado a la reducción de los conflictos y tensiones, diese lugar durante el siglo III a nuevos campos de rozamiento. Hasta ahora, para la población de las zonas periféricas del Imperium, en las que se reclutaba en su mayor parte el ejército romano, apenas se habían dejado entrever posibilidades de ascenso social a través del servicio militar; la trayectoria vital de la mayoría de los soldados-emperadores, que no pocas veces provenían de ambientes muy humildes, como, por ejemplo, Maximino Trax o Galerio, demostraba con toda claridad ese cambio. Asimismo, las personas capacitadas y ambiciosas de bajo nacimiento, que dispusiesen de un cierto nivel educativo, tenían enormes posibilidades de medrar socialmente en la burocracia imperial. Pero la gran masa de la población podía sacar un menor partido que en el Alto Imperio a las expectativas de ascenso social. La biografía del trabajador agrícola de Mactar, llegado a la más alta magistratura ciudadana (p. 204), no era el caso corriente; antes bien, debieron de ser realmente reducidas las posibilidades de ascender socialmente para los decuriones, los miembros de los colegios ciudadanos y los colonos, que se hallaban atados a sus funciones por una rígida reglamentación. El nacimiento de nuevas fortunas apenas resultaba posible en el caso de estas capas de la población, pues la riqueza adquirida había de ser entregada en seguida al estado en forma de impuestos. Se añadía a esto el que las probabilidades de descender socialmente, contrariamente a la época del Principado, aumentaron de forma extraordinaria a causa de las guerras, las dificultades económicas y la represión política. Como Herodiano hacía notar acertadamente a propósito del período de gobierno de Maximino, uno podía encontrarse todos los días con hombres pobres que el día anterior aún se hallaban en la riqueza (7, 3,3).

Por último, llena de contradicciones estaba también la evolución de aquellas fuerzas políticas y sociales que debían mantener cohesionada a la sociedad romana. La monarquía imperial se trocó en un despotismo[201]. No sólo su aparato cfeoder viose agrandado sino que también se alteró el concepto de soberano: mientras que Augusto había sido el «primero» entre los ciudadanos y el «padre» del pueblo, a partir de Septimio Severo el emperador romano reivindicó oficialmente el título de dominus, teniéndose así por un «señor» sobre sus subditos, como lo era un señor cualquiera sobre sus esclavos; desde los Severos exigió regularmente del ejército y de los municipios una declaración oficial de adhesión a la devotio, a la devoción en cuerpo y alma a su persona; de Aureliano en adelante reclamó abiertamente y sin rodeos la adoración como dios. Pero, al mismo tiempo, el poder de cada emperador aparecía ahora más inestable que nunca; ellos eran Juguetes de su propio aparato de poder y cualquiera que llegaba al trono debía estar preparado para un final violento. Sucedía así que la monarquía imperial era realmente lo suficientemente fuerte como para reprimir los movimientos sociales y las revueltas con su aparato de poder, pero no, en cambio, como para ofrecer un marco político consolidado, en el que amplios grupos sociales fuesen ganados para el sostenimiento del orden establecido, tal como había acontecido durante el Principado.

Lo primero en ser rechazado durante la gran crisis fue el antiguo sistema de valores y referencias: el tradicionalismo, la ética política y el culto al emperador ya no bastaban para infundir ánimo y orientación moral a una sociedad atormentada por la pobreza, las guerras y no poco, también, por el propio sistema estatal. Las religiones mistéricas orientales y el cristianismo, en cambio, no sólo prometían consuelo y salvación, sino que también satisfacían necesidades teológicas, morales y litúrgicas decididamente más profundas; el cristianismo, además, al igual que la filosofía pagana, estaba en condiciones de explicar las causas de todos los males mediante una teoría sistemática. Así crecieron día a día los prosélitos de estas corrientes espirituales. El militar, significativamente, se vinculó principalmente al culto a Mitra, que como dios solar invicto encarnaba el ideal de la soldadesca; grupos más amplios de la población, sobre todo en Oriente y África, se adhirieron al cristianismo; los senadores, como estrato culto que eran, se entregaron en muchos casos a la filosofía neoplatónica. Desde el agudizamiento de la crisis a mediados del siglo III el avance victorioso del cristianismo fue un hecho innegable, y el atractivo de esta religión para la sociedad del Imperium Romanum se puso de manifiesto no sólo en su expansión por todo el territorio, sino también en su capacidad de dirigirse a un mismo tiempo a las capas sociales más diversas y en casos particulares también a los integrantes de la élite dirigente. El estado romano hubo de reaccionar ante este desarrollo. Lo hizo intentando revivir de nuevo el mos maiorum con todas sus implicaciones religiosas y éticas, así como el culto al emperador, inseparable ya de aquél; y no le faltó éxito del todo, sobre todo entre el ejército. Todo lo que en las nuevas corrientes espirituales era conciliable con esa tradición, como la religión de Mitra, fue estimulado, mientras que lo que parecía estar en contradicción con ella, como el cristianismo, fue reprimido con la brutalidad que caracterizaba al nuevo sistema de dominación[202].

Esto significaba que la sociedad romana durante la crisis del siglo III se cuarteaba también ideológicamente en dos frentes contrapuestos. Además, los círculos políticamente decisorios de la sociedad, o sea, los emperadores, las personas clave de la administración y los oficiales del ejército, con su mentalidad conservadora se aferraban a un sistema de valores anticuado, que no era otro que el de un orden social y estatal que ellos mismos habían destruido. Esta contradicción saltaba a la vista, pero no fue reconocida: los emperadores del siglo III no deseaban cambiar el mundo romano, sino que por el contrario estaban convencidos de que sus medidas de fuerza eran las necesarias y las llamadas a tener éxito en la restauración de un viejo orden digno de todo crédito. La «reforma» significaba para ellos reformare el Imperio ad antiquam firmitatem y adpristinam gloriam[203], y el único programa político del siglo III que nos es conocido íntegramente, el que Dión Casio nos reporta en el fingido discurso de Mecenas ante Augusto, no es otra cosa que una exhortación a volver a los ideales del tiempo de los Antoninos. Durante el siglo III esta actitud conservadora de los emperadores era algo acorde con los tiempos que corrían; con ella se podía avivar la conciencia de los puntales más firmes del régimen, y particularmente de los soldados, en el sentido de que ellos eran los salvadores del imperio romano en los momentos de crisis. Pero a la gran masa de la población esta ideología no le decía absolutamente nada, y sobre esa base ya no era posible dar con una solución duradera. Fue así como de la crisis del siglo III salió una sociedad romana profundamente perturbada y alterada en sus fundamentos. Ante todo, se puso de manifiesto que ya no era posible mantener cohesionadas, como en tiempos del Principado, a las fuerzas sociales divergentes en el marco de un sistema de gobierno que gozase de popularidad en amplios círculos. La superación de la crisis política interior y exterior, con los grandes emperadores-soldados del último tercio de la centuria, no fue debida a ningún movimiento de masas, sino al creciente despotismo de un aparato militar y burocrático. Por el momento, además, el futuro de la sociedad romana sólo era concebible en un marco político como éste. La cuestión era sólo saber cuándo este sistema de poder podría encontrar un compromiso con la nueva corriente espiritual más importante, el cristianismo. Este paso inevitable fue dado por Constantino el Grande. Pero también para el imperio cristiano se planteó el problema de hasta cuándo la monarquía imperial podía seguir ofreciendo un marco político adecuado para la sociedad tardorromana.