Capítulo 4

Capítulo 4

LA CRISIS DE LA REPÚBLICA Y LA SOCIEDAD ROMANA

Los conflictos de la sociedad romana durante la República tardía

La crisis en que se vio sumida la sociedad romana como consecuencia de la rapidez con que se operó el cambio de estructura a partir de la segunda guerra púnica, entró en una fase desde mediados del siglo II a. C., en la que ya no era posible evitar el estallido de los conflictos abiertos: la agudización de las contradicciones en la estructura social romana, de un lado, y las cada día más evidentes debilidades del sistema de dominio republicano, de otro, tuvieron por resultado un repentino brote de las luchas políticas y sociales. La historia de los últimos cien años de la República romana, desde el brote del primer levantamiento de esclavos sicilianos en el año 135 y el primer tribunado popular de Tiberio Sempronio Graco en el 133 hasta el final de las guerras civiles en el año 30 a. C., está ensombrecida por estos conflictos, que no han cesado de avivarse y que se han dirimido apasionada, brutal y cruentamente. Como consecuencia de ello, ese período de aproximadamente cien años en la historia de Roma suele designarse como el «período de la Revolución», con lo que el concepto de revolución, en la investigación que va desde Th. Mommsen hasta R. Syme, es aplicado a distintas formas y también a distintas fases de los enfrentamientos[67]. Es de todo punto evidente que el concepto de «revolución» no puede ser empleado para definir el conjunto de estos conflictos en el mismo sentido que lo hace la historia moderna a partir de la revolución inglesa y, sobre todo, la francesa, dado que los movimientos sociales y políticos de finales de la República ni se proponían ni provocaron una transformación violenta del orden social; además, por sus motivaciones, sus protagonistas, su desenlace y sus repercusiones, se trataba en estos casos de movimientos tan heterogéneos que sólo de manera forzada cabría medirlos por un mismo patrón. Para evitar malentendidos con el concepto de revolución, resultará pues más apropiado hablar, en lugar de la «revolución romana», de la crisis política y social de la República, crisis que, ante todo, se hizo patente en conflictos que se dirimieron de forma abierta y violenta[68].

La heterogénea naturaleza de estos conflictos se pone claramente de relieve, por un lado, en su variada tipología y, por otro, en la modificación de su carácter global durante los últimos cien años de la República romana[69]. En líneas generales, los conflictos abiertos de esta época se pueden agrupar en cuatro tipos principales (sin que quepa siempre marcar con nitidez sus líneas divisorias). A los tres primeros tipos pertenecieron las guerras serviles, la resistencia de los provinciales contra la dominación romana y la guerra de los itálicos contra Roma. En las rebeliones serviles se encontraron frentes sociales bien definidos, pues se trataba ante todo de una lucha de los esclavos del campo contra sus dueños y el aparato estatal que los amparaba. Por el contrario, las revueltas de los provinciales y de los itálicos contra la dominación romana no pueden ser consideradas como movimientos de capas sociales más o menos homogéneas, ya que fueron protagonizados por una amalgama muy diversa de grupos sociales, y su objetivo no se cifró en combatir por la libertad de los miembros de una capa social oprimida, sino en liberar de su sometimiento al estado romano a comunidades otrora independientes, a estados o a pueblos enteros; ciertamente, no carecían estos movimientos de un cierto cariz social, en la medida en que eran a menudo los estratos más bajos de la población los que mantenían frente a Roma una resistencia particularmente encarnizada. Finalmente el cuarto y más importante tipo de conflicto de finales de la República estaba representado por aquellos enfrentamientos y luchas que tenían lugar, básicamente en el seno de la ciudadanía romana, entre distintos grupos de interés. Al principio, y particularmente en tiempos de los Gracos, las motivaciones sociales todavía jugaban en este caso un papel predominante o, cuando menos, de gran relieve. La reivindicación central o, si no, una de las reivindicaciones centrales de uno de los bandos, en concreto, el de los políticos reformistas y sus partidarios, no era otra que la de dar solución a los problemas sociales de las masas proletarias de Roma, teniendo para ello que vencer la resistencia del otro bando, el de la oligarquía, también con su nutrido núcleo de seguidores — razón por la que en la terminología de comienzos del siglo I a. C. en adelante estos dos grupos de interés pasaron a denominarse populares y optimates. Efectivamente, estos conflictos fueron desde un principio enfrentamientos políticos, que al comienzo se dirimieron predominantemente en el marco de las instituciones políticas y en términos políticos —en la asamblea popular—, y en los cuales estaba en juego, también desde un principio, la cuestión del poder político dentro del estado. Tampoco aquí estaban claramente perfilados al principio los respectivos frentes sociales, y la heterogeneidad social de los bandos en lucha no dejó de aumentar con el transcurso del tiempo. Con posterioridad, el contenido social del conflicto entre optimates y populares fue relegándose cada vez más a un segundo plano, mientras que la lucha por el poder político ganaba paulatinamente en importancia, hasta quedar finalmente todo reducido a una pugna por dilucidar qué facción política y, sobre todo, qué líder se alzaría con el poder. Fue a partir de las guerras entre los partidarios de Mario y Sila en los años ochenta del siglo I a. C. cuando la conquista del poder pasó al primer plano de interés en los enfrentamientos entre las distintas fuerzas en liza, cuya composición interna no dejó ya de sufrir rápidas y constantes mutaciones.

A esto se añadió la circunstancia de que a partir de los años ochenta y setenta de esta centuria los restantes conflictos fueron extinguiéndose: los itálicos alcanzaron su meta en la guerra de los aliados (9189 a. C.) con la obtención de la ciudadanía romana; en Grecia y en Asia Menor la resistencia contra Roma había tocado a su fin con la victoria de Sila sobre Mitrídates en el 85 a. C., y con la sangrienta represión del levantamiento de Espartaco en el 71 a. C. cesaron asimismo las grandes guerras serviles. En las cuatro décadas siguientes toda conflictividad quedó reducida a la lucha por el poder en el estado —el resolver si éste debía ser ejercido por la oligarquía o por un jefe único, y en este último caso, por cuál de los que se lo disputaban. La consecuencia última de tales conflictos no sería la transformación de la estructura de la sociedad romana, sino el cambio de la forma de estado sustentada por ella.

Levantamientos de los esclavos, de los provinciales y de los itálicos

Las revueltas serviles de la República tardía merecen nuestra especial atención, porque en ningún otro momento de la historia antigua la oposición entre amos y esclavos se expresó con tanta virulencia como en los grandes movimientos serviles del último tercio del siglo II a. C. y del primer tercio de la siguiente centuria, comenzando con el primer levantamiento de esclavos siciliano y concluyendo con la rebelión de Espartaco[70]. La sociedad romana fue cogida totalmente por sorpresa: nadie había imaginado el peligro que llegaría a representar para Roma el primer levantamiento en Sicilia (Diod. 34/35,2, 25), y el movimiento de Espartaco fue al principio objeto de chanzas en Roma (App., B. civ. 1,549). No constituyó, desde luego, ninguna casualidad el que estos grandes levantamientos tuviesen lugar en el corto espacio de tiempo entre el 135 y el 71 a. C. Ya Diodoro (34/35, 2,1 s. y 2,27 s.) puso claramente de relieve sus causas, al describir el trasfondo del primer levantamiento de esclavos siciliano. Estas se derivaban del propio desarrollo de la esclavitud romana desde la segunda guerra púnica: la importancia de la mano de obra servil para la economía romana y, con ello también, el número de esclavos, aumentaron enormemente en un breve lapso de tiempo: las masas de esclavos, fácilmente reemplazables por nuevas remesas gracias a la guerra, al comercio de esta mercancía humana o al simple pillaje, eran explotadas con especial brutalidad y maltratadas hasta extremos impensables, sobre todo, en las fincas agrícolas, todo lo cual produjo en aquéllas un estado de extrema exasperación; al mismo tiempo, por parte de los dueños se ejercía con bastante frivolidad el control de esta muchedumbre humana, entre la que se encontraban muchos ciudadanos de los estados helenísticos, anteriormente libres, inteligentes y bien formados. Ni antes de la segunda mitad del siglo II a. C., ni después de mediada la siguiente centuria, se dieron condiciones tan favorables para el estallido de las revueltas en masa de los esclavos; sus consecuencias no se harían esperar. Ciertamente, éstas no consiguieron alumbrar un movimiento revolucionario unitario, toda vez que faltaban los presupuestos históricos para ello: ante todo se echaba en falta una ideología revolucionaria aglutinante, y las posibilidades de comunicación entre la población esclava de las distintas partes del mundo romano eran francamente reducidas. Además, los intereses y objetivos de los distintos grupos de esclavos divergían a menudo muy considerablemente entre sí; solía así suceder que, junto a los esclavos rebeldes, especialmente en las ciudades, había gran número de individuos que deseaban alcanzar la libertad por la vía legal de la manumisión y no por medio de la violencia (Diod. 36,4,8), mientras que los designios políticos de los sublevados podían ir desde la creación de un estado independiente dentro del mundo romano hasta el añorado regreso a la antigua patria allende las fronteras del imperio. Y fue ésta la razón por la que las revueltas de esclavos sólo llegaron a prender de forma aislada, tanto en el espacio como en el tiempo.

La primera rebelión de esclavos tuvo a Sicilia por escenario entre los años 135-132 a. C.[71]. Su origen estuvo en pequeños grupos de esclavos especialmente maltratados, entre los que también se encontraban pastores armados, que formaron bandas incontroladas de salteadores. En un golpe de mano conquistaron la ciudad de Enna e hicieron rey a su caudillo, el adivino y taumaturgo sirio Euno. Una vez que se hubo unido a los rebeldes otro grupo de esclavos sublevados bajo el mando del cilicio Cleón, los seguidores de Euno llegaron, según parece, a la cifra de 200.000 hombres; al principio obtuvieron considerables triunfos y sólo pudieron ser aniquilados tras una larga guerra. Este levantamiento tuvo eco entre los esclavos de Roma, Sinuessa y Minturnae, también en las minas de Laurión en el Ática y entre la población servil de Délos (Diod. 34/35, 2,19). Casi al mismo tiempo, entre el 133-129 a. C., prendía el levantamiento de Aristónico en la parte occidental de Asia Menor: este hijo ilegítimo del penúltimo dinasta de Pérgamo reclamó para sí el gobierno del estado tras la muerte del último de sus monarcas, que había dejado su reino en testamento a los romanos; dado que las ciudades permanecieron leales a Roma, Aristónico movilizó a los esclavos y pequeños campesinos, y sólo pudo ser vencido tras una prolongada y sangrienta guerra.

La siguiente oleada de revueltas llegó un cuarto de siglo después. Primero se produjeron disturbios entre los esclavos del sur de Italia, Nuceria y Capua, y estalló otra revuelta cuando un caballero romano de nombre Tito Vetio armó a sus esclavos contra sus acreedores (Diod. 36,2,1 s.); este último asunto, que había tenido por origen una historia amorosa entre el caballero y una esclava, nos indica la increíble ligereza con que solían actuar los propietarios de esclavos, como ya evidenciara tres decenios antes la provisión de armas a los pastores sicilianos por sus amos. Inmediatamente después de estas revueltas tuvo lugar el segundo gran levantamiento servil en Sicilia, entre 104-101 a. C., cuyas motivaciones revelaban en otro sentido cuál era la actitud dominante entre los domini romanos: en la crítica situación para la política exterior romana de la guerra cimbria, el senado tomó la resolución de ordenar la puesta en libertad de los ciudadanos deportados y esclavizados procedentes de los estados aliados de Roma, medida cuya ejecución en Sicilia fue saboteada por los dueños de esclavos. Como consecuencia de ello, una vez más se encendió en la isla una guerra servil que en muchos aspectos parecía una repetición del primer levantamiento en dicha provincia. La rebelión partió otra vez de dos grupos de esclavos, que se formaron en torno al sirio Salvio y al cilicio Atenión, de los que Salvio, un adivino como en su día Euno, fue también proclamado rey; una vez que el número de sus seguidores hubo ascendido a 30.000 como mínimo, los romanos tuvieron que mantener de nuevo una dura guerra para hacerse dueños de la situación en Sicilia.

La insurrección de esclavos más peligrosa para Roma, el movimiento que nació en Italia en torno al gladiador tracio Espartaco del 74 al 71 a. C., estalló una generación más tarde. Nació en Capua de una conjuración de gladiadores que no tenían ninguna dificultad de comunicación los unos con los otros y que fácilmente consiguieron hacerse con armas; tras los progresos de los primeros momentos, el número de partidarios de Espartaco ascendió al parecer a 120.000 hombres, cuya resistencia sólo sería vencida después de una larga y tornadiza contienda, en la que Roma hubo de poner en pie de guerra no menos de ocho legiones bajo el mando de Marco Licinio Craso.

Aunque los distintos movimientos serviles se diferenciaron entre sí en múltiples aspectos, también es cierto que todos ellos estaban unidos por una serie de elementos estructurales comunes, en los que aparecía nítidamente reflejada la naturaleza de estos conflictos. Los movimientos partieron de pequeños grupos de esclavos aislados, que —como pastores o gladiadores— eran difíciles de controlar y disponían de armas; tras los primeros avances, que se debían sobre todo al efecto sorpresa, estas revueltas devenían muy rápidamente movimientos de masas, al tiempo que miles de esclavos fugitivos iban confluyendo en el campamento de los rebeldes. El núcleo de los sublevados estaba integrado básicamente por esclavos de explotaciones agrícolas, es decir, por aquéllos que recibían un trato especialmente duro. También se unieron a los rebeldes sectores indigentes de la población campesina, hecho que está probado tanto para el caso de Aristónico como para los de Salvio (Diod. 36, 11,1 s.) y Espartaco (App. B. civ. 1,540). Por el contrario, las ciudades mostraron una actitud hostil frente a Aristónico y Espartaco; los individuos libres más pobres de los núcleos urbanos apenas apoyaron a los esclavos, preocupándose únicamente de sus propios intereses (Diod. 36,6), e incluso el elemento servil de las ciudades renunció en todo momento a hacer suya la causa de los sublevados (ibid. 36,4,8). Pero, aun sin este apoyo las masas de rebeldes estuvieron en condiciones de alzarse con éxitos dignos de toda consideración. Se organizaron con celeridad y bajo las órdenes de los cabecillas más apropiados, cuya autoridad fue generalmente aceptada en atención a sus dotes militares y organizativas o en virtud del carisma religioso de sus personas; al menos en Sicilia y Pérgamo aspiraron a establecer un estado propio al estilo helenístico, con un rey a la cabeza, y en tales casos desarrollaron principios de teoría del estado cuyo contenido estaba inspirado en ideas religiosas del oriente helenístico[72] — patria de muchos de los esclavos. Con todo, nada estaba más lejos de sus intenciones que la transformación radical del sistema social antiguo: sus metas eran o la creación de un estado esclavista propio, con los papeles ahora invertidos, o, como en el caso de Espartaco, la huida de Italia hacia la Galia o Tracia de donde procedían muchos de ellos. Por consiguiente, los sublevados no abolieron la institución de la esclavitud, sino que sólo cambiaron las tornas y dieron tratamiento de esclavos a sus antiguos amos, a los que, por ejemplo, pusieron a trabajar cargados de grilletes como operarios en fábricas de armas (Diod. 34/35, 2, 15). Ya solamente por esto dichos movimientos no estaban destinados a cambiar la estructura de la sociedad romana; sucedía además que sin el correspondiente respaldo de otros grupos sociales, sin una organización revolucionaria unitaria y sin el desarrollo de un programa positivamente revolucionario, quedaban condenados al fracaso. La guerra de los esclavos, que fue conducida contra los opresores con la misma crueldad con la que éstos se aplicaron a reprimirla, revistió tonos heroicos y despertó incluso el reconocimiento de romanos distinguidos, pero su suerte estaba sellada de antemano.

En consonancia con todo ello, tampoco el alcance histórico de las guerras serviles fue decisivo para la historia posterior de Roma; la tesis, por ejemplo, de que el imperio fue instituido en interés de los propietarios de esclavos, con el objeto de evitar mediante este férreo sistema de dominio una repetición de los levantamientos serviles sicilianos o de revueltas como la de Espartaco[73], desconoce el significado tanto de estas rebeliones como de los restantes conflictos de la sociedad romana durante la República tardía. La consecuencia más importante de las grandes sublevaciones de esclavos residió, más bien, en el hecho de que entre los círculos de propietarios comenzó a imponerse la idea de que el tratamiento brutal y la explotación incontrolada de esta fuerza de trabajo constituían, tanto desde el punto de vista político como de la rentabilidad, un método nada recomendable para la economía esclavista. Que la situación de los esclavos comenzó a mejorar lentamente a partir del levantamiento de Espartaco, se puso ya de manifiesto en el hecho de que en los últimos cuarenta años de la República, en los que el sistema de dominación romano estuvo sujeto a continuas conmociones, faltaron las grandes insurrecciones serviles. Muchos esclavos prefirieron entonces arrimarse a los políticos que les prometían libertad y bienestar: al campamento del aventurero político Lucio Sergio Catilina afluyeron también individuos de esta condición (Sall., Cat. 56,5), y al partido de Sexto Pompeyo pertenecían más de diez mil esclavos fugitivos, lo que explica que el emperador Augusto pudiese calificar de bellum servorum a la guerra sostenida contra éste (RGDA 25)[74]. Sin embargo, en esos conflictos no se ventilaba ya una mejora de las condiciones extremas de los esclavos, sino prioritariamente cuestiones de tipo político, en las que los no libres eran sólo medio para un fin. Así, pues, la consecuencia de los levantamientos de esclavos para la sociedad romana no fue distinta a la que produjeron los demás conflictos de la República tardía: se introdujo una corrección en la estructura social romana, pero ninguna alteración esencial en la misma.

A resultados en parte parecidos a los de las guerras serviles condujeron también los choques entre las poblaciones sometidas de las provincias y los beneficiarios del dominio romano. Ciertamente, conflictos de esta especie, al igual que los movimientos de esclavos, no estaban destinados a convertirse en grandes levantamientos, como no fuese esporádicamente y gracias a una combinación de circunstancias favorables; sucedía además que como consecuencia de la diversidad de relaciones sociales y políticas en las distintas partes del imperio romano estas insurrecciones presentaban una cohesión menor aún que las de los esclavos. Como puso de manifiesto el alzamiento de Aristónico en Pérgamo, la resistencia de los provinciales podía estar estrechamente entrelazada con un levantamiento de esclavos: la revuelta de Aristónico fue un levantamiento de esclavos, pero al propio tiempo también una insurrección de las capas más pobres de la población rural de Asia Menor, para las cuales la opresión extranjera resultaba particularmente insoportable; sintomáticamente, esta revuelta estalló en el preciso momento en que Roma iniciaba el afianzamiento de su sistema de dominio en el occidente de Asia Menor, y su jefe, como descendiente de un rey, hizo valer sus aspiraciones al trono. Cuatro décadas después de la derrota de Aristónico se apoderó de Asia Menor y también de Grecia un nuevo movimiento de masas antirromano, que sólo pudo tomar cuerpo gracias a la ayuda exterior, concretamente, al ataque del rey del Ponto Mitrídates contra territorio romano en una situación de debilidad para el estado republicano, envuelto en la guerra civil. A una orden del rey, y con el apoyo de sus tropas, en el año 88 a. C., murieron a manos de los enfurecidos provinciales 80.000 romanos e itálicos en Asia Menor, mientras que la revuelta prendía en Grecia y, muy particularmente, en Atenas; eran sus animadoras, sobre todo, las capas sociales bajas de la población libre, cuyo odio se dirigía contra los comerciantes, empresarios y recaudadores de impuestos del orden ecuestre[75].

Naturalmente, este tipo de movimientos no causó ningún cambio estructural en el sistema social romano, y ello fue así porque no se proponía como meta transformar desde dentro dicho orden social, sino únicamente sacudirse el yugo del estado romano. Por lo demás, todos ellos terminaron fracasando lo mismo que los levantamientos de esclavos. Aristónico murió en una cárcel de Roma en el 129 a. C.; Atenas se rindió tras un largo asedio por las tropas de Sila en el 86 a. C. Las consecuencias a largo plazo de tales conflictos fueron el contribuir a una progresiva mitigación de la brutal opresión sobre los provinciales y el llevar al convencimiento de que las capas superiores locales, por lo general leales a Roma, podían ser asociadas al nuevo sistema de dominio mediante concesión del derecho de ciudadanía y actuar así como puntales del orden social y político del estado romano.

Hubo un conflicto que pudo volverse especialmente peligroso para Roma y cuyas razones de fondo fueron tanto de índole política como social. Se trató de la resistencia de los socii itálicos contra quienes ejercían el dominio sobre la sociedad romana. Puesto que los aliados itálicos de Roma ya a partir de la segunda guerra púnica venían siendo maltratados y discriminados de manera creciente, las tensiones entre romanos e itálicos se agudizaron cada vez más desde mediados del siglo II a. C.; las arbitrariedades de los representantes del estado romano eran una provocación constante para los miembros de las capas altas de la población, mientras que los estratos inferiores de los socii, sobre todo las masas de campesinos pobres, tenían que padecer no sólo la opresión política exterior, sino también la penuria económica. Estas tensiones crecientes condujeron ya en el 125 a. C. a un levantamiento que estalló en Fregellae (Liv., Epit, 60 y Plut., C. Gracchus 3,1), después de que el cónsul Marco Ful vio Flaco hubiese intentado en vano una extensión del derecho de ciudadanía romana. Por lo demás, a partir de entonces el problema itálico siguió estando siempre de actualidad en el enfrentamiento entre optimates y populares; y cuando, tras las tentativas de reforma de Cayo Sempronio Graco y de Lucio Apuleyo Saturnino, también el programa reformador del tribuno de la plebe Marco Livio Druso se estrelló contra la inevitable oposición de la oligarquía, esta tensión estalló en una gran insurrección de los aliados itálicos contra Roma (bellum soctale), que del 91 al 89 a. C. convirtió a casi toda Italia en un campo de batalla (App., B. civ. 1,169 s.).

El levantamiento no fue un movimiento dirigido a subvertir el orden social, pues a los insurrectos preocupaba en primera instancia la obtención del derecho de ciudadanía romana (Vell. 2,15), y en la lucha contra Roma estaban también comprometidas las capas altas de los itálicos[76]. Pero para las masas de la población itálica, para el ingens totius Italiae coetus (Séneca, De brev. vitae 6,1), se trataba además de encontrar solución a los problemas sociales, y en este sentido fue muy elocuente el comportamiento de los sublevados frente al enemigo vencido en las colonias romanas conquistadas: los romanos más distinguidos fueron muertos, y los componentes de las capas bajas, incluidos los esclavos, alistados en los ejércitos de los insurrectos (App., B. civ. 1,186 y 190). Roma logró finalmente sofocar el levantamiento, pero sólo una vez que el derecho de ciudadanía romana hubo sido otorgado por la lex Julia del 90 a. C. a todos los itálicos que seguían fieles a Roma, y después por la lex Plantía Vapina del 89 a. C. a cuantos de los sublevados depusiesen las armas; ello significaba al mismo tiempo que el alzamiento, contrariamente a los movimientos serviles y a las revueltas provinciales, conseguía alcanzar sus objetivos. Pero de ello no se siguió en absoluto una modificación del sistema social romano: ni entre los antiguos socii ni en el conjunto de la sociedad romana desaparecerían por ello las diferencias sociales; antes bien, el orden establecido resultó reforzado por el hecho de que los estratos superiores de los itálicos se hicieron beneficiarios en pie de igualdad del sistema de dominación romano. Cierto es que no todos los conflictos fueron resueltos de un plumazo; los nuevos ciudadanos itálicos» que a partir de entonces entraban a formar parte de la asamblea del pueblo romano, se encontraron aquí perjudicados, porque al principio sólo pudieron inscribirse en ocho de las tribus votantes, e incluso muchos de ellos serían perseguidos y muertos por la reacción oligárquica durante las guerras civiles de Sila contra, los partidarios de Mario. La discriminación, sin embargo, había sido rota, y una vez que la población de la Italia septentrional hubo obtenido el derecho de ciudadanía romana, tota Italia, y no ya simplemente Roma con sus colonias, pasó a considerarse el solar patrio del Imperium Romanum (cf. RGDA 25).

Los conflictos más importantes de la República tardía y sus conexiones sociales

Los conflictos de mayor significación histórica en la sociedad romana de la República tardía se desarrollaron entre las formaciones políticas del cuerpo ciudadano romano y condujeron del movimiento de los Gracos a las guerrasfciviles de finales de la República. Apiano, que describió la historia de estos conflictos con más detalle y mejor captación de las interrelaciones sociales que cualquier otro historiador antiguo, puso claramente de manifiesto de qué manera la violencia de estas luchas había ido incrementándose paso a paso: se había iniciado con el asesinato de Tiberio Sempronio Graco, el primer derramamiento de sangre en la asamblea popular romana, que desde entonces fue testigo de choques armados recrudecidos y cada vez más frecuentes (B. civ. 1,4 s.); éstos degeneraron en abiertas guerras civiles, que sólo terminaron definitivamente con la instauración de la monarquía (ibid. 1,6 s. y 269 s.). Esa cadena de conflictos armados presenta una serie de semejanzas estructurales que resultan extraordinariamente instructivas: sus factores desencadenantes, la composición de los distintos frentes de lucha, el origen y el papel de los líderes de masas, el programa defendido por éstos, la forma en que fueron dirimidos estos conflictos, la reacción suscitada por los mismos y, finalmente, las secuelas de cada uno de ellos, ponen de manifiesto la repetición de numerosos elementos que reflejan muy claramente los problemas, las relaciones de fuerza y las perspectivas de futuro de la sociedad romana durante la República tardía. Por otra parte, en las diferencias no menos evidentes entre cada uno de estos conflictos se puede constatar cómo el contenido social de dichos enfrentamientos fue cada vez más relegado a un segundo plano por su carga política, con el resultado de que esa cadena de luchas sólo acabó por alterar el marco político del orden social romano, pero no este orden en cuanto tal[77].

Las causas de los choques habidos en el seno de la ciudadanía romana, como en los restantes conflictos sociales y políticos de la República tardía, residían en el cambio de estructura que se había producido desde los tiempos de Aníbal y que había despertado también nuevas tensiones entre los ciudadanos. En correspondencia con la heterogeneidad social de ese cuerpo ciudadano, la naturaleza de estas tensiones era de una complejidad decididamente mayor que la de los conflictos entre señores y esclavos, romanos e itálicos, o romanos y provinciales: se trataba de fricciones dentro de la aristocracia senatorial, sobre todo, entre las distintas facciones de la nobilitas dirigente, cada una de las cuales contaba con el apoyo de amplias masas de clientes; también entre la nobleza senatorial y el recién formado orden ecuestre, con los ricos empresarios y los grandes arrendatarios en sus filas, y, además, entre los potentados del estado romano y las muchedumbres de proletarios que se apiñaban en Roma, así como entre los terratenientes ricos y el campesinado pobre. En los años treinta del siglo II a. C. estas tensiones alcanzaron un grado tan alarmante que indujeron a las mejores fuerzas de la aristocracia a intentar su solución por medio de reformas. Significativamente, las tentativas se iniciaron por donde parecían más apremiantes para los intereses del estado aristocrático, por la cuestión agraria: el empobrecimiento de tantos y tantos campesinos estaba amenazando la continuidad en el reclutamiento del ejército romano y, con ello, el mantenimiento del sistema de dominio en el exterior (App., B. civ. 1,43 s.), al tiempo que el peligro político principal radicaba en el descontento de las masas proletarias emigradas a Roma y plenamente admitidas en la asamblea popular. Sin embargo, era también muy revelador el que la cuestión agraria no fuese susceptible de solución mediante una reforma pacífica, más aún, que el fracaso de la primera tentativa reformadora provocase la agudización de otras tensiones sociales, y, finalmente, que las divergencias en torno a los problemas sociales engendrasen automáticamente un conflicto entre distintos grupos de presión política.

El primer conflicto abierto dentro de la ciudadanía romana sobrevino en el año 133 a. C.[78]. Llevado por la preocupación de completar las filas del ejército romano, el tribuno de la plebe Tiberio Sempronio Graco, descendiente por vía materna de Escipión el Africano y cuñado de Escipión Emiliano, propuso en la asamblea popular la aprobación de una ley agraria con la que se pretendía revitalizar el campesinado romano. Tomando como base la antigua ley licinio-sextia, se preveía que ninguna persona había de disponer en el agerpublicus de una posesión superior a las 500 yugadas (o a las 1.000 yugadas, en el caso de familias numerosas), con lo que, pese a todo, estas posesiones devenían propiedad de sus anteriores ocupantes. Las tierras recuperadas por la limitación de la superficie de ocupación debían ser repartidas entre agricultores pobres como parcelas de un máximo de 30 yugadas, pero en adelante habían de continuar en propiedad del estado romano —lo que se hacía explícito mediante el pago de un arriendo insignificante—, a fin de que no pudiesen ser adquiridas por los grandes propietarios. De la puesta en práctica de la reforma debía encargarse una comisión de tres personas, compuesta por el propio tribuno, su suegro, Apio Claudio Pulcher, y su hermano más joven, Cayo Graco. La comisión se puso a trabajar, y en los años siguientes numerosos campesinos fueron provistos de tierras. Sin embargo, la resistencia de los ricos, que tan bien describe Apiano (B. civ. 1,38 s.), resultó más fuerte de lo que se esperaba: cuando Tiberio Graco intentó hacerse reelegir como tribuno de la plebe para el año siguiente, a fin de protegerse contra una segura acusación, sus enemigos organizaron un tumulto en el que el tribuno y numerosos de sus partidarios fueron asesinados. Es verdad que una nueva comisión para la distribución de las tierras de cultivo pudo continuar su trabajo hasta el año 129 a. C. y cosechar así algunos éxitos parciales en la realización del programa reformador, pero la auténtica meta que se había trazado Tiberio Graco no fue alcanzada. El fracaso de esta primera tentativa reformadora no impidió la prosecución de estos mismos esfuerzos, de la misma manera que el recuerdo del triste destino de Tiberio tampoco evitaría nuevas medidas de represión sangrientas. Antes bien, para los movimientos reformadores venideros, aunque también para sus represores, quedó así sentado un modelo a seguir en muchos sentidos. Por otra parte, la figura de Tiberio Sempronio Graco, como más tarde la de su hermano menor Cayo, se convirtió para los pobres en un símbolo de política en pro de la mayoría y abierta a las reformas, de política «popular», mientras que para los defensores de los privilegios de la oligarquía, pronto autodenominados «optimates» de acuerdo con la valoración moral que hacían de su propia posición social, aquella figura se les aparecía como el prototipo del agitador. En los decenios siguientes, y siempre interrumpidos por períodos de restauración oligárquica, se vivieron hechos parecidos a éste, hasta que, tras el tribunado de Marco Livio Druso en el año 91 a. C., desembocaron en las guerras civiles.

La segunda etapa del conflicto, después de que el trabajo de la comisión agraria hubo llegado a un punto muerto a partir del 129 a. C. y de que en el 125 a.C. se frustrase el intento de reforma de Marco Fulvio Flaco en favor de los itálicos, se abrió en los años 123 y 122 a.C. con el tribunado de Cayo Sempronio Graco. Cayo tenía un programa de reformas bastante más ambicioso que el de su hermano mayor; se tradujo en no menos de 17 nuevas leyes. Con el objeto de poner a cubierto tanto a su persona como a sus partidarios de cualquier acto de fuerza de los magistrados oligárquicos, hizo que se votase una ley en virtud de la cual un ciudadano romano sólo podría ser condenado a muerte por el pueblo. Para ampliar al máximo la base de sus seguidores, renovó a los publicani ecuestres el arrendamiento de impuestos en la provincia de Asia, quienes de esta manera se veían con las manos libres para la explotación del país, y transfirió al mismo tiempo a los caballeros la facultad de integrar los tribunales encargados de instruir proceso en los casos de abuso de autoridad, del que los senadores, y principalmente los gobernantes provinciales del orden senatorial, se habían hecho culpables. Esta reforma se reveló cargada de enormes consecuencias, ya que comportaba la politización del estamento ecuestre y su inmersión en el conflicto desde una posición que necesariamente había de producir choques con el senado. Repercusiones a largo plazo tendría también una medida de Cayo Graco permitiendo al pueblo en Roma el aprovisionamiento de cereales a bajo precio; también sus disposiciones para la mejora de la red viaria itálica y la construcción de silos para el almacenamiento de grano facilitaban en particular el abasto de la plebe urbana en la capital. Menos efectividad, en cambio, tuvo la parte central de su reforma política, a saber, el mejoramiento de la situación del campesinado, incluidas las masas de población rural de los aliados itálicos. La puesta en práctica de la reforma agraria de Tiberio Graco fue acometida de nuevo con resultados mediocres; se demostró fallido el esfuerzo por satisfacer las necesidades de las masas populares carentes de tierras con la entrega de parcelas mediante colonización en África, por escasez de parcelas en la Italia central. Sin éxito alguno acabó también el proyecto de otorgar la ciudadanía romana a los latinos y el derecho de voto en la asamblea popular a los socii. Al igual que el de Tiberio Graco, este programa de reformas, que por causa precisamente de las medidas previstas en favor de los itálicos resultaba también impopular entre muchos ciudadanos romanos, movilizó una vez más a la reacción, y en el 121 a. C. Cayo Graco y sus seguidores perecieron violentamente. La realización de la reforma agraria fue proseguida sin entusiasmo, hasta que en el año 111 a. C. una nueva lex agraria abolió la cláusula de arrendamiento introducida en su día por Tiberio Graco; se malograba así el objetivo principal del programa reformista: el asegurar la estabilidad económica de los campesinos librando a sus parcelas de la compra por parte de los ricos. Tras la muerte de Cayo Graco transcurrieron aproximadamente unas dos décadas antes de que el conflicto estallase otra vez abiertamente, favorecido esta vez por el hecho de que entre los años 104 y 100 a. C. revistió ininterrumpidamente el consulado un homo novus enemigo de la nobilitas, Cayo Mario. Con todo, el verdadero adalid de la reforma no fue él, sino Lucio Apuleyo Saturnino, tribuno de la plebe en los años 103 y 100 a. C. El programa de los reformadores se asemejaba en muchos sentidos al de los Gracos, pues sus sucesores los populares lo asumieron plenamente conscientes de ello; también la utilización del tribunado y de la asamblea popular como vehículos de la política reformista respondía al precedente sentado por los Gracos. Los temas de la propaganda «popular» eran, como siempre, la cuestión agraria, el reparto de grano entre los pobres y las medidas en favor de los aliados itálicos. Nuevo era ciertamente el planteamiento de la cuestión agraria: en las violentas luchas políticas de los años 103 y 100 a. C., lo que ante todo se dilucidaba era la provisión de bienes raíces a los veteranos de Mario, concretamente mediante asentamientos coloniales en las provincias, ya que muchos de estos soldados licenciados carecían de toda propiedad, y se hacía preciso disponer para ellos nuevos espacios de cultivo, cosa ya casi imposible dentro de Italia. Constituía asimismo una novedad el hecho de que ahora también los populares recurriesen desde un principio a la demagogia y al terror, lo que empujó a sus aliados naturales, los caballeros, a colocarse del lado de la reacción senatorial. Como ya se había puesto en práctica en el año 121 a. C. contra Cayo Graco y sus seguidores, en el año 100 a. C. fue declarado el estado de excepción, que Mario debió hacer cumplir incluso contra sus propios partidarios. El asesinato de Saturnino y sus adeptos constituiría el último acto de una serie repetida de escenas violentas[79].

Por aquel entonces no se habían puesto aún de manifiesto las trascendentales consecuencias de la más importante medida tomada por Mario, la reforma del ejército, que fue llevada a efecto en época de sus campañas militares: mientras que hasta la fecha el ejército romano se venía reclutando entre propietarios, campesinos con tierras que habían también de equiparse a su costa, Mario procedió a completar filas a base de proletarios carentes de toda propiedad (capite censi), a quienes armaría el estado. No era totalmente nuevo este sistema de reclutamiento, pues ya antes se había echado mano de los desposeídos en situaciones críticas; por otra parte, con su aplicación no se eliminó del todo el reclutamiento del ejército romano a partir de las clases censitarias de los propietarios. No obstante, la medida de Mario, como resultado de la cual muchos ciudadanos sin bienes raíces se alistarían a filas, tuvo decisivas consecuencias para la historia de la República tardía. Pues esta reforma explica el que los conflictos venideros fuesen resueltos en guerras civiles con ejércitos regulares. Con el nuevo sistema de reclutamiento se revivía, por un lado, la cuestión agraria, dado que el objetivo principal de los nuevos soldados era que se les pagase con bienes raíces tras el servicio militar; así se alejaba de Roma a las muchedumbres insatisfechas de proletarios, si bien desde ahora podían hacer valer sus reivindicaciones por la fuerza de las armas. Por otro lado, entre los políticos dirigentes que mandaban los ejércitos, y la tropa, nacieron relaciones muy estrechas: tan sólo estos generales podían responder con sus fortunas de que los soldados percibiesen regularmente sus pagas, y, sobre todo, únicamente su influencia política podía hacer que los veteranos viesen asegurado su porvenir en el momento de licenciarse con la entrega de parcelas en Italia o en las provincias[80]. Los políticos de más relieve dispusieron así de un instrumento tan poderoso como leal, cuya aplicación contra sus enemigos dentro del estado equivalía a la guerra civil.

Este cambio en los conflictos de la ciudadanía romana se hizo pronto patente. Tras la caída de Lucio Apuleyo Saturnino la lucha entró con el año 91 a. C. en una nueva y decisiva fase cuando el tribuno de la plebe Marco Livio Druso acometió la solución de los problemas pendientes[81]. Hasta qué punto se habían complicado éstos en el ínterin, es algo que se trasluce en el amplio y diverso programa de Druso, que afectaba a todas las capas sociales inmersas en el conflicto. A los aliados itálicos prometía el tribuno la ciudadanía romana, a los proletarios la solución de la cuestión agraria, a los caballeros el acceso a los cargos senatoriales, a los senadores la participación en los tribunales reservados desde Cayo Graco a los caballeros: tribunus plebis Latinis civitatem, plebi agros, equitibus curiam, senatui indicia permisit (Viri ill. 6, 6,4). No constituyó ya ninguna novedad que Druso cayese víctima de la reacción al igual que los más destacados políticos reformadores. La situación tras su asesinato, sin embargo, fue del todo nueva, pues con la defenestración de este líder popular no se abrió un período de diez o veinte años de reacción oligárquica, como había sucedido hasta ahora en semejantes casos, sino que el conflicto degeneró en un enfrentamiento político y militar permanente entre los distintos grupos de interés. La guerra de los aliados del 91-89 a. C., desencadenada a resultas de la caída de Druso, se trató ya de una guerra civil en toda regla, en la cual los optimates y los populares se vieron obligados ciertamente a defender en común los intereses superiores del sistema de dominación romano. Pero, tan pronto como esa contienda hubo pasado, la guerra civil entre optimates y populares comenzó de nuevo en toda su crudeza.

Para empezar, los populares se agruparon en torno al tribuno del año 88 a. C., Publio Sulpicio Rufo, también en torno a Mario, resurgido del olvido político, y, sobre todo, en torno al cónsul del año 87 a. C., Lucio Cornelio Cinna; los optimates apostaron por Lucio Cornelio Sila[82]. Pero la decisión fue de los ejércitos que apoyaban a cada una de las facciones políticas: Mario pudo movilizar a muchos de sus antiguos soldados; Sila se apoyó en las tropas puestas bajo su mando para la guerra contra Mitrídates en Oriente. De esta feroz guerra civil, en la que primero los partidarios de Sila, luego los de Mario y, por último, las tropas de Sila nuevamente, ocuparon Roma, salieron triunfadores los optimates. También su reacción fue en esta ocasión distinta a la de las fases precedentes del conflicto: Sila permitió el aniquilamiento en masa de sus enemigos y del 82 al 79 a. C., ya dictador, asumió plenos poderes dentro del estado, con el objeto de afianzar el régimen oligárquico mediante drásticas medidas reformadoras. Sus leyes se enderezaban a restablecer el dominio senatorial: el senado fue aumentado con unas 300 nuevas personas del orden ecuestre; los cargos y la carrera senatoriales conocieron una nueva regulación; la legislación fue sometida a la aprobación del senado; el poder de los tribunos de la plebe sufrió un considerable recorte; los tribunales por jurados fueron arrancados a los caballeros y convertidos en tribunales senatoriales; y, para evitar la constitución de un poder militar en Italia, el mando de tropas dejó de asignarse a magistrados en ejercicio y se reservó en exclusiva a los ex-cónsules y ex-pretores, quienes habían de desempeñar durante un año, respectivamente, su imperio militar en las distintas provincias en calidad de gobernadores. Pero estas reformas socavaron al mismo tiempo muchos de los fundamentos de la República aristocrática, a tal punto que la autocracia de Sila supuso, en realidad, el primer paso decidido en el camino del estado romano hacia la monarquía.

Tras el retiro y muerte, acaecida poco después, del dictador, el régimen de Sila se mantuvo durante casi un decenio. Pero este sistema constitucional, que aspiraba a salvar la posición dirigente de una oligarquía en descomposición, no podía ofrecer una solución duradera. Muchos problemas, que eran la raíz de los anteriores enfrentamientos entre optimates y populares, seguían como siempre sin resolverse; además, desde la guerra civil entre Mario y Sila pudo ya entreverse cuál era la única posibilidad de superar definitivamente la crisis, a saber, la implantación de un poder monárquico por los jefes de las facciones políticas con ejércitos propios. Cuando en el año 70 a. C. las disposiciones tomadas por Sila en favor de la supremacía del senado fueron en parte anuladas en virtud de una reforma judicial y por la abrogación de las limitaciones impuestas al tribunado de la plebe, la restauración de la antigua república se convirtió ya en algo imposible. Significativamente, las tareas en las cortes de justicia quedaron repartidas entre senadores y caballeros (y un tercer grupo de hombres acomodados de las organizaciones tribales), mientras que los tribunos populares en los últimos cuatro decenios de la República sólo conservaron influencia política en calidad de agentes de los grandes portadores de imperio. El futuro pertenecía a estos políticos y generales todopoderosos, cuya ascensión había sido vehiculada por la reforma militar de Mario. Los últimos cuarenta años de la República, la época de su «last generation», transcurrieron bajo el signo de una lucha en la que primero se dirimió si la República oligárquica era todavía recuperable o inevitablemente había de convertirse en una monarquía, y en la que después se dilucidaría a cuál de entre los líderes políticos rivales correspondería el gobierno autocrático[83]. En los dos primeros decenios que siguieron a la desintegración del régimen silano se sitúa el deslumbrante ascenso de dos políticos populares: era el uno, Cneo Pompeyo, que descolló principalmente como consecuencia de sus brillantes triunfos en Oriente entre los años 67-63 a. C., y el otro, Cayo Julio César, que adquirió su gloria militar a raíz de la conquista de las Galias desde el 58 a. C. La guerra civil entre estos dos rivales (a partir del 49 a. C.) fue todavía una lucha por decidir qué forma tomaría el estado, ya que Pompeyo se había resuelto por el bando del senado; la autocracia de César, resultado de esta guerra, significó el triunfo claro de la monarquía sobre la república. Esta victoria no había de ser invalidada pese al asesinato de César en el 44 a. C.: con la derrota en el 42 a. C. de los asesinos de César, de los últimos campeones del sistema oligárquico, frente a Marco Antonio y Octaviano, el posterior Augusto, la República se hundía para siempre. Ahora sólo restaba saber quién debía tomar posesión en exclusiva de la herencia política de César; tras la eliminación de las figuras secundarias, como Sexto Pompeyo y Marco Emilio Lépido, la batalla de Actium (31 a. C.) y la muerte de Antonio (30 a. C.) convirtieron en vencedor al futuro Augusto, qui cuncta discordiis civilibus fessa nomine principis sub imperium accepit (Tac, Ann. 1,1).

Los rasgos en común de los conflictos habidos en el seno del cuerpo ciudadano romano desde Tiberio Sempronio Graco hasta la batalla de Actium, y que iluminan la estructura de la crisis, resultan tan dignos de atención como sus crecientes diferencias, en las cuales se advierte un cambio de énfasis en el contenido de la crisis, con un desplazamiento del terreno preferentemente social al político. Atención merece, sobre todo, el hecho de que los conflictos entre los distintos grupos de interés del cuerpo ciudadano se encendieron por regla general en situaciones particularmente difíciles para el estado romano; fueron estos momentos de debilidad para el sistema oligárquico los que en definitiva hicieron posible inicialmente a los jefes de los populares abordar una política reformista. El mayor de los Gracos emprendió su obra reformadora no mucho después de las serias derrotas en Hispania, coincidiendo con las fechas en que el primer levantamiento de esclavos siciliano alcanzaba su punto álgido, y la rebelión de Aristónico en Pérgamo acababa de empezar. Cayo Graco entró en escena poco después de la primera sublevación de los aliados itálicos en Fregellae. Mario y Saturnino se aprovecharon de la impotencia de la nobilitas en la conducción de la guerra contra Yugurta en África y de las consecuencias de la contienda contra cimbrios y teutones, como también de la difícil situación creada al sistema oligárquico por el segundo levantamiento de esclavos en Sicilia. Para su programa de reformas Marco Livio Druso intentó sacar partido de una situación de tensión producida por un escándalo político reciente. El activismo político más encarnizado de los populares se inició unos años después de que hubiese concluido la guerra de los aliados y de que en el Oriente, Mitrídates lanzase su ataque contra las provincias romanas apoyado por los provinciales sublevados. La disolución del sistema constitucional silano sobrevino en el tiempo de la rebelión de Espartaco. El régimen oligárquico, así pues, se mantuvo realmente fuerte al menos durante los primeros decenios de la crisis de la República, y en un principio sólo pudo ser atacado en situaciones transitorias de debilidad.

Estas conexiones, sin embargo, no deben hacernos olvidar el hecho de que los diferentes conflictos de la sociedad romana en época de la República tardía no siempre estuvieron directamente entrelazados: ni las guerras serviles, ni los levantamientos en las provincias, ni siquiera los movimientos de los aliados contra Roma, se llevaron a efecto, pongamos por caso, en alianza con los populares. Los intereses de los esclavos insurrectos y del movimiento de los populares eran radicalmente dispares. No sólo las sublevaciones serviles carecieron de todo respaldo de las masas de proletarios romanos, sino también a la inversa: los populares llamaron a menudo en ayuda de su causa también a los esclavos, pero casi siempre sin éxito, como en el caso del más joven de los Gracos (App., B. civ. 1,115), de Mario (ibid. 1, 262 s.) y, al principio, en el de Cinna (ibid. 1,293; de distinto modo, después: ibid. 1,316). Tampoco entre populares y provinciales en lucha contra la dominación romana podía haber entente alguna; los habitantes de Hispania que prestaron su apoyo a Quinto Sertorio, un partidario de Mario en guerra contra la oligarquía, no eran en absoluto enemigos del poder romano, sino que combatían por Sertorio, el cual consideraba a su gobierno en Hispania, con un senado propio, como el régimen romano legalmente constituido. En cambio, entre los populares y los socii itálicos se dieron indiscutiblemente estrechas relaciones; la recomendación de reformas políticas y económicas en pro de los itálicos estuvo siempre presente en el programa de la política «popular», desde Cayo Sempronio Graco hasta Marco Livio Druso. Aun así, es un dato revelador el que en la guerra de los aliados optimates y populares contendiesen juntos contra el alzamiento de los itálicos: tan pronto como un movimiento social o político ponía en cuestión el propio sistema de dominación romano, veíase unánimemente rechazado por los distintos grupos políticos de interés en Roma. Ya sólo la incidencia de este factor en la historia centenaria de la crisis republicana habría sido suficiente para impedir que los múltiples y heterogéneos conflictos de esta época hubiesen desembocado en un movimiento social unitario dirigido a alterar el orden social imperante: en los conflictos más relevantes de la República nunca se alinearon en contra frentes sociales de opresores y oprimidos, de manera que los resultados de estas luchas no pudieron entrañar la transformación violenta de aquel orden social.

Precisamente la historia de los bandos contendientes en la larga serie de conflictos surgidos en el seno de la ciudadanía romana revela con toda claridad la naturaleza de estos enfrentamientos. Apiano destacaba con razón que en tiempos de Tiberio Sempronio Graco los frentes en lucha estaban integrados, de un lado, por los grandes propietarios ricos, y, de otro, por los pobres, y que los restantes grupos de la población, en consonancia con sus respectivos intereses, se alineaban en uno u otro bando (B. civ. 1,39 s.). Pero ya entonces había senadores en el lado de los pobres y grupos de sencillos ciudadanos bajo una estrecha dependencia personal de los aristócratas en el lado de la oligarquía, mientras que los caballeros se repartían entre los dos campos (Vell, 2, 3, 2). Cicerón, así pues, tenía bastante razón cuando daba a entender que ya desde los Gracos la sociedad romana quedó de tal modo dividida en dos bandos que uno podría realmente hablar de dúo senatus et dúo paene iam populi (De re p. 1,31). Es, como muy tarde, la guerra civil entre Mario y Sila, a partir de cuando nos encontramos claramente ante grupos políticos de interés enfrentados entre sí y muy mezclados — con una composición interna que podía alterarse con gran rapidez en función de los correspondientes intereses de los distintos líderes y facciones[84]. Salustio había caracterizado con gran acierto a los populares y optimates de los años sesenta del siglo I a. C.: cuando los jóvenes alcanzaban el tribunado de la plebe, «comenzaban, con la falta de consideración propia de su edad y carácter, a soliviantar a la masa con reproches contra el senado y a encandilarla después por medio de regalos y promesas, ganando de esta manera para sí mismos renombre y poder. Contra ellos se resistía por todos los medios la mayor parte de la nobleza, aparentemente en nombre del senado, aunque en realidad defendiendo su propia posición de poder… Los unos actuaban así, como queriendo salvaguardar los derechos del pueblo, los otros, como deseando elevar al máximo el prestigio del senado —todos invocaban el bien común, pero en realidad cada cual sólo luchaba por su propia influencia» (Cat. 38,1 s.).

Fue así cada vez más frecuente que los representantes de unas mismas capas sociales asumiesen una posición política opuesta. Para empezar, resultaba significativo el hecho de que no sólo los líderes de los optimates, sino también los de los populares fuesen siempre senadores, en concreto, aquellos que buscaban satisfacer sus intereses en la lucha contra la oligarquía[85]. Sus orígenes y motivaciones personales podían ser muy diversos: muchos de ellos procedían de la alta nobleza, como los Gracos, Marco Livio Druso o César; otros, como Mario y también Cayo Servilio Glaucia, un político reformador asociado a Lucio Apuleyo Saturnino, eran enemigos acerbos de la alta nobleza y pertenecían al círculo de homines novi tanto tiempo perjudicados; algunos, como los Gracos, estaban movidos por motivos desinteresados, y otros, como Publio Sulpicio Rufo (Plut., Sulla 8,1), eran meros estafadores; algunos, caso de Saturnino, habían tenido que encajar severas derrotas políticas en el ejercicio anterior de las magistraturas, y muchos, como un Sulpicio Rufo (Plut., Sulla 8,2), un César (App., B. civ. 2,3 y 2,26 s.; Plut., Caes. 5,8 s.) o un Antonio (Plut. Ant. 2,3), estaban además cargados de deudas. Pero todas esas diferencias en nada cambiaban el hecho de que los caudillos de los populares, al igual que los de los optimates, procedían de la nobleza senatorial, dándose además bastantes casos de senadores que apoyaron la causa de los populares: Sila, un paladín de la causa aristocrática, mandó matar o desterrar a más de 100 senadores por ser enemigos suyos (App., B. civ. 1,482). En las luchas por el poder político después de Sila la toma de postura de los senadores fue más inconstante todavía, y en las guerras civiles de finales de la República se dio el caso de senadores que cambiaron de partido más de una vez. Sólo muy pocos nobles pudieron mantener una actitud política tan consecuente como la del segundo Marco Porcio Catón, que fue siempre un sostenedor de los ideales republicanos; más típico del comportamiento de los aristócratas eran las frecuentes fluctuaciones de un Pompeyo o Cicerón a lo largo de sus dilatadas carreras políticas.

Tampoco las otras capas sociales se mantuvieron en absoluto unidas en los enfrentamientos de la República tardía. En el año 133 a. C. una parte de los caballeros apoyó a la oligarquía y la otra a Tiberio Sempronio Graco. Una década más tarde fueron movilizados por Cayo Graco contra el senado con la creación de los jurados ecuestres, lo que ciertamente no impidió que en el 121 a. C. participasen en la aniquilación del movimiento graquiano. Posteriormente, entre ellos y los senadores se dieron siempre nuevas confrontaciones, si bien era la concordia ordinum, la armonía entre senadores y orden ecuestre, a la que Cicerón instaba como fundamento de la República romana[86]. Hasta qué punto podía variar la posición política de cada uno de estos caballeros, nos lo pone perfectamente de manifiesto el hecho de que Sila ejecutó a 1.600 equites como enemigos suyos y ordenó, en cambio, que otros 300 ingresasen en el senado. Las masas del proletariado urbano eran fácilmente manipulables por medio de la agitación demagógica y el regalo, de todo lo cual los populares supieron sacar gran partido[87] Lo bien que estas muchedumbres podían ser dirigidas por un político hábil, se reflejó como en ningún otro caso cuando Antonio las incitó contra los asesinos de César (App., B. civ. 2,599 s.). Pero con idénticos procedimientos podían también los optimates movilizar en favor suyo a las masas, y por eso la auténtica fuerza de la dictadura de Sila se basó, además de en la fidelidad de sus 120.000 veteranos, en la lealtad de los 10.000 Cornelii, que eran sus libertos y, sobre todo, supieron defender su causa entre la plebe urbana de Roma (App., B. civ. 1,489). Los veteranos apoyaron siempre a su antiguo jefe militar, que los había llevado a la victoria y asegurado su porvenir con tierras; desde Mario y Sila ellos constituyeron, con los soldados en activo, la columna vertebral de los movimientos políticos, agrupados en torno a cada una de las personalidades dirigentes[88]. La heterogeneidad social a que podía llegar la composición interna de uno de estos grupos políticos de interés, particularmente en los conflictos de la República posteriores a Mario y Sila, se hizo patente en la conjuración de Catilina del año 63 a. C. contra el orden constitucional. El caudillo de este movimiento era un ser fracasado de la vieja nobleza, endeudado y marcado por el infortunio político; entre sus seguidores había representantes de todos los estratos sociales posibles, a quienes sólo unía el descontento frente a la situación imperante: senadores, caballeros, miembros de las capas altas de las ciudades itálicas, artesanos, lumpenproletariado, libertos y esclavos[89].

La composición interna de los frentes surgidos en la sociedad romana durante la República tardía fue variando, al igual que también cambió el contenido de estas luchas. Tiberio Sempronio Graco combatía por una reforma social en pro de campesinos y proletarios pobres valiéndose para ello de medios políticos. Su hermano más joven persiguió este mismo objetivo, pero comprometió también en el conflicto a los caballeros y aliados itálicos, y, en consonancia con ello, fijó asimismo nuevas metas políticas al movimiento. Las motivaciones sociales (provisión de tierras a los pobres y, desde Mario, a los soldados licenciados, mediante repartos de parcelas en usufructo o por medio de la colonización) jugaron siempre un papel en el programa posterior de los populares, pero ya desde el cambio de siglo el eje en torno al que giró la lucha fue el reparto del poder y, con él, la cuestión constitucional; el problema agrario y el otro punto central en la problemática sociopolítica de la República tardía, la frumentatio, es decir, el reparto de víveres entre las masas de Roma, fueron cada vez más un simple pretexto en la lucha de los jefes ávidos de poder en el estado. También la forma en que se desarrollaron los conflictos entre los grupos de interés evidenciaba la transformación del primitivo movimiento animado de reivindicaciones sociales y políticas en una mera pugna por la conquista del poder. Sobre todo desde los Gracos hasta Sulpicio Rufo, aunque también en parte aún después de Sila, los populares utilizaron la institución del tribunado de la plebe y la asamblea popular como instrumento y espacio de lucha. En consecuencia, los actos de violencia política no tomaron ciertamente la forma de abiertas guerras civiles, si bien se desarrollaron en ritmo e intensidad acelerados: demagogia, violaciones constitucionales, escenas tumultuarias, asesinatos políticos y aniquilamiento brutal del adversario.

Estos métodos de lucha continuaron siendo empleados más tarde, sobre todo durante los enfrentamientos de triste memoria tenidos lugar en Roma a finales de los cincuenta, que prepararon la guerra civil entre César y Pompeyo. Pero desde los años ochenta del siglo I a. C. estas formas de lucha experimentaron un cambio considerable. Los populares movilizaron ejércitos para alcanzar sus fines e instauraron en Roma, como lo hizo Cinna en 87-84 a. C., un régimen político de mano dura. Verdad era que no sólo los populares recurrieron a nuevos procedimientos en el empleo de la violencia, sino también la reacción oligárquica. Hasta ahora ésta última se había dado generalmente por satisfecha con la persecución de los populares más comprometidos, no había osado abolir, al menos abiertamente, la legislación reformista impuesta previamente y, por lo demás, se había imaginado que las cosas volverían por sí mismas a su cauce; la dictadura de Sila, por el contrario, fue un intento de represión total, desde luego no sin una serie de reformas políticas dignas de tener en cuenta, y éstas evidenciaban que las antiguas formas de la República ya no podían restablecerse prescindiendo de cambios. Algo sin precedentes, en cambio, eran las guerras civiles, como las que tuvieron lugar entre Mario y Sila, Sertorio y Pompeyo, Pompeyo y César, los republicanos y los herederos políticos de César, y, finalmente, entre cada uno de los sucesores políticos del dictador: en este tipo de contiendas se encontraron frente a frente ejércitos regulares, las operaciones bélicas afectaron a todo el imperio romano, y los enemigos políticos fueron muertos en masa en el curso de batallas campales o de sangrientas proscripciones. En estas luchas por la conquista del poder no tenía ya cabida un movimiento de reforma social, y sus efectos se dejaron sentir no en el orden social, sino en el sistema político de Roma.

Las consecuencias de la crisis para la sociedad romana

En consonancia con la estructura de los conflictos de la República tardía y con la naturaleza del cambio operado en la sociedad romana de los Gracos hasta la instauración del imperio, el sistema social reinante no se vio esencialmente alterado, sino sólo modificado en algún aspecto; radicalmente trastocado lo fue únicamente el régimen político en que se organizaba la sociedad romana[90]. Los fundamentos económicos del orden social, en líneas generales, continuaron siendo los mismos que los existentes desde la época de la segunda guerra púnica. La vida económica se basaba aun en gran medida en la producción agraria, que se llevaba a efecto en los latifundios, aunque también en las pequeñas heredades de los colonos agrícolas y en las modestas parcelas del campesinado pobre; empero, la economía agrícola, al igual que antes, constituía sólo una parte del sistema entero de producción: la manufactura ampliamente desarrollada y el comercio, ligados a una actividad empresarial fuerte, a las transacciones con el exterior y a la economía monetaria, así como la minería, desempeñaron un papel considerable. La expansión fuera de Italia, que aseguraba las condiciones para el ulterior desarrollo de este sistema económico, fue proseguida con el sometimiento de Siria por Pompeyo, con la conquista de la Galia por César, y con la extensión posterior del dominio romano en Hispania, en la Península balcánica y en Asia Menor. Por ello mismo, también la división de la sociedad romana apenas sufrió modificaciones. Ciertamente, durante el período de luchas abiertas las distintas capas sociales se vieron algo afectadas, en algún caso experimentaron un desarrollo considerable, y en parte también se produjo una fuerte alteración en su composición interna; con todo, lo que no se dio fue el nacimiento de estratos sociales totalmente nuevos, ni desapareció ninguno de los formados anteriormente. De esta manera, se mantuvo inconmovible en líneas generales el modelo de sociedad dominada por unas capas altas muy reducidas numéricamente y de rasgos estamentales. Es cierto que las tensiones existentes en el seno de esta sociedad sólo disminuyeron en una pequeña parte durante este período de crisis centenaria, pero todas estas tensiones y conflictos de la República tardía no estaban en condiciones de destruir el sistema social. Tampoco se desarrolló una nueva ideología que sirviese de cohesión a la sociedad entera: el mos maiorum, incluso para la aristocracia senatorial, había dejado de ser desde hacía tiempo el único sistema de referencia, a pesar de lo cual los teóricos de la época se lamentarían de la decadencia de este código de valores, y las corrientes espirituales determinantes se propondrían revitalizarlo, pero nunca sustituirlo por nuevos ideales. Sólo quedaron destruidos del todo los vínculos que hasta entonces habían sido capaces de mantener unida a la sociedad romana en un sistema político, es decir, la forma republicana de estado con sus instituciones; pero ya en los últimos decenios de la República pudo vislumbrarse la solución que prometía salvar el antiguo orden social con un nuevo marco político: la monarquía.

Los criterios que definían cada una de las posiciones dentro de la sociedad y, con ello también, la estratificación social de la República tardía, apenas se diferenciaban por su naturaleza de los principios de estratificación social de la época comprendida entre la guerra anibálica y los Gracos. Constituían un complicado sistema en el que, al igual que antes, interactuaban el origen social, la ambición y la habilidad personales, la propiedad fundiaria y la capacidad financiera, los privilegios políticos y la educación, el derecho de ciudadanía o su carencia, la libertad personal o la esclavitud, la adscripción étnica o regional, y la actividad económica en los sectores de la producción urbana o agraria; los factores mencionados en primer lugar otorgaban al individuo la dignitas, rango y honor, imprescindible en una posición social superior, y cuyo contenido fue muy bien definido por Cicerón: dignitas est alicuius honesta et cultu et honore et verecundia digna auctoritas (De inv. 2,166). Novedoso era únicamente que dichos factores, bajo las convulsiones ocasionadas por aquellos conflictos abiertos y permanentes, podían actuar en una forma y en una medida distintas a las de antes, en la época dorada de la República aristocrática. El que descendía de una familia noble poseía de antemano un privilegio de cara a su iniciación en la vida política, tanto por el prestigio de su casa y sus relaciones, como por los bienes raíces y la fortuna heredados; incluso aquel que se hallaba completamente endeudado no tenía en absoluto por qué renunciar a sus ambiciones políticas. De hecho, desde los consulados de Mario los homines novi no consiguieron de ninguna manera igualarse con los nobiles en el acceso a los más altos cargos: durante los más de sesenta años entre el primer consulado de Mario y la muerte de César hubo en total sólo once cónsules que nos conste positivamente que fuesen homines novi dentro del orden senatorial; no fue sino entre el 43 y el 33 a. C. que estos «hombres nuevos» —con dieciocho cónsules en once años— conquistaron una posición realmente distinta a la de hasta ahora[91]. Pero, en aquellas circunstancias históricas las dotes naturales y la ambición de los «hombres nuevos» podían hacerse valer mucho mejor que en el siglo anterior a Mario; Marco Tulio Cicerón, un homo novus como Mario, de Arpinum, que debía su carrera política y su general aceptación como princeps senatus a sus múltiples cualidades, nos ofrece el mejor ejemplo de ello[92].

Ante todo, se daban entonces las condiciones necesarias para que individuos hábiles y sin escrúpulos pudiesen amasar fortunas verdaderamente increíbles en espacio de muy corto tiempo: no sólo los beneficios empresariales y la expansión continuada contribuían a ello, sino también la repetida serie de conmociones políticas, en especial a partir de Mario y Sila, cuyo balance final fueron el exterminio de familias dirigentes enteras y la confiscación de enormes patrimonios. Mario había comenzado como un hombre pobre, pero adquiriría tal cantidad de tierras que, en opinión de Plutarco (Mar. 34,2 s. y 45,11), habrían podido ser suficientes para un rey; el Sila falto de recursos de un principio se convertiría en el hombre más rico de su tiempo (Plin., N. h. 33,134); Marco Licinio Craso, el tercer hombre del primer triunvirato, aumentó la fortuna heredada de 300 a 7.100 talentos (aproximadamente unos 42 millones de denarios), invertidos en latifundios, minas y esclavos (Plut., Crassus 2,1 s.). Por consiguiente, la escala de la riqueza fue otra muy distinta a la prevaleciente todavía en tiempos de los Escipiones: sólo la parte de la herencia de Pompeyo que un decenio después de su muerte habría debido recibir su hijo, importaba 17.500.000 denarios (Dio 48,36,5); César regaló a sus amantes joyas por valor de 1.500.000 denarios (Suet., Caes. 50,2), y Lucio Licinio Lúculo, el victorioso general frente a Mitrídates, mandó servir comidas por valor de 50.000 denarios (Plut., Lucullus 41,7). Un senador romano corriente, o un caballero, que simplemente alcanzasen los 100.000 denarios de cualificación para su ordo, no se podían medir con estas fortunas, y Cicerón, que poseía predios y villas en distintos puntos de Italia fuera de su casa de Arpinum (en Tusculum, Lanuvium, Antium, Astura, Caieta, Formiae, Sinuessa, Cumas, Puteoli y Pompeya), ni siquiera formaba parte del grupo de romanos más ricos de su época. Naturalmente, no sólo había senadores ricos, sino también caballeros, como un Tito Pomponio Ático, el amigo de Cicerón, que debía sus ganancias a la compra de tierras en Italia y Epiro, al préstamo de dinero, al alquiler de viviendas en Roma e incluso a su actividad como editor, y que pasaba por ser un hombre de negocios tan hábil como moderado (Corn. Nepos, Att. 13). Pero también personas de muy baja extracción social pudieron sacar partido de las oportunidades que ofrecía este período de guerras civiles: Crisógono, por ejemplo, un liberto de Sila, adquirió a un precio tan irrisorio los bienes subastados de un ciudadano condenado a muerte que más tarde podría alardear de haber centuplicado los beneficios de aquéllos (Plut., Cic. 3,4). Precisamente los libertos contaban también con la posibilidad, y no sólo por dinero, sino también gracias a sus buenas relaciones con los poderosos patroni, de conseguir influencia y poder: Crisógono merecía a Cicerón el calificativo de potentissimus hoc tempore nos trae civitatis (Rose. 6), y a Demetrio, un influyente liberto de Pompeyo, se le trató en Siria como a un distinguido senador (Plut., Cato min. 13,1 s.).

No constituía ninguna novedad en la sociedad romana el que la propiedad fundiaria y el dinero confiriesen al individuo poder e influencia; algo sin precedentes eran sólo las crecientes aspiraciones y las favorables condiciones para adquirir fortuna y gin ar así fuerza y favor. También la experiencia política, así como L labilidad en el trato con las masas y las cualidades como jefe militar podían hacer realidad carreras insólitas. La posesión de la ciudadanía romana permitía además obtener regalos, ser mimado políticamente, entrar en el ejército y disfrutar aquí de paga y botín, y en tanto que veterano o proletario ser provisto con tierras. Hasta la mera libertad personal de un provincial, por lo demás carente de derechos políticos, podía significar más que antes, dado que al menos los miembros de las capas superiores locales podían abrigar la esperanza de que les fuese concedido algún día el derecho de ciudadanía romana.

También es cierto que en aquella época de abiertos enfrentamientos no sólo era posible alcanzar con gran rapidez la riqueza y una posición rectora en la vida pública, sino cambien perderlo todo con igual rapidez, hasta el punto de que políticos y generales poderosísimos podían caer víctimas de sus enemigos. Como consecuencia de las terribles pérdidas de población en las guerras civiles y en los demás choques sangrientos, la mayoría de las capas sociales se vieron diezmadas. Pero en todos los estratos de la sociedad romana se producía continuamente el recambio con nuevos grupos. Las alteraciones en la composición interna de los distintos estratos como resultado de dicha fluctuación fueron en definitiva las consecuencias de naturaleza social más importantes de los conflictos de la República tardía. Muchos senadores cayeron víctimas de las guerras civiles y las proscripciones — 300 hombres sólo en el año 43 a. C.; en su lugar aparecieron otros homines novi del orden ecuestre y de las capas altas de las ciudades itálicas. Sila dio entrada a 300 caballeros en el estamento senatorial (App., B. civ. 1,468) y elevó así el número de senadores a 600; y César, sobre todo, que también echó mano de los provinciales, prosiguió esta misma política con la mayor liberalidad (Suet., Caes. 41,1 y 80,2), de tal manera que en los últimos años de la República el senado contaba con 900 miembros (Dio 43, 47,3). El orden ecuestre, sólo con las proscripciones de Sila, perdió como mínimo 1.600 de sus integrantes, mientras que las del año 43 a. C. le ocasionaron 2.000 bajas. Con todo, el número de pertenecientes al estamento ecuestre se elevaba a mediados del siglo I a. C. a unos 20.000 (Plut., Cic. 31,1); entre los numerosos caballeros de reciente creación había también en creciente escala individuos de las provincias, de Sicilia, África y especialmente Hispania (Bell. Alex. 56,4). Asimismo, la composición de las capas altas de las ciudades y en parte también de las provincias conocieron sensibles mutaciones. La principal razón de ello era el asentamiento de veteranos a partir de Mario tanto en Italia como en el territorio extrapeninsular; estos ex-soldados, que obtenían tierra cultivable en suelo colonial, formaban el estrato superior en dichas ciudades. Pero también en los municipios se daba con frecuencia el caso de advenedizos sociales, por ejemplo, libertos y sus descendientes, que se introducían en las élites locales y asumían allí el papel de las antiguas familias que habían visto arruinarse su patrimonio en el período de crisis o habían sido exterminadas durante las guerras civiles. También proletarios de Roma fueron a menudo instalados en las colonias; con César la cifra de receptores de grano oficialmente reconocidos en la capital se rebajó en total de 320.000 a 150.000 (Suet., Caes. 41,3). Por otra parte, la capa de dicho proletariado fue permanentemente revitalizada con la afluencia de nuevos grupos y, en particular, con las liberaciones en masa del último siglo de la República; ya sólo los 10.000 liberti de Sila (App., B. civ. 1,469) suponían una inyección adicional muy considerable. A su vez, nuevos esclavos venían a ocupar el lugar de tantos libertos. Mario hizo al parecer no menos de 150.000 prisioneros en la guerra contra cimbrios y teutones, que fueron convertidos en esclavos (Oros. 5, 16,21); César ordenó esclavizar a 53.000 cautivos tras una sola batalla durante sus campañas en la Galia (Bell. Gall. 2, 33,6), y el número total de prisioneros hechos por él debió de ascender al millón (Plut., Caes. 15,6). A esto se añadían otras fuentes de aprovisionamiento de esclavos, como el pillaje humano, que en Oriente llegaría a adquirir proporciones increíbles hasta la destrucción de la piratería por Pompeyo en el 66 a. C.; en el año 104 a. C. el rey de Bitinia había rehusado prestar ayuda militar a Roma contra los germanos, aduciendo que la mayoría de sus subditos habían sido llevados como esclavos por los romanos[93].

Así, pues, podemos decir que la sociedad de la República tardía registró un constante movimiento en la medida en que la composición de sus distintas capas estuvo siempre sujeta a continuos desplazamientos internos. El resultado más trascendental de esta movilidad fue el de sentar las bases para la integración de las sociedades de distintas partes del imperio en un orden social más o menos unitario y para la formación de una capa social superior constituida por doquier según unos mismos criterios. Los itálicos quedaron plenamente integrados en el sistema social romano. La gran línea divisoria, jurídicamente hablando, desde la última generación de la República no era ya la establecida entre los romanos —esto es, los habitantes de Roma y de las diversas ciudades de Italia en posesión de la ciudadanía romana— y los no romanos, sino entre los itálicos y los provinciales. Pero también en las provincias se dieron los primeros pasos hacia la integración. Una de las vías era la colonización itálica en las provincias, principalmente en el sur de la Galia, Hispania, África y algunas regiones del Oriente[94]. La otra vía, más resolutiva aún de cara a la fusión, era el otorgamiento del derecho de ciudadanía romana a los miembros de los estratos superiores indígenas en las provincias —la mayoría de las veces en los territorios donde también la colonización itálica actuaba con más fuerza. Los nuevos ciudadanos de las provincias, caso de reunir los correspondientes requisitos económicos y de haber prestado especiales servicios a la causa de un dirigente político, podían ser acogidos en el orden ecuestre, y en algunos casos incluso en el senado. En Hispania, sólo en la ciudad de Gades, debieron de existir 500 caballeros en tiempos de Augusto (Strabo 3, 5,3), y de esta localidad provenía también Lucio Cornelio Balbo, quien en el año 72 a. C. consiguió el derecho de ciudadanía romana y en el 40 a. C. fue el primer provincial, el primus externorum (Plin., N. h. 7,43), que ascendió a cónsul[95].

Pero esta evolución tuvo lugar en el marco de la estratificación de la sociedad operada ya en el siglo II a. C. y, como ya hemos señalado, no produjo verdaderamente un nuevo orden social. La cúspide de la sociedad tardo-republicana seguía siendo, al igual que antes, la aristocracia senatorial, en la que descollaban la nobilitas y algunos advenedizos. Su constitución interna conoció efectivamente alteraciones, y su prestigio llegó a mermar tanto que Floro hablaría más tarde de un senatus… debilitatus en esta época, un senado que omne decus maiestatis amiserat (2, 5, 3, para el año 91 a. C.), lo que, sin embargo, no modificó para nada el hecho de que el poderío político y económico estaba, sobre todo, en manos de sus miembros. A pesar de que a los caballeros sólo se les reconocía institucionalmente funciones de mando dentro del estado cuando ingresaban en dicha cámara, también a ellos les correspondió una posición dirigente; como Floro (2,5,3) ponía de relieve con acierto, los ecuestres poseían una fuerza política; y sobre todo económica, que casi les daba la posibilidad de controlar el estado. Los estratos rectores de la sociedad romana fueron agrupados en estas dos organizaciones estamentales; cuando Cicerón hablaba de ordines en Roma, quería referirse con ello, ante todo, a ambos ordines[96].En las élites locales de las poblaciones urbanas se concentró el sector de ciudadanos ricos y grandes propietarios que tras la concesión del derecho de ciudadanía romana a los itálicos en el año 90 a. C. comenzó en toda la península a tomar una forma más unitaria que antes, y que se vería completado con las capas altas de las colonias provinciales. Por debajo de dichos estratos había en las ciudades libertos pobres y ricos, artesanos, mercaderes, proletarios y esclavos, que se ocupaban aquí en la industria, aunque también en muchos otros menesteres (cf. esp. Plut., Crassus 2,5 s.); en el campo, agricultores con una acusada diferenciación, desde el colono acomodado hasta el asalariado temporal e indigentes, como los mercennarii y obaerati de Varrón (De re rust. 1, 17,2), y finalmente las masas de esclavos trabajando en las explotaciones agrarias. En suma, tratábase éste de un modelo de sociedad que no se diferenciaba considerablemente ni del precedente del siglo II a. C. ni del posterior del Alto Imperio.

Ese orden social estuvo cargado de tensiones a lo largo de toda la República tardía, tensiones que engendraban una y otra vez abiertos conflictos. El número de víctimas que se cobraron estos choques sangrientos alcanzó varios millones de vidas humanas, y pese a ello la sociedad romana de aquellos tiempos no conseguiría siquiera solventar de verdad sus propios problemas. Sólo unos cuantos fueron los problemas sociales que la República logró de hecho superar, y nadie como Livio ha sabido describir mejor dicha impotencia en una sola frase: nec vitia nostra nec remediapati possumus[97].Auténticamente resuelta sólo quedó la cuestión itálica, y ello merced a una concesión hecha tras una guerra ciertamente cruenta, aunque también —y precisamente en interés del sistema— aceptada como normal desde hacía tiempo por las mejores fuerzas de la sociedad romana. La opresión de los provinciales disminuyó, y también los esclavos recibieron mejor trato que antes en las últimas decadas de la República. Varrón, al contrario de Catón el Viejo, recomendaba estimularlos a un mejor rendimiento no recurriendo a la explotación brutal, sino dándoles facilidades y recompensas[98]. Pero, a fin de cuentas, las provincias seguían concibiéndose comopraediapopuli Romani, y, sin ir más lejos, Cicerón tenía por bárbaros a los galos de la provincia narbonense; tampoco Varrón tenía reparo en afirmar que él consideraba a los esclavos sólo como fuerza de trabajo y no como seres humanos Podemos decir, por tanto, que el foso de separación entre los beneficiarios del sistema de dominación romano y sus sometidos fue reducido sólo un poco, y de ninguna manera quedó suprimido. La cuestión agraria y, con ella, la provisión de tierrasa los proletarios, estuvo próxima a solucionarse gracias a la colonización en las provincias y a la redistribución del suelo italiano tras cada una de las guerras civiles, pero este arreglo se apartaba bastante del propuesto en su día por los Gracos, y el precio que debió pagarse por él fue demasiado alto. En fin, semejante fue el resultado de los choques habidos en el seno de las capas dirigentes de la sociedad romana, entre caballeros y senadores, entre «hombres nuevos» y familias de la alta nobleza, entre las distintas facciones de la oligarquía: en lugar de una auténtica superación de las contradicciones sociales dichos conflictos terminaron, por el contrario, en nuevas y mutuas matanzas. La República tardía no fue capaz de remontar la crisis ni mediante reformas ni mediante una revolución social, y lo más que consiguió fue orillar los graneles problemas destruyendo el marco político tradicional y dejando la solución definitiva de los mismos para el nuevo sistema político.

Esta impotencia se debía en no pequeña medida al hecho de que la sociedad romana en el período de la República tardía no estaba en situación de encontrar los ideales que habrían ayudado a vencer o a atenuar sus conflictos, y que habrían podido así al menos mantener compenetradas a las capas sociales dirigentes en torno a un mismo código de valores. El horizonte ideológico y moral del mos maiorum se perdió de vista prácticamente. Nada hacía más patente la crisis espiritual de la República tardía que la reiteración en esos años del tan traído y llevado tema de la decadencia de las viejas costumbres, o el modo de proceder de los políticos dirigentes, como lo eran, por ejemplo, la provocativa ostentación de un Lúculo (Plut., Lucullus 39,1 s.) o la corrupción de un César, sin la cual su carrera habría sido imposible (Suet, Caes. 13). Salustio atribuía por completo la crisis de la República romana a esta debilidad moral: una vez que Roma no tuvo ya nada que temer de Cartago, «empezó para ella un movimiento de disolución y soberbia, como siempre suele acompañar al éxito» (Iug. 41,1 s.). Las causas reales de la crisis radicaban evidentemente en las insuficiencias de una constitución hecha a medida de la ciudad-estado y en el cambio de las relaciones sociales a partir de la época de la segunda guerra púnica; pero la importancia de la pérdida de las antiguas pautas éticas de comportamiento fue correctamente calibrada por Salustio, puesto que con ella perdió toda su validez el sistema de referencia de la sociedad romana. Sus temores indicaban asimismo que la República tampoco estaba en condiciones de sustituir el mos maiorum por un sistema ideológico y ético de nuevo cuño —a pesar de que precisamente esta época pudiese presumir de espíritus tan creadores como Cicerón, Salustio o César. La única norma de conducta respetada seguía siendo, como antes, la de las costumbres de los antepasados, que, según creencia general, habían sido capaces de crear en otro tiempo la mejor forma de estado en la historia (Cic, De rep. 1,70): el camino hacia el futuro sólo podía consistir en la renovación de la vieja tradición en una línea en consonancia con los nuevos tiempos — sin olvidar tampoco su conveniente enriquecimiento con los mejores planteamientos de la filosofía griega.

Total y definitivamente arrumbado tras los conflictos de la República tardía quedó únicamente el orden político de la sociedad romana — el sistema de gobierno aristocrático que tenía su origen en la constitución de una ciudad-estado arcaica. Ya Cicerón reconoció la quiebra de este sistema de gobierno: rem publicam funditus amisimus (Q. fr. 1, 2,15). Los enfrentamientos políticos y militares entre los grupos de interés de la ciudadanía romana, más agudizados todavía por la incidencia simultánea de los demás conflictos, terminaron finalmente por arruinar el régimen republicano, basado en la cooperación entre magistrados y asamblea popular bajo la autoridad rectora del senado y, a través de ella, de la oligarquía. Se añadía a esto el hecho de que el Imperium Romanum, que a finales de la República se extendía desde la Galia hasta Siria, ya no se podía defender ni gobernar en el cuadro del viejo y del todo anacrónico sistema político. Todos estos factores indicaban al mismo tiempo cuál era la única salida posible para la crisis. Ya Cicerón se había familiarizado con la idea de la terminación de la oligarquía en un poder unipersonal, y la generación siguiente no conoció ninguna otra alternativa. Desde los conflictos de la República tardía el camino llevaba inevitablemente a ello. El ejemplo de los Escipiones había probado desde un primer momento que las individualidades activas y victoriosas política y militarmente acababan por sobresalir por encima de la oligarquía. Los violentos enfrentamientos políticos a partir de los Gracos dieron la oportunidad a miembros particulares de la nobleza de colocarse al frente de las muchedumbres insatisfechas con el régimen oligárquico; los populares, aunque poco después también los optimates, cerraron filas progresivamente en torno a figuras individuales de la política que actuaban como líderes de un determinado grupo de interés. A partir de la reforma militar de Mario dichos caudillos dispusieron además de un leal y decisivo instrumento de poder, a saber, el ejército de proletarios estrechamente ligado a sus personas; las guerras y victorias en el exterior, como las de Mario contra Yugurta y los germanos, la de Sila contra Mitrídates, la de Pompeyo en Oriente, la de César en la Galia, la de Antonio en Oriente, o la de Octaviano en el Ilírico, ofrecieron la posibilidad de entrenar al ejército, de satisfacer con botín a la tropa y de acrecentar la dignitas personal de los caudillos con la gloria militar. De esta forma fue creciendo sin cesar el poder de tales jefes, y el futuro fue de aquél entre ellos que tuvo la fuerza suficiente como para apartar de la carrera hacia el poder unipersonal a todos los demás competidores. La monarquía de Augusto, nacida en estas condiciones, dio por fin a la sociedad romana el marco político y también la orientación espiritual que durante tanto tiempo había buscado.