Capítulo 3

Capítulo 3

EL CAMBIO DE ESTRUCTURA DEL SIGLO II a. C.

Condiciones y caracteres generales

La segunda guerra púnica marca en la historia de Roma el comienzo de un proceso de transformación que en poco tiempo produjo profundos cambios en la estructura del estado y de la sociedad. Roma se había convertido en un imperio mundial, cuya estructura económica y orden social quedaban sometidos a nuevas condiciones y bajo estas nuevas condiciones acusaban una complejidad hasta ahora desconocida. Al mismo tiempo, esta rápida mutación colocó a la ciudad ante una crisis social y política que ya dos generaciones después de la victoria sobre Aníbal iba a provocar el estallido en la sociedad romana de gravísimos e insospechados conflictos.

Las nuevas condiciones se originaban en parte de las repercusiones directas que tuvo para Italia la segunda guerra púnica, consistentes en la decadencia y proletarización del campesinado itálico, en la formación de grandes fincas y en el paso a la utilización masiva de los esclavos en la producción. Ya historiadores antiguos como Plutarco (Ti. Gracchus 8,1 s.) y Apiano (B. civ. 1,32 s.) describieron con gran claridad estas alteraciones, y A. J. Toynbee veía en las heridas que la segunda guerra púnica había abierto en la economía y sociedad romanas la venganza final de Aníbal por los triunfos de la expansión romana[49]. Pero, para el desarrollo económico y social de la República tardía fueron asimismo de la mayor trascendencia las consecuencias de la propia expansión. En los apenas cien años que transcurren desde el estallido de la segunda guerra púnica hasta el brote de los conflictos sociales en la década de los treinta del siglo II a. C., Roma se convirtió en la potencia dominante del Mediterráneo, a la vez que en un imperio mundial[50]. Sus ejércitos acabaron con dos primeras potencias de antaño, Macedonia (en la tercera guerra macedónica, 171-168) y Cartago (en la tercera guerra púnica, 149-146); debilitaron y humillaron al reino seléucida; sometieron a la mayor parte de la Península ibérica y ocuparon Grecia (146). Los territorios conquistados fueron incorporados al estado romano como provincias: la Hispania citerior y la ulterior en el 197, Macedonia en el 148, África en 146 y Asia en el 133 a. C. Las consecuencias de todo ello demostraron ser enormes. El joven imperio englobaba inmensos territorios con una capacidad de producción agraria altamente desarrollada, que posibilitaban la importación de artículos de primera necesidad a Italia y que aquí, por ejemplo, hacían en gran medida superfluo el cultivo de cereales; poseía recursos casi inagotables de materias primas, que, como las minas de plata en Hispania, eran explotadas en su directo beneficio; disponía ahora de cantidades ilimitadas de fuerza de trabajo más barata, concretamente, esos millones de prisioneros de guerra esclavizados y de provinciales carentes de derechos; tenía para sus productos manufacturados un extenso número de mercados, libres de toda concurrencia; en fin, ofrecía a los particulares y a los grupos inmensas posibilidades para la inversión, la actividad empresarial y la economía monetaria. Todos estos nuevos factores en el desarrollo económico conducían necesariamente también a una transformación de la sociedad.

De esta forma, desde la segunda guerra púnica y muy especialmente a partir del inicio de la activa política de expansión en el Mediterráneo oriental, el estado romano conoció la configuración de un nuevo sistema social, cuyos rasgos esenciales se harían ya patentes a mediados del siglo II a. C.[51]. Por su gran complejidad este modelo era profundamente diferente al de la sociedad arcaica romana y se apartaba considerablemente también del paradigma social, relativamente simple aún, que dominaba en la centuria anterior. La posición social del individuo resultaba de la combinación de distintos factores, como el origen, la formación y la actuación política, la posesión de bienes raíces, el dinero, la ambición y la suerte en el aprovechamiento de la coyuntura económica, la actividad en la producción urbana o agraria, la situación jurídica y la adscripción étnica o, al menos, regional, a un grupo de población. La estratificación social era bastante diversificada. El ápice de la sociedad aparecía constituido por la aristocracia senatorial, con sus privilegios en la directiva política por razón de su origen y de una educación y experiencia de gobierno acordes con su rango, y por razón también de la independencia económica que daba la gran propiedad, aunque también los beneficios empresariales. Como una segunda élite se constituyeron los caballeros. Se trataba en su mayor parte, al igual que los senadores, de grandes propietarios ricos; otros eran empresarios, comerciantes y banqueros, a menudo de extracción humilde, que no obstante invertían gustosamente su fortuna en la tierra. En las numerosas comunidades de Italia y las provincias existía la correspondiente capa alta local, compuesta principalmente copropietarios rurales, y que podía variar mucho de una región o de una ciudad a otra en función de su situación jurídica, cualificación económica y nivel cultural. En Italia había gran número de campesinos que gozaban de la ciudadanía romana si bien arrastraban una existencia precaria y muchos de ellos emigraban a las ciudades, especialmente a Roma. Allí dieron lugar a un amplio grupo de proletarios, que se vería aún reforzado con las masas de libertos. Muy desfavorable era asimismo la situación de esa aplastante mayoría de socii itálicos y de población provincial, tanto más cuanto que éstos ni siquiera disponían de la ciudadanía romana, y sobre ellos pesaba la explotación no sólo de sus propios amos, sino también la del estado romano. Con todo, el lugar más bajo en la escala social fue ocupado por las masas de esclavos, que no poseían derechos personales y, sobre todo, que eran brutalmente explotados en el trabajo agrícola y en las minas.

Debido a este acusado y vertiginoso proceso de diferenciación de la sociedad pronto afloraron en su seno toda una serie de graves conflictos, en los cuales los diversos grupos sociales perjudicados y la capa dominante integraban frentes contrapuestos, aunque estos últimos surgieron también entre las distintas facciones de la capa dirigente. Al mismo tiempo, el ya vuelto anacrónico régimen político y la tradición espiritual de la sociedad romana, también superada, se mostraron en este trance incapaces de aglutinar en un sistema equilibrado a los estratos y a los grupos enfrentados. En la mayoría de los casos no era en absoluto posible resolver esta conflictividad pacíficamente, y los pocos intentos que se hicieron para frenar esa evolución o encauzarla por medio de reformas en otra dirección se vieron condenados al fracaso. La consecuencia inevitable de todo ello fue la crisis de la sociedad romana con aquellas guerras civiles y revueltas que agotaron a la República.

Estratos superiores

Desde la segunda guerra púnica la aristocracia pudo cimentar con más fuerza que antes su posición dirigente. Los triunfos de Roma frente a Aníbal y después en Oriente fueron la mejor validación de su política, al tiempo que los beneficios de la expansión redundaron, antes que nada, en su propio beneficio. Por otra parte, su renombre trascendió más allá del marco ciudadano y también allende las fronteras del estado romano: de todos era sabido que en el 168 a. C. un senador absolutamente seguro de sí mismo había forzado en Egipto al monarca seléucida. Antíoco IV, a plegarse a los deseos del senado romano en una escena realmente humillante ante su propio ejército (Liv. 45,12,1 s.); o con qué énfasis un año después el rey de Bitinia, Prusias II, se había inclinado ante la puerta de la casa del senado, besado el suelo y saludado a los senadores como «dioses salvadores» (Polib. 30,18,1 s.). Asimismo, la conciencia estamental de los aristócratas aumentó considerablemente, orgullosos como estaban de acrecentar la gloria de sus familias con sus propias gestas: virtutes generis mieis (sic) moribus accumulavi, reza un elogio hecho a un miembro de la familia de los Escipiones hacia el 140 (ILS 6). La nobleza se distanció aún más que antes de la gran masa de ciudadanos y cada vez se hizo más semejante a un orden, hecho que se evidenció también en la propia denominación de ordo senatorius. Poco después de la segunda guerra púnica esta separación tomó una forma muy reveladora en el hecho de que en los juegos públicos determinados lugares de honor les fueron reservados a los patres. Particularmente importante pareció a los senadores marcar claramente las diferencias con los nuevos ricos, que en el orden ecuestre comenzaban a perfilarse como grupo social cerrado: los senadores abandonaron las centurias de los equites en la asamblea popular, que otrora habían comprendido a los miembros de la nobleza ecuestre, y más tarde incluso a los senadores, pero que a partir del siglo II a. C. venían englobando también a los integrantes de ese estamento ecuestre en paulatina formación; además, los caballeros que ascendían al senado por la puerta abierta de las magistraturas, estaban obligados a entregar el caballo que les había sido cedido por el estado y que hasta ese momento había sido símbolo de su status[52].

Como esta última norma pone de manifiesto, los caballeros ricos podían a menudo presentarse con éxito a las elecciones para las bajas magistraturas. Ello significaba correlativamente que no quedaba en absoluto excluida la posibilidad de llenar los huecos de la aristocracia con personas que se habían elevado a sí mismas o que eran de baja extracción social. Esa permanente renovación de la élite dirigente era también necesaria por la sencilla razón de que no pocas familias senatoriales se extinguían debido a la falta de descendencia masculina. Sobre el bajo número de nacimientos en las viejas familias de la nobleza puede ilustrarnos el hecho de que linajes tan prominentes como el de los Fabios y el de los Cornelios sólo pudieron asegurar su perpetuación recurriendo a la adopción de jóvenes vastagos de la familia de los Emilios: Publio Cornelio Escipión Emiliano, el destructor de Cartago y Numancia, y Quinto Fabio Máximo Emiliano, uno de los Fabios de más relieve en el siglo II, eran hijos naturales de Lucio Emilio Paulo, el vencedor de Pidna. Con todo, los cargos más elevados del estado difícilmente estaban al alcance de quienes ascendían socialmente y en general también de la gran mayoría de los miembros del senado. A partir de la lex Villia annalis (180 a. C.), la carrera política de los magistrados quedó regulada en su totalidad: previo paso por los escalones inferiores, se podía alcanzar la pretura con un mínimo de treinta y ocho años, y el consulado, el cargo más alto, con un mínimo de cuarenta y tres[53]. Dado que el número de los puestos más elevados era muy reducido (así, por ejemplo, frente a los diez tribunos de la plebe, únicamente dos cónsules eran elegidos al año), sus titulares constituían sólo un pequeño grupo encumbrado en el seno de la aristocracia senatorial. La nobilitas, ese grupo de cabeza, compuesto por los ocupantes de los cargos más elevados y por sus descendientes, se había ya formado bastante tiempo antes de la segunda guerra púnica. Pero, sería después de la lucha contra Aníbal cuando ésta cerró filas con más fuerza: el acceso al consulado se convirtió en un privilegio para los miembros de aproximadamente 25 familias de la alta nobleza, que durante varias generaciones defenderían obstinadamente su posición rectora y mantendrían alejados del consulado al resto de senadores corrientes. Es significativo que entre Manió Acilio Glabrio (cónsul en el 191) y Cayo Mario (cónsul por vez primera en 107) sólo dos homines novi pudieron ganar el ascenso al consulado, en concreto, Quinto Pompeyo (en el 141), el primer cónsul de la estirpe de los Pompei, y Publio Rupilio (cónsul en 132), un gran empresario. Igualmente indicativo del grado de poder disfrutado por las familias dirigentes lo es el hecho de que de los 222 consulados habidos entre el estadillo de la segunda guerra púnica y el primer consulado de Cayo Mario (218-108 a. C.), 24 de ellos fueron revestidos por los Cornelii, 15 por los Claudii, 10 por los Fulvi, 9 por los Aemilii y Postumii, respectivamente, y 8 por los Fabii y Sempronii también en cada caso[54]. Por ello, Salustio (Iug. 63,6 s.) pondría más tarde de relieve, no sin cierta acritud, que en aquella época la nobilitas consideraba el consulado como de su propiedad (consulatum nobilitas inter se per manus tradebat), mientras que el homo novus, por más renombrado y descollante que fuese, era tenido por persona indigna de este cargo y por un ser realmente impuro (quasipollutus) a causa de su bajo nacimiento.

El disfrute de esa firme posición rectora como oligarquía de la propia nobleza senatorial era algo que dichas familias debían, ante todo, a sus experiencias y triunfos en la vida política. La cualificación que un hombre público necesitaba para cumplir con las novísimas exigencias del estado romano, en particular la dirección de las campañas militares en países extranjeros o las misiones diplomáticas ante los monarcas helenísticos, difícilmente podía adquirirse como no fuese a través de una educación dentro de la acrisolada tradición familiar de la nobilitas; y cada victoria o cada éxito diplomático de estos generales y políticos acrecentaba todavía más el prestigio de sus casas. Al mismo tiempo, y no sólo gracias a su popularidad entre el pueblo de Roma y el ejército, sino también debido a sus clientelas en Italia y ahora en las provincias, estos hijos triunfadores de las grandes familias podían contar con los más amplios apoyos políticos y, por consiguiente, también con una gran influencia. Fue así como se consolidó un sistema oligárquico. «De acuerdo con el arbitrario parecer de unas cuantas personas se hacía la política en época de paz y de guerra, en sus manos estaban también el erario, las provincias, los cargos públicos, los honores y los triunfos; el pueblo estaba agobiado por el servicio militar y la pobreza, los generales junto con sus amigos arramblaban con el botín de guerra; y mientras tanto los padres y los niños de los soldados perdían casa y hacienda, si tenían un vecino más poderoso» (Sall. Iug. 41,7 s.).

Como nos ponen de manifiesto las palabras de Salustio, también se acreció el poderío económico de la nobleza y, sobre todo, nuevamente, el de las familias gobernantes. Los generales victoriosos retornaban a Roma cargados de cantidades de tesoros capturados y nadaban en la abundancia del oro que ellos habían exaccionado principalmente en concepto de rescates de guerra. La famosa expedición de saqueo de Cneo Manlio Vulso por Asia Menor en el 189 a. C. (Polib. 21,34,3 s.; Liv. 38,12,1 s.) fue motivo de que seis siglos más tarde San Agustín sólo viese magna latrocinia en las formas de estado injustas (De civ. Dei 4,4). Escipión el Viejo dejó a cada una de sus dos hijas una fortuna de 300.000 denarios (Polib. 31,27,1 s.); la fortuna de Lucio Emilio Paulo el vencedor de Pidna, ascendía en el momento de su muerte a 370.000 denarios (Plut., Aem. 39,10). La magnitud de tales sumas se puede calibrar mejor atendiendo a la cualificación económica exigida a los miembros de los ordines rectores, y que todavía en el siglo I a. C. estaba en 100.000 denarios (= 400.000 sestercios), tanto para los senadores como para los caballeros. Esta riqueza era invertida preferentemente en bienes raíces en Italia y también en la adquisición de esclavos. Las familias más acaudaladas acaparaban las parcelas del campesinado o sencillamente se apropiaban de ellas mediante amenazas y violencias (App., B. civ. 1,26 s.). En vano se intentó, apelando a la ley licinio- sextia, que nadie ocupase en la tierra estatal romana más de 500 yugadas. Sobre todo los componentes de la nobilitas se hicieron con grandes cantidades de tierra: la familia de los Escipiones, v. gr., poseía fincas y villas en distintos puntos de Italia y en los años de la tentativa reformista de los Gracos disfrutaba de posesiones cuya superficie superaba muchas veces las 500 yugadas; las tierras de Publio Licinio Craso Dives Muciano, cónsul en el año 131 a. C. —incluidas tanto las del ager publicus como las del ager privatus— comprendían posiblemente no menos de unas 100.000 yugadas. Ciertamente no toda Italia cayó atrapada en este proceso, como tampoco se podría comparar a la mayoría de estas heredades del siglo II a. C. con las dimensiones alcanzadas por los latifundios en época imperial; con todo, el cambio en la estructura agraria quedaba suficientemente patente[55].

De la tierra y los demás bienes se extraía el mayor beneficio posible, y así llegó a imponerse un auténtico espíritu de lucro. Nada revela mejor las ambiciones y posibilidades económicas de un senador de la élite dirigente tras la segunda guerra púnica que el ejemplo del, por lo demás, archiconvencional Marco Porcio Catón[56]. Para éste el ideal del senador era aquel que consideraba como una obligación sagrada su servicio al estado romano (Plut., Cato 24,11), encarnaba la tradición religiosa y ética de ese estado y veía un peligro en las nuevas corrientes del espíritu; en la vida privada, en cambio, antojábasele meta prioritaria el acrecentamiento del patrimonio heredado (ibid. 21,8). La obra de Catón sobre agricultura estaba básicamente consagrada al problema de cómo sacar los máximos beneficios a una propiedad con los mínimos costes de inversión: aconsejaba reorganizar la explotación de las grandes propiedades en función del provechoso comercio de exportación (patrem familias as vendacem, non emacem esse oportet, Agr. 2,7), consecuentemente, no producir ya prioritariamente cereales, sino vino y aceite de oliva, y exigir de la mano de obra los máximos rendimientos. Catón invertía los beneficios, para multiplicarlos, en bosques, terrenos de pastos, viveros, también en instalaciones industriales e incluso en el comercio exterior y en banca; para escapar, en este caso, a la lex Claudia, que prohibía los negocips al orden senatorial, organizaba «sociedades anónimas» para el comercio marítimo y la gran empresa, haciéndose representar en ellas por medio de testaferros (Plut., Cato 21,5 s.).

La gloria de la nobilitas, su cohesión en la salvaguarda de sus intereses de grupo oligárquico y su creciente riqueza no pudieron evitar, con todo, que tras esa brillante fachada de grandeza senatorial surgiesen conflictos que con el paso del tiempo habrían de tener muy graves consecuencias. Durante el siglo II a. C. la nobilitas, que en el senado se distanciaba cada vez más del resto de sus colegas y, en especial, de los homines novi que más medraban, fue capaz de mantener ese carácter de puñado de familias de poder ilimitado. Pero, con un régimen tan estrechamente oligárquico como éste, dicho grupo se cerraba a sí mismo la posibilidad de rejuvenecer sus efectivos con hombres dotados y capaces, y ello a pesar de que en todas las épocas de la historia de Roma quienes ascendían socialmente se mostraron dispuestos a asumir y defender con especial vehemencia los puntos de vista e intereses de su nuevo estado. Este aislamiento de la nobilitas frente al resto de los senadores, acentuado por un orgullo y una arrogancia sin par, condujo al descontento de numerosas familias con aspiraciones de elevarse y económicamente pudientes, pero que, sin embargo, en la vida política se sentían desplazadas. No lejana a la sensibilidad de estos sectores era la actitud de un Mario, arquetipo del homo novus triunfador, lleno de complejos de inferioridad y, al mismo tiempo, de orgullo por sus propios méritos: Mario gustaba de vanagloriarse de haber conquistado la posición que tenía como botín de guerra contra la aristocracia degenerada y de exhibir como motivo de gloria no los monumentos funerarios de sus antepasados, sino las heridas de su propio cuerpo (Plut., Marius 9,1 s.). Ahora bien, los conflictos no sólo se daban entre la oligarquía y los restantes círculos senatoriales, sino también en el interior de la propia oligarquía. Precisamente los factores que a partir de la segunda guerra púnica fortalecían la posición de poder de la nobilitas frente a los otros grupos de la sociedad romana, engendraban al mismo tiempo tensiones dentro de la alta nobleza dirigente. Rivalidades y choques de intereses habían existido siempre entre las distintas casas de la aristocracia, pero antes de esta segunda confrontación con Cartago no habían llegado jamás a poner en cuestión el sistema mismo de gobierno de la sociedad romana. Sin embargo, desde la guerra anibálica se presentaron unas posibilidades para el protagonismo de ciertas familias y hasta de ciertos nobiles en particular, que podían comprometer los fundamentos del sistema oligárquico, el equilibrio entre los linajes principales. Consulados repetidos en las personas de generales y políticos altamente cualificados, resonantes triunfos militares, comandos de armas prorrogados necesariamente más del año previsto y estrechas relaciones personales con los ejércitos, así como con la población de las provincias por la extensión del sistema de clientelas, todo ello obraba en favor del acrecentamiento del poder de las grandes personalidades.

Con toda claridad se observa esta tendencia en el caso de los Escipiones[57]. El viejo Escipión el Africano obtuvo ya con 25 años, y sin haber realizado una carrera política senatorial regular, un alto mando militar; fue incuestionablemente el primer hombre de Roma tras su triunfo sobre Aníbal y entró en conflicto con sus iguales también a causa de sus ideas y actos anticonvencionales. Sus rivales consiguieron derribarle mediante proceso, y la lex Villia annalis, promulgada poco después, en el 180 a. C., que autorizaba el acceso a los altos cargos por riguroso orden de escalafón y a una edad madura, pretendía impedir de forma institucionalizada el fulgurante ascenso de estadistas tan jóvenes. Aun así, para nada se tuvo en consideración esta ley cuando en el 147 a. C. Escipión Emiliano fue elegido cónsul; Escipión alcanzó el consulado sin el requisito previo de la pretura y a una edad ilegal. En el 134 a. C. revistió incluso por segunda vez el consulado, a pesar de que desde el 152 a. C. había quedado prohibida —precisamente para evitar la creciente acumulación de poder— la iteración de esa magistratura. Era también muy significativo el que en los casi cien años transcurridos desde la segunda guerra púnica sólo la casa de los Cornelii había aportado una décima parte de todos los cónsules romanos, y no era por un casual tampoco el que la familia del vencedor de Aníbal y del destructor de Cartago y Numancia, haya sido al mismo tiempo uno de los linajes senatoriales más ricos en el siglo II a. C. Por último, debe tenerse en cuenta también que los Escipiones, con su actitud abierta a las corrientes espirituales del mundo griego, estaban adoptando una postura independiente, claramente discordante con los puntos de vista de los círculos dirigentes contemporáneos, como los representados por un Catón. Así, pues, a partir de la segunda guerra púnica se fue abriendo paso una tendencia en el seno de la oligarquía conducente al realce de personalidades conspicuas frente al resto de la nobleza y en el que se ponía de manifiesto que tales individualidades no tenían por qué identificarse en absoluto con los puntos de vista e intereses de su estamento.

No era solamente a manos de los miembros de la aristocracia a donde iban a parar las riquezas del joven imperio mundial: las nuevas posibilidades para el comercio exterior romano en el Mediterráneo, la explotación de los recursos naturales y de la inmensa fuerza de trabajo de los países conquistados, y el continuo aumento de la capacidad financiera de Roma merced a la gran afluencia de dinero y tesoros, producto de la exacción o del expolio, condujeron a un florecimiento inimaginado del comercio, la actividad empresarial y la economía monetaria, que trajo consigo la aparición de un fuerte e importante sector de hombres de negocios. Poco a poco empezaron los integrantes de esta capa social a agruparse como ordo aparte dentro del estamento ecuestre romano, proceso que sólo tras la época de los Gracos abocaría a la constitución del ordo equester. El paso definitivo en este sentido fue dado con una disposición legal en virtud de la cual los senadores debían abandonar las centurias de los equites, y los caballeros que entraban en el senado tras ejercer una magistratura estaban obligados a entregar el caballo, símbolo de su status (lex reddendorum equorum, del 129 a. C.). Con ello la montura pasó a ser atributo de un grupo estamental diferenciado de los senadores. Pronto se añadieron nuevos símbolos externos que contribuyeron al fortalecimiento de la conciencia de identidad del ordo equester, a saber, el anillo de oro, la banda estrecha de púrpura en el vestido (angustus clavus), a más de ciertos lugares de honor en las celebraciones públicas (definitivamente regulado por la lex Roscia del 67 a. C.)[58].

Ya a partir de la segunda guerra púnica se hizo notoria la relevancia de esta capa social. Personas acaudaladas constituyeron sociedades empresariales y prestaron su ayuda al estado romano tomando a su cargo distintos servicios públicos (Liv. 23, 49,1 s. y 24, 18,10). Estas sociedades (societates publicanorum) se encargaban del mantenimiento del ejército o de la realización de obras públicas, como el levantamiento o reparación de edificios, calzadas y puentes; tomaban en arriendo la explotación de las minas estatales, el cobro de tasas aduaneras y la recaudación de impuestos, de tal forma que en estos apartados económicos ya no era posible prescindir de ellas (vid. Liv. 45, 18,3). Según Polibio, que nos describe con gran claridad la actividad de los publicani, estos hombres de negocios procedían de la gran masa del pueblo (6, 17,2 s.); y sin duda acierta dicho autor en sus apreciaciones, al menos en la medida en que muchos empresarios eran de muy baja extracción social. A su mismo estrato social pertenecían también prestamistas, banqueros, ricos comerciantes y hombres de negocios, tipos todos ellos que ya Plauto (muerto en 184 a. C.) describió vividamente en sus comedias. Hasta qué punto adquirió importancia este mundo de las finanzas al poco tiempo ya de la segunda guerra púnica, lo prueban detalles como el de que Escipión el Africano (muerto en 183 a. C.) hubiese depositado en un banquero la enorme fortuna dejada a sus hijas (Polib. 31, 27,15). A pesar de ello, en el orden ecuestre hubo siempre también grandes propietarios de tierras; por decirlo con la terminología de Cicerón, entre los caballeros se encontraban publicani, o activos empresarios actuando como grandes arrendatarios, a más de éstos, faeneratores o argentarii, es decir, prestamistas, también negotiatores, o comerciantes, y, sobre todo, agricolae, hacendados, de los cuales muchos provenían de las colonias y municipios de Italia En su composición social, por consiguiente, dicho estamento no se diferenciaba muy marcadamente del senatorial.

También la gestación y el fortalecimiento de esta capa acarreó nuevas tensiones a la sociedad romana. Movidos por el solo afán de lucro, y sin esas normas tradicionales de moderación que nunca habían muerto del todo entre la nobleza, estos advenedizos eran con frecuencia creadores de fortuna y exactores faltos de escrúpulos, que sobre todo en las provincias despertaban el odio de la población local y que no se privaban de cometer estafa contra el estado Sus prácticas eran bien conocidas en Roma ya desde la guerra anibálica (Liv. 25,1 4 y 25, 3,9 s.), a tal punto que pronto se hizo proverbial el que detrás de todo publicanus había siempre un violador de la ley (Liv. 45,18,3: ubi publicanus esset, ibi aut tus publicum vanum aut libertatem socus nullam esse) Los funcionarios romanos, como Catón durante su censura del 184 a. C., hubieron de intervenir una y otra vez contra los abusos de los publicani (Liv. 39,44,7 s.; Plut., Cato 19,2), y tales incidentes eran susceptibles de originar conflictos entre senadores y caballeros (vid. Liv. 43,16,1 s.). En todo caso, el dinamismo económico de los publicani era grande, y sus excesos eran perfectamente posibles en aquel régimen oligárquico que desconocía toda forma de control de la economía romana.

Estratos inferiores, itálicos y provinciales

La mayor parte de la gente dedicada al comercio en Roma y en las restantes ciudades, en particular la gran masa de modestos mercaderes, no pertenecía desde luego a ese sector enriquecido de empresarios arrendatarios del estado; cabría señalar más bien que junto a los artesanos constituían un elemento de la sociedad muy considerable numéricamente, que en la estructura social de las ciudades podía asimilarse mejor a los estratos inferiores que a un «estamento intermedio». La formación en Roma y en muchas ciudades itálicas de una importante capa artesanal tuvo lugar en el siglo II a. C. en conexión con el florecimiento económico, que se debía, por una parte, a la evolución en el sector agrario hacia una economía de plantaciones muy lucrativa y, por otra, a la creciente relevancia del comercio exterior, la actividad empresarial y el uso del dinero. Las comedias de Plauto y, sobre todo, el tratado de Catón sobre agricultura testifican la progresiva importancia de los distintos artesanos especializados; Catón describía detalladamente cuáles eran los objetos manufacturados de que precisaba un hacendado, y en qué ciudades de Italia se producían los de mejor calidad (Agr. 135,1 s.). De su relación se deduce que en la propia Roma, entre otros profesionales, había numerosos artesanos del textil, zapateros, alfareros, herreros, cerrajeros y carreteros.

Al menos una parte de estos artesanos se incluía en el amplio grupo de los libertos, cuyo número, al igual que el de los esclavos, ascendió considerablemente en Roma y en las restantes ciudades itálicas a partir de la segunda guerra púnica: Escipión Emiliano habría dicho en el 131 a. C. que la plebe urbana de Roma se componía básicamente de antiguos esclavos traídos por él a la ciudad como prisioneros de guerra (Val Max. 6, 2,3). Ya poco después de la victoria sobre Aníbal la cifra de libertos era tan elevada que se hizo necesario introducir determinadas normas sobre la manumisión; en el 177 a. C. fue prohibida la manumisión que sólo se proponía la obtención del codiciado derecho de ciudadanía romana (Liv. 41,9,11); a partir del 168 a. C. los liberti podían ser inscritos en una única tribu, con lo que la influencia de esta extensa capa social en la asamblea popular se redujo a la mínima expresión (Liv. 45,15,5). Muchas personas en otro tiempo esclavas podían aprovecharse ahora de las nuevas posibilidades económicas en las ciudades y hasta llegar a amasar una fortuna. Muchas otras, en cambio, no encontraron en Roma, ni en la industria ni en el comercio, un modo de vida estable y pasaron a engrosar aquel «lumpenproletariado» que no sólo viviría en condiciones verdaderamente penosas —desde mediados del siglo II a. C., además, bajo la presión del aumento de los inquilinatos—, sino que también habría de padecer los altos precios en buena parte de los productos de alimentación e ir por ello sobreviviendo a base de donativos. Estos regalos al pueblo de hombres poderosos (congiaria) están atestiguados desde el 213 a. C., y con ellos el donante se ganaba popularidad entre los pobres (cf. Liv. 37, 57,11, en el año 189 a. C.). La masa de este proletariado, que en Roma fue creciendo considerablemente a partir de la segunda guerra púnica, se nutría no sólo de libertos, sino también, y sobre todo, a base del campesinado romano, que había visto arruinarse las bases económicas de su existencia y afluía a Roma y a las demás ciudades[59].

La caída en la miseria y proletarización de muchos campesinos constituía una de las consecuencias más penosas de la segunda guerra púnica y de la expansión romana resultante de ella. En la lucha contra Aníbal la población rural sufrió un terrible número de bajas. Esta hubo de soportar doblemente el peso de la guerra: de sus filas fue reclutada la milicia romana» que en las victorias cartaginesas llegó a perder ejércitos enteros, como los 70.000 hombres sólo en la batalla de Cannae (Polib. 3,117,4); y, por otra parte, fue sobre todo ese mundo agrario el que una vez más resultó perjudicado por la Interminable contienda entre Aníbal y los romanos en Italia, en la que, según Apiano (Libyke 134), 400 grandes asentamientos fueron destruidos y cientos de miles de itálicos aniquilados. En las guerras subsiguientes y, en especial, durante las campañas extremadamente sangrientas de los romanos en Hispania, a mediados del siglo II a. C., el campesinado siguió pagando el mismo tributo de sangre, haciéndose ya claramente visible su decadencia durante esta etapa en las grandes dificultades encontradas para el reclutamiento del ejército. A esta acusada reducción de la población del campo se añadía el hecho de que aquellos agricultores sobrevivientes a la conflagración anibálica no se encontraban ya en condiciones de rehacer las bases económicas sobre las que se cimentaba la anterior posición de protagonismo del mediano campesinado. La fertilidad del juelo italiano, a pesar de las devastaciones de los años de guerra, no sufrió en realidad, un particular menoscabo, pero los pueblos estaban en ruinas, los aperos de labranza destruidos y el ganado diezmado. Lareconstrucción exigía inversión de capital, y ello no se lo podían permitir todos los labradores. Por otra parte, como los mejores brazos del campo continuaron sirviendo en las fuerzasarmadasdespués de la segunda guerra púnica, las familias rurales se encontraban a menudo privadas de la fuerza de trabajo adecuada. Además, los hacendados hicieron lo que estaba en su poder para apropiarse de las parcelas del campesinado. Al poco tiempo de ser Aníbal expulsado de Italia habían ocupado en el ager publicus los lotes abandonados. Dado que disponían de suficiente capital, podían acaparar más tierras y realizar en ellas las inversiones necesarias. No les faltaba tampoco mano de obra: precisamente como consecuencia de las guerras había grandes cantidades de esclavos, cuya explotación resultaba más cómoda que la de los trabajadores libres. Cuanto mayor era el poder económico de los grandes propietarios, con tantos menos escrúpulos actuaban frente a los campesinos reacios: puesto que en el ager publicus las parcelas podían ser ocupadas prioritariamente por quien estaba en condiciones de cultivarlas, resultó fácil a los ricos latifundistas proceder sencillamente al desalojo de los campesinos (cf. Sall., Iug. 41,8).

Ya a dos generaciones de la victoria sobre Aníbal, Tiberio Sempronio Graco sólo veía miseria en el antaño acomodado y poderoso campesinado: «Las fieras que discurren por los bosques de Italia tienen cada una su guarida y su cueva; los que pelean y mueren por Italia sólo participan del aire y de ninguna otra cosa más, puesto que, sin techo y sin casas, andan errantes con sus hijos y sus mujeres…, porque, de un gran número de romanos, ninguno tiene ara, patria, ni sepulcro de sus mayores, sino que por el regalo y la riqueza de otros pelean y mueren, y, cuando se dice que son señores de toda la tierra, ni siquiera tienen un puñado de tierra propio» (Plut., Ti. Gracchus 9,4). En la investigación más reciente, y de acuerdo con los datos suministrados por la arqueología sobre el poblamiento agrícola en los dos últimos siglos de la República, suele recalcarse que bajo ningún concepto debe aceptarse la idea de un proceso uniforme en toda Italia: en muchas partes de la península, empezando por la Etruria meridional, pequeñas explotaciones agrarias pervivieron hasta la época imperial. Pero la tendencia general era claramente la inversa[60], y por ella se vio alcanzado sobre todo el sur de Italia.

La vieja receta para resolver la cuestión agraria, a saber, el asentamiento y sustento de los sin tierras en las colonias, no constituía ya ningún remedio para las masas de agricultores caídos en la miseria, y hacia mediados del siglo II a. C. apenas se ponía en práctica. Muchos campesinos vivían de aceptar trabajos temporales como asalariados (mercennarii, operarii) en las granjas de los ricos (v. gr. Cato, Agr. 145,1); su suerte era con frecuencia poco mejor que la de los esclavos. Por consiguiente, grandes masas de población rural emigraban a las dudadesy, sobre todo, a Roma, para vivir del regalo y del trabajo ocasional, y para apoyar a cualquier político que estuviese dispuesto a socorrerlas. De esta suerte, fue creciendo el proletariado urbano hasta convertirse en una masa humana imponente por su número. Pero su importancia no radicaba solamente en sus efectivos numéricos, sino en su fuerza política potencial. El motín de los «pobre tones» en Roma no era otra cosa que la concentración de un material político y social altamente inflamable: se trataba de una masa popular que era perfectamente consciente de su pésima situación y deseaba escapar a toda costa de ese estado, que por su apiñamiento en la ciudad no tenía ninguna dificultad de comunicación, que era capaz en cambio de una rápida movilización y que por el disfrute de la ciudadanía romana estaba cualificada para actuar como fuerza política en la asamblea popular. Sólo precisaba de líderes que pudiesen dar forma coherente a sus reivindicaciones, líderes que desde esta posición de fuerza se resolvieran a vencer la resistencia de la nobilitas para dar satisfacción a esas demandas y que, por lo pronto, fuesen lo suficientemente ricos como para aliviar mediante donativos la extrema necesidad de la masa y asegurarse así el liderazgo sobre ella. Indefectiblemente, de todo ello resultaba que tales caudillos no podían ser revolucionarios salidos del proletariado, sino miembros de la nobleza, que como homines novi combatían contra el poder de la oligarquía o que como nobiles desgajados de ésta habían entrado en conflicto con su propio grupo social.

Conflictos en parte semejantes a los tenidos por el campesinado romano con la gran propiedad fueron apareciendo entre los socii itálicos y los detentadores del poder en Roma una vez concluida la segunda guerra púnica. También la población no romana de Italia había sufrido enormemente con las devastaciones de la contienda anibálica, y ello se hacía especialmente patente en el sur de la península; todavía se añadía a esto la venganza de los vencedores contra aquellas comunidades que, como en el caso de Capua, habían hecho defección de Roma. Los socii, además, estaban obligados a la prestación de ayuda militar a la República y en las continuas guerras del siglo II a. C. vertieron tanta sangre como el campesinado romano. Para empeorar las cosas, su condición de no romanos los hacía víctimas de la discriminación por parte del gobierno republicano. Cayo Graco podía invocar casos casi increíbles de arrogancia y arbitrariedad, con las que los funcionarios romanos actuaban incluso frente a los integrantes de los estratos superiores en las distintas ciudades de Italia (Gell., Noct. Att. 10,3,1 s.). Los derechos políticos del ciudadano romano faltaban a los socii, de tal forma que éstos ni siquiera podían contar con la posibilidad de defensa que un simple proletario tenía siempre en la asamblea popular; en la guerra se veían desfavorecidos a la hora del reparto del botín, y las penas que se les aplicaban durante el servicio militar se caracterizaban especialmente por su dureza y carácter humillante. Económicamente esta población itálica lo tenía algo mejor en las ciudades, donde como artesanos y gentes de comercio podía encontrar un medio de vida; en cambio, la población rural compartía a menudo el mismo destino que el campesinado romano. Por otra parte, masas indigentes de campesinos itálicos marchaban también hacia Roma con la esperanza de hallar en la gran ciudad los medios de una existencia segura. Pero, dada su condición de no ciudadanos —obligados, además, en sus respectivas ciudades a alistarse en el ejército de la República—, eran pronto expulsados por la fuerza de la capital por los magistrados romanos. La tensión que de esta forma llegó a producirse no era producto simplemente de un enfrentamiento entre ricos y pobres, toda vez que las capas superiores de los socii veíanse también afectadas por la discriminación. Con todo, la gran masa de descontentos estaba formada por el nutridísimo grupo de la población rural pobre, que aspiraba tanto a la igualdad de derechos políticos como a la solución de sus problemas sociales[61].

Parecidos en gran medida a las tensiones existentes entre los aliados itálicos y los gobernantes romanos eran los conflictos que surgieron en las provincias entre los romanos y la población local. En las guerras de conquista los habitantes de Hispania, África, Macedonia, Grecia y Asia Menor habían tenido que sufrir lo inimaginable, en especial hacia mediados del siglo II a. C., momento en que los romanos, en una fase crítica de su imperialismo, procedían en el exterior con especial brutalidad: ciudades como Cartago o Corinto fueron destruidas hasta sus cimientos, masas de cautivos pasadas a cuchillo o vendidas como esclavos, y quien conseguía escapar mediante rescate podía considerarse dichoso. Pero incluso en tiempos de paz la situación de los provinciales era a menudo catastrófica: los gobernantes y los publicani, procedentes, respectivamente, de la aristocracia senatorial y del grupo de los nuevos ricos, veían por lo general en las provincias simples campos de enriquecimiento personal y con frecuencia se conducían aquí con la misma falta de contemplaciones que en la guerra. El resultado era el levantamiento de las poblaciones sometidas, que en Hispania y Grecia, sobre todo, renacía siempre de nuevo. Esta resistencia no constituía en absoluto un movimiento socialmente homogéneo, puesto que en ella estaban comprometidas también las capas superiores locales, que luchaban por la independencia política o, cuando menos, por la supresión de aquella política sin freno. Pero también en las provincias la presión de la dominación romana recaía principalmente sobre las masas de población más pobres, a las cuales la oposición a Roma parecíales la única solución a sus males sociales, y así nacieron los cabecillas de la resistencia. Viriato, el caudillo de la guerra de la independencia contra Roma en Hispania, era, significativamente, un antiguo pastor (Liv., Epit. 52). En Grecia, donde con mayor claridad se pueden observar las razones de fondo de los movimientos y levantamientos antirromanos, fueron primero los miembros de los grupos sociales elevados los que, profundamente decepcionados al poco tiempo de la proclamación de la libertad de Grecia por Flaminio en el 196 a. C., atizaron la oposición antirromana; sin embargo, desde la tercera guerra macedónica la iniciativa pasó a las capas más bajas de la población, mientras que los sectores dirigentes se acomodaban cada vez más al dominio romano[62].

Ninguna otra capa de la sociedad, sin embargo, se encontró en una situación tan pésima como la que tocó vivir a las masas de esclavos, al menos las del campo. La importancia de la esclavitud para la economía romana se hizo enorme en el plazo de muy corto tiempo tras la segunda guerra púnica, por la sencilla razón de que la oferta y la demanda de esta rentable fuerza de trabajo crecieron súbita y simultáneamente[63]. Los terratenientes tenían necesidad de grandes cantidades de mano de obra barata para sus explotaciones, cada vez más extensas y en trance de reconversión agrícola; dado que el campesinado había sufrido enormes pérdidas humanas y tenía además que consagrar los mejores años de su vida al servicio militar, fue preciso renunciar a reclutar trabajadores de entre la población autóctona (Plut., Ti. Gracchus 8,1 s. y App., B. civ. 1,29 s.). A estos fines, en cambio, se prestaban los esclavos: por su absoluta carencia de derechos podían ser explotados mucho más fácilmente que los campesinos, no había que dispensarlos para el cumplimiento de la milicia, y precisamente en aquellos años posteriores a la segunda guerra púnica, debido a la privación de libertad de innumerables prisioneros de guerra, se podían encontrar a millares y a muy bajos precios. Cada una de las campañas militares de Roma en estos años significaba la llegada a Italia de una nueva remesa de esclavos extranjeros. Haciendo una selección de las noticias más importantes que las fuentes antiguas nos transmiten sobre el número de prisioneros de guerra esclavizados en cada una de la campañas, podemos hacernos una idea sobre la cifras de esclavos con las que operaba la economía romana: 30.000 en Tarento, en el año 209 (Liv. 27,16,7); 8.000 en África, en el 204 (Liv. 29,29,3); 5.632 en Istria, en el 177 (Liv. 41,11,8); 40.000 bien a gusto en la campaña del 174 en Cerdeña (Liv. 41,28,8: 80.000 personas en parte muertas y en parte esclavizadas); 150.000 en el Epiro, en el año 167 (Polib. 30,15 y Liv. 45,34,5 s.), y un mínimo de 50.000 en Cartago, en el 146 a. C. (App.

Libyke 130)[64]. A estas fuentes de aprovisionamiento se añadían los nacimientos habidos en familias de los no libres y, al parecer como suministro más importante, el comercio de escavos en Oriente, que allí facilitaban las guerras entre los estados helenísticos o el robo, y que eran enviados a los grandes mercados de esclavos —como por ejemplo el de Délos, donde, según mformará mas tarde Estrabón (14,5,2), podían ser vendidos diariamente hasta 10 000 esclavos, mayoritariamente con destino a Italia. Los precios en el siglo II a. C. oscilaban quizá entre los 300 y los 500 denarios (1.200 - 2.000 sestercios) por término medio[65].

La importancia de la esclavitud, así pues, se incrementó súbitamente con el paso del siglo III al siglo II a. C. Ya en las comedias de Plauto y de su contemporáneo más joven Terencio (él mismo un antiguo esclavo de Africa) aparecen los esclavos como figuras que incuestionablemente forman parte del ambiente social de Roma y cumplen funciones diversas. La economía romana los absorbió rápidamente en todos sus sectores, aun cuando la mano de obra esclava no llegó nunca a sustituir completamente al trabajo libre, ni durante esta época ni en ninguna otra de la historia de Roma. En las plantaciones de los ricos hacendados de Italia los esclavos realizaban una parte considerable de la producción. Catón se basaba en su propia experiencia cuando asignaba 13 esclavos a una plantación normal de olivos de 240 yugadas (60 Ha.) y 16 esclavos a una viña grande normal de 100 yugadas (25 Ha.) (Agr. 10,1 s.); Cayo Sempronio Graco había comentado que su hermano mayor Tiberio se había decidido a luchar por las reformas durante un viaje por Etruria en el año 137 a. C., cuando pudo contemplar que los campesinos se habían extinguido en todas partes, mientras que los trabajadores agrícolas y pastores eran siempre esclavos de origen foráneo (Plut., Ti. Gracchus 8,4). Gran número de los no libres fueron empleados en las minas, y sólo en los yacimientos de plata españoles próximos a Carthago Nova la cifra se elevaba a 40.000 hombres en tiempos de Polibio (34, 9,8 s.). En la hacienda de Catón había esclavos ocupados también en la manufactura y, como sabemos por Plauto y por los sellos en la cerámica de la ciudad de Cales o en tejas de Etruria, en los centros urbanos solía haber también esclavos compartiendo con los libres y libertos los oficios artesanales especializados. En las ciudades y en las villas de los grandes propietarios vivían naturalmente esclavos, que ejercían profesiones liberales, v. gr., pedagogos, como en la casa de Catón (Plut., Cato 20,5), además de servidores y esclavos de lujo[66].

En un sistema como éste a la fuerza tenían que difuminarse los rasgos patriarcales de la esclavitud romana primitiva. Por regla general, los esclavos ya no eran miembros, como antes, del círculo familiar, sino que se convirtieron en un grupo social claramente segregado del resto de la comunidad por su carencia de derechos, la terrible explotación laboral a que estaban sometidos y el desprecio general. Una buena prueba de la consideración que le merecían a Catón los esclavos era el hecho de que fuesen enumerados por él, junto al ganado o a los aperos de labranza, como parte del mobiliario de una propiedad agrícola (Agr. 10,1 s.); era la misma concepción que un más tarde estará documentada en Varrón, quien definiría a los esclavos como instrumenti genus vocale (De re rust. 1, 17,1). De todas formas, esta masa de esclavos no presentaba en absoluto caracteres homogéneos. Los esclavos en las ciudades gozaban, por lo general, de una posición social más ventajosa que la de los empleados en el campo o las minas, cosa explicable por el hecho de que en sus profesiones, a menudo altamente especializadas, los malos tratos no producían en absoluto mejores rendimientos laborales. Precisamente para estimularlos a los más altos rendimientos, se les solía prometer la liberación; las masas de libertos en Roma y en las ciudades eran generalmente antiguos esclavos urbanos. Por el contrario, en el tratamiento dispensado a los esclavos de las grandes plantaciones y las minas apenas se podía rastrear algo de humanidad. Catón mantenía a sus esclavos bajo una estrecha disciplina y los mandaba azotar por cualquier pequeño descuido (Plut., Cato 21,2 s.); nunca los dejaba desocupados, ni en momentos de mal tiempo ni en los días de fiesta; tenían que trabajar en las minas encadenados los unos a los otros; a los esclavos enfermos no les ponía una ración de comida completa; si por enfermedad o vejez se volvían inútiles para el trabajo, los ponía a la venta (Agr. 2,1 s., 56 y 57) y, en cualquier caso, nunca quería saber nada de manumisiones. Otras brutalidades, que llegaban al tormento y la crucifixión (Plaut., Amphitr. 280, Mil. Glor. 372 s.), elevaban aún más estos sufrimientos. También es verdad que no todos los esclavos, incluso en las explotaciones agrícolas, eran tratados igual de mal: en el seno de la capa de los esclavos había una cierta jerarquía, que iba desde el administrador de la finca (vilicus) hasta los simples peones con grilletes, pasando por los vigilantes y los operarios especializados. Pero, considerado en su conjunto, el tratamiento dado al esclavo en la República tardía fue peor que el de cualquier otra época en la historia de Roma, anterior o posterior a ésta.

La explotación incontrolada y especialmente brutal de las masas de esclavos, siempre reemplazables gracias al comercio o a la afluencia de prisioneros de guerra, condujo a conflictos en los que se encontraban frente a frente los más fuertes y poderosos de la sociedad romana y los más oprimidos. El odio del esclavo, que antes de su captura había sido en muchos casos un ciudadano libre y consciente de sus derechos en otro estado, no podía pasar desapercibido a su amo; Catón procuraba en todo momento sembrar la discordia entre los suyos, pues temía que estuviesen unidos (Plut., Cato 21,4). Naturalmente, dada la fuerza del estado romano, las posibilidades de resistencia de los esclavos contra sus amos eran reducidísimas. El desobediente era al punto castigado con toda severidad. Escapar de una finca agrícola era difícil y a la larga pocas veces terminaba con bien para quienes lo intentaban; el hecho de que Plauto y también Catón (Agr. 2,2) mencionen la huida de esclavos, sólo pone de manifiesto la suerte fatal que aguardaba a quienes se atrevían a ello. Más inviable todavía era un abierto levantamiento contra los dueños. Con independencia del estrecho control y del encadenamiento de los esclavos en muchas fincas, apenas había entre ellos posibilidades de comunicación, que habrían sido imprescindibles para preparar un movimiento de masas; en las ciudades, donde se daban mejor estas condiciones, la situación de los esclavos era más favorecida y apenas había pretextos para una revuelta en toda regla. Si dejamos a un lado a grupos especiales de esclavos, como lo serán más tarde los gladiadores del entorno de Espartaco, sólo había un grupo de esclavos que estaba en condiciones de desencadenar un levantamiento armado: los pastores, no tan férreamente vigilados como los trabajadores de fincas ni tan atados en su libertad de movimientos, pero que a causa de los malos tratos y las duras condiciones laborales se hallaban tan insatisfechos con su destino como sus compañeros de las plantaciones de olivos y las minas. No está probado positivamente que cierta coniuratio servorum en Etruria, del año 198 a. C., contra la que hubo de emplearse una legión romana completa (Liv. 33, 36,1 s.), hubiese sido promovida por pastores. Pero aquel magnus motus servilis, que en los años 185-184 a. C. encendió en Apulia una guerra de guerrillas y concluyó con la condena de 7.000 de los implicados, fue, en expresión de Tito Livio, una pastorum coniuratio (39,29,8 s. y 39,41,6 s.). Quedaba así preparado el camino que conduciría a los grandes levantamientos de esclavos en Sicilia.

El camino hacia la crisis

Del examen de cada uno de los estratos de la sociedad romana entre la segunda guerra púnica y la época de los Gracos se desprende que el brusco cambio de las estructuras económicas y sociales en ese corto período no sólo provocó una completa metamorfosis, en la que determinadas capas sociales conocieron un notorio crecimiento, otras sufrieron un debilitamiento, y algunas vieron ahora la luz; el cambio en la historia de esos grupos sociales particulares produjo, correlativamente, la aparición o recrudecimiento de tensiones y conflictos sociales. Los enfremamientos entre las familias rectoras de la nobilitas no eran ya simples rivalidades sin mayor trascendencia entre los distintos linajes de un sistema de poder aristocrático. Los choques entre la nobilitas y quienes ascendían socialmente en el senado, aunque también entre la oligarquía y los nuevos ricos del orden ecuestre, originaban nuevos conflictos en el seno de las capas dirigentes. La degradación material del campesinado romano y el surgimiento de una masa proletaria en Roma creaban una nueva y muy peligrosa fuente de problemas, al tiempo que una base de masas para cualquier tentativa revolucionaria. Las continuas tensiones entre quienes imperaban en Roma y los aliados itálicos, que no sólo tenían un cariz político, sino también social, al igual que las fricciones entre los beneficiarios del imperio y la población sometida de las provincias, complicaban aún más la situación. Finalmente, en el odio de las masas esclavas hacia sus dueños latía una amenaza-contra el sistema entero de dominación romano. Roma, en efecto, se había transformado en muy poco tiempo en un imperio mundial, en realidad, demasiado rápidamente para que su sociedad pudiese asimilar semejante cambio, y ni los éxitos deslumbrantes de sus ejércitos en Oriente y Occidente podían ocultar el hecho de que en el fondo de la sociedad romana germinaba una crisis que amenazaba con arruinar todos los logros alcanzados. Los primeros signos de alarma, caso del conflicto entre los Escipiones y el resto de la nobilitas, de las debilidades de Roma en las guerras de Hispania a mediados del siglo II a. C., de la resistencia de las masas contra Roma en Grecia, nunca extinguida del todo, o del levantamiento de los pastores en Apulia, no permitían reconocer todavía la naturaleza de la crisis venidera. Pero ponían de manifiesto que una serie de problemas de nuevo tipo estaban presentes», y que la situación resultaba totalmente distinta, por ejemplo, a la correspondiente a la fase crítica del enfrentamiento entre patricios y plebeyos hacia mediados del siglo IV a. C.

Esta situación se hizo más aguda aún porque el sistema de división social sólo muy parcialmente era permeable. Para los integrantes de algunas capas sociales estaban ciertamente abiertas las posibilidades de movilidad social: los esclavos urbanos eran manumitidos con frecuencia, los libertos podían ganar el ascenso a un estrato de artesanos y mercaderes, comerciantes y empresarios hábiles podían amasar grandes fortunas y auparse como caballeros al segundo estamento de la sociedad romana, caballeros ricos podían obtener cargos senatoriales y así, como homines novi, entrar a formar parte de la aristocracia senatorial. Evidentemente, ello no significaba de ninguna manera que estas capas fuesen inmunes a la conflictividad social, pero no deja de ser significativo el que en las violentas luchas encendidas desde los años 30 del siglo II a. C. fuesen ellas las que observaron el comportamiento más tranquilo. Así, los esclavos de las ciudades, en su mayoría, no se sumaron a los grandes movimientos serviles del campo, los hombres del comercio y la industria no fueron, por lo general, grupos desestabilizadores, y la politización del orden ecuestre se mantuvo siempre dentro de unos límites. Pero las posibilidades de movilidad social estaban muy circunscritas a la sociedad urbana, y aquí, sobre todo, a los estratos que podían obtener beneficios de la producción artesanal, el comercio y la economía monetaria. Muy distinta era la situación en el campo y entre las masas proletarias de Roma, sin ocupación de ningún tipo en el proceso de producción: rara vez había perspectiva de liberación para los esclavos de las fincas agrícolas (como tampoco para los de las explotaciones mineras), también estaba prácticamente excluida todo esperanza de mejorar de vida para los campesinos caídos en la miseria y los proletarios, y en el caso de las masas de población itálica y de los habitantes de las provincias apenas se vislumbraba una equiparación política con los romanos mediante la obtención del derecho de ciudadanía. A esto se añadía la negativa de la nobilitas a ceder al senador corriente y al homo novus las magistraturas más importantes y, con ellas, el acceso al verdadero poder. También en este sentido, así pues, la situación en vísperas del período de las grandes alteraciones inaugurado por los Gracos se presentaba muy diferente a la de mediados del siglo IV a. C.: en la sociedad romana de aquel entonces las puertas del poder se habían abierto casi de par en par a los homines novi que medraban, mientras que en esta segunda centuria apenas se vio algo semejante, añadiéndose a ello el que a masas enteras de la población les estaban siendo negados el ascenso social, la mejora de sus condiciones económicas de vida y la igualación política.

En fin, totalmente nueva era la situación en la medida en que la sociedad romana del siglo II a. C. ya no contaba con aquellos lazos indestructibles que habrían podido mantener firmemente unidas a capas sociales antagónicas. Anteriormente, tales vínculos resultaban, por una parte, de la propia estabilidad del sistema político, con las magistraturas senatoriales, el senado y la asamblea popular, lo que podía garantizar el dominio sin límites de la nobleza, tanto más cuanto que ésta, al menos en el campesinado, tenía un aliado para sus metas en política exterior. Por otra parte, la cohesión de la sociedad romana estaba antaño asegurada por la serie de normas que se basaban en una religión y en una ética a hechura de una nobleza imbuida de tradicionalismo, y que definían los modos de comportamiento de las masas ciudadanas y, por supuesto, de la aristocracia, en consonancia con las reglas del mos maiorum. A partir de la segunda guerra púnica y la subsiguiente expansión de Roma en el Mediterráneo estos vínculos se habían relajado considerablemente y amenazaban con desintegrarse. Una vez que la aristocracia ya no fue capaz, como en tiempos de las dos primeras guerras púnicas, de apoyarse en la masa del campesinado, el viejo edificio político empezó a tambalearse: coepere nobilitas dignitatem, populus libertatem in lubidinem vortere, sibi quisque ducere, trahere, rapere (Sall., Iug. 41,5). Al mismo tiempo, este antiguo sistema político se volvió totalmente anacrónico en época de la expansión: continuaba siendo todavía un sistema de dominación y gobierno que había sido originariamente concebido para una ciudad-estado y que ahora, sin apenas haber cambiado, debía mantener unido a un imperio mundial, lo que a la larga resultaba imposible. Era sobre todo en las notorias deficiencias de la administración de las provincias, en realidad no administradas, sirioexplotadas, donde esto se ponía más de relieve.

Pero también los fundamentos espirituales del estado romano estaban siendo sacudidos día tras día: no sólo Aníbal, también los griegos vencidos vieron cumplida su venganza final cuando la expansión romana y, en particular, la influencia ideológica del helenismo sometido produjeron inexorablemente la ruina de las viejas normas. «Para aquellas mismas personas que habían soportado con facilidad las fatigas, los peligros y las situaciones inciertas y difíciles, la tranquilidad y la riqueza, bienes otrora deseables, se convirtieron ahora en pesada carga y motivo de perdición. Así nació primero el afán de dinero y después de poder: esto era, por decirlo así, la raíz de todo el mal. Luego, la codicia minó la lealtad, la honestidad y las demás virtudes; en su lugar, ella enseñó la arrogancia y la crueldad, enseñó a desdeñar a los dioses y a poner a todo un precio» (Sall., Cat. 10,2 s.). La antigua escala de valores del romano sobre el cumplimiento del deber, la fidelidad, la justicia o la generosidad, que había nacido bajo las condiciones del orden social arcaico, tenía que aparecer como cosa ya superada en la época de creación del dominio mundial y de profunda reestructuración de la sociedad romana. Paralelamente, Roma descubría en los países conquistados, y particularmente en Grecia, ideas religiosas y filosóficas con un contenido que en muchos aspectos entraba en contradicción con el mos maiorum. Desde un primer momento, para la mayor parte de esta sociedad metamorfoseada el mos maiorum no significó absolutamente nada: ni para los nuevos ricos de mentalidad comercial, ni para los proletarios caídos en la desesperación, ni mucho menos para las poblaciones oprimidas de Italia y las provincias, por no hablar de los esclavos, muchos de los cuales eran de origen extranjero y que, de recibir algún tipo de educación, lo era para la obediencia. Pero la auténtica «venganza de los vencidos» consistía en que la nueva y más peligrosa corriente espiritual para Roma, la de la filosofía helénica, encontró las mayores simpatías precisamente entre aquel estrato social que debiera ser el guardián del mos maiorum, en concreto, en ciertos sectores de la aristocracia dirigente y especialmente en el círculo de los Escipiones. Para abrirse a esas corrientes espirituales eran menester un nivel educativo y un conocimiento de mundo que sólo se daban en tales ambientes; a los aristócratas menos convencionales la filosofía griega no sólo no pareció un peligro, sino una magnífica posibilidad de legitimar mediante un sistema ideológico acorde con los nuevos tiempos el derecho al dominio del mundo y a su propia posición social dirigente. En todo caso, la consecuencia de tales influencias fue básicamente la de conmover el orden tradicional de la sociedad romana.

Aquellos conflictos sociales que en su día llevaron a la desaparición del orden social arcaico en Roma, pudieron solucionarse a partir de las leyes licinio-sextias por vía reformadora. Ahora la situación era distinta. Si en aquel entonces la expansión en Italia había ofrecido la posibilidad de resolver a costa de terceros los problemas económicos de las capas bajas de la población, en estos momentos la expansión en el Mediterráneo se convertía en una fuente de tensiones para la sociedad romana. Si antaño los intereses comunes de la aristocracia y los distintos grupos de la plebe habían producido en las instancias rectoras una resuelta actitud reformista, ahora no se detectaba en las esferas de gobierno una disposición semejante en pro de los estratos sociales perjudicados y oprimidos. En realidad, ni siquiera se llevaron a cabo intentos de solucionar los problemas sociales más acuciantes, como el de mejorar la situación de los esclavos o el de integrar a los itálicos en el sistema político, ya que ellos habrían ido en contra de los intereses de los grupos dirigentes de Roma. Otros problemas fueron reconocidos como tales, y se hizo incluso alguna tentativa para paliarlos; por regla general, sin embargo, dichos intentos propendían tan solo a una vuelta al anterior estado de cosas, lo que, dadas las condiciones económicas, sociales y políticas del momento, resultaba imposible, al margen ya de que carecían del empuje y la coherencica suficientes o llevaban a resultados imprevisibles y fatales.

Nada caracterizaba mejor la cortedad de miras de muchas de las personas influyentes en los círculos rectores de esta segunda centuria que la actitud de Marco Porcio Catón. Por un lado, luchaba por todos los medios a su alcance para que la capa dirigente se adaptase a las nuevas formas económicas de reconversión de cultivos, trabajo esclavo, inversión de capitales y alta rentabilidad. Pero, por otro lado, este hombre se aferraba a las antiguas virtudes romanas, entre las cuales se encontraban el sentido del ahorro y la sobriedad en el modo de vida, y consideraba a la filosofía helénica, al igual que otros logros del espíritu griego, v. gr., la medicina científica, como cosas incompatibles con los ideales romanos. Ante posturas de rechazo como ésta resultaba imposible la resolución siquiera de algunos problemas de la sociedad romana mediante una legislación reformista. Las medidas legales tendentes a frenar el proceso de evolución social estaban condenadas al fracaso. Es cierto que una disposición senatorial del 186 a. C. contra los devotos de Baco en Roma e Italia pudo interrumpir las prácticas de culto orgiástico, pero la decadencia del mos maiorum como sistema de referencia para la sociedad romana no dejó por ello de detenerse. Las providencias tomadas por Catón contra el lujo durante su famosa censura del 184 a. C. entraban tan poco en el problema de fondo como tantas otras leyes que se promulgaron durante esta misma centuria contra el modo de vida dispendioso. La lex Villia annalis del 180 a. C., que pretendía evitar con una regulación de la carrera senatorial el fulgurante ascenso de conspicuas personalidades de la oligarquía, como Escipión el Africano, fue saltada a la torera ya una generación después por Escipión Emiliano. Tampoco produjo resultado alguno la invocación a las leyes licinio-sextias para salir en defensa del campesinado frente a los terratenientes, toda vez que nadie se atenía a ellas; Cayo Lelio (cónsul en 140 a. C.), que llegó a sopesar serias medidas de reforma en favor de los pobres, no se atrevió siquiera a intentar su puesta en práctica (Plut., Ti. Gracchus 8,7). Tan sólo una ley anterior al movimiento de los Gracos tuvo hondas consecuencias en este siglo, aún sin proponérselo. En virtud de la lex Calpurnia del 149 a. C. quedaron instituidas unas comisiones permanentes para investigar los abusos de los magistrados romanos y salir así en defensa de los provinciales. Si bien estos órganos de vigilancia no acabaron de ninguna manera con la violencia y la extorsión en las provincias, se convirtieron en cambio en el campo de juego perfecto para las intrigas y las luchas faccionales dentro de la capa dirigente, socavando aún más el orden vigente.

Así, pues, la sociedad romana enfiló irremediablemente el camino de una crisis de la que sólo era posible salir por la violencia. Pero el empleo de la violencia se atuvo a las propias leyes que imponía la estructura de la crisis. La distinta naturaleza de cada uno de los conflictos por razón de la diversidad de los problemas sociales y políticos, la divergencia de intereses de cada una de las capas sociales y, finalmente, también los múltiples lazos de unos estratos y grupos con otros, hacían imposible el surgimiento de un moviminto revolucionario más o menos homogéneo. La estructura de la crisis llevaba, por el contrario, a que ésta se resolviese en una serie de sangrientos conflictos sociales y políticos discurriendo en paralelo, aunque no engranados entre sí desde un principio, y cuyo efecto final sería la destrucción del marco político anticuado en que se encuadraba el orden social, es decir, la república, si bien no afectando para nada a los fundamentos de la estructura social, que se vio únicamente corregida. Las guerras serviles constituyeron auténticos movimientos sociales, pero se proponían unas metas que no correspondían a los intereses de los otros estratos sociales perjudicados, en realidad, ni siquiera a los de los esclavos urbanos; estaban, pues, condenados al fracaso. La población sojuzgada de las provincias veía la causa de sus males en el propio sistema de dominación romano, pero contra éste apenas si podía hacer otra cosa que sublevarse con ayuda exterior, como lo hicieron los griegos con el apoyo de Mitrídates, si bien a la larga con ningún éxito, tanto menos cuanto que aquí las capas superiores se habían ido convirtiendo paulatinamente en baluarte del dominio romano. Triunfante sólo salió el levantamiento de los itálicos contra Roma, aún cuando su resultado no fue la destrucción del poder romano, sino su robustecimiento con la integración de la capa alta itálica en los órdenes rectores de la sociedad romana. Las luchas decisivas se dirimieron más bien entre los detentadores del poder, con el apoyo en cada caso de una facción consciente de sus intereses, bien organizada y armada; luchas entre la oligarquía, que gracias a su posición de poder y a sus múltiples relaciones sociales contaba con el respaldo de una amplia base de seguidores, y miembros de la nobleza guiados por sus propios designios políticos, que se presentaban como portavoces de las masas proletarias y que se sabían apoyados por éstas como si de poderosos ejércitos se tratasen. Sólo estos conflictos tenían posibilidad de alterar en sus fundamentos el orden social existente. Pero incluso las fuerzas «progresistas» contrarias a la oligarquía aspiraban, como mucho, a efectuar ciertas correcciones en el sistema social vigente, pero no a su abolición, con lo que el centro de interés de los conflictos armados resultantes se desvió cada vez más de los problemas sociales hacia el campo de la lucha por el poder político. En la guerras civiles derivadas de ello dejaron de enfrentarse capas y grupos sociales por formaciones políticas y ejércitos regulares mandados por los primeros hombres del estado. Lo que se consiguió con esto fue la caída del estado republicano: res publica, quae media fuerat, dilacerata (Sall., Iug. 41,5).