Capítulo 2
LA SOCIEDAD ROMANA DESDE EL INICIO DE LA EXPANSIÓN HASTA LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA.
La disolución del orden social arcaico: la nivelación de los órdenes y la expansión
En el momento de producirse el paso del siglo V al IV a. C., Roma era todavía una ciudad-estado arcaica: su ordenamiento social, con la nobleza dominante a un lado y el pueblo muy desfavorecido política y económicamente al otro, seguía basándose en un principio estamental realmente simple, y su ámbito de soberanía se reducía a un modesto territorio en el entorno de la ciudad. Empero, las alteraciones operadas en la estructura de la sociedad romana desde la caída de la monarquía y el comienzo de la lucha de los órdenes, colocaron a Roma ante el umbral de una nueva época de su evolución social. El pueblo había dejado de ser una masa muda: se había unido en un estamento independiente, con una conciencia de identidad cada vez más acusada, y podía preciarse de una serie de logros políticos considerables. Al mismo tiempo, bajo la superficie del simple modelo estamental nobleza-pueblo se había configurado una división social más profunda como resultado de la diferenciación en las relaciones de propiedad, división que iba desde los ricos propietarios de tierras hasta los pobres campesinos y proletarios desposeídos, pasando por los artesanos y mercaderes acaudalados. Tampoco Roma era ya hacia el 400 a. C. aquel poder de segundo rango de un siglo antes. Tras la expulsión de los reyes etruscos se vio obligada a mantenerse a la defensiva durante largo tiempo, pero a partir de la mitad del siglo V pudo pasar a la ofensiva y, con la conquista de Fidenas (426 a. C.) y, sobre todo, el sometimiento de Veyes (396 a. C.), consiguió aumentar sustancialmente el territorio de su soberanía. Con ello estaba sellado su futuro, y se abría el camino para la disolución del orden arcaico en el enfrentamiento social y político interno el imperativo del momento para los plebeyos no era un mayor distanciamiento de la nobleza, sino precisamente lo contrario, el compromiso con el patriciado, al menos en el caso de los grupos rectores del pueblo; de cara al exterior, la meta tanto de la nobleza como de otros sectores dirigentes del pueblo sólo podía ser la prosecución de las conquistas, a fin de resolver a costa de terceros la apurada situación económica de los pobres y asegurar al propio tiempo mayor riqueza a los ya acaudalados. Tras los decenios, al parecer en calma, posteriores a los años centrales del siglo V a. C., en los que las estructuras arcaicas desgastadas estaban ya maduras para su sustitución por un nuevo modelo de sociedad, sólo hizo falta una aceleración del proceso histórico, para que las consecuencias de la evolución precedente se pusiesen plenamente de manifiesto.
A esta aceleración del proceso histórico se llegó a partir de los primeros decenios del siglo IV a. C., con el resultado de que la estructura social del estado romano experimentó una alteración fundamental en el curso de los cien años siguientes, aproximadamente. Poco después del 400 a. C., las tensiones en Roma se incrementaron notablemente. Debido al crecimiento natural de la población el número de desposeídos de tierras se elevó cuantiosamente, mientras que la ampliación del territorio nacional romano, tras la conquista de Fidenas y Veyes (Veii) no aplacó en absoluto el descontento de los pobres, sino que precisamente lo que hizo fue agudizarlo aún más: la tierra anexionada por Roma como botín de guerra no fue repartida entre los indigentes, sino que se vio ocupada por los hacendados ricos; Simultáneamente, las condiciones políticas del momento avivaron el descontento de la plebe, incluidos los plebeyos ricos: en las guerras victoriosas contra los vecinos la infantería plebeya, y en particular la infantería pesada nutrida por los plebeyos pudientes, había tenido una participación fundamental y reclamaba la influencia política que le correspondía. La situación se tornó aún más difícil después de que en el 387 a. C. una tropa en busca de botín, integrada por galos asentados en la Italia superior, batió al ejército romano, tomó temporalmente Roma hasta el Capitolio, saqueó la ciudad y devastó los campos circundantes: muchas familias perdieron entonces sus haciendas y como consecuencia de ello se vieron reducidas a la esclavitud por deudas; al propio tiempo, también el ordenamiento estatal patricio sufrió a resultas de todo ello una conmoción. El camino de salida sólo podía estar o en una revolución o en una reforma fundamental. Según la tradición representada por la analística, los descontentos intentaron en dos ocasiones consecutivas, en el 385 y en el 375 a. C., derribar por la fuerza el orden existente (Liv. 6, 11,1 s.). La impresión, sin embargo, era que las estructuras sociales vigentes no eran alterables mediante la violencia, y menos aún cuando tal cosa iba también en contra de los intereses de los plebeyos más acomodados. En cualquier caso, a raíz de todo esto se puso en evidencia la necesidad de reformas, y el ala del patriciado dispuesta al compromiso —en alianza con los jefes de la plebe— logró imponerse y hacer valer sus criterios[29].
Según las fuentes, la reforma decisiva tuvo lugar en el 367 a. C., en virtud de las llamadas leges Liciniae Sextiae (Liv. 6, 35,3 s.), así denominadas por los tribunos de la plebe Cayo Licinio Estolón y Lucio Sextio Laterano. Mediante esta legislación se logró de un sólo golpe mejorar considerablemente la situación económica de los plebeyos pobres y alcanzar la equiparación política de la plebe con el acceso de los líderes del pueblo a las más altas magistraturas. A partir del triunfo de esta reforma la mayor parte de las reformas necesarias pendientes fueron también acometidas por vía legislativa. Puesto que las leyes habían de ser votadas por la asamblea popular, se aseguraban así que las reformas fuesen asumidas por la mayoría del pueblo (o, cuando menos, de la asamblea popular), y puesto que habían de contar con la autorización del senado, su aprobación significaba al mismo tiempo también el sancionamiento de la obra reformadora por aquella instancia estatal superior en la que los intereses de la nobleza estaban mejor representados. En todo caso, el desarrollo legislativo de la República desde las leyes licinio-sextias, que pusieron el proceso en marcha, hasta la lex Hortensia del año 287 a. C., fue una corriente imparable de reformas sociales y políticas en favor de la plebe; tampoco los ocasionales reveses creados por la actitud de unas cuantas familias más influyentes y conservadoras entre los patricios, pudieron frenar esta evolución. En congruencia con la apertura de esta política reformadora por las leyes licinio-sextias, también las disposiciones ulteriores se orientaron en las dos direcciones ya conocidas: por un lado, procurando remediar la acuciante situación económica de los plebeyos pobres; y, por otro, efectuando la equiparación política del pueblo con los patricios, lo que no significaba otra cosa que la fusión de los sectores plebeyos dirigentes con los descendientes del viejo patriciado.
Para mejorar la situación de quienes carecían de tierras y para subvenir a sus necesidades materiales, ya en las leyes licinio-sextias del 367 a. C. se acometían enérgicas medidas. Las deudas, que oprimían a los indigentes y los amenazaban con la pérdida de la libertad personal, fueron en parte canceladas (al igual que aconteciera en Atenas con la reforma de Solón en una constelación histórica muy similar). Paralelamente, se acordó que nadie podría ocupar en suelo del estado una superficie de explotación superior a las 500 yugadas. Esta medida de las leyes licinio-sextias, a veces tenida por anacrónica, ha de valorarse como auténtica, y ciertamente no sólo porque Catón el Viejo la mencionase en el 167 a. C. como una antigua disposición (en Gellius, Noct. Att. 6, 3,37), sino también porque es perfectamente compatible con la extensión alcanzada por el territorio romano tras la anexión de los territorios de Fidenas y Veyes (Veii). La superficie de 500 yugadas por unidad de tenencia (aproximadamente, 1,25 km2) no constituía en aquel tiempo, ni mucho menos, el tamaño habitual de una parcela de tierra, sino que representaba a todas luces la extensión de los predios de unas pocas familias de la cúspide rectora, que se habían repartido entre ellas las áreas conquistadas unos cuantos decenios antes y que, sobre todo en el antiguo territorio de Veyes (Veii), habían tomado posesión de fundos aun por encima de las 500 yugadas. Sea como fuere, los ricos hacendados tuvieron que ceder al menos una parte de la tierra que se habían arrogado, y esta tierra pudo ser entonces repartida entre los pobres[30].
Lo que se dice plenamente, la política de aprovisionamiento de tierras a los pobres pudo entrar en vigor sólo a partir del 340, gracias al rápido aumento del ager publicus como consecuencia de la expansión. En conexión con esto pudo ser también abolida la servidumbre por deudas, sancionada en su día por la Ley de las Doce Tablas: la importancia de la lex Poetelia Papiria (326 a. C.), que introdujo este cambio, llegaría más tarde a ser comparada por Tito Livio (8,28,1 s.) con la fundación de la república (velut aliud initium libertatis). Durante su censura del 312 a. C., el filoplebeyo y reformista Apio Claudio Ceco impuso todavía otra medida que iba en la misma dirección que la reforma agraria de las leyes licinio-sextias: a los antiguos esclavos, en su mayor parte gente muy pobre, que tras su manumisión carecían por lo general de todo tipo de bienes raíces y que en consecuencia venían siendo inscritos únicamente en las cuatro tribus urbanas, los repartió también en las tribus rústicas, a fin de que pudiesen disfrutar de un lugar de residencia fijo y una parcela de tierra en el campo[31]. Ello significaba al mismo tiempo que los libertos, como ciudadanos de la más baja condición social que eran y que hasta el momento sólo habían podido intervenir políticamente dentro de las tribus urbanas, estaban ahora en condiciones de influir también en la opinión y en la vida política de la población campesina. Cierto que en el año 304 a. C. esta reforma fue anulada (se trató de uno de los pocos casos de clara reacción patricia en la segunda fase de la lucha entre los órdenes), pero esta medida sólo pudo limitar el campo de juego político de los libertos, ya que no poner una barrera a sus ambiciones económicas.
La mayoría de los esfuerzos reformadores de esta época estaban encaminados a la plena igualación política de los plebeyos. Para la plebe era de gran importancia el fortalecer su seguridad jurídica frente a la arbitrariedad de los funcionarios del estado. A tal fin, el tribuno de la plebe Cneo Flavio hizo públicas las fórmulas procesales (ius Flavianum), que garantizaban normas uniformes de procedimiento para cualquier ciudadano ante un tribunal. La lex Valeria de provocatione del 300 a. C. fortalecía la seguridad del ciudadano ante los magistrados: en virtud de dicha ley, el ciudadano que era condenado por un magistrado a la pena máxima tenía el derecho de apelar a la asamblea popular (provocatio), que había de decidir sobre el asunto en un tribunal propio constituido al efecto; en los procesos políticos que se veían en la ciudad de Roma los magistrados perdieron todas sus competencias, para Ser entregadas a la asamblea popular. Es evidente que a los dirigentes plebeyos les interesaba sobre todo verse igualados con los patricios en la dirección política del estado romano. Toda vez que la actividad política se canalizaba bien a través de las magistraturas, bien a través del senado y la asamblea popular[32], en sus funciones consultiva y deliberante respectivamente, las principales miras de la cúspide plebeya estuvieron puestas en su admisión en los más elevados cargos del estado, en la paridad con los patricios también en el senado y al mismo tiempo en la salvaguardia del papel protector ejercido por la asamblea popular frente a aquella cámara. Por lo que se refiere a la participación en la dirección política del estado a través de las magistraturas, la táctica original del grupo rector plebeyo había consistido en crear cargos aparte. Sólo tras este rodeo habían decidido luchar también por entrar en aquellos puestos que hasta entonces les habían estado vedados. Ya mucho tiempo antes de la promulgación de las leyes licinio-sextias pudieron cosechar algunos éxitos modestos en este sentido. Los tribunos militares, cuya institución data del 444 a. C. según la tradición, fueron desde un principio en parte patricios y en parte plebeyos, evidentemente porque la plebe sólo estaba dispuesta a ir a la guerra bajo el mando de sus propios jefes y porque en vista de su importancia militar pudo imponer rápidamente la homologación de sus mandos superiores con los generales patricios. En los cargos civiles el primer plebeyo apareció en el 409 a. C., cumpliendo la función de quaestor (en calidad de ayudante de los funcionarios superiores), significativamente en el puesto más bajo. La auténtica equiparación de los plebeyos con los patricios en el ejercicio de las magistraturas dio comienzo unos cuantos decenios más tarde, en el curso de la misma agitación política que condujo a la obra reformadora licinio-sextia. En la situación excepcional del 368 a. C. el entonces dictador patricio nombró como magister equitum a un representante plebeyo; simultáneamente, los miembros de la plebe fueron admitidos en el colegio sacerdotal de los custodios oraculares. Las leyes licinio-sextias de los años siguientes trajeron ya la reforma más contundente: desde entonces los funcionarios superiores del estado —tanto en la administración de justicia como en la conducción de la guerra— fueron los dos cónsules de los cuales uno podía ser plebeyo, más el praetor, solo con atribuciones en el ámbito de la justicia, y cuya magistratura podía ser revestida tanto por un patricio como por un plebeyo; paralelamente, se confirió también a los plebeyos el derecho a presentarse a los restantes cargos más elevados (dictadura, censura). Amén de esto, junto a los dos aediles plebis fueron elegidos dos ediles patricios (con el título de aedilis curulis), a fin de que también las funciones de los ediles quedasen repartidas por igual entre los representantes de ambos órdenes. Poco después tomaban también posesión de sus cargos los primeros funcionarios superiores plebeyos: el primer cónsul plebeyo fue Lucio Sextio Laterano, en el 366 de acuerdo con la tradición; el primer dictador plebeyo, Cayo Marcio Rutilo en el 356; el primer censor plebeyo fue el mismo senador en el 351; el primer pretor plebeyo, Quinto Publilio Filón, en el 377 a. C. La culminación de este proceso de integración de los plebeyos en las magistraturas tuvo lugar por la lex Ogulnia del 300 a. C., momento a partir del cual quedaron abiertos para los representantes de la plebe los altos puestos sacerdotales de pontífices y augures [33].
Dentro de este movimiento de reformas los dirigentes plebeyos hicieron valer su deseo de mejorar también su posición en el senado. En virtud de la lex Ovinia (anterior al año 312) quedó estipulado que las bajas producidas en las filas de los senadores habían de ser cubiertas regularmente por los censores; ello significaba que en cada censura el senado podía ser renovado con plebeyos acaudalados e influyentes. Al mismo tiempo, los senadores plebeyos se vieron igualados por esta ley a los patricios, y el pleno derecho de voto, antes sólo disfrutado por los patres, fue otorgado a los conscripti. En concreto, durante la censura de Apio Claudio Ceco en el 312 a. C., muchos plebeyos fueron admitidos en el senado, entre ellos hasta hijos de libertos, es decir, hombres que se dedicaban también al comercio y a la industria; con ello el senado dejaba de ser el bastión que había sido de una nobleza privilegiada y exclusivista, por nacimiento y propiedad de la tierra (Diod. 20, 36,1 s.). Por otra parte, los derechos del senado sufrieron un recorte en favor de la asamblea popular, fuertemente influenciada por los plebeyos ricos. Mientras que antes las decisiones populares podían ser anuladas sin más por la negativa del senado a darles su aprobación, a partir de la lex Publilia (339 a. C.) las objeciones que el alto órgano tuviese contra cualquier decisión de los comicios, tenían que expresarse de antemano y ante la asamblea popular; de esta forma, los acuerdos tomados por el pueblo escapaban al riesgo de verse declarados sin validez por obra simplemente de una mayoría conservadora de los padres. Más lejos aún fue la lex Hortensia del 287 a. C., que en general es considerada como el cierre de la lucha entre los órdenes. Tras producirse alteraciones como consecuencia del endeudamiento de particulares, la lucha entre patricios y plebeyos pareció encenderse de nuevo con la misma virulencia de los viejos tiempos, pues la plebe recurrió incluso a la medida extrema de la secesión, como por dos veces aconteciera en el siglo V, según cuenta la tradición; «pero, precisamente en este instante los jefes de la plebe y del patriciado hubieron de pasar por alto esa tensión del momento para llegar a un acuerdo general sobre las desavenencias del pasado» (A. Heuss). Los acuerdos de la asamblea popular plebeya (plebiscita) adquirieron fuerza de ley sin el consentimiento del senado. Que tal reforma llegase a ser posible, pese a que con ella pudo haberse producido el colapso del estado, era buena prueba de lo muy avanzados que estaban la compenetración y el entendimiento entre los órdenes: la base de esta reforma se hallaba a todas luces en el convencimiento de que en el senado y en la asamblea popular estaban básicamente representados los mismos intereses, ya que los líderes del pueblo y de la asamblea eran ahora a un tiempo representantes y miembros rectores de una aristocracia senatorial de nueva formación.
El triunfo de los plebeyos, así pues, estaba conseguido. Comportaba éste la superación de las barreras estamentales entre patricios y plebeyos, sin dar paso por ello a una sociedad igualitaria; antes bien, lo que aquél hizo fue crear los supuestos para una nueva diferenciación social. Los plebeyos debían la victoria a su tenacidad en la lucha estamental y a su política coherente de alianza entreoíos miembros ricos y pobres del pueblo; también a la actitud de compromiso por parte de la nobleza, o cuando menos de amplios círculos de ella, dada la presión de la situación política exterior de Roma; y finalmente, al común interés de todos los grupos de vencer los problemas sociales mediante el expediente de la expansión.
Las implicaciones histórico-sociales de la expansión romana no quedarán nunca suficientemente valoradas: la reforma del sistema social romano por vía legislativa no sólo coincidió cronológicamente con la extensión del dominio de Roma por Italia, sino que además estuvo orgánicamente unida a dicho proceso. Las negativas consecuencias de la derrota contra los galos en el año 387 a. C. pudieron ser pronto remontadas por el estado romano. Después de diversas luchas con los vecinos y tras la consolidación de la posición romana en el Lacio y su entorno por obra de la diplomacia, una gran ofensiva dio comienzo pasada la mitad del siglo IV a. C., ofensiva que, tras duras guerras contra las tribus montañosas unidas en la liga samnita (hasta el 290 a. C.) y tras los determinantes éxitos frente a galos y etruscos (285 a. C.), condujo al sometimiento de la Italia central y, después de la guerra contra Tarento y el rey epirota Pirro (282-270 a. C.), al de la Italia meridional.
Las causas de esta guerra de conquista no residían en una suerte de impulso irracional de los romanos a la expansión, sino en la necesidad de resolver los problemas internos de su sociedad a base de extender su esfera de dominación. Por lo demás, también la presión de los samnitas y sus aliados del interior montañoso italiano hacia la región costera, y en parte muy feraz, situada entre Roma y Nápoles, hecho que iba en contra de los intereses romanos, tenía parecidas razones: las consecuencias de la superpoblación fueron aún más catastróficas para estos pueblos de pastores que para el estado agrário romano[34]. Asimismo, los asombrosos éxitos de la política exterior de la República en tan poco tiempo resultan sólo plenamente explicables si los situamos en su debido contexto histórico-social: no eran éstos únicamente imputables a las cualidades militares y diplomáticas de los generales y políticos romanos, sino también a la superioridad de la sociedad romana sobre el orden social de la mayoría de los pueblos y tribus de Italia. Contrariamente a las atrasadas tribus montañosas de la Italia central, el ejército romano podía apoyarse siempre, aparte de la propia Roma, en centros urbanos que funcionaban como reserva de tropas y armamento; se trataba, desde la fundación de la colonia de Ostia hacia mediados del siglo IV a. C., de todo un rosario de colonias de ciudadanos, tales como Antium, Terracina, Minturnae, Sinuessa, Castrum Novum, Sena Gallicia (fundadas todas del 338 al 283), emplazadas a lo largo de las costas itálicas; frente a los ejércitos etruscos, compuestos por los nobles y sus vasallos armados, se alzaba una milicia de ciudadanos con una conciencia de sí misma completamente diferente. A la vez, con la concesión del derecho de ciudadanía, Roma abrió a las distintas tribus y pueblos de Italia la posibilidad de entrar a formar parte de su sistema socio-político. A partir del momento en que Italia quedó finalmente unificada bajo el dominio romano, hecho consumado en vísperas de la primera guerra púnica, la península apenina quedó constituida como una red de comunidades de diferente condición jurídica bajo la soberanía romana: junto a los «aliados», titulares de una soberanía nominal (socii), había «comunidades de ciudadanos a medias», con ciudadanía romana, pero sin el derecho a participar en las elecciones de los magistrados romanos (civitates sine suffragio); otras comunidades constituidas por una población local con ciudadanía romana y autonomía municipal (municipia), y, finalmente, las colonias romanas (coloniae civium Romanorum). La concesión tan generosa del derecho de ciudadanía romana en sus diferentes modalidades no sólo fue una jugada diplomática, también sentó las bases para el acrecentamiento del manpower (potencial humano) romano y, con ello, para la unificación de la península en un mismo marco estatal[35].
Merced a la legislación reformadora y como consecuencia de la extensión del dominio romano en Italia tuvo lugar un profundo cambio en la estructura de la sociedad romana, aproximadamente en los cinco años que transcurren desde las leyes licinio-sextias hasta el estallido de la segunda guerra púnica. Las reformas promovieron una nueva forma de diferenciación social Los vínculos gentilicios, que habían servido de base a las estructuras arcaicas, fueron aún mantenidos durante siglos por el siempre vivo sistema de clientelas y por los cultos privados, teniendo su gran influencia en las relaciones entre los particulares y los grupos, pero dejaron ya de funcionar como principio determinante de división de la sociedad. El origen patricio que evidentemente retuvo su significación social durante toda la historia de Roma, no era ya desde hacía tiempo el criterio decisivo a la hora de establecer la posición rectora del individuo dentro de la sociedad. La posición especial de la nobleza de sangre patricia fue preservada institucionalmente en la titulación y la indumentaria, así como en la reserva de unos cuantos cargos sacerdotales, pero la diferenciación entre patricios y no patricios dejó de ser el fundamento del orden social. El sistema simple de los dos órdenes de patres y plebs se vio sustituido por un nuevo modelo de sociedad. La nueva capa alta se componía, de los descendientes, de la vieja nobleza de sangre y de las familias plebeyas dirigentes, unidos entre sí mediante estrechos lazos familiares. Los componentes de este estrato superior debían su posición rectora a sus funciones de mando, que ejercían como magistrados y miembros del senado —y ello gracias a su propiedad y fortuna, que les posibilitaban precisamente el revestimiento de tales funciones de mando, con el consiguiente prestigio personal que tocaba a cada uno de ellos. Por debajo de esta capa alta, que se dividía en una cúspide rectora de ex-magistrados patricios y plebeyos y en un grupo más extenso de senadores «corrientes», ya no se extendía una masa poco diferenciada de gentes más pobres o totalmente pobres, sino diferentes capas de población articuladas en función de la cuantía y naturaleza de su patrimonio: había campesinos ricos, que obtuvieron tierras en los territorios conquistados, pequeños artesanos y mercaderes, agricultores modestos y jornaleros con mayor dependencia de los grandes hacendados —como clientes suyos, por ejemplo—, también libertos, desempeñando predominantemente profesiones urbanas, y esclavos, que ya no se incorporaban automáticamente, como antes, al círculo patriarcal de la familia. Este modelo entrañaba la disolución de la estructura social arcaica e implicaba también que las tensiones del nuevo orden social no podían circunscribirse ya al simple conflicto entre nobleza y pueblo, y ello menos aún desde el momento en que los elementos de conflicto —los económicos, en parte, y los políticos, prácticamente del todo— habían quedado orillados. Pese a la persistente oposición entre pobres y ricos, pudo comenzar una pausa de relativa calma, en la que paulatinamente irían madurando nuevos y graves conflictos.
También fueron evidentes las consecuencias de las guerras de conquista para la sociedad romana. El común interés en la expansión obligó a los grupos sociales enfrentados a llegar a un compromiso, y los resultados de aquélla hicieron posible la solución de los problemas sociales a costa de terceros, esto es, pudieron atenuar las tensiones sociales e hicieron innecesario un cambio violento del sistema de poder, que amenazaba con serlo antes de la promulgación de las leyes licinio-sextias. Los desposeídos de tierras obtuvieron un patrimonio en bienes raíces en las áreas conquistadas, en los alrededores de Roma y en el territorio de las colonias romanas y latinas de reciente fundación. Al mismo tiempo, el modelo de sociedad romano, concentrado hasta ahora en Roma y sus aledaños, trascendió el marco de la ciudad- estado por obra de la expansión, la colonización y la concesión del derecho de ciudadanía, y fue trasplantado a un sistema estatal en el que coexistían muchos otros centros urbanos con territorios propios; paralelamente, este nuevo estado vio incorporar a sí sistemas locales de sociedad muy variopintos, como poleis griegas en el sur, florecientes centros agrícolas en Campania pueblos de pastores y ganaderos en las montañas y comunidades urbanas con sus peculiares estructuras en Etruria.
El orden social romano en el siglo III a. C.
El desenlace de la lucha entre los órdenes y la extensión del poder de la ciudad del Tíber a la península itálica determinaron claramente el camino que la sociedad romana seguiría en su evolución posterior. Tres fueron los factores condicionantes de la división de la sociedad romana y de las mutuas relaciones entre sus distintas capas derivadas del cambio que advino en la historia de Roma durante el siglo transcurrido entre las leyes licinio-sextias y la primera guerra púnica. Tanto el desarrollo interno del cuerpo cívico romano como la victoriosa expansión condujeron a que en la estructura económica del estado romano, y, por consiguiente, también en su estructura social, se introdujese una diferenciación más pronunciada que antes. Además, como consecuencia de la expansión el orden social de Roma en esta centuria dejó de descansar sobre el vecindario numéricamente insignificante de una sola comunidad urbana, para imponerse a una población cifrada en varios millones y reunir así a grupos sociales en principio muy heterogéneos. Finalmente, fue inevitable que los distintos grupos sociales quedasen aglutinados en un orden social aristocrático: el triunfo político de los dirigentes plebeyos no había acarreado la democratización del ordenamiento de la sociedad, como en Atenas a partir de Clístenes, sino la formación de una nueva nobleza con un poder más firme. Dados estos presupuestos, la Roma del siglo III a. C. vio cristalizar un sistema social aristocrático peculiar, cuya evolución no hizo sino acelerarse con la victoria romana en la primera guerra púnica (264-241) y que sólo a raíz de las transformaciones acaecidas durante la segunda guerra púnica (218-201) tomó en parte un rumbo nuevo[36].
Considerada desde la perspectiva de su estructura económica, Roma era todavía en el siglo IV a. C. un estado agrario, en el que la inmensa mayoría de la población vivía del cultivo de la tierra y del pastoreo y en el cual la propiedad del suelo constituía la fuente prin cipal y al mismo tiempo el distintivo más importante de riqueza. Artesanía y comercio tenían sólo un papel limitado; en el comercio eran aún empleados medios de trueque arcaicos (ganado, además de barras y planchas de cobre bruto valoradas a peso), en lugar de dinero acuñado; artesanos y mercaderes sólo podían constituir un grupo proporcionalmente reducido en el seno de la plebe. La importancia primaria de la producción agraria es una constante mantenida a lo largo de toda la Antigüedad e incluso hasta la revolución industrial de la época moderna. Empero, para el desarrollo romano tuvo ciertamente una gran relevancia el que la artesanía, el comercio y también la economía monetaria conquistasen un rango considerable en la economía y condujesen al fortalecimiento de los grupos sociales activos en estos sectores. Esta diversificación de la vida económica se vio particularmente acelerada por el hecho de que Roma se convirtió asimismo en un poder naval a raíz de sus enormes esfuerzos en tal sentido durante la primera guerra púnica, circunstancia que, añadida a la conquista de Sicilia en el 241 a. C. y a las de Cerdeña y Córcega en el 237 a. C., y más aún, con la organización de estas islas en el 227 a. C. como las primeras provincias romanas en el Mediterráneo occidental, activó de forma inevitable su expansión económica. El signo más claro de ese cambio en la estructura de la economía romana fue la introducción de la acuñación regular de moneda ya en el 269 a. C., en vísperas de la primera guerra púnica. Esto tuvo igualmente consecuencias para el establecimiento del criterio de valoración según el cual sería definida la posición social del individuo: la adscripción de los ciudadanos a cada una de las clases de censo, fijadas en su día en la llamada constitución serviana, pudo ser regulada de acuerdo con una calificación económica que expresaba en sumas monetarias la cuantía de la fortuna mínima para cada una de las clases[37].
Inevitable fue también una más acusada diversificación de la sociedad romana como consecuencia del hecho de que su ordenamiento social en el siglo III a. C. descansaba ya sobre el conjunto de la población de la península itálica; la población era muy heterogénea, tanto étnica como social y culturalmente, y ya sólo por sus efectivos numéricos excluía toda posibilidad de división propia de un orden social simple y arcaico. Según las listas del censo correspondientes al siglo III a. C., cuyos datos podrían indicarnos al menos la cuantía aproximada de los cives Romani, el número de los ciudadanos romanos adultos ascendía en el año 276 a. C. a 271.224 y en el 265 había crecido a 292.234; tras un retroceso demográfico debido a las pérdidas ocasionadas por la primera guerra púnica, con al parecer sólo 241.712 ciudadanos en el año 247, las cifras del cuerpo cívico debieron recuperarse otra vez, hasta llegar a los 270.713 en el 234 (Liv., Epit. 14-20). Ateniéndonos a los datos recogidos por Polibio (2, 24,3 s.) sobre la población de Italia movilizable para la guerra en el 225 a. C., cabría evaluar, según P. A. Brunt, en unos 3.000.000 el número total de habitantes libres de la península (excluida la Italia superior), a los que habría que añadir todavía 2.000.000 de esclavos[38]. Aun cuando esta valoración es sólo aproximada y, al menos en lo que se refiere a los no libres, parte ciertamente de una cifra alta en exceso, nos hace patente en cualquier caso que la sociedad romana del siglo III a. C. tuvo que proseguir su desarrollo en condiciones muy diferentes, condiciones en las que el modelo social primitivo y simple de nobleza-pueblo sería inconcebible.
Esta población diversificada se vio aglutinada en un orden social aristocrático. Si en Roma surgieron de la lucha entre los órdenes una nueva aristocracia y un ordenamiento social dominado por ésta, y si el dominio de la nobleza sobre el estado no fue sustituido por un sistema democrático de sociedad, ello no fue en absoluto debido simplemente al talante conservador del cuerpo cívico romano, compuesto en gran medida por propietarios rurales y campesinos; dicha evolución se derivaba de la naturaleza del enfrentamiento entre patricios y plebeyos. La victoria política de la plebe no había sido otra cosa que el triunfo de aquellos grupos plebeyos dirigentes que ya desde el siglo V a. C. aspiraban a verse integrados en la capa rectora y que nunca se habían empeñado en echar abajo el dominio de la nobleza, sino en participar en él. Al igualarse en derechos con los patricios en el lapso de tiempo entre la legislación licinio-sextia y la ley Hortensia, los objetivos políticos de estos grupos fueron definitivamente alcanzados; una organización de la sociedad en la que también las masas inferiores del campesinado debieran recibir poderes ilimitados, nunca entró en los planes políticos de los dirigentes plebeyos. Paralelamente, en cambio, para la gran masa de plebeyos pobres la equiparación política había constituido una meta de su lucha sólo en la medida en que por esta vía creía ver cumplida su más importante demanda, a saber, la de participar equitativamente en el disfrute de la tierra estatal; una vez que con las leyes licinio-sextias y la conquista de Italia fue provista de tierras, sus problemas se consideraron ampliamente resueltos. Por otra parte, el sistema clientelar no sólo permaneció intacto tras la constitución de una nueva capa superior, sino que aún cobró nueva vida merced a los lazos anudados entre grupos inferiores de la población y las familias plebeyas encumbradas; en el marco de este sistema, que garantizaba siempre a las familias ricas y poderosas una especial influencia y una base de apoyo gracias a las relaciones personales con sus partidas de clientes, era imposible que cuajase una democratización como en Atenas. Por consiguiente, también la sociedad romana del siglo III —al igual que la de toda su historia posterior— siguió estando encuadrada en un orden aristocrático.
Dadas estas condiciones, la estructura de la sociedad romana del siglo III a. C. quedó marcada por una estratificación diferente a la de antes y consecuentemente también por unas nuevas relaciones entre cada uno de sus estratos. La división de la sociedad descansaba en un complicado juego de criterios de valoración, en el que influían los privilegios de sangre (descendencia), aunque también la capacidad personal, la propiedad fundiaria y el dinero, el ascendiente político por pertenecer al senado y más concretamente por tener acceso a las magistraturas, amén del status jurídico del individuo en función del disfrute o no del derecho de ciudadanía y de libertad Personal, la actividad en la producción agraria o en otros sectores de la economía, y finalmente tenían también un papel que jugar las relaciones que cada una de las comunidades itálicas mantenía con Roma. En correspondencia con este sistema de división había una serie de estratos sociales que iban desde la aristocracia senatorial hasta los esclavos y que en absoluto eran homogéneos en sí mismos. Aunque la plebe como institución fue preservada oficialmente, sólo la aristocracia senatorial recién formada, con sus privilegios y su elevado concepto de sí misma, poseía algunos de los caracteres de un estamento, aunque ciertamente sin cerrarse a los escalones inferiores; pero, paralelamente a esto, se habían sentado ya las bases para que cristalizase una élite no sólo interesada en la posesión de tierras, sino también, y cada vez más, en el enriquecimiento a través de la industria, el comercio y la economía monetaria. Las tensiones sociales entre las distintas capas se situaban en zonas distintas a las de antes: en lugar del conflicto entre patricios y plebeyos se desarrollaron ahora nuevas contradicciones sociales, así entre el estrato dominante y los grupos proletarios que se iban formando sin cesar en la ciudad de Roma, entre los romanos y sus aliados frecuentemente sometidos, entre amos y esclavos. Estas contradicciones, sin embargo, difícilmente podían conducir a serios conflictos internos, ya que o bien se resolvían por medios pacíficos, o bien eran controladas por el férreo poder de quienes imperaban en Roma. El poder político de esta capa dominante era en suma el factor más importante que aglutinaba a los diversos grupos de la sociedad, hecho en buena parte explicable si tenemos en cuenta que aquélla tenía en las masas de campesinos provistos de tierras a un seguro aliado, como se pondría perfectamente de manifiesto durante las guerras contra Cartago.
Hasta qué punto seguía conservando su carácter aristocrático la sociedad romana aun después de la terminación de la lucha entre los órdenes, lo prueba mejor que nada el hecho de que la nobleza dominante senatorial comprendía solamente una minúscula parte del cuerpo ciudadano: el número de los senadores, y por tanto el de los miembros adultos de la aristocracia senatorial, ascendía por lo general a unos 300 solamente. Pero incluso en el seno de esta aristocracia había un grupo de cabeza numéricamente aún más reducido, la nobilitas, que gozaba del máximo prestigio, de una influencia política determinante, y que se sabía con gran orgullo detentadora de esa posición dirigente; se tenían por viri nobiles —sin que el concepto como tal se hubiera aún formalizado— a los senadores dirigentes, que eran por lo general los titulares del consulado, el cargo supremo del estado, junto con sus descendientes. En el transcurso del siglo III a. C. estas personas integraban alrededor de unas 20 familias nobles patricias y plebeyas, amén de unos cuantos individuos de elevación reciente, quienes a su vez introducían a otras familias en el círculo de la alta nobleza. Las familias más viejas, aquellas que contrariamente a muchos linajes patricios extinguidos en el siglo IV a. C. todavía desempeñaron por mucho tiempo un importante papel en la historia de Roma, eran los Fabii, de siempre la estirpe de más abolengo entre la nobleza romana, los Aemilii y Cornelii, además de los Claudii y Valerii, de origen sabino. Un representante típico de este círculo en tiempos de la segunda guerra púnica era Quinto Fabio Máximo Verrucoso, el «Cunctator», censor, cinco veces cónsul, dos veces dictador, perfectamente consciente del abolengo y tradición de su linaje, cuyo origen hacía él remontar a Hércules, pero al mismo tiempo hombre no carente de sensibilidad frente a las nuevas corrientes espirituales (Prut., Fabius 1,1 s.).
Junto a estos linajes patricios había asimismo otros plebeyos que a partir de las leyes licinio-sextias venían suministrando también cónsules. En la segunda mitad del siglo IV a. C. estaban ya en condiciones de poner en juego hombres del mayor relieve en el estado romano, como un Quinto Publilio Filón, cuatro veces cónsul y padre espiritual de la lex Publilia. También en el siglo III muchos de ellos entraron en la historia, como Marco Atilio Régulo, el dos veces cónsul y general en la primera guerra púnica. Una tajante separación entre familias patricias y plebeyas no la volvió a haber ya más; determinadas familias rectoras, como, por ejemplo, los Veturii, contaban tanto con una rama patricia como con otra plebeya, mientras que la mayoría de las grandes casas estaban emparentadas entre sí, caso, v. gr., de los Fabios con diversas familias plebeyas. Al mismo tiempo, a partir de los últimos decenios del siglo IV a. C. también las primeras familias de las distintas ciudades romanas y latinas de Italia fueron aceptadas en la nobleza senatorial de Roma, como los Plautii de Tibur, los Mamilii, Fulvii y Coruncanii de Tusculum, los Atilii de Cales, los Otacilii de Beneventum o los Ogulnii de Etruria; las capas superiores de las comunidades aliadas mantenían a su vez estrechas relaciones con la aristocracia romana, caso de los nobles de Capua emparentados con los romanos (Liv. 23,4,7) [39].
La aristocracia senatorial, con la nobilitas como su élite rectora, se hallaba separada de las restantes capas de la sociedad romana por sus privilegios, actividades, posesiones y fortuna, su prestigio y su conciencia de grupo. Con ello evidenciaba al menos ciertos principios de constitución estamental, si bien no reivindicando todavía exclusivismo alguno. Dejaba la posibilidad abierta a que los descendientes más capaces de las familias no senatoriales fuesen admitidos en su círculo, los cuales tenían también la oportunidad de alcanzar como «hombres nuevos» incluso el cargo más elevado del estado, el consulado. Un homo novus así era Cayo Flaminio, que entre las dos guerras púnicas impuso nuevas medidas en beneficio del campesinado y que por sus concepciones políticas y religiosas entró a menudo en conflicto con sus iguales de orden. Pero la mayoría de la aristocracia se componía de los descendientes de aquellas familias senatoriales que en la segunda mitad del siglo IV a. C., o bien podían jactarse ya de un largo pasado, o bien pudieron constituirse entonces en el marco de la integración de los plebeyos dirigentes en la nobleza; por su parte, los pocos homines novi adoptaban por lo general con toda rapidez y seriedad las concepciones conservadoras de esa nobleza. Marco Porcio Catón (234-149), hijo de un caballero de Tusculum, quasi exemplar adindustriam virtutemque, era, según Cicerón (De re p. 1,1), el mejor ejemplo de ello.
La posición rectora de la aristocracia en la sociedad era consecuencia de su papel determinante en la vida política: eran ellos quienes suministraban los magistrados[40], de ellos se componía el senado y con su influencia, sobre todo mediante sus clientes, dominaban la asamblea popular. La forma establecida de revestir los cargos públicos, que se tradujo en la constitución de una carrera político-administrativa reglamentada desde los puestos inferiores hasta la censura y el consulado (cursus honorum), hizo que el acceso a las magistraturas se convirtiese en un privilegio de la nobleza: únicamente sus integrantes disponían de la riqueza necesaria para presentarse a un cargo con el aparato de propaganda electoral requerido en tales casos; disponían de masas de clientes, con cuyos votos podían contar en las elecciones; sólo ellos eran económicamente tan independientes como para permitirse el lujo de revestir cargos no retribuidos y con ciertas obligaciones financieras; y, sobre todo, sólo ellos, criados e instruidos en las tradiciones de las familias dirigentes, poseían la adecuada formación política. Dada su experiencia adquirida en el ejercicio de las magistraturas, constituían luego en el senado el círculo de políticos profesionales más competente a la hora de tomar las decisiones importantes. Estos hombres disfrutaban, por consiguiente, de un gran prestigio y podían influir en la opinión pública de amplias capas de la ciudadanía.
El dominio de la aristocracia quedó institucionalmente asegurado frente a las masas populares y, en particular, frente a la asamblea popular. Es cierto que Polibio, un ferviente admirador de la constitución de la república romana, opinaba que la fuerza de los romanos residía en una saludable combinación de formas de poder monárquico, aristocrático y democrático en un sistema de magistraturas, senado y asamblea popular (6, 11,11 s.), pero en realidad era la aristocracia la que dominaba en Roma. Sólo los magistrados, esto es, los miembros de la nobleza, podían convocar a la asamblea popular, y únicamente a éstos correspondía asimismo el derecho de presentar en ella cualquier propuesta. Por otra parte, los comicios populares no eran demasiado concurridos, ya que los ciudadanos que vivían lejos de Roma sólo ocasionalmente se acercaban a la urbe; la celebración de las asambleas en los días de mercado, en los que verdaderas masas de la población campesina afluían a Roma, quedó prohibida en interés de la nobleza. Paralelamente, todas las formas de los comicios populares aparecidas hasta ahora fueron conservadas, y,
puesto que los votos eran emitidos por centurias y por tribus, todas las posibilidades de manipulación que cabían en el ordenamiento centuriado y tribal fueron utilizadas en adelante en perjuicio de las masas, ya que las fuerzas numéricas y la composición de cada una de las tribus y centurias no estaban representadas justa y proporcionalmente en el momento de las votaciones. Además, cualquiera de los diez tribunos de la plebe ahora existentes, que como todos los magistrados pertenecían a la nobleza, podía bloquear con su veto cualquier acto oficial lesivo a los intereses de la aristocracia. Finalmente, era de gran importancia el hecho de que grandes masas de la población estuviesen ligadas a las familias nobles en virtud de pactos de patronato y clientela, y ciertamente no sólo sus parientes pobres, los vecinos o libertos, sino también últimamente comunidades enteras de la península itálica[41]. Evidentemente, en este sistema era también importante el que la aristocracia controlase a sus propios grupos para impedir que los linajes nobiliares particulares lograsen apoyándose en sus partidarios y clientes una posición de poder de tipo monárquico semejante, v. gr., a la de Grecia con la tiranía: tal cosa, al margen ya de la limitación del poder de los magistrados en virtud del principio de la anualidad y colegialidad, era posible por el hecho de que los distintos linajes nobiliares, que a menudo perseguían objetivos políticos contrapuestos, mantenían en equilibrio la balanza y tampoco estaban siempre del todo unidos internamente[42].
Sin embargo, no eran sólo el poder político y las manipulaciones en favor de la nobleza senatorial, lo que hacía posible que la sociedad romana se mantuviese aglutinada por el dominio de la aristocracia. La nobleza senatorial con sus tradiciones imprimía su sello en la conciencia de identidad del pueblo romano, inculcando al menos a las capas libres del cuerpo ciudadano la idea de que el estado era sostenido por la sociedad entera —la res publica como una res populi (Cic, De re p. 1,39). La base espiritual de esta idea del estado era la religión. Polibio lo pondría bien claramente de relieve: «Pero la diferencia positiva mayor que tiene la constitución romana es, a mi juicio, la de las convicciones religiosas. Y me parece también que ha sostenido a Roma una cosa que entre los demás pueblos ha sido objeto de mofa: un temor casi supersticioso a los dioses. Entre los romanos este elemento está presente hasta tal punto y con tanto dramatismo, en la vida privada y en los asuntos públicos de la ciudad, que es ya imposible ir más allá» (6, 56,6 s.). Pero era la aristocracia la que decidía qué constituía el contenido de esa religio, de la correcta relación con los dioses: sus miembros suministraban los sacerdotes del estado, que estaban llamados a escrutar los deseos de la divinidad y a fijar los preceptos religiosos. Las pautas de comportamiento de los individuos en la sociedad inspiradas en esa religiosidad se basaban asimismo en la tradición de las familias nobiliares. La medida de la corrección en el pensar y en el obrar no era otra cosa que el mos maiorum, el modo de conducirse los antepasados, puesto de manifiesto en todas sus gestas; la memoria colectiva de esos hechos y su imitación eran la garantía de continuidad de la idea del estado. Moribus antiquis res stat Romana virisque, escribía el poeta Ennio (en Cic, De re p. 5,1), un contemporáneo más viejo que Polibio, y este último lo formulaba con no menos claridad: «Así se renueva siempre la fama de los hombres óptimos por su valor, se inmortaliza la de los que realizaron nobles hazañas, el pueblo no la olvida y se transmite a las generaciones futuras la gloria de los bienhechores de la patria. Y lo que es más importante, esto empuja a los jóvenes a soportar cualquier cosa en el servicio del estado para alcanzar la fama que obtienen los hombres valerosos» (6, 54,2-3). Mas también el modo de actuar reflejado en tales hechos no era otro que el modo de pensar y actuar de los senadores: los hombres que habían realizado los hechos gloriosos del pasado, políticos, generales y sacerdotes, eran sus mayores, y su gloria aseguraba también el prestigio de sus descendientes.
La posición rectora aquí descrita de la nobleza senatorial habría sido inconcebible sin la base económica en que reposaba el predominio de la aristocracia. Esta base era como siempre la propiedad de la tierra: aun cuando por las leyes licinio-sextias quedó abolida la constitución de grandes fincas, la nobleza senatorial representaba todavía la capa de los grandes propietarios más ricos dentro de la sociedad romana. La extensión de la dominación romana a Italia y, sobre todo, la expansión romana en la cuenca occidental del Mediterráneo a partir de la primera guerra púnica habían abierto a los senadores la atrayente posibilidad de extraer ganancias hasta ahora desconocidas del comercio, la actividad empresarial y la economía monetaria, y sin duda hubo también grupos senatoriales influyentes que estaban dispuestos a seguir ese camino, el cual habría podido conducir a una completa alteración de la estructura económica y social romana. En el año 218, sin embargo, una lex Claudia, a la que entre los senadores al parecer sólo prestó su apoyo la voz discrepante de Cayo Flaminio (Liv. 21, 63,3 s.), frenó este proceso: a los senadores y a sus descendientes les fue vedado poseer barcos mercantes con capacidad para más de 300 ánforas, pues ésta parecía suficiente para el transporte de sus productos agrarios; la supuesta justificación de la ley sería la de que el negocio se tenía por algo indigno de los senadores romanos (quaestus omnis patribus indecorus visus). Ahora bien, resulta a todas luces inconcebible que una asamblea popular romana hubiese podido imponer una resolución tan absolutamente en contra de los intereses de la nobleza dominante. Antes bien, debieron de ser los propios círculos decisorios de la nobleza los que vieron que la garantía de continuidad de la forma de dominación aristocrática estaba en que la capa rectora continuase siendo como siempre una nobleza de la tierra: un estrato superior así configurado tenía menos necesidad de arriesgar económicamente, mantenía intactos los lazos que la población campesina había anudado con los detentadores del poder y estaba menos expuesta a las influencias externas que una capa dirigente que se hubiese compuesto de mercaderes y hombres de negocios (cf. Cato, Agr. praef. 1 s.).
En cualquier caso, el número de los comerciantes y artesanos, así como la importancia social de tales grupos de la sociedad romana, se acrecentaron a lo largo del siglo III, si bien en lo tocante a su prestigio social, como sucederá siempre en la historia romana, éstos quedaron muy por debajo de la aristocracia senatorial. Las guerras contra Cartago aceleraron considerablemente la consolidación de un amplio estrato de artesanos y hombres de comercio. Como Polibio nos informa, Roma no poseía todavía a comienzos de la primera guerra púnica absolutamente ningún barco de guerra, y fue a partir de ese momento que fomentó por primera vez el trabajo artesanal necesario para la construcción naval (1, 20,10 s.); en el año 255 a. C. conseguía tener listos en tres meses 220 barcos (1, 38,6), lo que sólo era posible con la existencia de una capa especializada de artesanos (en parte de origen extranjero) numéricamente elevada. Por otra parte, en esta guerra se desplazaron también a África artesanos itálicos en apoyo de las tropas romanas (Polib. 1, 83,7 s.), y poco después de la primera guerra púnica comerciantes itálicos reaparecían bajo la protección de Roma también en el Adriático (ibid. 2,8,1 s.). En la segunda guerra púnica mercaderes romanos acompañaron a las tropas no sólo para su aprovisionamiento, sino también para comprarles el botín de guerra (Polib. 14,7, 2 s.) y hacer así grandes ganancias. Por aquel entonces había ya en Roma ricos empresarios que podían acudir en ayuda del estado con grandes créditos para el armamento y las obras de construcción (Liv. 23,49, 1 s. y 24, 18,10). Se abrió así paso a un proceso de desarrollo que en el siglo II a. C. condujo al nacimiento de una capa social muy importante de empresarios acaudalados, hombres de comercio y banqueros, y que de esta forma contribuyó al nacimiento del orden ecuestre[43].
La gran mayoría de la sociedad romana se componía de campesinos, cuya división social incluía desde los propietarios acaudalados en las proximidades de las nuevas colonias romanas y latinas hasta los trabajadores agrícolas y clientes bajo una fuerte dependencia personal de la nobleza. Gracias a la prosecución de la colonización romana también en tiempos de las guerras púnicas, los más pobres de ellos y las masas proletarias de la ciudad de Roma pudieron ser provistas en su mayor parte de campos de cultivo. Este desarrollo fortaleció sobremanera a las capas altas y medias del campesinado, fuertemente marcadas ya por la primera colonización, y que constituían los apoyos más importantes de aquel sistema social y político dominado por la aristocracia; ellas garantizaban la dominación romana en las regiones conquistadas y jugaban el papel decisivo en el ejército romano. En correspondencia con esto la nobleza les haría algunas concesiones políticas y militares, a fin de asegurar su comunidad de intereses. La aparición en el año 241 a. C. de las últimas tribus romanas de nueva creación[44] provocó un fortalecimiento numérico y un afianzamiento económico adicional de estos estratos campesinos, semejantes a los procurados por la fundación de nuevas colonias, en particular la colonización del ager Galhcus en los alrededores de Sena Gallica, llevada adelante en el 232 a. C. por Cayo Flaminio frente a la oposición de los grupos conservadores de la nobleza[45] (Polib. 2,21,7 s.; según él, esta reforma era el primer resquebrajamiento en la estructura a su juicio equilibrada del sistema social romano). La consecuencia política del fortalecimiento económico y social de estas capas campesinas fue la reforma de la asamblea popular en Roma en el 241 a. C. o poco más tarde: el ordenamiento tribal y el centuriado se vieron entrelazados en un complicado sistema, y las modalidades de votación quedaron de tal manera establecidas que el sufragio del campesinado rico consiguió más peso que antes. Sus victorias en la primera y en la segunda guerra púnica las debía Roma especialmente a este campesinado, aunque sus catastróficas pérdidas humanas, sobre todo en la segunda contienda contra Cartago, tuvieron graves consecuencias para la evolución ulterior de la sociedad romana.
Considerado desde el punto de vista jurídico, el status de los libertos en la sociedad romana de tiempos de las guerras púnicas era más decaído que el de los campesinos libres, pero su número e importancia se incrementaron en Roma y en las restantes ciudades, como también en el campo. Las familias dirigentes de Roma, que gustaban de comparecer en la asamblea popular al frente de sus masas de seguidores para defender en ella sus intereses políticos, daban la libertad a gran número de esclavos; éstos, viéndose en posesión de la ciudadanía romana en virtud de la manumisión, apoyaban en los comicios los objetivos políticos de sus patroni, a más de serles de gran utilidad con sus prestaciones económicas y personales. Aunque ya al parecer en el 357 a. C. fue fijado un impuesto del 5 por 100 del valor de un esclavo en la manumisión (Liv. 7, 16,7), el número de libertos ascendió marcadamente en el curso del siglo III a. C.; la frecuencia de las liberaciones se puede calibrar si pensamos que hacia el año 209 a. C. los ingresos del estado romano en tasas de manumisión ascendían a casi 4.000 libras de oro (Liv. 27, 10,11 s.)[46].
Tras la desintegración del orden social arcaico la posición más baja en la sociedad romana hasta el Alto Imperio correspondió a los esclavos. La importancia de la esclavitud se acrecentó en el curso de la evolución económica y social de Roma a partir del siglo IV a. C. Sobre todo en las fincas de los hacendados rurales, aunque también en las de los campesinos más ricos, los esclavos podían ser empleados como fuerza de trabajo. Había también más posibilidades que antes de adquirir esclavos. Las formas arcaicas de obtención de esclavos, tan gravosas para la comunidad romana, fueron abolidas: la esclavización de los niños de ciudadanos libres no se hizo ya necesaria a partir del momento en que el campesinado fue provisto de tierras y la esclavitud por deudas quedó oficialmente prohibida en el 326 a. C. En su lugar aumentó la importancia del comercio de esclavos con otros pueblos y estados, intercambio al que ya en el 348 a. C. el segundo tratado entre Roma y Cartago prestaba atención, pues en él se prohibía vender como esclavos a los aliados de ambas partes contratantes en sus respectivas esferas de influencia (Polib. 3,24,6 s.). Pero, fueron sobre todo las continuas guerras, primero con los pueblos de Italia y luego con Cartago y sus aliados, las que posibilitaron a Roma aumentar sus existencias de esclavos a base de reducir a la esclavitud a los prisioneros de guerra. El año 307 a. C. vio al parecer vender como esclavos de un solo golpe a unos 7.000 aliados de los samnitas (Liv. 9,42,8); en el 262 a. C. llegaron al mercado de esclavos más de 25.000 habitantes de Agrigento y en el 254 a. C. 13.000 prisioneros hechos en Panormo (Diod. 23,9,11 y 18,5). En la segunda guerra púnica las esclavizaciones en masa fueron hechos habituales y dieron paso a aquella época en la que la esclavitud alcanzó la cota máxima de importancia. Pero con anterioridad a la segunda guerra púnica la sociedad romana se hallaba lejos todavía de asentar fuertemente su producción económica sobre la base del trabajo esclavo; también entonces se mantenían aún intactas en parte las formas patriarcales de esclavitud. Con frecuencia los esclavos de guerra no eran esclavizados, sino liberados a cambio de un rescate en dinero, como, por ejemplo, en el 254 a. C. la mayoría de los habitantes de Panormo; incluso romanos ricos no disponían necesariamente en aquellos tiempos de masas de esclavos, como lo atestigua el caso del general Marco Atilio Régulo, de quien se nos dice que sólo tenía a su disposición a un esclavo y a un trabajador a sueldo (Val. Max. 4, 4,6). No es sino a partir de la época de la segunda guerra púnica que aparecen noticias sobre el empleo en masa de esclavos en la economía, y así los vemos en la manufactura (Polib. 10,17,9 s.).
En consonancia con esta importancia relativamente escasa de la esclavitud tampoco sobrevino en Roma ningún gran movimiento de esclavos durante el siglo III a. C. En el año 259 a. C. parece efectivamente que 3.000 esclavos se juramentaron con 4.000 soldados aliados de la flota (navales socii) contra el estado romano; la acción de estos insurrectos, que eran probablemente en su mayoría prisioneros de guerra de las regiones montañosas de la Italia central, privados hacía poco tiempo de libertad, ha de entenderse más bien como un movimiento de enemigos vencidos atípico en la estructura social de la Roma del entonces. De forma parecida habría quizá que enjuiciar una conjuración de 25 esclavos en Roma durante el año 217 a. C., a instigación presuntamente de un agente cartaginés; el escaso número de implicados nos muestra ya que este movimiento carecía de importancia[47]. Una acción tan temeraria por parte de los esclavos como la acaecida en Volsinii, aliada de Roma, habría sido aquí algo absolutamente inimaginable: la nobleza etrusca de aquella ciudad había concedido la libertad a sus esclavos en el 280 a. C. y transferido a éstos el poder, pero luego se sintió maltratada por sus nuevos señores y pidió ayuda a Roma, que sólo en el 264 a. C. consiguió restablecerla en sus antiguos derechos tras una sangrienta guerra[48]; una evolución semejante de los acontecimientos estaba aquí descartada tanto por la fuerza del sistema militar romano como por la importancia relativamente escasa de la esclavitud.
Ni los levantamientos de esclavos ni las agitaciones de las capas inferiores de la población en la ciudad y en el campo constituían una amenaza para Roma en el siglo III a. C.; al margen ya de los peligros de la política exterior, la cuestión decisiva era si las comunidades de Italia, muy numerosas y diversamente estructuradas, estaban dispuestas a la larga a aceptar la preponderancia de Roma y a integrarse también junto a los romanos en el cuadro de un orden social más o menos unitario. Cuan difícil de alcanzar era la unidad de Italia, se puso de relieve en la defección de tantos aliados de Roma durante la segunda guerra púnica, incluyéndose entre ellos hasta la ciudad de Capua, estrechamente unida a los linajes dirigentes romanos; incluso después de esta conflagración hicieron falta todavía un largo desarrollo ulterior y un levantamiento de los itálicos contra Roma para que este problema pudiese ser definitivamente resuelto. Pero las posibilidades y vías que tenía Roma de asegurar su dominio sobre Italia mediante la aglutinación de las comunidades itálicas en un orden social más o menos unitario, se habían perfilado ya mucho antes de la segunda guerra púnica: consistían aquéllas en la admisión de las familias rectoras itálicas en la nobleza senatorial, en el cultivo de las relaciones políticas y sociales entre la aristocracia romana y la capa alta de cada una de las comunidades, amén de en la formación de un extendido estrato de campesinos animado de sentimientos prorromanos en amplias regiones de Italia merced a la colonización. Además, el episodio de Volsinii ponía claramente de manifiesto que el poderío de Roma podía ser plenamente compatible con los intereses de la capa alta de las distintas colectividades etruscas o itálicas.
En cualquier caso, la aristocracia romana era lo suficientemente fuerte en el siglo III a. C. como para mantener en cohesión tanto a las diferentes capas de la sociedad romana como también a Italia con toda su diversidad política, social y cultural, amén de que el estado romano dominado por ella emergió de sus dos confrontaciones con Cartago como gran potencia vencedora. Con la segunda guerra púnica y con la expansión romana subsiguiente en el Oriente, llevada adelante con vigor, dio comienzo para la sociedad romana una nueva época, que conoció la configuración de un nuevo modelo de sociedad y la aparición de nuevas tensiones sociales. Pero ya durante el siglo III a. C. se prefiguró la dirección en la que había de producirse el cambio: la mayoría de los procesos de desarrollo histórico-social de la República tardía, a saber, la transformación de la nobilitas en una oligarquía, la constitución de un estrato acaudalado de comerciantes, empresarios y banqueros, la decadencia del campesinado itálico, el empleo de las masas de esclavos en la producción económica, la integración, cargada de reveses, de la población itálica en el sistema social romano, estaban preparados por la historia de la sociedad romana de antes y de después de la segunda guerra púnica.