Capítulo 1
LA SOCIEDAD ROMANA PRIMITIVA
Fundamentos y comienzos del orden social temprano-romano
Sabido es que la historia más temprana del estado romano, la correspondiente a la época de los reyes y al comienzo de la República, sólo nos es conocida a grandes rasgos, y lo mismo cabe decir sobre la historia del primitivo orden social en Roma. Los inicios de la historiografía romana, como los de su literatura en general, remontan sólo al siglo III a. C., y dicha historiografía, representada principalmente por la persona de Quinto Fabio Píctor, sólo estaba en condiciones de referir sobre los tiempos más antiguos aquello que se había preservado en una tradición oral fuertemente teñida de leyenda. Pero incluso esta tradición era realmente pobre y tan insuficiente para los fines propagandísticos de la analítica romana durante las guerras contra Cartago, que Fabio Píctor se vería obligado a completarla a base de fantasía, componiendo así un cuadro totalmente arbitrario de los orígenes de Roma. Y lo cierto es que ni tan siquiera esa versión de la primitiva historia romana, que por lo menos procede del siglo III a. C., nos ha llegado en su integridad: a ella tenemos acceso, fundamentalmente, gracias a la utilización posterior que de la misma hicieron Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso, quienes a su vez la rehicieron de nuevo de acuerdo con los puntos de vista de la época augustea[1]. Muchísimas noticias sobre acontecimientos y estados de cosas en la Roma temprana, y con ello también, sobre las formas y fundamentos de sus relaciones sociales, resultan por ende altamente dudosas; incluso allí donde no nos enfrentamos a meros productos de la fantasía, sino a relatos esencialmente verídicos, los tales ofrecen una visión anacrónica en el mejor de los casos y en muchos otros no nos permiten tampoco una ordenación cronológica irrecusable de su contenido (tanto más cuanto que los datos de años no son verificables la mayoría de las veces hasta el 300 a. C. aproximadamente). Toda vez que las fuentes epigráficas faltan casi por completo, son a lo sumo las arqueológicas las que hacen posible un cierto control de la tradición literaria, permitiéndonos, sobre todo, una clarificación de las bases históricas del poblamiento y el establecimiento de un cuadro cronológico relativamente fiable sobre la evolución interna de la sociedad y del estado tempranorromanos[2]. Si todas estas fuentes tan exiguas pueden ser aún completadas, ello será entonces gracias a nuestros conocimientos sobre las instituciones sociales, políticas y religiosas de la Roma posterior, que conservaron numerosos residuos de la estructura social arcaica[3].
El relato sobre la fundación de Roma por Rómulo es tan antihistórico como la fecha calculada para tal evento por Varrón a finales de la República, que equivaldría al año 753 a. C. de nuestra cronología. En cualquier caso, los comienzos de aquel asentamiento en la colina del Palatino al que perteneció un cementerio en el posterior emplazamiento del Forum Romanum y que puede ser considerado como núcleo del desarrollo urbano de Roma, se retrotraen, cuando menos, a dicho período y muy posiblemente incluso al siglo X a. C. Los habitantes de ese poblado eran latinos y formaban parte del grupo de pueblos latino-faliscos, rama a su vez de aquellos invasores indoeuropeos que en el curso de los grandes movimientos migratorios de Centroeuropa y los Balcanes a partir del siglo XII a. C. se habían establecido en Italia y allí vivían del pastoreo y en parte también del cultivo de la tierra. En las cercanías, sobre la colina del Quirinal, se asentaron sabinos, que pertenecían al grupo de pueblos osco-umbro de los invasores indoeuropeos; sus clanes, como los Fabii y los Aurelii, o los Claudii, supuestamente establecidos más tarde en Roma, quedaron progresivamente absorbidos en la comunidad latinoparlante. La «formación de Roma», un proceso en el que esta comunidad devino una ciudad-estado, se efectuó como muy tarde a comienzos del siglo VI a. C. La ciudad se vio sustancialmente ampliada con la inclusión de los lugares habitados al sur, al este y al norte del Palatino, y quedó separada del campo a su alrededor por una linde fija (pomerium); adquirió instituciones estables, magistrados incluidos, cuyo ámbito de competencias cubría precisamente el territorio delimitado de la ciudad; paralelamente, fue instituido un sistema estable de gobierno, la realeza (en la forma de monarquía electiva). Este proceso era claramente inseparable de un acontecimiento histórico de decisiva importancia para Roma: la extensión de la dominación etrusca a la ciudad del Tíber[4]. La comunidad urbana de Roma se modeló bajo el dominio etrusco y a imagen etrusca; hasta su nombre procede de una estirpe etrusca (Ruma). Las instituciones y la forma de gobierno fueron establecidas según el modelo etrusco, y el poder fue ejercido por reyes etruscos; amén de ello Roma tomó de ese pueblo no sólo muchas de sus tradiciones religiosas y culturales, sino también su estructura social en gran parte. Reminiscencias de los tiempos anteriores a la dominación etrusca, que pudieran haber correspondido a las estructuras más antiguas de los latinos indoeuropeos, se mantuvieron enraizadas, sobre todo en el culto religioso, hasta las épocas más tardías[5]. Al margen de la herencia indoeuropea y del papel jugado por los etruscos, hubo todavía un tercer factor en la historia temprana de Italia que estuvo también a la base de la evolución romana, a saber, el importante influjo de los griegos, particularmente en el plano cultural, que desde mediados del siglo VIII a. C. habían puesto pie en el sur de Italia y poco después también en Sicilia[6]. Pero la conversión de Roma en una ciudad-estado fue algo que ésta debió a los etruscos y, por consiguiente, nada constituyó un fundamento histórico tan importante para la historia social de la Roma temprana como el hecho de la dominación por aquel pueblo.
La historia de los etruscos nos es conocida a partir del siglo VII a. C., momento en que, sobre la base de la explotación minera y de la manufactura y el comercio ligados a ella, se inició el auge de sus ciudades y, con él, la fijación de las características políticas y culturales de este pueblo[7]. Nunca llegaron a formar un estado unificado: la fórmula de la que se valieron para organizar su vida política en común fue una liga de doce ciudades, cada una de las cuales estaba regida por un rey. La sociedad se descomponía en dos grandes grupos: nobleza y una capa inferior privada prácticamente de libertad[8]. Los nobles, de cuyas filas salía también el rey, poseían las tierras más fértiles y presumiblemente también las minas; al mismo tiempo dominaban por completo la vida política, puesto que integraban el consejo de los ancianos en las ciudades y cubrían las magistraturas. Los estratos bajos estaban compuestos por los grupos dependientes de la nobleza, es decir, por el personal de la aristocracia —esos criados domésticos, atletas y bailarines que nos son conocidos por representaciones—, por los artesanos y los mineros, así como por los campesinos, a quienes Dionisio de Halicarnaso (9, 5, 4) comparaba con los penestas tesalios y que, como éstos, bien pudieran haber sido trabajadores agrícolas atados a la gleba y obligados también al servicio militar. Este modelo de sociedad fue en gran medida adoptado por Roma, donde el primitivo sistema social —antes de perfilarse la plebs como estamento aparte y resuelto a la lucha—, con la nobleza patricia dominándolo todo, en un lado, y sus clientes y esclavos, en el otro, se ajustaba enormemente al prototipo etrusco.
El poder de los etruscos alcanzó su cénit en el siglo VI a. C. Por el norte se abrieron paso hasta la llanura del Po, donde fundarían nuevas ciudades; hacia el sur ocuparon el Lacio y Campania, y en el 535 su flota, en alianza con Cartago, pudo vencer a los foceos, los colonizadores griegos más activos de la mitad occidental del Mediterráneo. Su dominio en Roma se mantuvo inconmovible hasta finales del siglo VI; durante ese tiempo debieron de haberse producido ciertos cambios políticos, ya que todo parece indicar que Roma cayó sucesivamente dentro de la esfera de influencia de distintas ciudades etruscas, entre ellas Vulci, Tarquinii y Clusium[9]. Los amos de Roma, a pesar de que su título (rex) no sea de origen etrusco, sino indoeuropeo, eran con segundad etruscos, como Tarquinius Superbus, en la leyenda el último de los siete reyes de Roma, o Porsenna, el rey de Clusium, quien poco después de la expulsión del último Tarquinio ocupó temporalmente la ciudad del Tíber. Estos últimos acontecimientos marcaron ya el fin de la dominación etrusca sobre Roma. La tradición acerca de la expulsión de Tarquinio de la ciudad, producida según aquélla en el 508 a. C., ha conservado, pese a todo, el recuerdo de un hecho histórico auténtico: Roma fue liberada del dominio de los reyes etruscos por un levantamiento de la nobleza antimonárquica, al parecer en el 508 o algunos años más tarde[10]. Los presumiblemente repetidos intentos de establecer el control etrusco en esa ciudad se vieron abocados al fracaso y, una vez que los etruscos hubieron perdido su poderío naval frente a Hierón de Siracusa en la batalla de Cumas, c. 474 a, C, también desapareció la influencia de este pueblo en el Lacio.
El orden social arcaico de Roma[11], que había cristalizado durante el siglo VI a. C. bajo el gobierno de los reyes etruscos, no fue exclusivo de la época monárquica. El orden social establecido en su día siguió vigente en gran medida tras la abolición de la realeza, solo que las funciones del monarca, que había sido jefe supremo del ejército, primer juez y sacerdote, fueron repartidas entre la aristocracia. Ciertamente, las luchas entre patricios y plebeyos a lo largo de la quinta centuria prepararon e iniciaron el proceso de disolución de la estructura social arcaica, si bien no hasta su completa liquidación, y de ahí también que muchas de sus notas características pudiesen sobrevivir no sólo a ese siglo sino incluso a toda la República. Los rasgos definitorios de este orden social arcaico, patentes en su estructura y en las mutuas relaciones entre sus estratos, serían las siguientes: la estructura de la sociedad estaba fuertemente marcada por la división horizontal, que nacía del papel central de la familia en la vida social y que llevaba al agrupamiento de las familias sobre la base del parentesco de sangre en un complicado sistema de clanes, curias y «tribus», comparable con la repartición de la sociedad homérica en tribus, fratrías, clanes y familias. Frente a ello, la división vertical de la sociedad resultaba relativamente simple, ya que, al menos en sus comienzos, sólo conocía la existencia de una nobleza y de un pueblo dependiente de ella, con lo que ya nos podemos imaginar el enorme significado que adquirían los vínculos estrechísimos de los particulares y las familias menos pudientes con los miembros de la aristocracia, bien por razón de la misma adscripción gentilicia, bien simplemente por razón de las relaciones basadas en la vecindad —y ello, por cierto, no sólo en la sociedad arcaica, sino también, y bajo formas muy diferentes, durante toda la historia de Roma. En consonancia con todo esto, el frente de tensiones en el sistema social arcaico presentaba una relativa simplicidad: sus conflictos podían sólo producirse cuando los sectores dependientes, o al menos los grupos de éstos que estaban en mejores condiciones para liberarse de las relaciones de dependencia, declaraban la guerra a la aristocracia, luchando por la equiparación política y la mejora de su situación económica.
La constitución de la sociedad romana arcaica
La familia romana primitiva[12] constituía una unidad económica, social y de culto. El jefe de familia (pater familias), por razón de su autoridad (auctoritas), gozaba de poder ilimitado sobre la mujer, los hijos, los esclavos y el peculio familiar (res familiaris). A él incumbía la administración de los bienes familiares (bonorum administrado) y la dirección de la actividad económica de la familia, en especial, la explotación de sus campos de cultivo. Tras escuchar a los varones adultos, era él quien decidía en las cuestiones de derecho, como la admisión de nuevos miembros en el círculo familiar o la salida de éstos (v. gr., por matrimonio), o la punición de sus actos criminales; también correspondía a él representar a la familia ante el exterior. Además se ocupaba como sacerdote del culto de los antepasados (sacra familiae). Su posición de poder, casi ilimitada, que en la vida política tenía su corolario en el predominio de aquella nobleza integrada por los jefes de familia con mayor autoridad, queda mejor que nada reflejada en el derecho que le reconocía la Ley de las Doce Tablas de poder vender a sus propios hijos como esclavos.
Por la ascendencia común y, al principio también, por la vecindad de residencia, las familias quedaron agrupadas formando el clan (gens), que, como unión sagrada, cuidaba del culto gentilicio (sacra gentilicia), y cuyos miembros, junto a sus nombres individuales, ostentaban el gentilicio común (nomen gentile), como, pongamos por caso, Fabius (perteneciente a la gens Fabia). Originariamente, la creación de estas parentelas constituía un privilegio de la nobleza patricia, mientras que las gentes plebeyas fueron instituidas al principio a imitación de los clanes patricios. Claro es que las gentes de la nobleza, tanto en la lucha política como en el campo de batalla, adonde estas parentelas se desplazaban en cerradas unidades de guerra, eran capaces de poner en juego un número considerablemente mayor de hombres armados que los clanes plebeyos, pues también acostumbraban a movilizar para ello a sus clientes. Así se explica que la tradición antigua afirmara que la gens Fabia hubiese enviado 306 gentiles patricios y varios miles de clientes en el año 479 a. C., cuando fue vencida a orillas del Crémera en la guerra contra los de Veyes; o que la gens Claudia, de origen sabino y acogida en Roma por esos mismos años, sumase un número de 5.000 familias[13].
Estas parentelas estaban agrupadas en curiae (probablemente de coviria = «reunión de varones»). Su número ascendía a treinta desde su fundación bajo Rómulo, según rezaba la tradición; mientras que los clanes carecían de jefe, había a la cabeza de cada curia un curio (y sobre todos los curiones un curio maximus). Estas agrupaciones de clanes, que estaban subordinadas a las gentes, adquirían en la vida pública una gran relevancia. Junto a sus funciones sagradas, constituían la base organizativa de la asamblea popular y, al propio tiempo, del ejército. La asamblea popular reunida por curias (comitia curiata) decidía en cuestiones de derecho de familia (como, por ejemplo, cuando el padre de familia moría sin descendencia masculina), daba también su parecer en los temas de interés público y tenía el derecho de ratificar en su cargo a los más, altos magistrados de la comunidad (lex curiata de imperio). En la guerra, quienes estaban en edad de portar las armas entraban en campaña en formación curial; de acuerdo con la tradición, cada curia había de poner en combate 10 jinetes (una decuria) y 100 infantes (una centuria). Así, la totalidad de estas fuerzas, con al parecer 300 caballeros y 3.000 soldados de a pie, constituía la unidad de combate primitiva de la legión[14].
En la época monárquica las curias estaban reunidas en las tres tribus gentilicias (tribus). Cada tribu comprendía diez curias. Los nombres de estas agrupaciones, Tities, Ramnes, Luceres, son etruscos y prueban claramente la importancia del protectorado etrusco en Roma en la conformación de su primitivo sistema social. El protagonismo de estas entidades en la vida pública era, sin embargo, menor que el de las curias, y a lo largo del siglo V a. C. la antigua forma de división por tribus se vería aún más relegada a un segundo plano, imponiéndose un reparto de la población en tribus de carácter territorial. Pero, en la estructura social arcaica, cuando aún se hallaba intacta, las tres tribus comprendían la totalidad del pueblo romano (populus Romanus o también Quirites, un término que puede ponerse en relación con la colina del Quirinal o quizá con covirites = «hombres de las curias»).
El número de ciudadanos de la Roma primitiva puede evaluarse sólo de forma aproximada. Las cifras transmitidas sobre el número de gentes, y que ya hemos mencionado, resultan tan exageradas como la tradición según la cual el pueblo romano contaba con 130.000 ciudadanos en el 508 a. C. y 152.573 en el 392 a. C.[15]. En el siglo VI, y todavía hacia el 450 a. C., el territorio del estado romano[16] —en la orilla izquierda del Tíber— comprendía una superficie de un diámetro de unos 8 kms. solamente; el número total de integrantes de dicha comunidad podría ascender, hacia el 500 a. C., a 10.000 ó 15.000 a lo sumo, cifra que, más o menos, encajaría con el total de fuerzas de la leva militar mencionado por las fuentes. Todavía hacia el año 400 a. C., cuando el territorio del estado romano había conocido ya una considerable ampliación, el que ocupaba la ciudad de Veyes (Veii) era más extenso que el de su vecino latino.
El estrato superior de la sociedad romana en época de los reyes y durante el primer siglo de la República estaba compuesto por los patricios, una nobleza de sangre y de la tierra con privilegios estamentales claramente delimitados. El nacimiento del patriciado difícilmente puede explicarse como no sea postulando la formación de una nobleza ecuestre bajo los reyes etruscos de Roma, como consecuencia a su vez de la preeminencia de la caballería en el modelo arcaico de hacer la guerra; los miembros de esta nobleza componían el séquito montado del rey. Esto se deduce, ante todo, de los distintivos estamentales de los patricios, que, al menos en parte, cabe hacer derivar del vestuario e insignias de la primitiva caballería romana. La élite de la antigua masa movilizable para la guerra en Roma, los «caballeros» (equites, originariamente celeres = «los veloces»), son a todas luces identificables con los patricios. Suponer que esta nobleza ecuestre a la cabeza de la milicia era al mismo tiempo la capa de propietarios de tierras, social y económicamente dirigente, tiene más visos de verosimilitud que la presunción de que los patricios ya en los tiempos más antiguos de Roma habrían integrado como nobleza de la tierra la infantería pesada y poco tuviesen que ver con los caballeros del séquito real. El «dominio de la caballería», como sabemos también por la Grecia primitiva, responde claramente a las condiciones de un orden social arcaico. Es algo muy característico el que todavía en la llamada constitución serviana de Roma en el siglo V a. C. los equites fuesen considerados como un grupo rector, situado por encima de las «clases» normales y corrientes; su posición ha de compararse más o menos con la de los caballeros (hippeis) en la constitución de Atenas antes de la reforma soloniana[17].
En base al origen, así como a sus funciones y privilegios en la vida económica, social, política y religiosa, la nobleza patricia constituía en la Roma primitiva un estamento cerrado. Fuera de los miembros de las familias romanas ilustres, sólo ciertos inmigrantes de otras comunidades podían hallar acogida en esa nobleza; claro que en tanto en cuanto se contasen ya en su patria entre la aristocracia local, como fue el caso, según la leyenda, del sabino Atio Clauso, fundador de la gens Claudia trasladada a Roma. Muy poco después del comienzo de la lucha de estamentos el patriciado cerró filas con más fuerza aún que antes, mientras que los recién llegados, sólo pudieron integrarse en la plebe y el matrimonio entre patricios y plebeyos quedaba prohibido. También los componentes de la nobleza patricia, en consonancia con la ética de las sociedades organizadas aristocráticamente, empezaron a sentirse como los «buenos» de la sociedad, como viri boni et strenui —tal como Marco Porcio Catón el Viejo definiría todavía en su época a la aristocracia romana—, y en adelante pusieron todo su empeño en distinguirse de la masa del pueblo también en su modo de vida. Su conciencia de identidad tuvo su mejor expresión en los signos exteriores de su estamento; eran éstos el anillo de oro (anulus aureus), la banda de púrpura (clavus) sobre la túnica, la capa corta ecuestre (trabea), el zapato alto en forma de bota con correas (calceus patricius), así como los discos de adorno en metal noble (phalerae), del equipamiento de la caballería primitiva.
En el terreno económico, los patricios debían su preeminencia a su propiedad de la tierra, que hubo de comprender una parte considerable del territorio romano, así como a sus grandes rebaños. Según la tradición, Atio Clauso obtuvo tras la admisión de su clan en Roma un lote de 25 yugadas, y las supuestas 5.000 familias «corrientes» de su acompañamiento sólo dos yugadas por cada una (Plut., Publicola 21,10) Un rasgo típico del poder económico de los patricios en la Roma primitiva viene señalado por el hecho de que los gastos de mantenimiento de sus monturas eran cubiertos por la comunidad, o más exactamente, por las viudas y huérfanos de la comunidad (quienes por lo demás estaban libres de impuestos). También la parte del león en el botín de guerra, una fuente de riqueza muy importante en las épocas tempranas, les correspondía a ellos. En la guerra los patricios desempeñaron el papel militarmente más destacado hasta el advenimiento de la falange hoplítica, saliendo ellos mismos al campo de batalla al frente de sus partidas de clientes, como los Fabios en el 479 a. C. También la vida política estaba totalmente dominada por ellos. La asamblea popular en su antigua forma de organización por curias, que les permitía comparecer en ella acompañados de sus masas de clientes, se encontraba sometida por completo a su influencia. En el consejo de los más ancianos (senatus), que había nacido asimismo ya bajo los reyes etruscos y constituía desde la instauración de la república la instancia suprema de decisión en el estado romano, sus miembros patricios (patres} tomaban el acuerdo del que dependían para ser válidas, las resoluciones de la asamblea popular. Los senadores plebeyos que se fueron incorporando (conscripti = «añadidos») no estaban facultados durante la primitiva República para votar. Además, eran solamente los patricios quienes proporcionaban los magistrados de la comunidad, y entre éstos los funcionarios superiores de duración anual, cuyo número ya desde el inicio de la República fue fijado en dos y que primero se denominaron praetores y más tarde consules; asimismo de sus filas salían el dictator (originariamente magister populi), dotado en situaciones militares de emergencia de poderes ilimitados por espacio a lo sumo de medio año, y los sacerdotes[18]. En situaciones de excepción, en las que no había ningún funcionario (o ningún rey en epocá de la monarquía), los patricios escogían de entre los suyos a una persona que tomaba a su cargo los asuntos internos(interrex) Una cierta estratificación social dentro de este estamento homogéneo es sólo discernible en la medida en que el grupo de cabeza, compuesto por los varones de los linajes más distinguidos (patres maiorum gentium), gozaba de una influencia especialmente señalada; el presidente del senado (princeps senatus) era elegido de entre dicho círculo.
El otro estamento en la sociedad tempranorromana era laplebs («muchedumbre», de plere = «llenar»), el pueblo llano compuesto por los libres, parte asimismo del conjunto del pueblo-nación (populus)[19]. Los plebeyos disponían como los patricios del derecho de ciudadanía, pero no poseían los privilegios de aquéllos. Los comienzos de la plebe remontan ciertamente al tiempo de los reyes, sí bien ésta sólo tomó una forma consistente a partir del inicio de su lucha organizada contra la nobleza patricia poco después del 500 a. C., una vez que se hubo consolidado como una comunidad aparte con instituciones propias. Por tanto, la plebe como orden aparte no era una institución etrusca, sino específicamente romana, tanto más cuanto que el ordenamiento social etrusco sólo conocía en un polo de la sociedad a los señores y en el otro a los clientes, servidores y esclavos.
En una parte de la tradición antigua tardía la plebe tempranorromana se nos aparece como un estrato básicamente campesino. Campesinos que pudieron preservar su independencia económica frente a los patricios los hubo siempre en la Roma primitiva, y la unión en el marco de la plebe fue para ellos la única posibilidad de afirmarse frente a la poderosa nobleza de la tierra. Pero los que sobre todo no dejaron de aumentar generación tras generación, fueron los grupos más pobres del campesinado, aquellos que quedaban desposeídos como consecuencia del continuado reparto del fundo familiar entre los herederos; también ellos sólo podían esperar la mejora de su situación de una comunidad de lucha plebeya. No obstante, es de suponer que en el nacimiento de la plebe como estamento cerrado estuvo presente también un estrato bajo de tipo más bien urbano, integrado por artesanos y gentes de comercio. La manufactura y el comercio, y consiguientemente también los grupos profesionales de artesanos y mercaderes, gozaban de muy baja reputación en la Roma primitiva, en correspondencia con el orden aristocrático de la sociedad, basado predominantemente en la agricultura: según la tradición, Rómulo habría prohibido terminantemente el ejercicio de la actividad artesanal a quienes debían sentirse llamados al servicio militar y al cultivo de la tierra, y la idea de que era el agricultor, y no un menestral o un mercader, la figura moralmente superior en la sociedad, se mantuvo así después de Catón el Viejo y Cicerón hasta los tiempos del Imperio. Según algunos escritores tardíos, como Tito Livio (1,56,1) y Plinio (N. h. 35,154), eran extranjeros, y sobre todo inmigrantes etruscos, quienes desarrollaron la manufactura en la Roma primitiva y enseñaron a sus habitantes el saber artesanal. La predisposición de Roma a acoger en su suelo a los extranjeros debió de ser grande; según la leyenda, ya Rómulo había instituido un asylum para los refugiados venidos de fuera. La posición social de estos inmigrantes en tiempos del dominio de la nobleza era con certeza bastante desfavorable, pero personalmente debían de ser menos dependientes de las poderosas familias nobles que la mayoría de los campesinos romanos: la resolutiva actuación de la plebe contra la nobleza patricia desde el comienzo de la República sólo resulta comprensible si partimos del hecho de que un «núcleo más fuerte» de los plebeyos vivía en parte libre de las presiones económicas, sociales, políticas, y también morales, que unían a los miembros corrientes de un clan a su cúspide patricia y que en consecuencia afectaban ante todo a las masas de la población campesina.
En todo caso, sería un error equiparar sin más a la plebe con los clientes de la nobleza patricia. Los clientes constituían, en contraposición a una parte de la plebe, un estrato inferior prioritariamente campesino. Las fronteras entre estos dos grupos sociales estaban en verdad poco marcadas, tanto más cuanto que también los clientes podían verse libres de su sujeción a los nobles (por su muerte, pongamos por caso, sin dejar herederos) y entrar así a formar parte de la plebe; como también era posible que algunos miembros de la plebe llegasen a encontrar una posición estable en la sociedad romana merced a su vinculación personal a una familia patricia. Pero, si los plebeyos consiguieron aglutinarse en un estamento cerrado, éste no fue el caso de los clientes, hecho que se debió sobre todo a su fuerte dependencia personal de la nobleza. Esta forma de sujeción sobrevivió al antiguo ordenamiento gentilicio de la sociedad romana. El cliens (de cluere = «obedecer a alguien») entraba en relación de fidelidad (fides) con el noble rico y poderoso, relación que lo obligaba a la prestación de una serie de servicios de índole económica y -moral (operae y obsequium). En contraprestación el noble, como patronus-suyo que era, asumía una tutela «paternal», ofreciendo a su cliente protección personal y poniendo a su disposición una parcela de tierra, que éste había de cultivar junto con su familia. Una relación parecida prevalecía asimismo entre el amo y su esclavo manumitido (libertus), que tras la liberación (manumissio) seguía atado a supatronus, bien como campesino, bien como artesano o bien como comerciante.
Dentro del ordenamiento patriarcal de la sociedad de época temprana la esclavitud sólo tuvo oportunidad de desarrollarse en la medida en que a ésta le fue asignada una función en el seno de la familia, marco de la vida social y económica. Consiguientemente, esta forma patriarcal de la esclavitud, que nosotros conocemos por la historia de otros pueblos, como en el caso de Grecia gracias principalmente a la épica homérica, difería enormemente de la esclavitud diferenciada de la República tardía y del Imperio.'Por una parte, el esclavo era considerado como propiedad del amo carente de derechos personales; era un objeto para comprar y vender y, en consecuencia con esto, se le denominaba no sólo servus, sino también mancipium («posesión»); estaba asimismo menos reputado que el hombre libre, cosa que se desprende con toda claridad de una disposición penal de la Ley de las Doce Tablas: quien rompía los huesos a un esclavo, quedaba obligado únicamente a satisfacer la mitad de la indemnización que debería en caso de la misma lesión corporal a un libre. Pero por otra parte, la posición del esclavo en la familia apenas divergíale Tanque tenían los otros miembros normales y corrientes de ella. Como éstos, hallábase totalmente integrado en la unión familiar, compartía con ellos su vida diaria y siempre podía mantener un contacto personal estrecho con el pater familias, a la autoridad del padre de familia estaba tan sometido como la mujer o los hijos de éste, personas a las que, como a él, podía castigar y hasta vender como esclavos (tres veces, a lo sumo, según la Ley de las Doce Tablas); también la función económica que desempeñaba apenas se diferenciaba de la ejercida por los restantes miembros del grupo familiar, pues, dejando ahora a un lado sus tareas como servidor de la casa, lo vemos empleado como campesino en la heredad familiar o como pastor, y ciertamente asociado también aquí a los miembros «libres» de la familia. Hasta un individuo de pensamiento tan conservador como Catón el Viejo llegaría a afirmar que de soldado preparaba a menudo la comida en compañía de su servidor, que en su finca —pese a toda la severidad con que trataba a sus esclavos— solía comer con sus criados, tomaba el mismo pan y bebía el mismo vino que ellos, y que su mujer, además de a su propio hijo, criaba también a los de sus esclavos (Plut., Cato 1,9; 3,2; 20,5 s.).
El sentido de la institución de la esclavitud bajo esta forma residía en el acrecentamiento de la fuerza de trabajo del grupo familiar en los quehaceres domésticos (manufactura incluida) y en la agricultura, especialmente tras los éxitos de la expansión romana desde finales del siglo V a. C., que trajeron consigo el nacimiento de grandes fundos. A esto se añadió el hecho de que las familias ricas deseaban elevar su prestigio y su posición de poder mediante cuadrillas de clientes lo más grandes posibles, que se reclutaban muy fácilmente entre sus esclavos manumitidos. La necesidad de esclavos era en todo caso una realidad evidente, y se recurrió a distintos procedimientos para atender a esta demanda. Hasta el siglo IV a. C. jugaron un importante papel dos formas de hacer esclavos entre los ciudadanos libres del círculo del populus Romanus. Una era la posibilidad que tenía un padre de familia empobrecido de vender como esclavos a sus propios hijos; de la Ley de las Doce Tablas se deduce que el padre podía también recuperar mediante compra al hijo. La otra forma de hacer esclavos a partir de ciudadanos libres era la servidumbre por deudas, al igual, por ejemplo, que en la Atenas anterior a Solón: él derecho de uso registrado en la Ley de las Doce Tablas obligaba al deudor a responder de su deuda con su propio cuerpo (nexum), y en caso de insolvencia había de ponerse a disposición de su acreedor como mancipium, caso, v. gr., de un gran número de ciudadanos en el año 385 a. C., quienes por lo visto habían perdido sus bienes como consecuencia de la devastación de Roma por los galos en el 387 a. C. (Liv. 6,15,8 y 20,6 s.). Sin duda, estas fuentes de esclavos se vieron completadas en todo momento con la esclavización de los prisioneros de guerra, amén de la proliferación natural de dicho elemento: el esclavo nacido en la familia (verna) se convertía automáticamente en propiedad del pater familiar.
Dada la naturaleza patriarcal de la esclavitud temprano-romana, han de enjuiciarse con gran precaución los supuestos intentos de rebelión de los esclavos durante el primer siglo de la República, de los que nos informan autores tardíos[20]. En las fuentes aparecen caracterizados como «conjuraciones». La primera «conjuración» de esta especie tuvo lugar, según Dionisio de Halicarnaso, en el año 501 a. C., cuando los latinos quisieron traer de nuevo a Roma al expulsado rey Tarquinio. Luego, en el 500 a. C., el propio ex monarca habría tramado una «conjuración» de libres y esclavos contra la joven república. En el 460 a. C., según Tito Livio, Roma necesitó de ayuda exterior para hacer frente a la banda del sabino Apio Herdonio, reclutada a base de desterrados y esclavos romanos. En el 409 a. C. debió de haberse producido nuevamente una «conjuración» de esclavos. Los relatos antiguos sobre movimientos serviles suelen seguir casi siempre el mismo esquema: en una situación de dificultades para la comunidad romana los esclavos y algunos grupos de libres conspiran con el plan de ocupar las colinas de la ciudad, de libertar a los esclavos, de matar a los amos y de apropiarse de sus bienes y mujeres; eso sí, la conjuración es descubierta y desbaratada a tiempo. No cabe duda de que tales relatos fueron compuestos bajo la impresión de los grandes levantamientos de esclavos de la República tardía y merecen tan poca credibilidad como, pongamos por caso, las disquisiciones de Tito Livio sobre si el rey Servio Tulio (no necesariamente una figura histórica) nació ya esclavo o fue posteriormente esclavizado. Solamente la acción de Apio Herdonio en el 460 a. C. acaeció realmente (ya Catón el Viejo tenía conocimiento de ella), pero, según Dionisio de Halicarnaso, sus seguidores no eran precisamente esclavos normales y corrientes, sino clientes y «servidores»[21]. Posible es, desde luego, que en las agitaciones promovidas por grupos marginales de la sociedad romana, como en el 460 a. C. la de los desterrados, tomasen parte también ocasionalmente esclavos. Sin embargo, es característico el hecho de que en un conflicto social de la República temprana tan decisivo como el de la lucha entre patricios y plebeyos los esclavos no actuasen en absoluto como grupo social unitario, por ejemplo, en alianza con la plebe: mientras que ellos siguiesen plenamente integrados en la familia, faltábales el estímulo y la posibilidad para cuajar como tal formación. Incluso en la propia tradición romana ya no hay más mención hasta el año 259 a. C. de otra acción semejante a la supuesta conjuración del 409 a. C.
La lucha de órdenes en la Roma primitiva
La contradicción fundamental en el ordenamiento social tempranorromano, que se expresó en fuertes conflictos sociales y políticos y que puso en marcha un proceso de transformación en la estructura de la sociedad y del estado, no fue, ni mucho menos, la tensión entre libres y esclavos, sino la lucha entre los distintos grupos de los campesinos libres: frente a frente estaban, de un lado, los integrantes de la nobleza de sangre y de la tierra, y del otro, los ciudadanos corrientes, cuyos derechos políticos estaban limitados y de los cuales muchos se encontraban en una situación económica apurada. Este enfrentamiento fue dirimido en la llamada lucha de estamentos entre los patres y la plebs, en una pugna entre patricios y plebeyos que duraría más de dos siglos, un hecho único en la historia de los pueblos y las tribus de Italia y de una trascendencia extraordinaria para el futuro de la sociedad romana[22]. La primera fase de esta lucha estuvo caracterizada por la formación de frentes muy vivos, perfilándose los plebeyos como estamento aparte en oposición consciente al patriciado e imponiendo la constitución de un estado de dos órdenes. En la segunda fase, entre los años sesenta, del siglo IV y el comienzo del siglo III a. C., se llegó a un compromiso entre el grupo rector de los plebeyos y los patricios, y esto produjo a su vez el nacimiento de una nueva élite. El orden social arcaico de Roma, que ya se había visto socavado por los logros de la plebe durante el siglo V, se descompuso en esta segunda fase del enfrentamiento, que coincidió cronológicamente con la extensión del dominio de Roma a toda la península italiana. En su lugar se impuso una nueva estructura de sociedad.
Las causas del conflicto entre patricios y plebeyos hay que buscarlas en el desarrollo económico, social y también militar de la Roma arcaica. Remontaban a la sexta centuria. Por una parte, fueron determinantes la explotación económica y la opresión política de amplias masas de la población por la nobleza patricia. Por otra parte, ya desde el siglo VI se había operado un proceso de diferenciación en el seno del pueblo, en virtud del cual las tensiones entre los patricios y los ciudadanos corrientes se agudizaron, y el pueblo pudo declarar la guerra a la nobleza. Algunos artesanos y comerciantes, pues desde un principio fueron poco dependientes personalmente de las familias patricias, pudieron aprovecharse del auge económico de la joven ciudad en época de la actividad constructora de los reyes y amasar así una fortuna, consistente sobre todo, en el valioso armamento y en los artículos de uso corriente. Otros grupos de población entraron paralelamente en una situación económica y socialmente catastrófica, debido a la pérdida de sus tierras y a su endeudamiento, particularmente gran número de pequeños campesinos, que habían de repartir, generación tras generación, el modesto patrimonio familiar entre cada vez más herederos y que ya no podían sustentarse adecuadamente con su producción agrícola. Los objetivos de estos dos grupos plebeyos eran, consiguientemente, muy diferentes: los plebeyos acomodados aspiraban, ante todo, a la equiparación política, esto es, a la admisión en las magistraturas y a la igualdad de derechos con los patricios en el senado, a más de a la integración social mediante la autorización de los enlaces matrimoniales entre cónyuges nobles y no nobles. Al miembro pobre de la plebe le interesaba mejorar su situación económica y su posición social, que pasaba por una solución de las deudas y por una adecuada participación en el disfrute de la tierra estatal (ager publicus). El enemigo para ambos grupos era, sin duda el mismo, la nobleza patricia las posibilidades de éxito que ellos tenían consistían en aliarse contra ésta, en desarrollar instituciones comunes como organizaciones de lucha y en arrancar las reformas apetecidas por ambos.
Los plebeyos pudieron sacar partido por vez primera a estas oportunidades tras la caída de la monarquización en la situación política exterior de la comunidad y también hubo cambios en la táctica de guerra romana ofrecieron las condiciones favorables para la asunción de una lucha política resolutiva contra el dominio de la nobleza. Después de que Roma hubo perdido el protectorado de las poderosas ciudades etruscas con la expulsión del último rey, quedó expuesta durante un siglo a la amenaza exterior, proveniente, por un lado, de los centros de poder etrusco vecinos, especialmente de Veyes (Veii), y por otro lado, de las tribus montañosas de la Italia central, como eran los ecuos y los volscos. La táctica de la secesión política y militar (secessio), que según la tradición fue ya aplicada en el siglo V en dos situaciones críticas (494 y 449 a. C.) como medio de presión, o también la simple amenaza de hacer tal defección, forzaba a la nobleza a transigir en el interior en vista de la amenaza que pesaba sobre el estado. Ello se hacía tanto más necesario cuanto que con el paso del siglo VI al V a. C. la infantería vio acrecer su importancia táctica: la forma arcaica de hacer la guerra, con la nobleza a caballo, se mostró ya insuficiente en las campañas militares contra la bien fortificada Veyes (Veii) y contra los pueblos de la montaña. El desarrollo de la ciudadanía hoplítica, al igual que en Grecia a partir de la séptima centuria, hizo que con la fuerza militar del pueblo se elevase también su propia confianza y seguridad, y que aumentase su actividad política[23]. El papel fundamental en la nueva táctica de guerra correspondió, como es natural, a las formaciones de infantería pesada; toda vez que las unidades de élite fueron cubiertas por los plebeyos ricos, que podían pagarse la panoplia requerida o hasta fabricársela en caso de ser artesano, era en este grupo de la plebe donde las ambiciones políticas estaban más pronunciadas.
El primer paso decidido, y al mismo tiempo el primer gran triunfo de los plebeyos fue la puesta en funcionamiento de instituciones propias: ello significaba la creación de una organización para su autodefensa y para la lucha política, a más de su unión como orden aparte frente a la nobleza. Según la tradición de la analística, este acontecimiento decisivo tuvo lugar en el año 494 a. C., en que la primera secesión del pueblo se vio coronada por el éxito y la institución del tribunado de la plebe fue introducida[24]. Que este dato resulta más o menos cierto, ha de inferirse de la noticia sobre una fundación de un templo por los plebeyos: en el 493 a. C. el templo a la diosa Ceres fue erigido sobre la colina del Aventino, cuyo culto siempre estuvo allí reservado a los plebeyos, y esta fundación religiosa no fue otra cosa que la congregación de la plebe en una comunidad sagrada[25]. El hecho de que esta comunidad separada en el seno del populus Romanus se formase oficialmente para atender a un culto divino, era algo comprensible si reparamos, por un lado, en que el pueblo sólo podía legitimar su unión apelando a la protección divina; y, por otro, en que este acto era un remedo consciente de la fundación del templo a Júpiter sobre el Capitolio —según la tradición, en el 507 a. C., en el punto central del estado patricio—, con la intención evidente de poner en esta forma de relieve la propia existencia de la comunidad plebeya sedaba. En la práctica, esta comunidad no limitó ni mucho menos sus actividades a atender un culto religioso, sino que tuvo la pretensión de ser «un estado dentro del estado». Como alternativa a la asamblea popular, los plebeyos celebraron asambleas propias (contilia plebis) en el marco de esta comunidad de culto y en ellas adoptaron algunas resoluciones (plebiscita). Elegían jefes, los aediles («administradores del templo», de aedes = «templo»), y los tribuni plebis, cuyo número era de dos en un principio y de diez desde mediados del siglo V a. C.; mediante sagrado juramento (lex sacrata) acordaron la inviolabilidad (sacrosanctitas) para los tribunos de la plebe, requirieron su amparo contra la arbitrariedad de los magistrados patricios (ius auxilii) y lograron incluso que los tribunos de la plebe pudiesen interferir en el proceso incoado por la autoridad patricia contra un plebeyo (ius intercedendi) y que paulatinamente adquiriesen un derecho de veto contra los magistrados y el senado. Aún cuando estas instituciones no fueron al principio reconocidas por el patriciado como parte del ordenamiento estatal, demostraron ser —gracias al apoyo de la gran masa del pueblo— políticamente efectivas.
El segundo triunfo de los plebeyos consistió en forzar una repartición del conjunto del pueblo en tribus según un principio de división favorable para ellos y, por consiguiente, también una nueva ordenación de la asamblea popular en consonancia con sus intereses. Puesto que el nombre de los tribuni plebis viene de la palabra tribus, es posible que la medida reformadora definitiva en el proceso gradual de reorganización de la división en tribus se hubiese operado simultáneamente a la introducción del tribunado de la plebe. Las tres viejas asociaciones gentilicias de los Tities, Ramnes y Luceres no fueron ciertamente suprimidas, pero sí ampliamente sustituidas por tribus articuladas regionalmente. Cuatro de ellas, la Suburana, Palatina, Esquilina y Collina, correspondían, en tanto que tribus urbanae, a los cuatro distritos de la ciudad de Roma; a esto se añadieron en el siglo V a. C. las 16 tribus rusticae en un cinturón alrededor de la ciudad, cuyo número no dejaría de incrementarse desde fines del siglo V (hasta la culminación de esta evolución en el año 241 a. C., con un total de 35 tribus)[26]. Toda vez que la división en tribus servía, sobre todo, como base para la asamblea popular, su importancia política era considerable, especialmente en la preparación y celebración de las elecciones de magistrados. En la asamblea popular organizada según el principio de división regional de las tribus (comitia tributa), los patricios no podían comparecer ya a la cabeza de unos clanes cerrados y sometidos a ellos, y dominar de antemano estos comicios con la movilización de sus clientes, como sucedía en la vieja forma de asamblea popular (comitia curiata). El nuevo marco ofrecía al mismo tiempo buenas posibilidades para la agitación plebeya, que ya no podía ser acallada sin más ni más. Mientras que las magistraturas estatales siguiesen reservadas únicamente a los patricios, la influencia de esta agitación sobre las elecciones quedaba relativamente atenuada, pero podía resultar importante, en la medida en que los plebeyos tenían la posibilidad de elegir para los puestos de funcionarios a candidatos patricios de su agrado y dispuestos al compromiso.
Los plebeyos pudieron anotarse una tercera victoria a mediados del siglo V, en el 451 o el 450 a. C., según la tradición, concretamente con la codificación del derecho en la llamada Ley de las Doce Tablas (leges duodecim tabularum)[27]. No se trató en absoluto de una legislación innovadora y filoplebeya, sino tan sólo de una fijación por escrito del derecho vigente con disposiciones bien que duras para los estratos bajos de la población; nos ponen éstas de manifiesto que la lucha de la plebe hubo de ser iniciada unos decenios antes desde una posición imaginablemente peor y que la situación del pueblo, incluso después de sus primeras grandes conquistas políticas, era todavía todo lo que se quiera menos favorecida. Los trazos arcaicos de la ley, tales como la consagración del poder absoluto del pater familias, quien podía vender a sus hijos como esclavos, como la legitimación de la esclavitud por deudas en la forma del nexum, o como el reconocimiento del derecho a la represalia por lesiones corporales en la misma forma y manera (talio), eran cosa manifiesta y poco propicia para aliviar la situación de los socialmente más débiles. También la aguda división entre patricios y plebeyos quedaba sancionada, ante todo, por la prohibición de los enlaces matrimoniales entre miembros de los dos órdenes, y en esta norma se contemplaba asimismo a los plebeyos ricos. Ello no obstante, el hecho de poner por escrito el derecho vigente, comportaba en sí una reforma política de gran trascendencia: a partir de entonces el ciudadano corriente estaba en condiciones de apelar contra la injusticia y la violencia de los poderosos no ya sólo a un derecho consuetudinario generalmente respetado, aunque no siempre claro y terminante, sino a normas de comportamiento y a disposiciones penales registradas con precisión. Con el principio de que todo ciudadano podía ser citado a juicio y tenía derecho a un defensor (vindex), se garantizaba también a los pobres y a los débiles la protección legal. El camino de la futura evolución social se vio asimismo allanado por el hecho de que la Ley de las Doce Tablas dejaba ya de contemplar a la nobleza y al pueblo corriente como a los grupos sociales únicos: también se tenía en cuenta la riqueza como criterio de estratificación social, concretamente al establecerse la diferencia entre los poseedores (assidui), cuyo patrimonio —habida cuenta de las condiciones de la ciudad-estado arcaica— resultaba a todas luces bastante modesto todavía, y los desposeídos (proletarii), que no disponían más que de sus hijos (proles = «la prole»).
La consideración de las relaciones de propiedad como criterio de cualificación social redundaba en especial provecho de los plebeyos ricos, que ya no podrían contarse en adelante como simple parte de la gran masa del pueblo; su riqueza les aseguraba prestigio e influencia. Lo mucho que interesaba al grupo rector de los plebeyos una nueva ordenación de la estructura social en base a la riqueza, es algo que se pondría de manifiesto en el cuarto gran triunfo de la plebe en su lucha contra el patriciado. En efecto, ésta logró finalmente imponer una nueva división de la ciudadanía en clases propietarias. Esa constitución timocrática de la comunidad fue atribuida por la tradición romana al rey Servio Tulio, que como hombre de baja extracción parecía a los ojos de los analistas la figura modélica del reformador democrático. No obstante, lo cierto es que en el siglo VI a. C. no se habían dado todavía los presupuestos económicos y sociales para semejante reforma; incluso la Ley de las Doce Tablas desconocía aún todo tipo de clase censitaria. Por consiguiente, dicha constitución, al menos en cuanto base para la organización de la asamblea popular, entró en vigor sólo después del 450; la institución del cargo de censor para determinar la cualificación económica del ciudadano, hecho que según la tradición tuvo lugar en el 443 a. C., podría haber señalado su nacimiento[28].
Las escalas de propiedad de los miembros de cada una de las clases posesoras venían calculadas en la llamada constitución serviana por el tipo de armamento que podían permitirse en la guerra. Se evidenciaba así con toda claridad que esta constitución tenía su origen en la nueva ordenación de las fuerzas armadas, seguramente que con posterioridad a la introducción de la táctica hoplítica; a esta razón de fondo apuntan también los nombres de las clases posesoras (classis = «leva para la guerra») y de sus subdivisiones (centuria = una «centuria» en la primitiva división del ejército). En forma detallada esta constitución nos es conocida sólo a partir de la República tardía, momento en que ya había experimentado un progresivo perfeccionamiento. Por encima de las clases (supra classem) figuraban los equites, evidentemente los integrantes de la nobleza ecuestre patricia, repartidos en 18 centurias. La primera clase comprendía las 80 centurias de la infantería pesada, que, pertrechada de yelmo, escudo, coraza, grebas, jabalina, lanza y espada, constituía la columna vertebral del conjunto de la leva romana; en dicha clase estaban representados ante todo los plebeyos ricos. A la segunda, tercera y cuarta clase, con 20 centurias respectivamente, pertenecían los restantes propietarios en grados decrecientes de fortuna: los miembros de la segunda clase portaban armas ligeras como los de la primera clase, aunque sin coraza y con un pequeño escudo alargado en lugar del escudo redondo; los ciudadanos de la tercera clase carecían por completo de armadura y sólo llevaban yelmo y armas ofensivas; los miembros de la cuarta clase iban únicamente provistos de jabalina y dardo. En la quinta clase, compuesta de 30 centurias, estaban reunidos los pobres, armados únicamente con una honda. A estas unidades se añadían además dos centurias de fabri, que se encargaban de las máquinas de guerra y estaban asignadas a la primera clase, así como dos centurias más de músicos, adscritas a la quinta clase. Los desposeídos por completo, por consiguiente los «proletarios» sin armas, fueron agrupados en una centuria por debajo del ordenamiento en clases (infra classem), pudiendo encontrar ocupación en la guerra como ordenanzas y rastreadores a lo sumo. Como acaeciera en su día con la repartición del pueblo en agrupaciones gentilicias y más tarde en tribus locales, también este nuevo ordenamiento sirvió al mismo tiempo de base para la organización de la asamblea popular. En los comicios organizados por clases y centurias (comitia centuriata) cada centuria tenía un voto, con independencia del número efectivo de sus miembros; y éste, por cierto, variaba ya de una centuria a otra simplemente por el hecho de que las quintas por encima de los cuarenta y seis años, menos nutridas numéricamente, las de los séniores, tenían en cada clase el mismo número de centurias que los iuniores, con lo que dentro de una clase los votos de las personas de más edad, y por ende de las más conservadoras en cuanto a forma de pensar, igualaban a los de los hombres jóvenes. El voto por centurias significaba claramente que los integrantes de las centurias de caballeros y de la primera clase, con sus 98 votos en total, podían en todo momento sobrepasar a las 95 centurias restantes, caso de que sus miembros lograsen poner de acuerdo los intereses de sus clases. Como ya hiciera notar Cicerón (De re p. 2,39), a la hora de tomar decisiones este sistema aseguraba a los propietarios un claro predominio sobre la gran masa del pueblo.
El relegamiento político y la opresión económica de amplias masas populares no fueron eliminados por este nuevo ordenamiento de la estructura social, como tampoco lo habían sido por la Ley de las Doce Tablas. Antes bien, las diferencias sociales entre la nobleza situada supra classem y el pueblo corriente se vieron fortalecidas, si bien ya no en forma totalmente idéntica a como hasta ahora; así culminaba también la división de frentes entre patricios y plebeyos, que se había iniciado con la unión del pueblo en una comunidad aparte. En los decenios siguientes, hasta el primer tercio del siglo IV a. C., la sociedad romana vivió asentada sobre la base de esta separación entre los órdenes. Pero paralelamente la constitución serviana trajo consigo un desequilibrio para el orden social arcaico de Roma y abrió el camino para la formación de un nuevo modelo de sociedad. Si los nobles pudieron representar en la constitución serviana el vértice de la sociedad, hay que decir también que para mantener esa posición no fue ya únicamente determinante su ilustre ascendencia, sino también su situación económica. Todavía más importante fue que a los plebeyos más pudientes se les aseguraba institucionalmente un lugar distinguido en la sociedad, que tenía en cuenta su relevancia económica y militar, así como sus ambiciones políticas. Este maridaje se expresó asimismo en la abolición de la prohibición de matrimonios entre los miembros de la nobleza y los del pueblo. Lo que ya no nos es dado dilucidar es si esta reforma acaeció efectivamente ya en el 445 a. C. en virtud de la lex Canuleia, como creían los analistas, o si, por el contrario, su puesta en práctica fue más tardía. En todo caso, dicha medida caminaba en la misma dirección que la apuntada ya por la constitución timocrática, a saber, por el camino del acercamiento y el compromiso entre los patricios y el elemento rector de la plebe.