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A su estado de preocupación de ese momento, Juan sumó los tres días que llevaba sin recibir noticias de Leticia. La había llamado varias veces y dejado mensajes en su trabajo del Congreso, pero la hija de Pellón no daba señales de vida. Era una joven de espíritu libre e independiente, pero le sorprendía que no lo llamara para comentar sus reportajes. Algo pasaba, y no tenía pinta de que fuera bueno. Por todo ello, decidió acercarse al palacio del Congreso de los Diputados en la Carrera de San Jerónimo. Se colgó la credencial y cruzó la verja que daba a la calle Zorrilla. Preguntó por ella a un ujier del edificio nuevo y subió hasta la tercera planta. Una compañera de Leticia le informó con cierta desgana.

—Lleva tres días sin venir. Debe de estar enferma, aunque la llamamos a casa y no responde.

A partir de ese instante la inquietud de Juan se convirtió en pánico. Nunca había estado en el domicilio de Leticia pero ella se lo había anotado en una tarjeta: calle Fuencarral cerca del metro de Tribunal. Pidió permiso a la funcionaría para hacer una llamada y marcó el número que Leticia le había dado de su casa. Tampoco hubo respuesta. Para mitigar las dudas decidió acercarse caminando. Tampoco respondieron a su llamada desde el telefonillo de la calle. Una vecina abrió el portal y Juan subió de dos en dos los escalones hasta la segunda planta. Pulsó el timbre del piso y tampoco hubo respuesta. Llamó a la vivienda del portero y éste le contestó que la había visto por última vez hacía un par de días. Se habían saludado cuando ella salía del edificio a la misma hora de todos los días, camino de su trabajo. Juan preguntó al portero si tenía una copia de la llave de la vivienda, para descartar que le hubiera ocurrido algo. Le apremió a actuar con rapidez. Subieron los dos a la casa de la joven pero la encontraron vacía. Sobre la mesa de la cocina había una taza de té y restos de fruta. El desayuno de hacía días. Juan comprendió que aquello tenía muy mala pinta; sin consultarle al portero, levantó el teléfono y llamó al despacho de Herrera.

—Enrique, tienes que echarme una mano. No tiene nada que ver con el atentado que he sufrido. Es sobre Leticia; no la localizo. Ni en el Congreso ni en su casa. Sólo nos queda el piso de Pellón en la calle Cervantes y el refugio de Patones.

—Espérame dentro de media hora en Cervantes. Dame el número.

—Enrique, ven con un cerrajero. Me temo que tendremos que forzar la entrada.

Juan regresó caminando hasta la plaza de las Cortes y de allí se dirigió al inmueble de la calle Cervantes. Sólo tuvo que esperar a Herrera cinco minutos. Llegó acompañado de otras dos personas. Una de ellas cargaba con una caja de herramientas. El edificio no disponía de servicio de portería, pero el portal estaba abierto. El cerrajero de la policía no necesitó esforzarse para abrir la puerta del domicilio de Pellón. Lo consiguió con un trozo de una radiografía de hospital que introdujo en la rendija entre la hoja de la puerta y el marco, a la altura del cierre. Le fue fácil porque el cerrojo estaba sin descorrer. Herrera y Juan llamaban a Leticia a gritos cuando se encontraron con que el interior del piso estaba revuelto de arriba abajo: cajones abiertos, libros por el suelo, colchones y sillones rajados, los armarios desordenados… El comisario se dirigió a Juan elevando el tono de voz.

—Buscan algo que ni tú ni yo tenemos. Pellón se guardó alguna cosa creyendo que no irían a por él. Se equivocó. Ahora ha puesto en peligro la vida de su hija.

—Enrique, tenemos que encontrarla. La tienen ellos. Sólo nos queda Patones.

Herrera colgó el auricular del teléfono, que estaba tirado en el suelo, y luego lo levantó de nuevo para comprobar si tenía línea. Llamó a su unidad y ordenó a El Peque que lo esperara con sus hombres bien pertrechados en las inmediaciones del domicilio de Pellón en Patones. Abandonaron la vivienda, colocaron la sirena azul en el techo del vehículo policial y se dirigieron a toda velocidad a la sierra por la carretera de Burgos. Cuando llegaron al refugio de Pellón, El Peque y su gente estaban apostados a una distancia aconsejable, a la espera de la llegada del jefe. El policía dio novedades a Herrera.

—Jefe, hay gente en el interior de la casa. He visto cómo alguien apartaba las cortinas. En la parte de atrás hay un coche aparcado. Deben de ser dos o tres personas.

—Esperan a alguien o vigilan el exterior de la casa por si llega la caballería montada —comentó Herrera, que se atrevió a hacer un diagnóstico de la situación—. Tienen a la chica dentro. Suponen que les oculta algo y la están interrogando. Si la hubieran matado ya habrían abandonado la casa. Ahora sólo nos falta decidir cómo entramos nosotros sin provocar una carnicería.

El periodista puntualizó:

—Me cuesta creer que alguien del Club Mengele se arriesgue a tanto. Después de las muertes de Villalobos y Nieto, han huido a la desbandada. Deben de ser mercenarios. Enrique, creo al fin vas a tener la oportunidad de conocer a los limpiadores. Hoy te vas a tropezar con una respuesta a esa supuesta leyenda urbana.

—Peque, ¿qué hacemos? ¿Entramos o llamamos a los geos? Si esperamos, corremos el riesgo de que maten a Leticia.

—Hoy nos toca a nosotros resolver el problema. Es una oportunidad para justificar nuestra nómina.

Herrera se puso en cuclillas y con el trozo de una rama de árbol dibujó en el suelo un rectángulo.

—Tú y yo hemos estado dentro —se dirigió a Juan—. Hagamos un croquis de la casa.

—La recuerdo perfectamente. Hay una puerta trasera que comunica la cocina con un pequeño cobertizo. Hay dos ventanas en el dormitorio de Pellón que suelen estar abiertas. Nos quedan el otro dormitorio, la puerta principal y las ventanas del salón.

Herrera asintió y marcó en la tierra la puerta de atrás.

—Sólo nos falta decidir el elemento sorpresa.

El periodista miró al resto de los policías con cara de novato.

—Sí, el gancho sorpresa. Alguien de nosotros tiene que entretenerlos para que los demás entremos por detrás. Lo que no sé es cómo.

La solución apareció por la carretera como llovida del cielo. Una moto Vespino conducida por un cartero se aproximó al lugar donde se ocultaba la policía. Herrera le dio el alto mostrándole su placa. Le pidió que bajara del ciclomotor y que se despojara de la chaquetilla con el logo de Correos. El hombre no puso ninguna pega. Incluso les indicó que, si la necesitaban, en la bolsa guardaba la gorra de plato. Por el tamaño del cartero, a El Peque le tocaron todas las papeletas. Estaba claro que él sería el primero en jugarse el pellejo. Se acercaría hasta la puerta principal subido en la moto y llamaría para entregar una carta. Mientras, Herrera y el resto de los agentes rodearían el refugio y accederían a su interior por la puerta y las ventanas de atrás. Un agente, el campeón de tiro de la policía, se apostó en el muro de piedra con un fusil con mira telescópica. Se encargaría de cubrir las espaldas al falso funcionario de Correos. Nunca fallaba. Para ello disponía de un fusil PSG1 de alta precisión del calibre 7,62 OTAN, fabricado por Heckler & Koch para la policía alemana tras la matanza terrorista en los Juegos Olímpicos de 1972. La mira telescópica, una Hendsolt 6 × 42 mm con retícula iluminada, era otro elemento de garantía. Juan permanecería lejos de la línea de tiro acompañando al cartero.

El diseño de la operación era simple. Sólo había un riesgo: que los ocupantes del chalet se pusieran nerviosos y abrieran fuego sin mediar palabra. Todo dependía del aplomo de El Peque, quien durante años había vivido infiltrado en una red de narcotraficantes. Experiencia y dotes para la interpretación no le faltaban. Pocos conocían que para llevar a cabo aquel papel de agente encubierto se había matriculado en la escuela de interpretación de Cristina Rota, en Madrid.

El Peque cruzó con la Vespino la puerta del camino y se dirigió a la entrada de la casa. Desde la moto vio cómo desde el interior alguien levantaba los visillos de la ventana. No le dio tiempo a llegar hasta la puerta. Un tipo de casi dos metros salió de la vivienda y le dio el alto. Un bulto destacaba debajo de la chaqueta, a la altura de la cintura. No cabía duda de que iba bien armado.

—¿Dónde va usted?

—Vengo a entregar una carta.

—¿Por qué no la ha dejado en el buzón de la entrada del camino? El cerebro del policía improvisó una respuesta convincente.

—Es una carta certificada. Urgente. Tengo que entregarla en mano.

Tenía que ganar tiempo. Herrera y sus compañeros estarían a punto de irrumpir en la casa. Desde fuera, el comisario ya había divisado la silueta de Leticia en el dormitorio de Pellón. La tenían maniatada en una silla con cinta aislante tapándole la boca para que no gritara. El falso cartero jugaba con ventaja, porque el francotirador ya tendría a aquel matón en el punto de mira de su fusil. El policía bajó de la moto y se apartó de la línea de tiro. Le dio el sobre en mano y le hizo firmar en el libro de entregas. Cuando se dio la vuelta para marcharse, el gorila se percató de que la dirección de la carta no correspondía con el domicilio de Pellón; pertenecía a otra localidad de la sierra. Se llevó la mano a la cintura para desenfundar su pistola pero, antes de que hiciera el menor movimiento, se desplomó de un certero y único disparo en la cabeza. El estruendo del fusil alertó a los otros dos matones que vigilaban el refugio. El que se acercó hasta la puerta en ayuda de su compañero cayó malherido por dos balas Browning de 7,65 mm que salieron de la Walther PPK de El Peque, que se había resguardado pegado a la pared del edificio. El otro mercenario se encontró con la pistola de Herrera pegada a su sien cuando entró en la habitación en busca de Leticia. El comisario quería a uno de los secuestradores con vida. Eran aguerridos profesionales del crimen, pero tendrían que demostrarlo en un duro interrogatorio. Mientras le colocaba las esposas, uno de los agentes desató a la chica y le despegó la mordaza. Sin apenas tiempo para recuperarse, Leticia sintió cómo Juan se abalanzaba sobre ella y la abrazaba con fuerza. El periodista sujetó su cara con las dos manos y la animó:

—Tranquila. Ya ha pasado todo. Estás a salvo.

Se volvió hacia el secuestrador —un tipo cetrino y con los cabellos de color azabache y grasientos— y le propinó una patada en sus partes. Herrera se lo recriminó.

—Este hijo de puta es quien ha intentado matarme en el metro.

—Contente, Juan. Tú no eres como ellos. Pero tampoco como yo.

De un puñetazo en el mentón sentó al mercenario en la silla donde había estado maniatada Leticia. Le dio un ultimátum mientras le ponía la pistola en la cabeza.

—Amigo, tienes diez segundos para decirme quién te ha pagado y qué buscabais.

—No lo sé. Habéis matado al jefe. Yo sólo recibía órdenes.

Hablaba con dificultad mientras se sujetaba la barbilla. Sangraba por la boca. Su acento lo delataba: era argentino. Herrera pronto cayó en la cuenta que podía ser uno de los limpiadores. Tenía una asignatura pendiente con ellos. No se quitaba de la cabeza el recuerdo de Victoria. Había intentado acabar con él pero seguía queriéndola.

—¿Le hicisteis lo mismo a Victoria?

—No sé de qué me habla. Nos pidieron que recuperáramos unos papeles y nos facilitaron una fotografía y los datos de la chica.

—¿Quién?

—No lo sé. Alguien relacionado con los servicios secretos. Nunca dio la cara.

—¿Cómo contactaba con vosotros? —Lo hacía sólo con Carel, el jefe, a través de un apartado de correos. No sé más.

Herrera apretó con más fuerza el cañón de su Sig Sauer P226 de 9 mm en la base del cráneo.

—Hemos matado a tus dos colegas. No me importa liquidar a un tercero.

El sicario giró la cabeza hacia un maletín que descansaba encima de la mesa.

—No le engaño. Dentro del maletín están los papeles.

El Peque, que asistía al interrogatorio igual de tenso que el comisario, sacó de él un sobre. Esparció sobre la mesa su contenido. Guardaba varias fotografías de Leticia entrando y saliendo de su casa y del Congreso. En un folio aparte figuraban los datos de la joven. Herrera seguía igual de tenso.

—Aquí no aparecen las órdenes. ¿Qué queríais de Leticia?

—No lo sé. Yo no la interrogaba. Sólo vigilaba. Carel recibió las instrucciones en una llamada a una cabina telefónica de Callao. Siempre contactaba a través de correos y de una cabina predeterminada. Después, una vez acabado el trabajo, ingresaban el dinero en una de sus cuentas en un banco suizo.

—¿Desde cuándo trabajabais para ese hijo de puta?

—Yo sólo llevaba cinco años, pero mi jefe desde hace veinte.

De repente, el policía escuchó la voz de Leticia dirigiéndose a él.

—No te molestes, Enrique. Este cabrón no sabe nada. Buscaban unas notas de mi padre sobre el informe Jano. Insistían en que las guardaba en algún sitio y que las tenía yo. Me preguntaban por una lista con nombres. Levantaron todo el piso de la calle Cervantes y me trajeron aquí. Creo que esperaban a recibir instrucciones para ver qué hacían conmigo. Habéis llegado a tiempo, porque pensaban matarme. Me habéis salvado la vida.

Se acercó a él y le apretó fuertemente contra su cuerpo.

—Este tipo —prosiguió dirigiéndose al mercenario— no me ha puesto una mano encima. Se ha comportado siempre con corrección. Es un simple convidado de piedra. No creo que su cociente intelectual alcance la media. Es una masa de músculos.

Juan interrumpió a Leticia.

—Pero es el hijo de puta que me ha empujado a las vías del metro. Algo no cuadra en todo esto. Si Arturo se ha arriesgado a matarme, a secuestrar a Leticia y a quemar a un comando de los limpiadores es porque estaba convencido de que Pellón guardaba algo importante sobre Jano. Os puedo asegurar que yo no lo guardo entre los papeles que me dejó. Tampoco lo hallamos entre los papeles de la calle Cervantes. ¿Dónde lo habrá escondido?

Leticia contestó:

—Se nos escapa algo. No podemos estar seguros de que la orden parta de Arturo. Mi padre tuvo que darte alguna pista en la reunión que mantuvo contigo. Él era muy rebuscado.

—Leticia, ¿piensas que el informe podría estar aquí y que sólo perjudica a Arturo y a su clan?

Tomó la palabra Enrique.

—Dudo que los documentos estén aquí. Han revuelto la casa de arriba abajo y no han encontrado nada.

El comisario continuó con su interrogatorio.

—Bueno, vosotros dos ya no pintáis nada. Uno de mis hombres os devolverá a Madrid. Leticia, ¿necesitas que te lleven a un hospital? De este pájaro nos encargamos nosotros. Ahora me cantará las hazañas de los limpiadores y qué han hecho con Victoria. Me llevará un tiempo. Nos vemos mañana; debo intentar reconstruir todos los pasos. Hay piezas que no encajan.