Jueves, 29 de junio de 1995
Juan era un tipo de costumbres. No destacaba por su espíritu organizativo —bastaba ver el escritorio de su despacho—, pero sí por algunas rarezas. El periódico le pagaba los taxis, pero él prefería moverse por Madrid en metro. Lo justificaba muy visualmente: no soportaba los discursos filosóficos de los taxistas. Desde que empezó a colaborar con El Universal, a comienzos de los ochenta, solía desplazarse hasta la sede del diario en el suburbano. También regresaba a su hogar por la noche en el mismo sistema de transporte. El periodista vivía en el centro de la capital, en Alonso Martínez. Había elegido un pequeño ático en esa zona porque, según sus cálculos, lo situaban en el centro geográfico y administrativo de una gran urbe como Madrid. Para trasladarse a la redacción tomaba la línea 4, la de color marrón, hasta la estación Alfonso XIII. Por la noche, aunque acabara tarde, hacía el mismo recorrido en sentido inverso. El metro era para el periodista su tercera morada, después de su domicilio particular y el despacho. Se cruzaba a diario con la misma gente, con las mismas caras, que se agolpaban en los vagones. Tanto era así, que hacía apuestas consigo mismo sobre encuentros ocasionales con pasajeros de días anteriores. Llegaba a apostar por el lugar de la confluencia: en un vagón, en el andén o en los pasillos. A sus compañeros de redacción les convencía de que el metro era donde más se ligaba.
Era el último jueves del mes de junio y el periodista se disponía a repetir la rutina de todos los días: comprar El Universal en el quiosco de la esquina, tomar un café cortado con porras en la cafetería Santander mientras repasaba la sección de sucesos y dirigirse a la boca del metro en la misma plaza de Santa Bárbara para llegar a tiempo a la primera reunión del diario. Esa mañana, Juan descendía las escaleras del suburbano como si levitara. Sus éxitos periodísticos habían ensanchado su autoestima profesional. Vivía encaramado en la cresta de la ola. Con sus revelaciones había adquirido un gran protagonismo social. Las cadenas de televisión abrían los informativos con sus denuncias periodísticas, pero él consumía su minuto de oro con sobriedad. Había conquistado gran notoriedad profesional, pero ése nunca había sido su objetivo. Un periodista colombiano de El Universal tuvo la grosería de comentarle que el éxito era como una fruta tropical con un sabor muy dulce pero que, cuando se digería mal, provocaba asfixia. El símil estaba fuera de lugar, pero Juan fue franco en su respuesta. Le contestó que él jamás se ahogaría porque seguía percibiendo en sus papilas gustativas un sabor agridulce. No le dio más explicaciones. Tampoco se las merecía. Tenía claro que cambiaría todos los premios y felicitaciones por ver a los asesinos de Amparo y Pellón esposados y entre rejas.
En unas semanas había aprendido sobre su país más que en los veinte años de transición a la libertad. Las miserias del ser humano habían aflorado sin ningún tipo de escrúpulo. Le asqueaba que la democracia permaneciera sometida y vigilada por un poder tan omnímodo como el del espionaje. Juan llegó a la conclusión de que su gobierno permanecía secuestrado por el síndrome Jano y por una casta de traidores a la patria. Le vinieron a la memoria las palabras del líder de los comunistas, con quien había tomado un café en la cafetería del hotel Suecia, muy cerca del Congreso, para cambiar impresiones.
—Este gobierno socialdemócrata está sentenciado electoralmente. El crimen de Estado y la corrupción lo colocarán donde se merece: en la oposición. Han demostrado que son personajes de Rinconete y Cortadillo, pero quieren ser tratados como del país de los Nibelungos. El Ejecutivo está secuestrado por los poderes fácticos de la Seguridad del Estado. La impunidad con la que se mueven los militares de los servicios secretos y la cúpula de la policía y la Guardia Civil es un reflejo de su debilidad institucional. ¿Dónde se ha visto que un gobierno democrático se doblegue al chantaje de un coronel del CESID, un subcomisario de policía o un sargento de la Guardia Civil? Se delatan ellos mismos. Es una muestra de que prefieren perder las elecciones antes de acabar en prisión. Mientras, sus palmeros mediáticos defienden la razón de Estado para justificar algunos de sus excesos. Admitir esa apología sería como asumir las violaciones de los derechos humanos en las dictaduras militares de América del Sur, con sus miles de muertos y desaparecidos.
Juan saboreaba el triunfo, pero seguía aturdido. Enrabietado. Inconformista. Se le notaba preocupado porque él, un modelo de afabilidad y simpatía, corría el riesgo de convertirse en un personaje desabrido y esquivo. Luchaba consigo mismo para no desmoralizarse por la suerte de Arturo y algunos de sus hombres. Completó los últimos veinte escalones que daban acceso al andén 2 de la línea 4 con dirección a Alfonso XIII. Se fijó en que sólo funcionaban cuatro de los ocho tubos fluorescentes que colgaban del techo. Ya en el apeadero, se entretuvo leyendo un cartel publicitario de la película Sospechosos habituales. Le había impresionado el final: cómo el guionista delataba al culpable por su manera de caminar.
En aquel andén atestado de pasajeros apenas podía moverse. Miméticamente, se colocó donde siempre, con la punta de los zapatos rozando la línea amarilla de seguridad. Un trazo de pintura rugosa con botones antideslizantes advertía que unos centímetros más allá, la medida de un zapato de la talla 44, quedaba en el vacío. Juan tenía la costumbre de pisar con fuerza ese límite, para protegerse de cualquier empujón incontrolado del gentío. Era otra de esas manías que le proporcionaban una sensación de seguridad. Alargó el cuello mientras inclinaba el cuerpo hacia delante, giró la cabeza hacia la derecha y divisó las luces del convoy a unos doscientos metros. El metro de Madrid tenía la particularidad de circular por la izquierda, ya que es una copia del de Londres. Su instinto de supervivencia hizo que retrocediera unos centímetros. Entonces, sintió un fuerte empellón en la espalda. Perdió el equilibrio y se desplomó hacia las vías. La misma persona que lo empujó gritó con fuerza:
—¡Socorro, ayuda, alguien ha caído a las vías!
Enseguida retrocedió y desapareció entre la muchedumbre.
El cuerpo de Juan rebotó contra la vía más próxima a la estación y cayó en una oquedad del suelo entre los dos raíles. Sintió un duro golpe en la pierna y en el costado derecho, pero no perdió el conocimiento. Notó cómo unos alfileres recorrían el interior del muslo derecho de arriba abajo. Desde un suelo mugriento y ennegrecido miró a su derecha y comprobó cómo la máquina del tren, aunque reducía la velocidad, irrumpía con fuerza en el andén. Ignoraba si el maquinista se había percatado de su situación, aunque ya era poco probable que pudiera detener aquella mole de hierro antes de que lo arrollara. Sin apenas tiempo realizó un brusco movimiento y se resguardó en un nicho entre la vía y el andén. El conductor, que había observado la acción del periodista, salió de la cabina en su ayuda esperando lo peor, descendió a las vías entre el espacio que dejaba el engranaje entre los dos vagones y gritó:
—Oiga. ¿Está ahí?
—Sí. Estoy bien. Puedo salir.
El periodista permanecía agazapado en un hueco, debajo del andén. Estaba empotrado junto a un cartel con la inscripción «Km 12 + 926» y debajo de un rollo de cables del tendido eléctrico. El conductor resopló con alivio. En sus veinte años de servicio jamás había atropellado a nadie ni había provocado un solo accidente.
Juan se ayudó de la mano que le extendió el maquinista y apoyó la pierna en la misma rueda que podía haberlo destrozado, para escalar hasta el andén. Los viajeros, que permanecían expectantes, prorrumpieron en un largo aplauso. Se sentía fuertemente magullado pero el dolor no le impedía caminar. Había salvado la vida por cuestión de segundos y, además, se daba cuenta de que todos sus huesos estaban en su sitio.
—¿Qué le ha sucedido? ¿Se ha trastabillado?
—No. Me han empujado.
—¿Cómo? ¿Aviso a seguridad?
—No se preocupe. Ya me encargo yo. Es una larga historia.
El reportero no perdió el control. La visita de la muerte había quedado aplazada por su agilidad y su buen karma. Estaba impresionado por su certera reacción de agazaparse en el único hueco que quedaba libre. Tenía claro que todavía no había llegado su hora. Si no habían podido liquidar a Herrera, tampoco iban a conseguirlo con él.
En medio del revuelo provocado entre los pasajeros, una mujer de unos cincuenta años le contó lo sucedido: un tipo de mediana edad se le había acercado por detrás y le había propinado un fuerte empujón.
—Lo he visto todo. No tengo la menor duda: no ha sido un accidente. Ha ido a por usted. No soy xenófoba, pero tenía pinta de sudamericano. Pelo moreno y grasiento, piel oscura y rasgos indígenas. En medio del alboroto ha salido corriendo.
El periodista pidió el número de teléfono a la testigo, por si necesitaba una descripción más pormenorizada, y regresó a su domicilio para cambiarse de ropa. Pensó que podía haber sido peor: sólo apreció dos grandes hematomas en su cuerpo; uno en el muslo y otro en la zona lumbar. Hizo tres llamadas para contar lo sucedido a Herrera, a Campaña y a Leticia. Su amiga no respondió en ninguno de los números de contacto. Por un momento, se sintió aterrorizado: si habían ido a por Herrera y a por él, por qué no a por la hija de Pellón.