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Antes de recluirse en su despacho, Juan sintió la obligación moral de informar a Herrera de su reunión con Campaña y, sobre todo, a Leticia, con quien no había hablado en las últimas veinticuatro horas.

Optó por empezar marcando el teléfono de la hija de Pellón, pero no dio con ella ni en el Congreso ni en su domicilio. Respiró con alivio, pues para él era un trago amargo comunicarle lo averiguado sobre su padre. Sospechaba que la decisión de reproducir en el diario el pasaporte con la foto de Pellón afectaría a sus relaciones. Leticia había asumido en privado la doble vida de su progenitor, pero no sabía cómo reaccionaría una hija cuando la persona a la que amaba desvelaba a millones de españoles la implicación de su padre en la guerra sucia de los GAL. A ella, que siempre había negado la participación del gobierno en esa trama, le asqueaban las acciones de aquellos matones. Le habían afectado especialmente las fotografías del atentado contra el restaurante Monbar de Bayona, en el que los mercenarios dispararon indiscriminadamente contra todos los clientes; hubo cuatro muertos y varios heridos.

Con Herrera tuvo más suerte. Como él, había decidido comer en el despacho para avanzar trabajo. Le reprodujo la conversación con Campaña, aunque omitió las instrucciones sobre Arturo. Se lo ocultó porque presumía que Herrera reaccionaría airadamente. El policía volvió a recriminarle su intención de reproducir el pasaporte. Finalmente, claudicó.

—Juan, vuelvo a repetirte que todo esto me huele a montaje. No me cuadra que Pellón, un militar de la vieja guardia, se prestara a ese juego. Está claro que buscan limitar el escándalo a Stefano y Pellón. La decisión es tuya. Absolutamente tuya. También la responsabilidad. Si lo tienes claro, adelante. Tienes mi apoyo.

La última frase de Herrera fue un consuelo. Se sintió arropado. Enrique siempre le cubriría las espaldas.

Llamó una y otra vez pero Leticia seguía sin dar señales de vida.

Por fin, pudo centrarse en su tarea. Jugaba con fuego, así que releyó y corrigió el texto de la información una decena de veces. Su estado de ánimo se reflejaba en la movilidad de sus manos. Sus dedos agarrotados pulsaban las teclas del ordenador con respeto y temor. Respeto por Pellón, y temor por la reacción de Leticia. Tenía la mirada fija en la pantalla del ordenador, pero de reojo no perdía de vista el pasaporte con la foto de Pellón. Pronto sus manos comenzaron a sudar. Era el síndrome del último minuto, ese miedo escénico al que se veía sometido todo periodista en la recta final de su trabajo, una vez completado el texto definitivo de la información. Era el momento en el que surgían las dudas: ¿estarán utilizándome?, ¿me habrán colocado un pasaporte manipulado?, ¿tendrá Enrique razón?… Preguntas y más preguntas. Por muy contrastado y verificado que estuviera el reportaje, siempre surgían las incertidumbres de última hora. Juan se había sumergido en esa depresión que envolvía a todos los periodistas hasta que las rotativas comenzaban a imprimir. A partir de ese momento no había marcha atrás y el redactor era el único responsable de todo lo escrito, desde su firma hasta el final de la página. Además, se daba la circunstancia de que, a diferencia de cuando trabajaba en el diario Pueblo, los talleres de los periódicos modernos se ubicaban en ciudades del extrarradio de Madrid. La rotativa de El Universal se encontraba en una nave de Valdemoro. Era una Goss HT70 capaz de tirar 70.000 ejemplares a la hora y con un peso de 300 toneladas. Antiguamente, al menos, el periodista tenía la posibilidad de bajar a última hora a la sala de máquinas instalada en el mismo edificio y pedir a los linotipistas que eliminaran de la caja un par de líneas de plomo.

El timbre del teléfono lo despertó de su estado reflexivo. Era la recepcionista, que le avisaba de una visita.

—Cómo tengo que decírtelo. Te he repetido una y mil veces que no me pases con nadie. ¡No me molestes!

—No hace falta que me lo repitas una y mil veces. Pero insiste en que te diga que es tu amigo Enrique y que es muy urgente.

Notó que un nudo en la garganta le impedía hablar. Carraspeó con fuerza y bebió agua para humedecerse la faringe.

—Dile que bajo enseguida.

Imprimió la página que había escrito y salió corriendo de su despacho. Tenía poco tiempo para dedicarle a su amigo, porque eran las seis de la tarde y en tan sólo unos minutos Campaña le reclamaría el texto.

Herrera tenía peor cara que el periodista. Se mostraba inquieto, como si le faltara tiempo para abortar una operación. Sin los prolegómenos de rigor se dirigieron a paso firme hacia un pub irlandés, situado a unos cien metros del diario. El comisario llevaba una carpeta bajo el brazo y no paraba de repetir: «Es muy urgente» y «Hay que pararlo todo». No entraba en detalles porque no se encontraba en el entorno adecuado. Necesitaba acomodarse en una mesa y saborear una taza de buen café. Juan caminaba sin perder de vista la carpeta azulona que sujetaba su amigo bajo las axilas. Se temía lo peor. Sospechaba que Enrique había descubierto algo que daría un vuelco a la investigación. Se colocaron ante una incomodísima mesa alta en la que uno tenía que aposentarse en unos todavía más molestos taburetes. A esa hora, había poca gente en el establecimiento. Un par de periodistas de El Universal estaban apoyados en la barra de reluciente madera en la que sobresalían una decena de grifos de cerveza. Era esa hora muerta de final de la tarde en la que los clientes no sabían qué pedir: tarde para un café y demasiado pronto para un cubalibre. Juan y Enrique lo resolvieron con dos cafés y dos botellines de agua. Tras el primer sorbo, el comisario fue al grano.

—Tienes que parar el reportaje sobre Pellón. Te han metido un gol. El pasaporte que te ha hecho llegar El Ronco está manipulado. El soporte es auténtico, pero han pegado una foto de Pellón para desviar la atención sobre el verdadero culpable. Pretendían confundirnos a los dos.

Enrique hizo una pausa y esperó una reacción violenta del periodista. Como mínimo, un exabrupto maldiciendo a su fuente. Ante su sorpresa, Juan no perdía la serenidad. Estaba aturdido, pero aquella averiguación le libraba de dos conflictos: el profesional y el sentimental. Le ahorraba hacer el ridículo en el periódico y pelearse con Leticia. Herrera abrió la carpeta y le mostró una fotocopia de un pasaporte.

—El administrador único de la sociedad Sextante no es otro que Juan Alberto Nieto.

¿Nieto? Juan había oído hablar de Nieto, pero en su disco duro el archivo de ese apellido estaba medio vacío. Sabía que era un guardia civil que había estado destinado en el cuartel de Intxaurrondo, en San Sebastián, y que en su propio periódico lo habían señalado como otro de los sicarios de los GAL. No se ruborizó cuando le pidió más datos a Herrera.

—¿Quién es Nieto?

—Era el compañero inseparable de Gómez Villalobos. Ellos sí formaban la tradicional pareja de la Guardia Civil. Un tipo sin escrúpulos, violento y sanguinario. Pasó del SECED al CESID y aparece en todos los asuntos sucios de los servicios secretos en los últimos veinte años: 23-F, torturas, secuestros, espionaje político, GAL… Es un imán que atrae la perversión. Actúa con total impunidad porque nadie se atreve a meterse con él. Hasta el punto de que el Ministerio de Defensa lo apartó, mandándolo a hacer un curso al extranjero, cuando un juez lo citó para que declarara sobre un asunto de malos tratos a un detenido. Es intocable porque sabe mucho de la guerra sucia. No me extrañaría que fuera uno de los responsables de las muertes de Pascual y de su madre.

—A mí tampoco. ¿Recuerdas la noche que tuve que esconderme en el cuarto de baño en la casa de la anciana? Gómez Villalobos se dirigió a su compañero de trapisondas como Juan Alberto. Es él. Seguro. Otro sucio asesino.

Juan se sintió más relajado. Las averiguaciones de los hombres de Herrera no trastocaban lo que había escrito. Tan sólo tendría que cambiar el nombre de Pellón por el de Juan Alberto Nieto y volcar todo lo que supiera del pasado de ese personaje. Le faltaba saber cómo lo había descubierto la policía. Inmediatamente, formuló la pregunta.

—Juan, en una situación normal, todo esto tendría que pasárselo a un juez, pero ahora lo importante es que resuelvas el entuerto de Pellón. Mañana, en el periódico, tienes que echar abajo su falsa coartada. Han querido manipularte pero no han tenido en cuenta que los chorizos siempre flotan.

—Enrique, no te enrolles, apenas tengo tiempo. Campaña debe de estar como loco preguntando por mí en estos momentos. Necesito saber cómo habéis cazado a Nieto.

—A eso he venido. Te vas a lucir. Hace un par de días movilicé a mi gente para que rastrearan todas las pistas y buscaran todo lo relacionado con Sextante y el personaje misterioso. Estábamos en un callejón sin salida y necesitábamos localizar una fotocopia del pasaporte, para identificar la fotografía del muerto viviente. Siempre te he dicho que los Cecilios son unos chapuceros y que la impunidad es la perdición de los idiotas. Mi teoría se ha cumplido una vez más. Uno de mis agentes ha hallado en una sucursal del Banco Ibérico una fotocopia del pasaporte del supuesto Jacinto Solana Esclapé en el expediente de la concesión de un crédito a nombre de Sextante para la compra de un automóvil. Durante un año, la sociedad pagó las letras de un Rover 623, un coche de gama alta, utilizado exclusivamente por Juan Alberto Nieto. Era la ventaja de ser administrador único. Nadie iba a fiscalizar las cuentas de fondos reservados destinados a asuntos secretos. Pero Nieto fue tan torpe que registró el impuesto de circulación a nombre de su mujer quien, a su vez, acumula en la Policía Municipal varias multas por aparcar en doble fila. Un despropósito para ser un espía. En la fotocopia que voy a facilitarte se puede apreciar nítidamente que la fotografía del pasaporte es la de Nieto. Pero el despropósito de este personaje no termina ahí. Hay una multa por exceso de velocidad en el tramo sur de la M-30, cerca de El Pozo del Tío Raimundo, la misma noche en la que casi te pillan en la casa de la anciana asesinada. El «Juan Alberto» que escuchaste por boca de Felipe Gómez sin duda alguna era Nieto. Todo esto puedes contarlo tal cual. Nadie puede relacionarnos. Mi equipo se ha movido como si fueran detectives privados; han utilizado a fuentes de toda confianza.

—¿Dónde está ahora Juan Alberto Nieto?

—Vive en el barrio del Pilar. Su nombre figura en el buzón de correos junto al de su esposa. El teléfono de su casa puedes encontrarlo en la guía telefónica de Madrid, a nombre de su mujer. Aunque no creo que lo localices en la capital. Me han dicho que Arturo se lo quitó de encima enviándolo a la embajada de España en Bogotá como enlace en temas de narcotráfico. Lo mismo que colocar a una zorra en un gallinero.

—¿Cómo consigo una foto de él para compararla con la del pasaporte?

—No necesitas ir muy lejos. En el archivo de tu periódico puedes encontrar una. Aparece sin identificar en el pie de foto de cuando fue publicada, pero salta a la vista que es él.

Herrera había hecho los deberes eficazmente. Extrajo de la carpeta un recorte de El Universal en el que un grupo de guardias civiles posaban junto a su jefe en el patio del cuartel de Intxaurrondo durante la fiesta de su patrona, el 12 de octubre de 1982. Aparecían varios agentes identificados con nombre y apellido, pero Nieto pasó inadvertido.

—Es éste. Aquí lo tienes. En su etapa de máximo esplendor, cuando estaba bajo las órdenes del coronel de San Sebastián.

Herrera lo señaló con el dedo y también identificó a Villalobos y a Leal, todos ellos primeras espadas del Club Mengele, algo que el comisario conocía desde hacía años.

—Juan, todo este dossier puedes pasárselo mañana, como cosa tuya, al juez Camacho. El comisario de la Audiencia Nacional me ha comentado que el magistrado ha cursado a mediodía una citación para que te presentes en el juzgado. Al parecer, te ordenará que entregues los documentos del CESID que has reproducido hoy. Camacho va a por todas. No tolerará que tu director juegue con él. Te aconsejo que tú no te quemes.

—No te preocupes. Yo no he sido zarandeado por las maniobras del CESID. Más tarde o más temprano le colocaré las dos banderillas a Jacinto Milans. Al menos para que lo citen a declarar en la Audiencia Nacional. Nieto es un buen hilo para tirar del ovillo. Además de asesino es un chorizo. No creo que el gobierno mueva un dedo por él. Ahí tenemos el eslabón que buscábamos. Intentaré hablar con la mujer de Nieto cuando llegue a la redacción.

Juan no necesitó esforzarse mucho para convencer al director de El Universal de que tenía que hacer cambios en la información. Al revés. Las tretas del CESID provocaron que Campaña se mostrara mucho más beligerante después de que pretendieran servirse de su cabecera con fines espurios.

—Tienes que destacar en un texto aparte que han intentado manipularnos con la entrega del otro pasaporte. No te dejes ni un detalle en el tintero, pero no quemes todavía a Pellón. Mañana volveremos a la carga.

El reportero sólo necesitó treinta minutos para modificar su texto inicial. El titular lo resolvió cambiando capitán por agente: «Un agente del CESID montó la red Sextante». Seguidamente, marcó en el ordenador el apellido «Pellón» y escribió encima «Nieto». Todo lo demás lo conservó igual. Verificó que la foto estuviera en el archivo gráfico y pidió una ampliación de la cara del guardia. Después, se acercó a la sección de maquetación y pidió a un compañero que destacara en la cabecera de la página las dos fotos de Nieto. Asimismo, le sugirió que reprodujera la copia del pasaporte con un círculo enmarcando la fotografía. La información también iba acompañada de una fotografía de la esquina del parque de Roma, en la calle Pez Volador, donde supuestamente estaban las oficinas de Sextante, y otra de la lápida del cementerio de la Almudena donde descansaban los restos del auténtico Solana Esclapé. Para completar la maqueta pidió que reprodujeran el documento de la compra del Rover 623 y una de las multas a nombre de la mujer de Nieto. El periodista tachó con un rotulador los apellidos de la señora y los sustituyó por las iniciales. También borró el domicilio familiar en el barrio del Pilar.

—Lo que faltaba, que nosotros fuéramos quienes facilitáramos pistas al Comando Madrid de ETA —comentó a sus compañeros en voz alta.

Regresó a su despacho con una guía de teléfonos de Madrid bajo el brazo. Buscó el nombre de la mujer de Nieto y marcó el número sobre la marcha. Cuando oyó que descolgaban se presentó como periodista de El Universal y preguntó sin saber con quién hablaba por la señora de Nieto. Tras un corto silencio, una voz entrecortada de mujer —Juan juraría que gemía— le respondió con educación y entre sollozos.

—¿Cómo ha obtenido mi teléfono? —Por la guía telefónica. No quiero molestarla, señora, sólo preguntar… No le dejó acabar.

—La Guardia Civil me ha prohibido que hable con periodistas. Tiene que llamar al gabinete de prensa.

El reportero no entendía nada. Cómo la dirección de la Guardia Civil podía adelantarse a sus movimientos en tan sólo unas horas. Aquello no le cuadraba. Algo fallaba.

—Señora, sólo quiero hacerle una pregunta…

—Lo siento. Entienda mi posición. Hasta que no repatríen el cadáver y acaben la investigación no puedo hacer declaraciones.

El periodista escuchó cómo la mujer de Nieto aliviaba su angustia emocional sonándose con un pañuelo.

Juan no entendía nada. ¿Cadáver? ¿Investigación? La mujer del teniente terminó por darle la pista que le faltaba.

—¿Cómo se ha enterado usted de la muerte de mi marido si todavía no lo han hecho oficial? Me han dicho que van a emitir una nota de prensa.

Juan le pidió disculpas. Comprendió que aquella mujer estaba destrozada y que en aquel momento no tenía ningún sentido preguntarle por las ilegalidades de su cónyuge. Mucho menos por sus multas de tráfico. Colgó no sin antes darle el pésame.

Se dirigió al cuarto de teletipos y preguntó a un compañero si había llegado una nota de la Guardia Civil. La estaba cortando de la máquina en aquel instante. Juan se la arrebató de las manos y concentró todos sus sentidos en las diez líneas del texto.

Asesinado un guardia civil en Bogotá. El teniente Juan Alberto Nieto ha sido abatido a tiros esta mañana cuando se dirigía a su puesto de trabajo en la embajada española en Bogotá. Nieto ocupaba el cargo de enlace en la lucha antidroga en la delegación diplomática en la capital de Colombia desde hacía unas semanas. La policía colombiana investiga si el oficial español ha sido asesinado por sicarios de uno de los cárteles del narcotráfico. El teniente Nieto tenía un brillante historial en la lucha antiterrorista, por el que había sido condecorado en numerosas ocasiones.

Llamó a Herrera y cuando éste contestó al teléfono le soltó de sopetón:

—Nos hemos quedado sin nuestro particular Amedo verde.

El comisario no entendió la gracia de su amigo. Se temió algo peor: que Campaña le hubiera levantado el reportaje en el diario.

—Han asesinado a Nieto en Bogotá. Herrera no mostró sorpresa.

—Quien lo mandó allí sabía lo que se hacía. Contratar a un sicario cuesta un puñado de dólares. Amparo, Pellón, Victoria, Stefano, Gómez Villalobos, Nieto… ¿Quién será el siguiente? No se detienen ante nada. No dejan rastro. ¿Qué vais a hacer en el diario?

—Nada. Seguir con nuestros planes. Daremos la noticia de la muerte, pero seguirá mandando el reportaje sobre Sextante y Nieto. Su desaparición aumenta el interés por nuestra información. Ésa es la teoría de Campaña. No se equivoca. Ha vuelto a decirme que llegue hasta el final, pero sin quemar a Arturo. Es el peaje que debo pagar para desmantelar toda esta trama.

—Por fin, ¿te ves mañana con Camacho?

—Sí.