Martes, 27 de junio de 1995
El aserto popular español afirmaba que España se acostó monárquica y se levantó republicana. Algo parecido le sucedió a Juan. Tras cerrar la edición del diario se marchó a casa eufórico por su exclusiva, pero a la mañana siguiente salió a la calle enfurecido porque el nombre de Jacinto Milans había desaparecido de su artículo periodístico. Y lo más grave: nadie se lo consultó ni le informó del cambio. Ni el director. Ni el redactor jefe de cierre. Juan caminaba encolerizado por la calle Velázquez después de hojear el diario en un quiosco de la Puerta de Alcalá. En este caso era imposible que los culpables fueran los duendes de la imprenta, a quienes se les solía echar la culpa cuando salía algo mal. El periodista exteriorizaba su cólera. Le preocupaba, sobre todo, cómo iba a quedar ante Enrique y Leticia. A ambos les había adelantado el día anterior el contenido de la información, y Arturo aparecía destacado en los titulares. Estuvo a punto de tirar la toalla y no presentarse a la cita con El Ronco, pero se impuso su vena profesional. Finalmente, atemperó la rabieta.
Juan se serenó cuando cruzó la puerta del Wellington, un hotel de lujo conocido porque acoge a los toreros en la feria de San Isidro. Ya resolvería el palo con Campaña cuando llegara al periódico. El reportero dudaba de que su fuente diera señales de vida tras lo publicado en el diario. Pero probó suerte. Se acomodó en una butaca cerca de la recepción, junto a dos poderosas columnas cilíndricas, a la espera de la llamada. E hizo bien, porque a las diez en punto escuchó una voz de mujer que pronunciaba su nombre con acento francés por el servicio de megafonía.
—Don Juan Montalbán. Por favor, diríjase a recepción. Tiene una llamada.
Un pequeño cartel con la inscripción teléfonos le indicó el lugar desde donde tenía que contestar. Tuvo tiempo de fijarse en unos grabados con imágenes de El Escorial que colgaban de la pared. Una joven le acercó el teléfono. Enseguida reconoció la voz de El Ronco. No le había engañado ni se había asustado por el vendaval informativo. Eso sí, no hizo ningún comentario. Sólo se limitó a decir:
—Hotel Convención.
Y colgó.
No importaba porque Juan ya conocía las instrucciones precisas. Abandonó las instalaciones del hotel y giró a la derecha por la calle Villanueva. Caminaba a paso ligero, aunque sabía que tenía tiempo de sobra hasta llegar al final de la calle O’Donnell, donde estaba situado el hotel de la cita. Tomó la calle Alcalá para girar a la derecha por Menéndez Pelayo. A unos ochenta metros embocó la calle O’Donnell y caminó por la acera de los impares. En quince minutos se hallaba en la recepción del Convención. No se precipitó. Cumplió el protocolo y a las 10.30 pidió una habitación al recepcionista. Le dijo que en unos minutos alguien lo llamaría preguntando por Juan Carlos Rey, que le pasara la llamada a su habitación.
—La 5060.
Lo dijo en voz alta, porque cerca de allí uno de los agentes de Herrera seguía con atención la conversación. El policía se retiró y se acercó a la cafetería del hotel.
—Está en la 5060.
A las 10.55 la recepción del Convención recibió una llamada preguntando por Juan Carlos Rey. El recepcionista contactó con Juan y se la pasó. Era El Ronco.
—En cinco minutos estoy ahí.
—Suba a la 5060.
Herrera y El Peque distribuyeron a sus hombres en todos los accesos a las plantas de las habitaciones. Uno en el hall controlando los ascensores. Otro en el garaje cerca de la puerta de un ascensor que comunicaba con el vestíbulo. Y otros dos en la planta quinta. El perímetro exterior del hotel también estaba tomado por un grupo de policías distribuidos estratégicamente. Herrera se acercó a recepción, mostró su placa de comisario y pidió la llave de la habitación situada frente a la 5060. Le dieron la 5044. De esa forma podría vigilar de cerca la puerta de la de Juan. El radiotransmisor del comisario comenzó a crepitar. Enseguida sonó la voz de El Peque.
—Jefe, un tipo sospechoso acaba de subir al ascensor. Ha pulsado el botón de la quinta planta. Esté atento, puede ser él. Lleva un sobre bajo el brazo. ¿Subimos?
—No. Manteneos ahí hasta nueva orden. Yo me encargo de él.
La intuición policial no falló. El individuo abandonó el ascensor en la quinta planta y caminó por un interminable pasillo con moqueta de color azul. Giró a la izquierda y a unos diez metros se encontró con otro aún más largo. Una mujer policía, ataviada con un uniforme de limpiadora y con una fregona en la mano, le dio los buenos días. Avisó por radio que era el objetivo y que se dirigía a la habitación. Pronto Herrera escuchó cómo golpeaban la puerta de enfrente y la voz de Juan contestaba. Abrió suavemente la de su habitación un par de dedos y, por medio de esa rendija, vio a un tipo de unos cuarenta y cinco años, bajito y regordete. Cuando el periodista dejó abierta la puerta de su habitación, el desconocido, en vez de entrar, lanzó el sobre hacia el interior, cerró la puerta y emprendió el camino de vuelta hacia los ascensores. No le dio tiempo a caminar ni diez pasos. Herrera lo agarró por la espalda y lo lanzó al suelo. El tipo comenzó a gritar.
—Cállese o le pego un tiro —fue la respuesta disuasoria del policía, quien en una mano sujetaba la pistola y en la otra su placa. Cuando el detenido se tranquilizó, le preguntó—: ¿Quién es usted? ¿Para quién trabaja?
El hombrecillo se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un billete arrugado de mil pesetas. Se lo mostró al policía y le espetó:
—Me llamo Antonio Miñambres. Un desconocido me ha abordado en la calle y me ha dado este billete a cambio de entregar un sobre en una habitación. Es lo único que he hecho. No trabajo para nadie. Llevo un año en paro. Puede usted comprobarlo.
Herrera lo soltó y comprendió que El Ronco era más listo de lo que creían. Tras estallar el escándalo, ¿cómo iba a presentarse a cuerpo descubierto en un hotel céntrico de Madrid a la vista de todo el mundo? Era evidente que había recurrido a un mensajero improvisado.
—¿Ha entregado el sobre?
—Sí, lo he lanzado dentro de la habitación y me he marchado, tal como me ha pedido el señor de la calle.
—¿Cómo era la persona que le ha dado el dinero?
—Apenas me he fijado. Alto y con barba. No puedo decirle más. Me pedía que no le mirara fijamente a la cara.
—¿Y su voz? ¿Cómo tenía la voz?
—Fuerte. Como cuando el sargento me daba órdenes en la mili.
Herrera entendió que aquel interrogatorio no tenía sentido. El hombre no sabía más. Aquello era obra de un profesional, posiblemente un militar. ¿Un agente del CESID? Le dio permiso para que desapareciera y a través del transmisor levantó la vigilancia mientras iba al encuentro de Juan.
Entretanto, el periodista, sin percatarse del jaleo en el pasillo del hotel, permanecía en silencio sentado en la cama de su habitación, observando estupefacto unos horribles cuadros expresionistas que colgaban de la pared. Al cabo de unos minutos, se cansó de esperar y se atrevió a abrir la puerta del dormitorio. La que comunicaba con el pasillo permanecía cerrada, pero allí no había nadie. Estaba a oscuras. Se sobresaltó cuando pisó un sobre abandonado sobre la moqueta. Era de tamaño grande, pero apenas pesaba, como si no guardara nada en su interior. Sólo un fino librito de cartón duro que pudo detectar palpándolo. Justo cuando se decidió a abrir el sobre, escuchó golpes en la puerta.
—Juan, abre. Soy Herrera. Nos la ha jugado. Ha mandado a un tipo de la calle.
Mientras el periodista se dedicaba a averiguar el contenido del sobre, Herrera utilizó su transmisor.
—Peque, pide la cinta de la cámara de seguridad de la puerta de la calle O’Donnell, a ver si hay suerte.
—Ya lo he hecho, jefe. No funciona. Se estropeó ayer tarde.
El comisario pegó un golpe de rabia en la puerta y se dirigió a Juan.
—Esto no es obra de un principiante. Tu Ronco es un experto.
—Ya te lo dije, Enrique. Es un tipo duro que transmite pavor. En la cita del parking me cagué de miedo. Siempre se ha mostrado muy escurridizo. Hoy no iba a ser menos.
—Bueno, lo que pretendía lo ha conseguido: que te llegara el sobre. Creo que tu Ronco va a desaparecer de tu vida. En todo este tiempo ha hecho muy bien su trabajo. Su objetivo era que nos centráramos en Stefano. Ya no tiene sentido que siga.
Juan permanecía inmóvil con la mirada fija en un pasaporte español abierto por las primeras páginas, que había sacado del sobre. Le llamó la atención que fuera un original y no una fotocopia. Aquello demostraba que o El Ronco se movía por las altas esferas del poder o era un simple emisario de los servicios secretos. Se giró hacia Enrique y leyó en voz alta:
—Jacinto Solana Esclapé. Ya tenemos el rostro del administrador único de Sextante.
De repente, enmudeció. Su frente empezó a sudar y la garganta se le cerró. Enrique se percató de aquella transformación.
—¿Qué te pasa? Parece que hubieras visto a la parca. —Es Pellón.
Herrera le arrebató el documento de la mano y fijó sus ojos en la fotografía mientras manoseaba el pasaporte para certificar su autenticidad. Anotó el número de serie de la cartulina —L005378513— en uno de esos minúsculos blocs de notas que los hoteles dejan a disposición de sus clientes en la mesilla de noche. Levantó el teléfono, marcó el nueve y, seguidamente, el número de la línea personal del comisario de Documentación.
—Soy Herrera. ¿Tienes a mano la relación de los números de pasaportes vírgenes que hemos entregado al CESID en los últimos quince años?
—Sí. No son tantos. Unos doscientos. Tengo la lista en mi cajón.
—¿Puedes mirar el L005378513?
—El tiempo de abrir el cajón y consultar la carpeta. Ya lo tengo. Efectivamente, aquí aparece. Le fue entregado con otros diecinueve pasaportes en blanco el 17 de mayo de 1983.
—¡Un mes antes de Sextante!
Colgó el teléfono y se dirigió al periodista.
—¿Qué piensas hacer?
—Publicarlo.
—¿Y Leticia?
—Lo entenderá. Ya sabe que su padre colaboró durante un tiempo con los comandos de los GAL.
—¿No te importa la memoria de Pellón?
—No puedo ocultar la verdad. Si él montó Sextante no puedo ocultarlo a mis lectores. Además, es una prueba más que viene a demostrar que el CESID está detrás de Stefano.
—Creo que eres injusto con la memoria de un muerto. Desvelar la identidad de Pellón no es determinante para verificar los documentos que has acumulado. Estás siguiendo el juego a sus asesinos. ¿Por qué crees que te han facilitado el pasaporte? Sirve para cerrar el círculo de corrupción en los servicios secretos. Quieren hacer ver que actuaron a espaldas de la dirección y que la cadena de responsabilidades termine ahí: en Pellón y en Stefano. En dos muertos que no pueden hablar ni defenderse.
—¿Y tú qué me recomiendas?
—Que guardes el pasaporte y esperes las conclusiones de las pesquisas de mi gente sobre Sextante. Leticia te lo agradecerá siempre. No tiene sentido ensuciar la memoria de un hombre que ha procedido como un héroe. Pellón pudo ser un colaborador de los sicarios de los GAL, pero ha pagado el error con su vida. ¿Te parece poco?
—Tal vez tengas razón, pero lo consultaré antes con Campaña. El código ético de un periodista no contempla la sensiblería. Si no lo publico yo, se lo pasarán a la competencia. Así funciona el sistema. No puedo traicionar a mis lectores.
—Después de lo sucedido hoy… No seas cínico, Juan. ¿Cómo ha desaparecido el nombre de Arturo del periódico? ¿Por arte de birlibirloque? ¿Quién traiciona a los lectores?
El reportero encajó el golpe. A su interlocutor no le faltaba razón y Juan no encontraba argumentos para contestarle. Sacó pecho y fue directo al grano.
—Ése es un asunto que debo resolver yo personalmente con Campaña. No he tenido tiempo con todo este lío de El Ronco. Cuando llegue al diario hablaré con él a solas en su despacho. Sabes que me ha dolido tanto como a ti. Me siento igual de traicionado que tú.
—Sólo te pido una cosa: utiliza con Pellón la misma medicina que Campaña administre a Arturo. Como verás, intento ser comedido, y eso que me ha jodido muchísimo la decisión de tu director de dejar fuera de la información al responsable de todo.
—Antes de comer tendrás noticias de mi encuentro.
La entrada de Juan por la puerta del diario fue como una tormenta de verano: violenta y con muchos truenos. La recepcionista se despreocupó del teléfono y atrapó al periodista antes de que desapareciera por el ascensor.
—Juan, me tienen desbordada. Te han llamado de la Audiencia Nacional, del CESID, y en esa sala tengo a cinco periodistas de agencias y televisión que te están esperando para entrevistarte. El diré está a punto de llegar de un desayuno y quiere verte urgentemente. Del juzgado de Camacho te han llamado cinco veces. Éste es el teléfono. Tienes que preguntar por Adela o Teresa. Aquí tienes la nota. ¿Qué hago con los colegas? Son los que están más inquietos.
—Toñi, ahora no puedo hablar con nadie. Mi trabajo tiene prioridad. Lo siento. Que me llamen a lo largo del día. Primero Dios y después los santos, ¿no?
La joven asintió con la cabeza, pero mostró cierta preocupación. Intuía que los periodistas iban a reaccionar airadamente.
—¿Por qué no hablas un minuto con ellos?
—Te he dicho que no tengo tiempo. Estoy desbordado. Si se enfadan que se enfaden. Yo no los he llamado. Diles que entrevisten a Campaña. A él le gustan más las cámaras que a mí.
Le dio la espalda y corrió hacia un ascensor que había parado en la planta baja.
Juan prefirió esperar a encontrarse con Campaña antes de llamar a la Audiencia Nacional. No quería meter la pata. Cualquier decisión de ese calibre dependía de la dirección y de los asesores jurídicos. No tenía claro si estaba obligado a depositar los documentos del CESID en el juzgado o, por el contrario, podía acogerse al secreto profesional. Aunque si dependiera de él, su opción sería la de colaborar estrechamente con el juez Camacho. El caso GAL era un ejemplo palpable de la cohabitación entre algunos jueces y algunos periodistas. El periodista de El Universal seguía una norma no escrita en su tarea profesional: primero el periodista; después el juez, el fiscal o el policía. Pero Juan, instintivamente, se había impuesto unas limitaciones: que una exclusiva no interfiriera la investigación de un juez. En la práctica, la línea divisoria era muy fina, casi invisible, pero él siempre había adoptado su código deontológico sobre la marcha. Cada caso era diferente y generaba repercusiones asimétricas. El reportero tenía siempre presente los consejos de su amigo Herrera: «Ándate con pies de plomo. Ten presente que te mueves entre fieras, entre la escoria de la Seguridad del Estado, gente armada y sin escrúpulos, que han llegado al paroxismo. No te confundas. No te enfrentas con uno de esos sucesos a los que estás acostumbrado, como el caso Urquijo o El Nani. Desafías al verdadero poder, con medios ilimitados e impunidad para marginarte o hundirte. Y lo más grave es que las sombras impiden que te enteres de dónde te viene la hostia».
Juan atravesó la puerta del despacho de su director recordando las palabras del comisario. Campaña, lo esperaba solo. De manera inusual, cerró la puerta e invitó a Juan a que tomara asiento. Después, pidió a su secretaria una Coca-Cola y le ofreció tomar algo. Él rechazó la invitación. Aquella amabilidad puso en guardia al periodista. El diario había reventado esa mañana los quioscos, pero intuía que algo fallaba. Más tarde o más temprano, esperaba la irrupción de una derivada que no controlaba. Campaña tomó la palabra.
—Primero, tengo que felicitarte por la información de hoy. El periódico se ha agotado en los quioscos. Tenemos un filón que debemos explotar. Debes dedicarte exclusivamente a la investigación sobre los servicios secretos y los GAL. Sé que debes de estar molesto por la decisión que tomé anoche de sacar de la información a Jacinto Milans. Es lógico. Yo habría reaccionado igual, pero fue una decisión que tomé de madrugada minutos antes de que la rotativa comenzara a girar. Si tienes alguna queja, aquí estoy.
Campaña permaneció en silencio a la espera de la respuesta de su redactor. Conocía el carácter de Juan; era de ese tipo de gente que nunca callaba y no se dejaba doblegar. Aunque, ante los argumentos del jefe, Juan decidió tragarse sus quejas y preguntar:
—¿Por qué? ¿Por qué salvar a Jacinto Milans?
—Es una decisión que me compete a mí. Sólo a mí. Debes entenderlo. Es política editorial. Milans está llamado a ser el director del CESID cuando el nuevo gobierno aterrice en La Moncloa, y nos interesa mantener una buena relación con él. Así nos deberá un favor. Es una cuestión de estrategia. Prefiero jugármela con un malo conocido que con un bueno por conocer. Llámalo pragmatismo periodístico. Esa opción es tan lícita como la otra: la de socarrarlo con tus reportajes.
Campaña, como si se tratara del moderador de un debate televisivo, calló para que su interlocutor tomara la palabra.
—Creo que Jacinto Milans es el responsable directo de todas esas muertes y uno de los muñidores de la guerra sucia. No es justo que quede impune. Tenemos suficiente información para achicharrarlo, como muy bien dices.
—Juan, entiende una cosa. Nosotros no somos ángeles exterminadores. Tenemos que proteger nuestras espaldas. No podemos quedarnos solos ante un determinado poder que lucha por exterminarlos. Necesitamos gente que nos proteja. Milans habrá cometido verdaderas atrocidades pero, en Europa, los culpables son siempre los primeros ministros. Ése es nuestro objetivo. Es el máximo responsable y el punto de mira del periódico. No lo olvides. Los demás son escalones. A esta dirección le interesa la cima. Nuestra obligación es denunciar la corrupción y el crimen de Estado, pero sin quedarnos en los peldaños intermedios. Milans es un funcionario que luchó por la democracia cuando tú estudiabas en la Escuela de Periodismo. De servir a los gobiernos de Carrero y Arias Navarro se convirtió en un baluarte de Suárez, Calvo-Sotelo y González. Es un testigo mudo de la Transición.
Juan pronto comprendió que nadie le arrendaría la ganancia en aquella discusión con su jefe. Campaña había adoptado una decisión y, por la claridad de sus palabras, era irreversible. Él tan sólo era un piñón en el engranaje del diario. De nada le valía echar un pulso al director ante aquella situación. Le quedaban dos opciones: tirar la toalla o seguir publicando lo que tanto le había costado reunir. Abandonar o tomar oxígeno a la espera de que Camacho completara el trabajo. Apostó por la segunda opción. Arturo difícilmente podría escapar ante tal cúmulo de pruebas.
—¿Y qué pasa con el Club Mengele? Son unos asesinos de ancianas y toxicómanos. ¿Me lo como también?
—Juan, no has entendido mis palabras. Puedes publicar todo lo que quieras, siempre que esté contrastado documentalmente. Sólo debes dejar fuera a Jacinto Milans y a su segundo, Pastrana. Me comentan que el coronel tuvo que asumir los excesos de Stefano, Pellón y el Club Mengele, como tú lo llamas, pero que él siempre quiso mantenerse al margen. Los Nieto, Villalobos y compañía amenazaron al CESID con tirar de la manta de Intxaurrondo. Es factible. Me lo creo.
—¿Qué hago con Jano?
A Juan le costó pronunciar el nombre del dios romano, pero no iba a desperdiciar su pregunta talismán. Cogió por sorpresa a Campaña. Aquello no estaba en su guión.
—¿Jano? ¿Tú qué sabes de Jano?
El reportero echó un órdago como si jugara una partida de mus, a sabiendas de que iba de farol.
—Lo que me contó Pellón antes de morir. Se trata de uno de los arcanos de la Transición. Tan sólo lo conoce un clan muy reducido.
—¿Podemos saber más?
—Difícilmente; únicamente existe un documento en la caja fuerte del CESID. \
—Entonces, más que una historia periodística puede tratarse de una leyenda urbana. ¿Con cuántas he tenido que lidiar desde este despacho? ¿Recuerdas las confesiones de Rafael Escobedo sobre su exmujer Myriam de la Sierra? ¿Recuerdas aquellos informes policiales sobre el crimen que jamás fueron incorporados al sumario? ¿Cómo se llamaba el policía? ¿Prada?
Campaña exhibió su lado más cruel; estaba recordándole a Juan alguno de sus gatillazos periodísticos. Era injusto, porque jamás nadie había podido demostrar que la información del periodista no fuera veraz. Pero, en aquellos casos, Juan quedó en evidencia porque era su obligación demostrar la veracidad de lo publicado. En periodismo, como en el campo de la justicia, no valía lo que se conoce como «inversión de la prueba». El redactor se recuperó del golpe y recondujo la conversación.
—Entonces, si consigo los documentos sobre Jano, ¿podemos publicarlos?
Campaña percibió que su reportero pretendía someterle a una prueba sobre su grado de independencia y reaccionó con diligencia.
—Por supuesto. Consíguelos y yo te los publico en primera. Aquí no se censura nada. ¿Tienes alguna queja? —Ninguna.
Una vez zanjado el caso Arturo, Juan planteó a su jefe el enfoque de la segunda entrega. Cometió el error de enseñarle el pasaporte con la foto de Pellón que le había entregado, supuestamente, El Ronco. Después de mover esa ficha ya no podía dar marcha atrás. Campaña improvisó los titulares de la información. Cintillo: «Los documentos secretos de los GAL». Antetítulo: «El pasaporte que demuestra las conexiones entre los servicios secretos y el ultra Stefano». Título: «Un militar del CESID montó la red Sextante». Sumarios: «El capitán Pellón utilizó documentación con su foto pero con la identidad de un muerto» y «La sociedad fue constituida en junio de 1983 para pagar a los comandos de la guerra sucia».
Juan tomó nota en el bloc de las sugerencias de su director y se dispuso a encerrarse en su despacho, como el día anterior, para redactar de un tirón la información. En la segunda entrega todo le resultaría más fácil. Le bastaba desarrollar los titulares que le había marcado su director.
Ya se había despedido de Campaña cuando recordó las insistentes llamadas de Camacho desde el juzgado. Giró sobre sí mismo e interrumpió a su jefe, que ya había iniciado una conversación con su secretaria.
—Han llamado varias veces desde el despacho del juez Camacho. Me van a pedir los papeles. ¿Qué hago?
—Seguro que quieren tomarte declaración esta misma tarde. Tienes que ganar tiempo. Sé práctico. Si no contestas, un motorista te llevará una citación dentro de unas horas, para que declares mañana. Creo que es lo mejor. No nos oponemos a colaborar con la justicia, y menos en el caso GAL, pero sólo estoy dispuesto a que entregues los documentos publicados. Podremos decir que los hemos recibido poco a poco. Si los papeles llegan a manos del juez tal vez prohíba su publicación. O mucho peor, puede filtrarlos a sus amigos mediáticos. Tú aguanta el tipo. Tienes experiencia. Hablaré con los asesores legales y convocaré una reunión para esta noche. Ahora concéntrate en tu texto.