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Jueves, 22 de junio de 1995

Stefano respiró profundamente. Conducía por la Nacional I, a la altura de Alcobendas, a una velocidad moderada. Se movía con tiento para evitar que una inesperada infracción de tráfico pusiera en peligro su salida de España. Si todo discurría como había previsto, desayunaría en el Landa de Burgos y cruzaría la frontera antes de que las ediciones de los periódicos llegaran a los quioscos. Así eludiría el riesgo de que algún diario publicase alguna de sus fotos de archivo. Era poco probable, porque cuando los policías irrumpieron en su piso las ediciones de los diarios ya estaban cerradas.

Las ideas daban vueltas desordenadamente en su cabeza. Su cerebro era un hervidero de confusión. ¿En qué había fallado para que la policía diera con su paradero? No había cometido ningún error y nadie conocía su guarida. Era un piso seguro. Stefano conducía obsesionado por lo sucedido. Una y otra vez reconstruía cada uno de sus pasos desde su salida de Estados Unidos: Suiza, Francia, la sierra de Madrid, el apartamento, sus pasaportes… Todo cuadraba. Ni un atisbo de duda. Buscaba el cierre del círculo pero no hallaba el camino. Algo fallaba. De repente, sintió un fuerte ardor en el estómago como si se le quemaran las entrañas. Arturo y Pastrana lo habían traicionado. Comprendió que sus amigos lo habían elegido como cabeza de turco. Miró su rostro en el espejo retrovisor y se reprochó su estupidez por no darse cuenta antes. ¿Cómo un viejo zorro había caído en la trampa de dos gallinas?, se preguntó con rabia. Comprendió que lo habían esperado en la casa de Pellón y desde allí habían controlado todos sus movimientos para tenderle una trampa.

Stefano, un tipo impetuoso y violento, pensó en la venganza. Por un instante sopesó pegar un bandazo al volante del automóvil y regresar a Madrid para ajustar las cuentas con sus amigos. Pero optó por una solución más pragmática. Tenía tiempo de sobra. Ahora, su meta era salir de España.

De repente, a la altura de El Molar, divisó unas luces en el arcén de la carretera. Podía ser un control de la Guardia Civil. Se fue acercando sin sobrepasar el límite de velocidad y, efectivamente, a unos cien metros vio estacionado un vehículo del instituto armado. ¿Control rutinario? La documentación que obraba en su poder era más que suficiente para superarlo aunque reclamaran más datos a la central. No esperó a que le dieran el alto; con aplomo, redujo la velocidad y se dirigió hacia el convoy policial. Dos guardias uniformados permanecían de pie con sus fusiles, un tercero al volante y un cuarto, apartado, como queriendo pasar inadvertido en la oscuridad de la noche. Uno de los agentes armados invadió la calzada y levantó la mano derecha en señal de alto. Stefano se aproximó lentamente, pero su corazón le dio un vuelco. El faro derecho de su automóvil iluminó el rostro del guardia que se posicionaba en un segundo plano. Aquella siniestra cara era imborrable. ¿Una operación en el sur de Francia? Se trataba del sucio Nieto. Notó algo raro en los movimientos de los agentes y en cómo colocaban sus armas. En lugar de detenerse, pisó a fondo el acelerador y derrapó a toda velocidad. Mientras escapaba escuchó el sonido de los disparos de los fusiles. Algunos proyectiles impactaron en la carrocería del vehículo, pero no le preocupó porque ya se había situado fuera de la línea de tiro.

Stefano maldijo a Arturo mientras huía. Primero lo había delatado a la policía y ahora le había preparado una encerrona. A fin de evitar un segundo control, en lugar de continuar por la Nacional I se introdujo en el casco urbano de El Molar. Buscó un lugar oculto para abandonar el automóvil y en unos minutos ya se había hecho con otro de repuesto. No se anduvo con remilgos. Con la culata de su Sig Sauer de 9 mm rompió el cristal de la ventanilla del conductor, abrió la puerta desde dentro y realizó un puente para encender el motor. De un brusco giro a la derecha desbloqueó el volante. Juntó los cables y el coche se puso en marcha. Antes de reiniciar su viaje se cambió de ropa y se caló una gorra de jugador de béisbol. De una bolsa de la maleta sacó una barba postiza y se la pegó en el mentón. Sólo le faltaban unas gafas para cambiar totalmente su fisonomía. En lugar de continuar viaje hacia la frontera, optó por dirigirse por carreteras comarcales a la casa de Pellón en Patones. Allí, con toda seguridad, no habría nadie y sería el lugar más adecuado para descansar y trazar su plan de venganza. Era un hombre de honor y su primera obsesión era ajustar cuentas con Arturo. Lo había alejado de su rancho en el valle de Santa Inés para que interpretara el papel de chivo expiatorio. Eso no iba con él. «Antes la muerte que el deshonor», era uno de sus lemas cuando hablaba de política con sus amigos en la España de Franco. Era hora de cambiar los planes. Se vengaría de Arturo y escaparía por una ruta secundaria que conocía en la frontera hispanolusa, por donde en los años setenta introducían armas en España.

El jefe de los servicios secretos estaba convencido de que una vez fracasado el operativo de la carretera, Stefano iría a por él y su familia. Conocía la mentalidad del italiano, incluso muchos de sus principios los había adoptado de él. La traición se pagaba con la muerte del traidor y de toda su descendencia, para impedir nuevas venganzas. Era una de las reglas del ultraderechista, aprendida del código de honor de la mafia de su país.

Por precaución, dispuso con Pastrana varios cordones de seguridad en torno a su domicilio, un chalet situado en El Plantío, a las afueras de Madrid pero muy cerca de la sede del CESID. El espía había abandonado su hogar y había trasladado a su familia a casa de sus suegros, donde un amplio dispositivo de seguridad los vigilaba.

Sorprendentemente, Stefano, un hombre frío y calculador, perdió el control de sus actos. No le importaba: buscaba sin ninguna reserva un choque frontal con Arturo. Un duelo, cara a cara, del que saliera victorioso el más avezado. Como en aquel duelo en el que Rómulo mató a su hermano Remo, en la antigua Roma. Pero Stefano no pensaba enterrar los restos de Arturo en un monte sagrado como el Palatino, sino lanzarlos a las alimañas. Nunca debía haber abandonado Estados Unidos; salió de California siendo ya una víctima propiciatoria.

Stefano aparcó el coche robado en la parte de atrás de la cabaña de Pellón, para no levantar suspicacias. Por suerte, los perros ya no estaban en la finca. Se introdujo en la vivienda por una de las ventanas del dormitorio. Para aliviar su cansancio, se recostó en la misma cama en la que había matado a su excompañero del CESID. Al día siguiente llevaría a cabo su plan. Estaba convencido de que Arturo se relajaría al dar por hecho que se había fugado. Pero a menos de cincuenta kilómetros, el jefe de los servicios secretos esperaba en su guarida la llegada de la fiera. Así se lo hizo saber a Pastrana.

—No debe de encontrarse muy lejos. Lo conozco. No es una de esas personas que dejan sin acabar lo que han empezado. Cree que me despistará, pero está al acecho esperando la mejor oportunidad para darme caza e hincarme el diente. No olvides que por algo le llaman Chacal. Lo quiero antes muerto que vivo.

Tras la tensa espera, Stefano puso en marcha su operativo. Conocía muy bien la vivienda de Arturo, pues había pasado allí muchas veladas familiares. Supuso que su amigo, aun relajado, mantendría a unos cuantos gorilas vigilando. Stefano se enfrentaba con una fortaleza inexpugnable, ubicada en una zona de alto standing de Madrid. El vecino más corriente era director general de un banco o de una multinacional. La finca, de unos tres mil metros cuadrados, estaba protegida en todo su perímetro por unos altos muros. Además, disponía de un circuito cerrado de televisión con monitores controlados por funcionarios del CESID.

El italiano contaba con una ventaja para ejecutar su plan. Sabía, por las veces que había estado allí, que la alarma del perímetro no se activaba hasta que el hijo mayor de Arturo regresaba a casa de madrugada. Sin embargo, Stefano desconocía que esa noche las medidas de seguridad no requerían ninguna clase de sirena. Pastrana le había preparado otra celada.

Entrada la madrugada y con una luna luminosa, en El Plantío se respiraba un silencio sepulcral, sólo alterado por el ladrido de algún can. Un individuo con pasamontañas escalaba el muro por la parte trasera de la finca. No le resultaba difícil, ya que se ayudaba con una gruesa cuerda y unas garras. El muro era de obra y no estaba culminado con alambres de espino ni cable electrificados. Al revés, estaba adornado por unas piezas de alfarería en forma de tejas a dos aguas.

Al otro lado de la pared, Pastrana y Nieto permanecían apostados detrás de una caseta próxima a la piscina. Les habían avisado a través de un walkie-talkie que un sospechoso estaba saltando la tapia. Los agentes del CESID no le dejaron tiempo ni para poner los pies en tierra. Conforme se descolgaba lo achicharraron a balazos con armas con silenciadores. Al encapuchado no le dio tiempo a reaccionar. Quedó tirado en el suelo sobre un charco de sangre. Cuando se acercaban al cuerpo sin vida, Pastrana le comentó a Nieto:

—Esto me huele mal. Demasiado fácil para ser Chacal. Los mitos nunca acaban así.

Y no le faltaba razón. Por lo pronto, se percataron de que el individuo abatido no portaba armas y de que sus manos eran tan rudas y ásperas que para nada se parecían a las de Stefano, un maniático de la manicura. Pastrana le retiró el pasamontañas y confirmó sus dudas. No era Stefano. Entonces, comenzó a gritar:

—Arturo, Arturo. Nos ha tendido una trampa. Ponte a cubierto.

Mientras alertaba a su jefe, Stefano ya había accedido a la casa y subía al dormitorio de su amigo por la escalera central empuñando su pistola preferida, una Sig Sauer P226, 9 mm. Sus quince balas eran más que suficientes para acabar el trabajo, aunque disponía de otro cargador de repuesto en su cintura. Caminaba con calma, pero sus ojos inyectados en sangre delataban su odio. Le atormentaba una idea: descargar todo el cargador en el cuerpo de un amigo traidor. Pero antes quería mirarle fijamente a los ojos y decirle: «Tú eres el primero, pero pronto se reunirán contigo en el infierno tu mujer y tus tres hijos».

No se conformaba con disparar a ciegas al primer bulto que encontrara en la cama cubierto con una sábana y salir corriendo. Antes de mandarlo al otro mundo necesitaba hablar con él.

Giró con suavidad el pomo de la puerta del dormitorio y, como presumía, encontró un solo bulto en la cama. Se acercó como un felino, un chacal, en busca de su presa y gritó:

—Arturo, despierta. Ha llegado tu hora. Voy a hacer un favor a la humanidad quitándote de en medio.

No pudo acabar la frase. Sintió un duro golpe en las costillas, Se echó la mano a la altura del pecho y notó cómo sangraba. No le dio tiempo a girarse para defenderse. Ya agonizando, balbució:

—Eres un canalla. A un amigo no se le asesina por la espalda. ¿Por qué me has elegido a mí? ¿No había otra forma de arreglarlo? ¿Por qué has sacrificado a un amigo?

Arturo no perdió la frialdad.

—Por Mengele. Por Jano. Por el CESID. Por mi gobierno. Por España. No hay nada personal, Stefano. Eras la solución más fácil. Todo el mundo te busca. En cualquier momento habrían dado contigo. Eras una amenaza. ¿Acaso creías que podías llegar a viejo en tu finca de California?

Stefano cerró los ojos y expiró.

Arturo escuchó voces y ruidos procedentes de la escalera.

—Jefe, cúbrete. No era él.

Pastrana, Nieto y otros agentes irrumpieron en la habitación y se hallaron ante una escena de cine negro americano. Stefano, tirado en el suelo y desangrándose. Arturo, de pie, satisfecho, mirando el cadáver de quien había sido su amigo durante veinticinco años. Miró a Pastrana y sentenció:

—Con esto bloqueamos definitivamente los argumentos de Herrera. Nos dejará en paz. Por lo demás, no creo que monte mucho ruido con lo de Victoria.

Pastrana, mirando el cadáver de Stefano, le contestó:

—Arturo, ha sido un artista hasta el final. Ha utilizado a otra persona para confundirnos. Hemos comprobado su identidad y se trata de un caco de baja estofa.

Según informaron después a Pastrana, Stefano había contratado a un delincuente común tras hacer una sola visita al bar La Española de Villaverde. Le dijo que era para perpetrar un robo en el chalet de un millonario, pero sólo pretendía utilizarlo de cebo. Mientras Pastrana y sus hombres se ocupaban del ladrón, él saltó la tapia por otro sitio, entró en la casa por la puerta principal y fue directamente a por Arturo.

—Yo tampoco soy manco, Pastrana. Intuía que había preparado un plan b. Esperaba que viniera a por mí. Era su único objetivo. Le han perdido la ira y la soberbia. No sólo quería matarme; antes, pretendía humillarme y maldecirme. A mí, en cambio, me bastaba con apretar el gatillo. El honor es otra cosa. Él era un mercenario. Y ya sabes lo que dijo Napoleón III: «Quien sirve al Estado, sirve a un ingrato». Nosotros, Pastrana, somos hombres de Estado. No servimos al Estado, somos el Estado.

Arturo ordenó a sus hombres que retiraran el cadáver y que lo trasladaran hasta el control de carretera, donde realmente debía morir de manera oficial Stefano. El plan era muy sencillo: Chacal había sido abatido a tiros en un control rutinario de la Guardia Civil cuando pretendía huir a Francia. No era la primera vez que la Guardia Civil encubría espectaculares operaciones antiterroristas con el cuento de un control rutinario, como sucedió con la detención de Henri Parot en Sevilla. El terrorista más sanguinario del comando itinerante de ETA fue interceptado casualmente en un control por guardias inexpertos. Para creérselo.