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Las palabras de su compañera Alicia tronaban en la cabeza de Juan mientras andaba a paso acelerado. «¡Cuánta razón tiene!», apreciaba el periodista. Se sentía eufórico por el resultado de la reunión. Había logrado sus dos pretensiones más deseadas: que Campaña secundara todos sus criterios y que mantuviera alejadas a las «figuras» del equipo de investigación. Pronto se enterarían de sus pesquisas, pero el reportero no pensaba invitarles al banquete. La historia era exclusivamente suya. Hasta ese momento él manejaba los tiempos y las fuentes; lo más valioso en un reportaje de investigación. Respiraba felicidad porque, además, en unos minutos se reencontraría cara a cara, cuerpo a cuerpo, con Leticia. La hija de Pellón había entrado como un torbellino en su corazón.

Para Juan, las manecillas del reloj no avanzaban. Estaba nervioso. Leticia lo había abducido. Aparecía constantemente en sus sueños. Había tenido relaciones esporádicas con otras mujeres, pero ninguna le había hecho perder la cabeza. Leticia era una mujer sensual y atractiva, aunque a él lo había conquistado su carácter y su entereza. Estaba cansado de tratar con jóvenes arribistas y camaleónicas, pero no era el caso de Leticia, íntegra, pasional con sus principios, entregada a sus ideales… ¡Y cómo no!, exuberante, seductora… Todo sumaba, solía decirle Enrique a Juan cuando hablaban de mujeres. En Patones, el primer vistazo había sido para sus senos prominentes. Le recordaron los de Claudia Cardinale o Stefania Sandrelli. A Juan también le sedujeron sus labios y su redondez. Entre sus amigos de partida de mus, el reportero había instaurado la categoría de mujeres hembras: con buenas caderas, trasero que no pasa inadvertido y muslos turgentes. En las antípodas estaban aquellas que definía como siluetas anoréxicas.

Para matar el tiempo, Juan entró en el bar Manolo y pidió una cerveza. Allí en la barra estaban los de siempre: Rai, Manolo, Luis y Martín. Era raro que el periodista de El Universal se dejara ver por el Congreso, y así se lo recordaron sus compañeros. Al final, las cervezas fueron tres. Cuando llegó a La Ancha su invitada ya estaba sentada ante los cubiertos. Juan había reservado una mesa en el salón del interior, para no tener que saludar a mucha gente. Las primeras palabras fueron de disculpa.

—Perdona por el retraso. Es imperdonable lo que me ha sucedido. He llegado con media hora de antelación, me he metido en el Manolo y unos colegas me han entretenido. Lo siento.

A Leticia se la veía relajada. Lo recibió con un par de besos. En la cabaña de su padre le había tendido la mano cuando se saludaron. Algo había avanzado.

—No te preocupes. Yo, en cambio, he llegado antes. Necesitaba hablar contigo. No he podido dormir en toda la noche. He estado a punto de llamarte esta mañana al periódico, pero he recordado que tenías la cita con tu director. Todo esto me está trastornando. ¿Cómo te ha ido?

—Excepcional. Lo más importante: controlo la situación. Campaña me ha dado plenos poderes para que continúe con la historia. Ha consentido que no publique nada hasta que recopile toda la información.

—¿Tienes hambre?

—No mucha.

—Pues picamos algo y nos vamos a casa de mi padre. Necesito revisar sus cosas cuanto antes.

En menos de sesenta minutos, Leticia y Juan abandonaban el restaurante. La conversación giró alrededor de buscar alguna pista que condujera a los asesinos del militar. Surgían muchas preguntas, pero casi todas sin respuesta. Leticia no ayudaba demasiado a encontrarlas. Los pocos sólidos que había ingerido no absorbían el exceso de vino y champán. No estaba ebria, pero sí un poco achispada. Sus ojos vidriosos la hacían aún más atractiva. Se mantenía firme, en pie, gracias al brazo de su acompañante. A ella no le resultaba incómoda la situación. La muerte de un padre justificaba cualquier exceso.

Cruzaron la Carrera de San Jerónimo y caminaron por la calle San Agustín hasta Cervantes, donde Pellón había comprado al ejército una vivienda militar, de altos techos y gruesas paredes. No hay nada tan desmoralizador y tan gélido como un piso abandonado. Pellón era un inquilino ordenado, pero vivía en una casa sin personalidad. Cuatro motivos militares y ningún recuerdo de sus muchísimos viajes. Así, de una manera tan sórdida, apuraba la vida un espía. Diez viajes a París en un mes y diez regresos sin tan siquiera una diminuta torre Eiffel de recuerdo. Los agentes secretos mantenían que un souvenir mal argumentado podía costarles la vida. Leticia, antes de rebuscar en los cajones del hogar familiar, dio un vistazo a su dormitorio de adolescente. Se mantenía intacto. El decorado delataba una juventud rebelde: Janis Joplin, Led Zeppelin, Bob Dylan y un enorme affiche de la película Novecento. Le encantaba aquel póster, porque consideraba que el director Bertolucci había acertado al escoger el cuadro El Cuarto Estado del pintor italiano Pellizza da Volpedo para el arranque del filme. Era el mejor homenaje al movimiento obrero italiano.

—Leticia, ¿acaso piensas encontrar alguna pista en casa de un espía?

—Tengo un presentimiento. No olvides que he vivido aquí más de veinte años. Veía poco a mi padre, pero me acuerdo de sus manías y prohibiciones.

—Ten en cuenta que los documentos importantes los guardaba en una caja de seguridad de Caja Madrid y están en mi poder.

—Mi padre era un maniático del orden. Lo conservaba todo. No destruía nada. Busco un álbum de fotos y otro de recortes de prensa. Si sus excolegas del CESID no han saqueado la casa deben estar por alguna parte.

Pellón era un tipo culto; saltaba a la vista en su colección de libros. La vivienda disponía de una biblioteca de madera que recorría las paredes de un amplio salón y de los pasillos.

—Si mi padre pretendió en algún momento ocultar alguna foto o un documento debería estar entre las páginas de un libro, seguramente de César o Napoleón. Eran sus estrategas preferidos.

Juan echó el ojo a una excelente edición de la Guerra de las Galias, en la que destacaba su título en latín: Comentarii de Bello Gallico. Extrajo el volumen de la biblioteca y aireó las páginas, colocando el libro boca abajo. Repitió la misma acción dos o tres veces, pero no se desprendió ningún fruto. Hizo lo mismo con otro de la batalla de Waterloo y ese árbol sí le recompensó con una rica fruta. Era una pequeña foto en blanco y negro en papel brillante. Seis jóvenes de unos treinta años retratados en una terraza de lo que parecía un bistrot francés. El escenario del fondo, fácilmente, podría ser el puerto de San Juan de Luz. Juan identificó a Pellón y, sin duda alguna, a Stefano. Por la ropa y la edad de los integrantes del grupo, la imagen la habrían captado a mediados de los setenta.

El periodista se la mostró a Leticia, pero ésta le fue de poca ayuda. No identificó a nadie. Además, los efluvios del alcohol la tenían noqueada. Tumbada en el sofá del salón, seguía a distancia los movimientos del reportero.

—¿Puedo quedármela? —le consultó Juan.

—Por supuesto. ¿A qué crees que hemos venido?

Leticia pegó un brinco y se dirigió al armario del dormitorio de su padre. Lo abrió y presionó una tablilla, colocada por encima del último estante. Dejó al descubierto una oquedad, de la que sacó una carpeta envuelta en una bolsa de plástico.

—En este rincón mi padre siempre escondió sus secretos. Estaba convencido de que sólo lo conocía él, pero yo también lo sabía.

Leticia entregó el paquete a Juan y éste lo abrió con cuidado. Había una carpeta azul de cartón rasposo de las que se utilizan en las oficinas militares. Retiró la goma que la envolvía y halló una serie de recortes de periódicos franceses. Todas las informaciones se referían a acciones violentas en el sur de Francia. Había un recorte del 5 de junio de 1975 del diario Sud-Ouest de Burdeos, en el que se informaba de las protestas del ministro del Interior francés, Poniatowski, sobre las incursiones de policías españoles en territorio francés sin conocimiento de las autoridades de París. Otra información del día siguiente, en el mismo diario, se refería a un atentado frustrado contra Josu Ternera en Biarritz. En la acción, la primera de la guerra sucia, falleció uno de los integrantes del comando. El periodista se detuvo en otro recorte de prensa. Informaba de la muerte en 1978 del dirigente de ETA José Miguel Beñarán, Argala, al estallar una bomba colocada en su coche. El terrorista era integrante del comando Txikia, que cinco años atrás había asesinado al presidente Carrero Blanco. A Juan se le pasó por la cabeza que la muerte del etarra se debía a una venganza, a un ajuste de cuentas.

Y así, un recorte tras otro: una bomba contra Domingo Iturbe Abasolo, Txomin, el 10 de noviembre de 1975, que hirió a uno de sus hijos; el mismo dirigente etarra acribillado a tiros por unos desconocidos, en mayo de 1979; atentado contra Mikel Lujúa en marzo de 1981; el secuestro de un viajante galo llamado Segundo Marey, en Hendaya, en diciembre de 1983.

Junto a las páginas de los periódicos había un amplio lote de fotografías de terroristas paseando por calles francesas. Daban a entender que podían ser supuestos objetivos para acciones violentas. Otras instantáneas correspondían a retratos de los documentos de identidad, franceses o españoles, de dirigentes de ETA.

—Leticia, lo siento, pero tu padre estaba metido hasta las cachas en todas estas siniestras operaciones realizadas en el sur de Francia.

La hija de Pellón desconocía la doble vida de su progenitor. En su casa jamás se hablaba de política ni se comentaban las noticias de los telediarios. Lo tenían terminantemente prohibido.

—Ahora, comienzo a atar muchos cabos sueltos. Como cuando mi padre, de la noche a la mañana, decidió dejar el Centro. Sufrió una crisis de valores. Yo ya tenía uso de razón para comprender que algo horrible le sucedía. El secuestro del toxicómano fue el detonante de toda esa vida paralela manchada de sangre. Tuvo agallas para abandonarlo todo.

Muy mal debía de estar para depositar su confianza en un periodista a quien no conocía. Mi padre siempre odió a la prensa y despreciaba a los periodistas. Gracias a sus últimas decisiones se ha redimido ante mí.

Leticia hablaba con voz entrecortada. Se la veía emocionada. No pudo contener su emoción y derramó unas lágrimas. Juan se le acercó y le ofreció un kleenex. Fue entonces cuando la mujer estalló y lo abrazó fuertemente. El periodista la estrechó entre sus brazos, pero se contuvo. Pensó que la reacción de Leticia se debía a la explosión de su estado de ánimo, pero que era ajena a la pasión sensual. Él no estaba allí para abusar de una mujer deprimida. Se equivocaba. Leticia apartó unos centímetros su cara con las manos y lo besó profundamente en la boca. Juan la apretó contra él con más fuerza. En unos segundos, los dos entrelazados, empezaron a dar vueltas por el pasillo, como en una pieza de tango, hasta encontrarse tumbados en la cama de matrimonio. Leticia se despojó de la blusa y el sujetador y dejó al descubierto sus senos. El periodista los estrujó con fuerza, desplazándolos hacia el centro hasta que se tocaron. Con sus labios succionó cada uno de sus pezones mientras con sus dedos acariciaba con giros circulares las areolas. Eran carnosas y protuberantes. El periodista comenzó con sus labios una sinfonía de caricias: pezón, labios, lóbulo, sien, cuello… Leticia entendió que debía hacer lo mismo y retó a su pareja al juego erótico de la improvisación. Juan comenzó a deslizar su lengua por la piel sedosa y tersa de su compañera.

La lengua de Juan alcanzó el ombligo y no se detuvo. Mientras jugueteaba con esa minúscula oquedad, desabrochó el botón del pantalón con una mano y lo deslizó hacia los pies. Leticia cooperó separando sus nalgas del colchón. Quedó al descubierto un diminuto tanga que el periodista también hurtó. Se puso de rodillas al tiempo que Leticia le arrancaba la camisa. Después, la ayudó a bajarse la cremallera de sus vaqueros mientras ella deslizaba con fuerza hacia abajo el pantalón, que se había atascado en las caderas. Ambos quedaron desnudos, frente a frente. Con un «todavía no», la mujer pidió a su pareja más juego erótico.

Estaba excitada, pero necesitaba alargar aquel momento de lujuria. Hacía tiempo que buscaba un intenso orgasmo, así que se preparó para el éxtasis. En Juan había hallado la horma para sus deseos lascivos. El reportero le facilitó un enorme placer cuando pasó suavemente su lengua por el clítoris y los labios vaginales. Leticia jamás había alcanzado un estado de tanta desinhibición. En ese momento, ambos, instintivamente, se fundieron en un amasijo de carne en movimiento. Leticia gritó, y gritó con ganas. Aquel orgasmo sirvió para aliviar la muerte de su progenitor. También para darse cuenta de que podía enamorarse de Juan. Ante sí tenía a un hombre honesto, valiente, cariñoso y un buen amante. Lo que buscaba desde hacía años. Ella era una mujer con experiencia, pero torpe en sus relaciones con los hombres.

Juan y Leticia permanecieron unos minutos tumbados en la cama boca arriba, extenuados, en silencio. El reportero, desde el primer momento que la vio en Patones, se había sentido atraído por la chispa de aquella mujer. Al margen de su belleza, Leticia irradiaba un encanto excepcional. Era ese tipo de mujer que lleva de calle al macho hispánico. Pero la situación de Juan era contradictoria, porque también estaba enamorado de su soltería. No podía prometerle nada a su nueva compañera. Había caído de cabeza en el pozo de los sentimientos y no sabía cómo salir de aquella encrucijada.

Se quedaron dormidos y despertaron al atardecer. El periodista se sentía confuso, pero no por su inesperado estado sentimental, sino por el caudal de información que seguía sin digerir. Le pidió a Leticia que lo ayudara a recapitular todo lo acontecido. Tenía que colocar las piezas desde el punto de partida. A contrarreloj. El tiempo se le echaba encima y las sorpresas se acumulaban. Quedaron para cenar, pero antes él tenía que pasar por el periódico.