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El conductor lo llevó directamente hasta el despacho del jefe de la Policía Judicial. Pasó el control sin que el periodista se registrase y, en unos minutos, se encontró cara a cara con su amigo. Herrera seguía enfrascado en la gran operación contra el blanqueo de dinero, pero no podía quitarse de la cabeza lo que le había sucedido con Victoria. Arturo había pretendido librarse de él y, ahora, la que también había desaparecido era su ex. Tras recuperarse de los efectos de la droga, regresó al apartamento pero, en contra de lo que le había prometido a El Peque, ella no estaba allí. Necesitaron la ayuda de un cerrajero de la policía para franquear la puerta. Era poco probable que, en un par de horas, ella sola hubiera podido dejar el apartamento como estaba: reluciente como una patena. Sin duda alguna, por allí habrían pasado los «limpiadores» de Arturo. ¿Qué había sido de Victoria? Su nombre no figuraba en ninguno de los vuelos de la mañana con destino a París. A Herrera le acechaba una intuición: Victoria había fracasado y Arturo la había sacrificado. Para eso contaba con un equipo especial de sicarios dispuestos a actuar por dinero y favores.

Con la muerte de Pellón, el caso tomaba un giro inesperado y colocaba a todos ante la misma incertidumbre. La perplejidad se reflejaba en el rostro del periodista; parecía un tipo abatido, cansado y temeroso. El policía se dio cuenta pero, antes de que pudiera abrir la boca, el periodista se le adelantó.

—Enrique, la Guardia Civil ha encontrado el cadáver calcinado de una de mis fuentes en el interior de su vehículo, cerca del pueblo de Patones. Herrera lo interrumpió:

—Podríamos ser dos. A mí también han intentado quitarme de en medio. Es una operación coordinada. No lo dudes. —No se detuvo en dar más detalles—. Fracasaron en el último minuto gracias a que El Peque y mi gente llegaron a tiempo. Tenían una aguja reservada para mí, como la de Pascual.

—¿Una operación coordinada por quién? —Estamos investigando. Ya te daré más detalles. Todo esto es muy desagradable. Cuando te lo cuente lo entenderás.

—No puedes dejarme así. No me ocultes información. Yo también puedo estar en la lista.

—No pierdas el control. Lo importante: ¿han asesinado a tu Garganta Profunda?

—No. Era un segundo Ronco. Todo se ha complicado desde el viernes hasta hoy. Resumo: dicen que se salió de la carretera y se despeñó. Lo publican hoy todos los periódicos. Sólo cuentan que se trataba de un militar en la reserva, pero desconocen un dato clave: también fue agente del CESID, y de alto nivel.

—Por culpa de esa operación de blanqueo que me trae loco y de mi regreso al mundo de los vivos, no he tenido tiempo ni de hojear los periódicos.

El periodista, acostumbrado a editar noticias, le resumió los últimos acontecimientos: la visita de Pellón, sus revelaciones, la caja de seguridad, su sorprendente contenido y la inesperada muerte del exagente.

—Enrique, este accidente me huele muy mal. Lo han matado. Sabían que había hablado conmigo y no querían dejar cabos sueltos, y sobre todo, que el contenido de la caja no llegara a mi poder.

—No lo dudes, Juan. Nos escogieron a los dos. Yo he tenido más suerte. Ahora quedas tú. Aunque no creo que se atrevan con un periodista. Se quedarían con el culo al aire.

El reportero siguió con sus revelaciones. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el sello de los GAL. El comisario no mostró ningún signo de sorpresa.

—Una pieza histórica. De museo. ¿Sabes que hay mucha gente detrás de este sello? ¡Y no digamos el juez Ignacio Camacho! Yo ya había visto otro parecido. El CESID elaboró dos tampones: uno para los comandos de la Guardia Civil y otro para la policía. Este sello iba destinado a la Guardia Civil. Pone «Grupos Armados de Liberación». En el nuestro figuraba la leyenda «Grupos Antiterroristas de Liberación».

El periodista se quedó impresionado.

—¿Cómo sabes tanto de los GAL? No conocía esa faceta tuya.

—Es agua pasada. Hay cosas de mi vida anterior que desconoces. Me libré de la quema por los pelos. Sólo participé en los preparativos, pero me retiré a tiempo. Jamás te he ocultado que, en 1983, pasé unos meses infiltrado en el sur de Francia. Pero es algo que no me enorgullece. Aquello se convirtió en un negocio para unos pocos. No para mí. Muchas de mis desgracias personales proceden de esa época. Allí sufrí por primera vez la traición de un amigo y la infidelidad de un amor. Algún día te lo contaré con un vaso de Knockando en la mano.

El periodista sacó de su chaqueta las fotocopias de las microfichas. Se las pasó al comisario y esperó a que éste las leyera. Pero Juan no pudo permanecer callado.

—Ese documento es la prueba. Se refiere a la operación del secuestro de Pascual. La fecha y todo lo que cuenta coincide.

Enrique siguió con su lectura. No le contestó. A Juan no le faltaba razón. El documento, que lucía el sello de secreto, no mencionaba explícitamente el secuestro de un toxicómano, pero sí aportaba las coordenadas. El epígrafe decía: «Petición de apoyo operativo a KA», es decir, de la Agrupación Operativa, y el nombre clave de: «Urbión-Bombilla-Mudo». La orden estaba fechada el 10 de septiembre de 1983. En el apartado de «Misión» ponía: «Traslado de un importante dirigente de ETA a un lugar en donde pueda ser interrogado». Sin duda alguna, se refería al operativo para secuestrar a Josu Ternera. El dirigente etarra, junto con Domingo Iturbe Abasolo, alias Txomin, era uno de los jefes de la banda.

Enrique comenzó a leer otro documento sin hacer comentarios. Estaba encabezado con la clave «Aneto-Esfera-Shuto» y se refería a una operación desarrollada en Madrid por la unidad de élite del Centro conocida como Ala 21. Era el número del despacho que ocupaban en el edificio del CESID.

—Con esto, Pellón se ha vengado con creces de sus asesinos. ¿Conoces toda esta terminología?

Juan negó con un movimiento de cabeza.

—Como te he confesado, yo también estuve metido de lleno en operaciones similares. La primera palabra, «Aneto», corresponde al departamento del CESID que encarga la operación, posiblemente la unidad antiterrorista. «Esfera» se refiere al área de la misión, la de ETA. Y «Shuto», a la acción concreta: la de probar el anestésico. Estos Cecilios son tan originales que han transformado la palabra «chute», con la que los drogadictos describen el acto de pincharse con la jeringuilla, en «shuto». Siempre tan brillantes.

Policía y periodista siguieron comentando otros documentos que estaban encabezados con las claves: Aneto-Esfera-Flotador, Aneto-Esfera-Regalo y Aneto-Esfera-Biberón. Finalmente, Enrique se mostró partidario de la opción judicial.

—Juan, creo que ha llegado la hora de que esto acabe en manos de un juez. O lo haces tú o tomo la iniciativa yo. Todo esto me desborda. Mi nombre no puede aparecer en ninguna investigación. Seguiré con lo mío y con las pesquisas sobre el cadáver de Amparo, utilizando mis medios, pero esto me supera. Mis jefes no van a consentir que investigue el más mínimo asunto que tenga que ver con el CESID y la guerra sucia. Ahora bien, si los escritos llegan firmados por un juez de la Audiencia Nacional, tendré el camino libre. Debes poner los papeles en manos de un juez o un fiscal. ¿Por qué no habla tu director con el juez Camacho? ¿No son tan amigos?

—Depende de las manías del ministro del Interior. Se llevaban bien, pero ahora pasan por un período de enfriamiento, sobre todo a raíz de que mi jefe publicara unos datos secretos del sumario. No olvides que yo también conozco al magistrado. Lo haré yo, en persona. No me fío de nadie. Y que sea el magistrado quien decida el procedimiento. Pero no olvides que sigo siendo periodista. No estoy aquí porque sea Superman o el Llanero Solitario. Mi interés, desde el primer día, es exclusivamente periodístico. Me pagan para ello.

Enrique se quedó mirándolo con cierta extrañeza, como si quien hablaba fuera otra persona. A su amigo le brillaban los ojos y balbucía. Algo fallaba.

—No me toques los cojones. No te creo. Tú hablando do interés periodístico. ¡Venga! ¿Y qué pasa con Pascual, Amparo y, ahora, Pellón? ¿Vas a olvidarte de tus promesas? ¿Ellos entregan su vida y tú sólo te preocupas por una exclusiva? No te creo. O peor: no te reconozco. ¿Dónde está el Juan justiciero?

El periodista encajó el golpe, reconoció su torpeza y retomó la iniciativa.

—No me has entendido o no me he explicado bien. ¿Cómo puedes pensar eso de mí? ¿Dónde están nuestros años de amistad? Quiero decir que no me fío de los jueces. Ya me ha pasado alguna vez. Tú fuiste testigo y parte. ¿O no? ¿Qué pasó con aquella operación antidroga? Yo me curré al arrepentido, se lo pasé al juez con el compromiso de que me reservara la exclusiva y después la publicó la competencia. Casi me echan del periódico por gilipollas. A eso me refiero. Yo le paso los papeles y todo lo que tengo al juez, pero no estoy dispuesto a que él fije la fecha de su publicación. No me fío. También tiene compromisos con sus periodistas de cámara. Y tengo ejemplos en El Universal. Tampoco debes olvidar que todavía no he hablado con mi diré. Ya lo conoces: la estrategia final la marcará él. Quiero dejarte muy clara una cosa: no estoy aquí para derrocar gobiernos. A eso que se dediquen otros. Quiero que los hijos de puta que han asesinado a Pascual, Amparo y Pellón se pudran en la cárcel.

Enrique se sintió más relajado. Pensó en Victoria y la incluyó en la lista. El que hablaba sí era su amigo. Sí era el periodista a quien había confiado durante años muchísimas confidencias y ahora ponía su vida en sus manos. Comprendió que no le faltaba razón. Él también ponía en juego intereses muy personales. Llevaba años cocinando un plato que se servía frío: la venganza. Era el momento de ajustar cuentas con Arturo. Estaba convencido de que el jefe del CESID movía los hilos de toda aquella conspiración y había ordenado la muerte de Victoria.

El comisario miró el reloj y no ocultó su agobio. La hora de la comida se le había echado encima y tenía una larga lista de llamadas que devolver. Hizo ademán de levantarse para despedir a su visita.

—No. Dame unos minutos. Todavía no he terminado. ¿Qué hacemos con la cinta magnetofónica y con la bobina de cine?

—Déjalas que duerman. No abras tantos frentes. Ése es un error que cometéis siempre los periodistas. Lo queréis todo de una vez y para ayer. Creo que una historia confundiría o solaparía la otra. Piano, piano… Una cosa tras otra. En mi pueblo lo dicen de forma muy expresiva: «Olivica, huesecico». También suelen apuntar con acierto: «Las cosas son para lo que son». Transcribe la cinta magnetofónica e intenta averiguar de qué va la película de la bobina. Y espera. Una cosa tras otra.

—Enrique, sé que estás desbordado de trabajo pero, antes de presentarme en el despacho de mi director, quiero hacerte otra propuesta. ¿Por qué no hablas con la familia de Pellón y nos acercamos esta tarde a la cabaña de Patones para echar un vistazo? Seguro que estarán allí atando cabos.

—Imposible. No sólo no tengo tiempo sino que además tampoco puedo interferir en una investigación de la Guardia Civil.

—Si vamos como amigos de la familia, la Guardia Civil no tiene por qué enterarse ni molestarse. Además, ahora es el mejor momento porque dudo que los Cecilios, como tú los llamas, estén vigilando la zona. Se habrán batido en retirada para que no los impliquen en el accidente. La Guardia Civil de Tráfico habrá hecho el atestado y punto. Ellos no tienen por qué entrar en cuestiones criminales. Tampoco su unidad de Policía Judicial. Nadie, de momento, va a denunciar un crimen. Estoy convencido de que, como sucedió en la chabola de El Pozo, han dejado alguna prueba sin borrar. Son muy ñapas.

—Siempre me convences. Sabes cómo tocarme la fibra. Deja que mi gente localice primero a la familia y, según como reaccione, te llamo. No te prometo nada. Eso sí, hay que montarlo para que no nos sigan.

Desconocían que Arturo y Pastrana, por ese día, habían levantado el seguimiento. Tras fracasar la operación de castigo contra Herrera era poco recomendable situar a su gente cerca del comisario. Además, estaban convencidos de que, una vez colocado el cebo en la cabaña, periodista y comisario picarían el anzuelo en cuestión de horas. Por eso, carecía de sentido seguirlos hasta Patones de Arriba.

Juan regresó a la redacción pero apenas dispuso de tiempo para instalarse en su despacho. Sonó el teléfono y del otro lado de la línea le habló su amigo Enrique.

—Haremos como el otro día, pero esta vez te recogerá en el periódico uno de los míos. Ya ha salido para allá. En diez minutos en la puerta. Yo te espero donde siempre.

Se refería a la plaza de Enrique María Soler. Desde allí tomaron la M-30 dirección norte y continuaron por la Nacional I a Burgos. A unos cincuenta kilómetros se desviaron hacia Torrelaguna por la 320 y, desde allí, por una carretera estrecha hasta Patones y Patones de Arriba.

—Juan, no te he dicho nada por teléfono, pero he podido hablar con la hija de Pellón. Nos está esperando en la cabaña. De ahí tanta precipitación. No le he comentado que me acompaña un periodista. Lo resolveremos sobre la marcha. Si lo crees conveniente y la chica te inspira confianza, te presentas como tal y le cuentas tu encuentro del viernes pasado con su padre. Me ha dicho que tiene algo importante que contarnos.

—¿Qué te dije? Los Cecilios son unos chapuzas.

Leticia, la hija de Pellón, los esperaba en el porche de la casa jugueteando con los perros. Cuando vio que se acercaba el coche los ató, aunque, por su docilidad, no era necesario. La hija del militar era una atractiva joven de unos treinta años. Soltera. Independiente. Morena. Largos cabellos. Boca carnosa. Nariz respingona. De mediana estatura y pechos prominentes. Le sobraban unos kilos pero los tenía muy bien repartidos. Había mantenido una relación distante con su padre, a quien recriminaba haber antepuesto su trabajo a la familia. La política también les había separado. Leticia era de izquierdas, una de tantas compañeras de viaje del PCE que había acabado en las filas del PSOE. Su militancia comunista había acarreado algún quebradero de cabeza a su progenitor.

Pellón nunca había sido un franquista retrógrado; en todo caso, hacía gala de su conservadurismo a lo british, en la línea de Manuel Fraga. Incluso había coqueteado con el grupo Godsa (Gabinete de Orientación y Documentación), fundado por Antonio Cortina, que fue uno de los cimientos de Alianza Popular. Leticia, socióloga de profesión, trabajaba de funcionaría en el Congreso de los Diputados. A ella también le gustaba pasar unos días de descanso en la cabaña cuando su padre se quedaba en su domicilio de Madrid. Se había enterado del accidente no por la Guardia Civil sino por Ramona. Era una señora de Patones de Arriba que limpiaba la casa todos los lunes. Tras las presentaciones, y sin más demora, Leticia expuso al comisario Herrera sus dudas sobre la versión oficial del accidente.

—Señor Herrera, gracias por su llamada, porque pensaba ponerme en contacto con el jefe de Seguridad del Congreso de los Diputados para informar a alguien de la Policía Judicial. Trabajo en la Cámara y tengo buena relación con él. Me he enterado de la muerte de mi padre por Ramona y, después, me lo ha confirmado Tráfico de la Guardia Civil. Pero hay ciertas cosas que no me cuadran. Primero, me aseguran que han encontrado la llave de la casa en el cuerpo calcinado de mi padre. Y eso es imposible. Cuando digo imposible, es imposible. Mi padre siempre la dejaba debajo de esta maceta, en la entrada, porque Ramona venía los lunes a limpiar la casa y ella no tenía una copia de la llave. Lo mismo me pasaba a mí. Había establecido con él ese sistema para cuando yo viniera a la cabaña. Es una casa sencilla y nunca nos han robado.

Herrera la interrumpió porque no quería dejar ningún cabo suelto. Juan permanecía en silencio. Seguía allí de testigo, sin perder de vista el bello rostro de Leticia. Sus ojazos le recordaban a las jóvenes pintadas por Julio Romero de Torres. Tenía ese aire fresco y desinhibido de las modelos plasmadas por el pintor cordobés. La madre de Juan, durante años, tuvo colgado en la cocina de su casa un calendario de La chiquita piconera.

—¿No sería que su padre llevaba la llave encima porque pensaba regresar a la cabaña?

—Ésa es otra de las cosas que tampoco me cuadran —respondió, tajante, Leticia—. Mi padre jamás regresaría a Madrid un sábado de madrugada. Nunca lo hizo en los casi treinta años que hace que tiene la casa. Y mucho menos a unas horas tan intempestivas.

—Puede ser la excepción que confirme la regla.

—Sí, pero no sólo es eso. Supongamos que mi padre, por un arrebato, hubiera decidido regresar a Madrid y, además, llevarse la llave en el bolsillo por olvido.

—Supongamos —la secundó Herrera, invitándola a construir un razonamiento convincente.

—Si fue así, es igualmente imposible que mi padre hiciera la cama antes de abandonar la casa. ¿Por qué? Jamás, excepto en su etapa cuartelera, puso sus manos sobre unas sábanas. Siempre dejaba la cama sin hacer, para que Ramona las lavara. Sus asesinos, sin duda alguna, lo desconocían. En esto ya no vale la excusa del olvido.

Herrera y Juan se miraron con cierta complicidad. Leticia hablaba de asesinato. ¿Sabría más que ellos? ¿Sospecharía de alguien? La hija de Pellón les invitó a entrar en la casa para que comprobaran in situ lo que para ella era el escenario del crimen.

—No he tocado nada, para no destruir posibles pruebas. Sigue sin cuadrarme tanto orden.

Herrera entregó a Juan las llaves de su coche y le pidió que le trajera un pequeño maletín del maletero. Echó un vistazo al cuarto de baño y abrió el cajón de la mesilla de noche. Allí estaba la pistola oficial del militar: una Star de 9 mm. Tenía el seguro puesto. Leticia le aclaró que la guardaba así desde que ella era niña, por miedo a sus trastadas. Ya con el maletín en su poder, Herrera se puso unos guantes de silicona. Retiró con cuidado un fino edredón y la sábana superior y se fijó detenidamente en la almohada. Sacó del maletín una especie de linterna, la encendió y proyectó un haz de luz ultravioleta. Tenía una corazonada y, como casi siempre, le dio resultado. El foco descubrió unas minúsculas manchas. Leticia y Juan seguían con interés sus movimientos, mientras el policía introducía la funda de la almohada en una bolsa. A Herrera le vino a la memoria la jeringuilla que Victoria guardaba en su bolso. Pellón había corrido peor suerte que él. Azares del destino: al militar le habían inyectado la misma droga que provocó la muerte de Pascual. El comisario se giró hacia ellos y les espetó:

—Ahí está la prueba, a falta de los análisis del laboratorio. Tú lo has dicho, Leticia. A tu padre, lo han secuestrado y luego lo han matado. Le inyectaron mientras dormía un suero anestésico y después despeñaron el coche con él, inconsciente, en el asiento del conductor. Tu padre estaba dormido. De esa manera, la autopsia descubriría que mantenía sus constantes vitales cuando el automóvil ardió en llamas. Voy a pedir a un forense de la policía que examine minuciosamente su cuello. El cadáver estará calcinado, pero podemos hallar la marca del pinchazo. Eso espero. De todos modos, con lo que tú nos has contado y los restos de la almohada, tenemos bastante.

Entonces Herrera dejó caer la pregunta que rumiaba desde hacía un rato.

—¿Sospechas de alguien que estuviera interesado en la muerte de tu padre? ¿Por qué querrían verle muerto?

Leticia entendió que no podía permanecer más tiempo callada. No conocía a aquellos hombres, pero nadie podía ayudarla como ellos. Por sus venas corría sangre de venganza. Con un dedo impidió que una fina lágrima cruzara el límite de su párpado derecho. No podía ocultar que estaba hundida, pero sacó fuerzas de flaqueza. Lo que no sabía la hija de Pellón era que sus interlocutores iban a iluminar algunas de las sombras de su padre. A través de ellos se enteraría de la doble vida del espía Pellón. Un hombre de bien, pero con un pasado siniestro.

—A ustedes no puedo ocultárselo. Mi padre era militar en la reserva, pero toda su vida estuvo destinado en el CESID. Jamás hablaba en casa de su trabajo y de sus largas estancias en el extranjero, pero me enteré por el hijo de un compañero suyo que pertenecía a un grupo antiterrorista de élite. Hace unos doce años sufrió una crisis de identidad y decidió abandonar el ejército y los servicios secretos. Nunca supe el motivo. Desde entonces, sobre todo después de la muerte de mi madre, la crisis pasó a ser mística. Hasta hoy. No puedo ayudarles más.

Juan miró a Herrera y decidió que era el momento de romper su silencio y decirle que era periodista de El Universal. Aquella mujer debía Conocer todos los antecedentes y el motivo de su presencia en Patones.

Leticia quedó impresionada por la humanidad y la valentía del periodista. Por todo lo que estaba haciendo, a riesgo de su vida, para desenmascarar a los asesinos de Pascual, Amparo y ahora su padre. La hija de Pellón se resistía a creer las historias de los periódicos sobre los GAL y la guerra sucia. Para ella, todo aquello era una sarta de invenciones que la derecha usaba como munición política para acabar con el gobierno socialista. Esa, les hizo ver Leticia, sí era la verdadera guerra sucia: la manipulación de unos hechos inconexos que se utilizaban con fines espurios. Pero sus teorías ahora chocaban con unos hechos que alteraban su entorno vital: la muerte de su padre. Un tipo honrado que había sido testigo de los excesos de un clan embriagado de poder.

Leticia se encaró con Juan.

—¿Insinúas la atrocidad de que a mi padre lo ha asesinado un funcionario del Estado?

—No lo sé. Sólo puedo asegurarte que tu padre se puso en contacto conmigo para denunciar la muerte de un toxicómano indefenso a manos de esos funcionarios del Estado, que tú tanto defiendes. Quid prodest? ¿A quién beneficia su muerte? ¿Quién temía que hiciera esas revelaciones a un periodista? Hacia ahí debemos dirigir nuestra investigación. Yo lo tengo claro desde que me metí de lleno en este embrollo. Contigo, o sin ti, voy a seguir en mi línea. Entiendo, aunque no comparto, tus condicionantes políticos.

Ante tanta insolencia, la hija de Pellón no ocultó su enfado y estalló con un impulso bravío. Aquella reacción provocó que Juan se sintiera aún más atraído por ella.

—¿Qué quieres decir? ¿Que voy a renunciar a que se sepa la verdad de la muerte de mi padre por mis inclinaciones políticas? No me conoces. Me ofendes. Yo también pienso llegar hasta el final, pero sin que nadie me manipule. Ni tú, ni el director de tu periódico, ni Aznar, ni Anguita. No quiero quedar atrapada en ninguna pinza. No pienso detenerme. Lo que descubra, jamás socavará mis ideas socialistas.

—Leticia, la gente que está detrás de todo esto jamás ha sido ni será socialista. Son como gusanos en proceso de metamorfosis. Larvas que, tras varias mudas, se convierten en imagos. Son torturadores violentos que besaron la bandera de la democracia, primero camuflados como centristas suaristas y, después, como socialistas felipistas. Pasado mañana se mutarán en conservadores aznaristas. Todo les da lo mismo siempre que conserven su estatus. Durante treinta años se han mantenido en el poder desde la sombra. Flotan en los cambios políticos. La guerra sucia contra ETA ha sido impulsada por tu gobierno a través de la franquicia GAL. Por supuesto, antes, durante los gobiernos de Arias Navarro y Adolfo Suárez, las marcas fueron otras: Batallón Vasco Español (BVE), Triple A, Antiterrorismo ETA (ATE)… ¿Y qué? Eso, a mí no me va a condicionar. Estamos investigando las muertes de Pascual, de Amparo y de tu padre. Me resisto a aceptar condicionantes. Es lo único que te pido. Sólo te he preguntado si estás dispuesta a seguir hasta el final. Caiga quien caiga. Lo que haga o deje de hacer mi director es algo que sólo le atañe a él. Allá con su conciencia. Estaríamos listos si tuviera que responsabilizarme de sus actos. Como tú tampoco tienes que responder de lo que haga el presidente del Congreso, don Félix Pons. ¿Qué me dices a todo eso?

Herrera interrumpió el debate en el que se habían enzarzado Juan y Leticia. Para ello, hizo gala de su fino sentido del humor con cierta retranca extremeña. Se sirvió de una frase célebre de un conocido presentador televisivo.

—No contestes ahora. Creo que se nos está haciendo tarde. Tengo que regresar a Madrid, si queremos que la investigación avance. Hay que llevar la funda de la almohada al laboratorio de la policía científica. ¿Por qué no quedáis vosotros mañana a tomar un café? Así Juan puede darte más detalles de sus pesquisas periodísticas.

Herrera se había percatado de que aquella joven le había hecho tilín a su amigo y no le importaba hacer de alcahueta. Juan y Leticia quedaron en verse, al día siguiente, en el restaurante La Ancha, en la calle Zorrilla, detrás del Congreso de los Diputados.

—Como policía, Leticia, sólo voy a pedirte un compromiso: todo lo que hemos hablado hoy aquí es secreto. No lo comentes con nadie.

Juan fue más práctico.

—Antes de la cita de mañana, ¿podrías pasar por casa de tu padre, en Madrid, para ver si encuentras algo que nos pueda interesar: fotos, cartas…?

—De acuerdo. Pero te propongo una contraoferta mejor: nos acercamos los dos juntos después de comer. Su casa está cerca. Podemos ir caminando.

Cuando subieron al coche para regresar a Madrid, Juan planteó un nuevo reto, como solía hacer a menudo, a su amigo el policía.

—Me juego contigo otra comida en el Txistu a que a Pellón le han inyectado la misma droga que a Pascual.

Herrera calló y no le comentó que él había tenido entre sus manos otra de las agujas asesinas.

—Juan, estoy confundido. Toda esta apariencia de normalidad no suele suceder en mi trabajo. Hay muchas cosas que no casan. Sobre todo si, como parece, el asesinato ha sido obra de un mercenario con experiencia. Lo de la llave podría ser un fallo hasta aceptable, pero lo de la almohada no me convence. Es imposible que un killer cometa un error de tanto peso. Tuvo tiempo de sobra para cambiar por otra la funda de la almohada. Me huele a que alguien la ha puesto ahí para que piquemos. Es cierto que la sensación de impunidad conduce a la comodidad y, por ende, a la chapuza. Pero quien se ha cargado a Pellón es un profesional. No es un Cecilio cualquiera. Hay algo que se nos escapa. Voy a pedir a la policía científica que analicen la almohada con microscopio.