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Sábado, 17 de junio de 1995

Enrique, como todas las noches, quemaba el estrés de la jornada en la barra de La Bulla. Dos Knockando y a casa. Le había cogido gusto a ese whisky cuando se enteró por las novelas de Vázquez Montalbán de que era el preferido del detective Carvalho. Eran los minutos más relajados del día, una buena terapia para caer rendido en la cama. Aunque el local siempre estaba concurrido por otros compañeros del cuerpo, él procuraba desviar las conversaciones profesionales a temas más mundanos. Aunque en La Bulla era imposible ocultar un secreto sumarial o el contenido de un documento secreto. A Enrique le gustaba beber el whisky en vaso corto y con tres cubitos de hielo. De esa manera dosificaba la ingesta. Nadie del gremio podía decir que lo hubiera visto en alguna ocasión ebrio. Se sentaba al final de la barra y de espaldas a la puerta de entrada, para pasar inadvertido, aunque fuera una posición poco recomendable para la seguridad de un policía. No le importaba porque estaba convencido de que otros compañeros le guardaban las espaldas. De repente, notó un suave toque de unos dedos femeninos en el hombro.

—¿Qué tal, Enrique? ¿Cómo estás? Soy…

No hizo falta que pronunciara su nombre. Reconoció aquella voz enseguida. Era ella: Victoria. Enrique no reaccionó. Permaneció impasible sin girar el cuerpo y, en unos segundos, repasó todo el amor y desamor que había sentido por aquella mujer. Su mente reaccionó como la del industrial Emiliano Revilla cuando fue secuestrado por ETA. El empresario soriano, tras ser liberado de un largo cautiverio, le confesó a Enrique que cuando el etarra Urrusolo Sistiaga le apretó el cañón de una pistola en la nuca tuvo tiempo en tan sólo unos segundos de repasar toda su vida. Herrera experimentó la misma sensación, pero se quedó con la imagen de la traición. Sobre todo cuando, por culpa de Victoria, él y su equipo quedaron abandonados en el sur de Francia a merced de la policía gala. Nunca se lo perdonó. Hacía más de diez años que no hablaba con ella, aunque en más de una ocasión había sentido el impulso de ir a su encuentro a París. Pero su rencor era mayor que la llamada de la pasión.

—Enrique, soy yo. Victoria.

El policía reaccionó y se dio la vuelta. La miró fijamente a los ojos y le espetó con frialdad y cinismo:

—¿Qué haces aquí? ¿Un encuentro casual?

—No. Estoy en Madrid de paso y he venido a verte. No tiene ningún sentido que lo nuestro acabe así. Podemos seguir siendo amigos.

—Te manda Arturo. ¿Le quema el culo?

—Eres un grosero. Estoy aquí porque quiero. No recibo órdenes de nadie.

Enrique la miró de arriba abajo y no pudo contener su galantería.

—El tiempo no pasa para ti, Victoria. Estás como la última vez que te vi.

—No exageres. Es el maquillaje. Todo es fachada. Las heridas no se ven. Van por dentro. ¿Sabes a lo que me refiero?

—No te entiendo.

—Me refiero a la última vez que nos vimos. Lo siento. Me presionaron y no pude negarme. No tenía salida. Era una cría.

—Me hiciste mucho daño. Me costó un horror recuperarme. Estuvieron a punto de echarme de la policía. Lo peor para mí: tener que dejar lo único que sabía hacer desde los dieciocho años. Todo por tu arribismo. Por tu ambición de poder. Y por el hijo de puta de Arturo.

—Me presionaron, Enrique. Abusaron de mi debilidad e inexperiencia. Ahora quiero recompensarte. Soy una mujer diferente. Pienso dejar pronto el servicio y comenzar una nueva vida. Quiero que esta noche te vengas conmigo a mi apartamento. Tenemos que hablar. Quiero demostrarte que te amo. Conservas un hueco en mi corazón.

Herrera seguía frío y distante, mientras Victoria continuaba en su papel de mantis religiosa, pendiente de su presa. La indignación del policía aumentaba a medida que la mujer intensificaba su discurso amoroso. Intuía que todo se debía a una celada del CESID y que Arturo y sus secuaces no debían de estar lejos de allí. El sentimiento de aquel amor aletargado que había conservado durante diez años ahora se traducía en odio. Victoria jugaba con él como si se tratara de un pelele. Eso era lo que más le fastidiaba. Pero debía seguir su juego si quería averiguar qué tramaba Arturo. Ofreció una copa a su ex y ella pidió champán, no cava, remarcó. Dejó el bolso sobre la barra y se acomodó en un taburete de raftán. Victoria pegó un trago y sin tomarse el tiempo de beberse la copa, Continuó con su estratagema.

—Enrique, quiero pasar la noche contigo y demostrarte que he cambiado. Acompáñame a mi apartamento. No está lejos de aquí. Detrás del Eurobuilding.

El comisario se hacía de rogar para verificar cuál era el grado de presión al que estaba sometida Victoria. Aquella escena no tenía ningún sentido y mucho menos en una mujer de las características de Victoria. Allí, rogándole que se fuera con ella a la cama, después de diez años de indiferencia.

Finalmente, Herrera reaccionó como si claudicara.

—Te acompaño, pero sólo a tomar una copa. Lo nuestro no tiene ya ningún sentido. Está acabado.

—Te equivocas. Dame otra oportunidad. Quiero cambiar.

—Necesito un minuto para despedirme de los colegas y nos vamos.

Herrera se dirigió a una mesa en la que El Peque y su gente tomaban la última copa. Se acercó a su hombre de confianza y le sopló al oído:

—Peque, vienen a por mí. Arturo me ha preparado una encerrona por medio de una vieja amiga. Sígueme y no me pierdas de vista. Nos dirigimos caminando a un apartamento en la calle Juan Ramón Jiménez. No va a haber rollo ni pienso pasar la noche allí. Entra en acción cuando lo creas oportuno. Déjate llevar por tu intuición.

Cuando cruzaron la puerta de entrada del apartamento, Enrique no se reprimió.

—¿Es tuyo o es un piso franco del CESID?

Victoria le contestó indignada:

—Es mío. Lo he comprado con mi dinero.

—Pues debe de valer una pasta.

—He ahorrado lo suficiente.

—Ser filibustero de la verdad está bien pagado.

—¿Y tú qué sabes de lo que hago yo en París? Me gano a pulso mi salario.

—Los espías siempre habéis disfrutado de un salario muy laxo.

—Eso era antes, Enrique, ahora hay que justificar hasta los lápices y te lo exigen todo por escrito. Una barbaridad.

Nos dedicamos todos los días a fabricar de forma gratuita pruebas para jueces que nos pueden llevar a la cárcel e informes para periodistas de trinchera. Los jefes no se dan cuenta de que todo se filtra. En España, por desgracia, no hay nada que pueda mantenerse en secreto.

Herrera no se anduvo con rodeos y entró en materia.

—Por eso estás aquí. Te ha mandado Arturo para que me saques lo que sé de él.

Victoria eludió la pregunta.

—¿Qué quieres beber?

—Whisky, pero antes contéstame a la pregunta.

—Enrique, te has vuelto un paranoico. Te he jurado que estoy aquí por ti, porque te quiero. Quítate la chaqueta. Yo voy a ponerme cómoda.

Victoria desapareció por una puerta que comunicaba con el dormitorio. El apartamento tenía dos piezas y una pequeña cocina. El salón era amplio y confortable. Estaba distribuido en tres espacios: una zona con sillones y un sofá; otra con una mesa de comedor y seis sillas a su alrededor, y una tercera con una butaca y un escritorio. El habitáculo era una extensión de la personalidad de Victoria. Muebles importados de París y cuadros de pintores franceses. A Enrique le llamó la atención un pequeño marco, colocado cerca del buró. Se acercó y se llevó una grata sorpresa: se trataba de una copia del poema de Bertolt Brecht que le recitó en el San Juan Evangelista hacía ya más de veinte años. Una hoja arrancada de una edición antigua del libro del autor alemán. Aquel espejismo no motivó que bajara la guardia. Se sentó en el sofá y se percató de que Victoria había dejado sobre la mesa su bolso Louis Vuitton, un modelo conocido como Grace Kelly. Descorrió la cremallera, y encontró, perdida entre productos de cosmética, una diminuta Colt Mustang del calibre 380, con balas de nueve milímetros. Una pistola que Herrera jamás había visto. Con un cañón de la longitud de un bolígrafo, pesaba poco más de quinientos gramos, estaba niquelada y la culata era de nácar. Pero a Enrique le llamó más la atención una caja metálica de forma rectangular. Dudó, pero finalmente optó por abrirla con delicadeza. Halló una jeringuilla reluciente ya preparada con una aguja y llena de líquido. El policía devolvió la caja al bolso y siguió el juego de Victoria como si no hubiera visto nada.

Comprendió que la jeringa era para él. Victoria lo tenía todo calculado. Era una profesional. Pero muy mal tendría que estar Arturo para arriesgarse a quemar a su mejor agente, pensó Enrique. Pronto se percató del plan de quien iba a ser su mantis religiosa: un polvo, un descuido, un pinchazo con alguna droga, una llamada a los «limpiadores» de Arturo y, en veinte minutos, su cuerpo abandonado en un descampado de las Barranquillas. Después, a Victoria le bastaría declarar que habían salido juntos de La Bulla, que lo vio subir en su coche y que iba borracho como una cuba. Una coartada que, a medias, podían corroborar un par de decenas de testigos que lo habían visto marcharse con ella. Crimen perfecto: Herrera pasaba a mejor vida y Arturo se quitaba de encima a su peor enemigo.

¿Qué líquido contendría aquella maldita jeringuilla?, se preguntó el comisario.

Se abrió la puerta del dormitorio y apareció una Victoria deslumbrante e irresistible. Un ligero salto de cama apenas cubría un minúsculo tanga rosa y sus pechos, libres de sujetador.

—Nos hemos quedado en la bebida. ¿Qué te pongo?

—Sigo con el whisky.

—Tiene que ser Cardhu. No tengo el que a ti te gusta. ¿Knockando?

—No importa. Están elaborados en destilerías muy próximas de Speyside, con la misma agua y la misma cebada malteada de las Highlands.

Victoria se le acercó con la botella.

—¿Vaso corto y tres cubitos?

—No se te ha olvidado. Ella se abrió una botella benjamín de champán Moét & Chandon y se acomodó en el mismo sofá donde descansaba Enrique.

El policía pegó un largo trago y sin apenas tiempo para saborear el malta se le nubló la vista, perdió el conocimiento, dobló el cuello, soltó el vaso de la mano y se desplomó. Victoria zarandeó el cuerpo del policía para comprobar si reaccionaba y se quedó mirándole fijamente. Había derramado en su copa, sin que se percatara, una ampolla de Dormicum, cuyo componente, el midazolam, provocaba una sedación inmediata y que podía durar hasta tres horas.

—Enrique, no has cambiado. Estaba convencida de que picarías el anzuelo. Has visto la jeringuilla en el bolso y te ha cegado. Querías llegar hasta el final. Pero esto no te lo esperabas. No hay nada como un buen somnífero en la bebida. Me lo enseñaste tú. Te has hecho mayor y confiado. Éste va a ser tu final. Y mira que me duele.

Metió la mano en el bolso y sacó la caja plateada. La abrió y presionó el émbolo para que el líquido llegara hasta la aguja. Le remangó la manga de la camisa pero, de repente, se sobresaltó; la puerta del apartamento se venía abajo con fuertes e incesantes golpes.

—Policía. Policía. Abran la puerta o la tiramos abajo. Abran. De inmediato.

Victoria, sin inmutarse, contestó:

—Un momento, por favor. No hace falta que despierten a los vecinos.

Se acercó al inodoro, echó el líquido de la jeringuilla y vació media botella de Cardhu, tiró de la cadena y guardó la hipodérmica en un cajón de su tocador. La caja metálica la dejó en el bolso. Se puso una bata y abrió la puerta del apartamento sin perder la calma.

—¿Qué sucede? ¿Por qué este alboroto?

Allí estaba El Peque y dos agentes de la unidad empuñando sus pistolas.

—¿Dónde está el comisario Herrera?

—Tranquilo. Duerme ahí en el sofá. Parece que no le ha sentado bien tanta bebida.

El Peque se acercó a su jefe, le miró los ojos y se volvió hacia Victoria.

—Eres una zorra. Está drogado. Jamás lo he visto borracho en los veinte años que llevo trabajando con él. Se dirigió a uno de los agentes: —Trae agua y una toalla mojada.

Empezó a zarandear el cuerpo, pero Herrera no despertaba. Victoria permanecía de pie observando todos los movimientos sin perder el control.

—¿Qué le has echado?

—¿Yo? Cardhu.

—No me tomes el pelo, no soy gilipollas. ¿Qué mierda le has puesto en el whisky?

—Nada. Ya te he dicho que se ha dormido por exceso de alcohol.

El Peque se dirigió a sus dos compañeros:

—Lo mejor será que lo llevemos a su casa hasta que se le pase el efecto de la droga. Le habrá disuelto un somnífero.

Miró con odio a Victoria y le ordenó:

—Tú te vienes con nosotros a comisaría.

La mujer sacó del bolso un pasaporte azul y le contesto con descaro:

—Va a ser que no. Tengo pasaporte diplomático y, por tanto, inmunidad diplomática. Si queréis montar un escándalo es vuestro problema. No creo que esa solución le agrade a Herrera. Tendría que explicar qué hacía aquí conmigo. Os recomiendo que esperéis a que se despierte y que él tome la decisión. Yo no voy a moverme de aquí. Os esperaré encantada.

Cuando los policías salieron del apartamento, Victoria se acercó a un armario y sacó un teléfono de mayor tamaño que los domésticos. Estaba conectado a una línea de alta seguridad del CESID. Ya era de madrugada, pero tenía órdenes de Arturo de que lo llamara a su línea personal cuando finalizara su sucio trabajo. Victoria lo puso en antecedentes.

—No ha funcionado. Se han presentado unos policías de su unidad y casi tiran la puerta al suelo. Han llegado cuando ya lo había drogado con el whisky, pero no he podido rematar la operación. ¿Y tu gente?

—Pendiente de tu llamada. No te preocupes. Límpialo todo y toma el primer vuelo a París.

—Gracias, Ar…

Antes de pronunciar la segunda sílaba del nombre de su jefe, Victoria notó dos fuertes impactos en el pecho. Sintió cómo se asfixiaba y se desplomó. Desde el resquicio de la puerta, que los policías habían dejado abierta, un francotirador encapuchado la había abatido de dos certeros disparos en el corazón. Seguidamente, irrumpieron en el salón media docena de hombres, todos encapuchados y con guantes blancos, y se dedicaron a limpiar el escenario del crimen. Fueron arrojando en una enorme y resistente bolsa de plástico el vaso de Enrique, la botella de whisky, el bolso de Victoria, la copa de champán. Arrancaron y desactivaron la línea telefónica. Vaciaron el armario de ropa. Hallaron la jeringuilla en el tocador. Colocaron el cadáver en una especie de baúl de aluminio. Limpiaron con esmero las manchas de sangre y todas las huellas del apartamento. Uno de los agentes manipulaba una especie de espectrógrafo e iba indicando a sus compañeros dónde tenían que frotar. Con la sangre del cadáver de Victoria repitió la misma operación. «Siempre hay un espabilado de la policía científica que encuentra un pelo o una gota de sangre», se quejó. Finalmente, no se conformaron con una buena limpieza, alcanzaron la asepsia de un quirófano. Así, Herrera jamás podría contar con elementos probatorios para demostrar que aquella noche había estado con Victoria en su apartamento. Además, nunca volvería a tener noticias de su examada. La cuenta de desaparecidos iba aumentando: Pascual, su madre, y, ahora, la mujer que le había hecho perder la cabeza en su juventud. Él también había estado con un pie en el otro mundo.

Un par de horas después, cuando Herrera recobró el conocimiento, regresó al apartamento, acompañado por El Peque, pero pronto descubrió que por allí, como Atila, habían pasado los agentes de Arturo. No quedaba rastro ni huella de Victoria. Los «limpiadores» eran una de las unidades más secretas y de mayor prestigio del CESID. Dependía directa mente del secretario general y nadie, excepto él, conocía a sus integrantes. No eran funcionarios del Centro. Se trataba de un equipo contratado fuera del servicio y pagado generosamente con dinero de los fondos reservados. Como todos estos grupos misteriosos, contaba con una leyenda negra. En el CESID se comentaba que era un equipo que pertenecía a la mafia francesa y estaba formado por exmiembros de la OAS francoargelina y del hampa marsellesa. Su cuartel general es taba en Marbella, donde contaban con cierta permisividad policial para dedicarse en sus horas libres al tráfico de hachís procedente de Marruecos. El pacto les obligaba a que los camiones pasaran de largo hasta la frontera y que la droga nunca se distribuyese en territorio español.

El comisario Herrera aún no se había recuperado de los efectos de la droga, pero luchaba contrarreloj. Sospechaba que aquélla iba a ser una noche de cuchillos largos. Si se atrevían con él, qué serían capaces de urdir contra Juan.