Miércoles, 24 de octubre de 1973
Lo conoció en 1973, en una redada policial contra una algarada de estudiantes que protestaban contra el régimen. Victoria tenía entonces veinte años y estudiaba Derecho en la Complutense. Un joven de unos veinticinco años salió en su defensa cuando un gris la introducía a empujones y a golpes en una lechera. Mostró su placa de policía y pidió a su compañero uniformado que no se mostrara tan vehemente porque le partiría la cabeza a aquella chica. Eran años en los que la represión se traducía en colores. Los antidisturbios eran grises por el color de su uniforme. Los vehículos donde trasladaban a los detenidos eran lecheras porque estaban pintados de color blanco. Los azules eran los políticos del Movimiento. Los falangistas eran camisas negras y los verdes los guardias civiles. En el otro bando estaban los rojos, que eran quienes recibían los mamporrazos.
Pasadas unas horas, una vez en los calabozos de la DGS de la Puerta del Sol, el agente de la Brigada Político Social siguió interesándose por la joven de la manifestación. «Aquí se sabe cómo se entra pero nunca cómo se sale», solían comentar en voz alta los policías para amedrentar a los activistas antifranquistas. Con aquella chica, Herrera había descubierto su lado más humano. No sólo le llamó la atención su atractivo y su exuberante físico, encajado en un ceñido pantalón vaquero que destacaba su trasero respingón y en una blusa diminuta que apretaba sus pechos. Lo que más caló en el policía fue su coraje. Se fijó en ella porque, mientras su compañero la introducía en el furgón, lo insultó desaforadamente: «Fascista, cabrón, asesino, hijo de puta, maricón…». Una sarta de improperios a un ritmo endiablado como si se tratara de una ametralladora. A Enrique le llamó la atención aquella joven porque tenía un par de ovarios. Quien la sujetaba con fuerza del brazo era un gorila de casi dos metros que, en medio de los insultos, iba a partirle la crisma de un porrazo. Cuando él se interpuso, ella le increpó:
—¿Tú, qué, de policía bueno? ¿Quieres follarme?
Herrera no se contuvo.
—¿A que la hostia te la pego yo? Cállate de una puta vez. Sube al coche. Te voy a pasar un estropajo por esa lengua que tienes de zorra. Conmigo no se juega. Al calabozo.
Herrera le perdió la pista en la refriega con los estudiantes, pero una vez en los sótanos de la DGS se interesó por ella. Supo por un guardia que se llamaba Victoria y que pertenecía a la Joven Guardia Roja, las juventudes del Partido del Trabajo de España, una minoritaria formación situada a la izquierda del PCE, pero con amplia presencia en la universidad. Estaba fichada por anteriores revueltas estudiantiles.
—¿Dónde habéis metido a esa zorra con la lengua tan sucia como los retretes de ahí abajo?
—Está en el calabozo 12, agente Herrera —le contesto uno de los policías uniformados—. Hemos tenido que aislarla en una de las celdas, porque Cifuentes dice que es una de las cabecillas.
Herrera miró por la mirilla de la puerta para cerciorarse de que era ella.
—Sí, es ella. Anda, ábreme la puerta. Cifuentes ve dirigentes del Politburó hasta en la sopa. Esa chica cree que El capital está en las cajas fuertes de los bancos y que el Libro rojo de Mao es de ese color por los rojos de la República. De ella me encargo yo. ¿Dónde firmo?
Victoria no se mordió la lengua cuando lo vio entrar en la celda.
—¿Otra vez tú? ¿De qué vas? ¿De buen samaritano? Conmigo no tienes nada que hacer. Sé de qué va vuestro juego. Nunca seré tu chota ni voy a chupártela para conseguir la libertad.
—Pero qué lengua tienes ¿Así os enseñan a hablar en la facultad de derecho? ¡Valiente universitaria estás hecha!
—A ti qué te importa. No pienso hablar ni delatar a nadie.
Herrera comenzó a irritarse con el juego de aquella «Pasionaria de biberón», como la bautizó más tarde ante sus compañeros. Había leído en su ficha que acababa de cumplir veinte años, pero tenía un cuerpo de veinticinco, la edad del policía.
—Se acabó —gritó el policía—. Victoria —leyó una hoja que sujetaba en la mano—, tienes dos opciones: o te vienes conmigo y me debes un favor o te dejo en manos de esos carniceros de ahí fuera, que no van a tener la misma consideración que estoy teniendo yo contigo. Tú eliges. Me has caído bien y no voy a pedirte nada a cambio. Bueno, sí. Sólo tienes que tomarte conmigo un chocolate con churros ahí al lado, en el callejón de San Ginés, uno de los pocos sitios que puedes encontrar abiertos a estas horas en Madrid. Tú misma. Hizo una pausa. —Me has agotado. Me voy.
Se dio la vuelta y aporreó con los nudillos de la mano la puerta para que la abrieran desde fuera. Cuando la llave comenzó a girar, Victoria entró en razón y gritó:
—¡Para, para! No te vayas.
—No me voy. Quiero que nos vayamos los dos.
—Vale, pero prométeme que no me pedirás nada a cambio. Ni soy una zorra ni vas a tener en mí a una delatora.
Herrera seguía de espaldas con una sonrisa en los labios. Guiñó el ojo al guardia y elevó el tono de voz.
—De ésta me encargo yo. Vamos a buscar el local donde imprimen las octavillas.
Era una celada para que los demás compañeros de Victoria, detenidos en calabozos contiguos, creyeran que se había rendido. Esa noche continuaron las redadas en numerosos pisos de Madrid, pero con información de otros detenidos que se rindieron tras ser torturados. Sin embargo, la célula comunista creyó siempre que Victoria había facilitado los datos y la repudiaron.
Tras la salida del edificio de la DGS ambos cumplieron su palabra: degustaron el chocolate con churros sin apenas mediar palabra. Antes de abandonar la barra de mármol blanco del local nocturno, Victoria le espetó:
—Gracias por el chocolate y por dejarme en libertad, pero no vuelvas a cruzarte en mi camino. No me gustan los maderos franquistas.
Herrera sonrió y mostró su lado duro.
—Será mejor para ti. No tendrás escapatoria. ¿Cómo me has llamado? ¿Buen samaritano? La próxima vez te enfrenta ras con maderos de verdad. Veo que todavía no te han pasa do por la bañera. Reza para que esté cerca y pueda rescatarte.
Victoria no consintió que la llevara a su casa. Prefirió dar un largo paseo en una de esas noches estrelladas de Madrid. Su encuentro con el policía la había marcado. La sensación era recíproca. Herrera había quedado abducido por la joven comunista y no iba a renunciar a ella. Pero la vida daba muchas vueltas en aquellos años de cambios vertiginosos.
El policía no volvió a encontrarse con Victoria hasta transcurridos unos meses. Esa noche estaba de servicio con un compañero y husmeaban por el salón de actos del colegio mayor San Juan Evangelista. Uno de los pocos focos universitarios que luchaban contra la censura franquista programando obras de teatro de autores malditos para el régimen, proyectando películas prohibidas u organizando conciertos de cantautores proscritos.
En realidad, Herrera estaba allí no para prohibir cualquier atisbo de apertura, sino porque le gustaba aquel ambiente. Sólo tenía que hacer el paripé. Una voz interior le gritaba que ya no había freno para la libertad. Lo que agonizaba era un régimen político decrépito y cavernícola. Tenía que prepararse para los nuevos tiempos si no quería quedar aplastado por los muros del bunker. No lo tenía fácil: pertenecía a una de las unidades más odiadas por la oposición, y en su familia —padre, hermano, tíos, primos…— eran todos policías y alardeaban de su condición de represores. Enrique se veía obligado a ocultar sus sentimientos por instinto de supervivencia, pero lo tenía claro: el camino estaba allanado para una apertura democrática. Sólo faltaba la muerte de Franco, que estaba muy enfermo.
Enrique y su colega Rafael Gallardo, vestidos de paisano, pretendían pasar inadvertidos entre los jóvenes universitarios, pero no había ningún camuflaje que pudiera ocultar su condición de policías de la Brigada Político Social. Los organizadores del acto lo sabían, pero ya habían superado las provocaciones de los agentes del comisario Saiz. Esa noche estrenaban una obra censurada de un autor también censurado: El círculo de tiza caucasiano, de Bertolt Brecht. El dramaturgo revolucionario alemán estaba en la lista del nihil obstat de la censura.
La sala estaba abarrotada de jóvenes ávidos de libertad. La obra era lo de menos. Lo importante era echar un nuevo pulso al franquismo. Estudiantes de otros colegios mayores esperaban sentados en el suelo de los pasillos, porque el patio de butacas estaba repleto desde hacía horas.
Enrique Herrera y su compañero permanecían de pie en las puertas de acceso, que estaban abiertas de par en par para ampliar el aforo del teatro.
—Gallardo, el argumento de esta obra de Brecht puede servir de símil para el futuro de España. Dos madres luchan por la custodia de un niño que permanece dentro de un círculo de tiza y tiene que decidirse por una de las dos. El futuro de España está trazado con otro círculo de tiza en el que las nuevas generaciones deberán optar por un franquismo reformado o por la democracia. Nuestros padres ganaron la guerra, pero el futuro está en manos de esta pandilla de niñatos comunistas e hijos de papá. Ellos ganarán la paz. Me desahogo contigo porque de todo esto no puedo hablar ni con mi padre ni con otros compañeros. Gallardo, no hay marcha atrás. Voy a darte un consejo: ahora a los policías nos toca flotar. Esperar sin comprometerse a nada. Es lo que siempre ha hecho la policía con los cambios de regímenes. Valemos para todos. Somos funcionarios del orden y todos los gobiernos nos necesitan. Nosotros, al margen de nuestra ideología, sobrevivimos mande quien mande. En todos los regímenes existen hijos de puta, asesinos, pederastas, canallas, terroristas… En Nueva York, París, Roma… A ti y a mí, aunque llevamos toda nuestra vida cazando rojos, nos salvará esta placa.
Se llevó la mano al corazón, donde guardaba en un bolsillo interior la cartera con su insignia policial.
—Gallardo, hemos acumulado tanta información que para los nuevos políticos sería un lujo imperdonable prescindir de ella. El poder siempre busca datos comprometedores de sus enemigos. Nuestros archivos están llenos de mierda que salpica a todo el mundo. No lo olvides nunca, Gallardo, aquí entre todos estos holgazanes está la clase política del futuro. Y no te confundas, tanto de la izquierda como de la derecha. A los del bunker, como mi padre, les darán por el culo.
Herrera destilaba cierto resentimiento por aquella clase social emergente de universitarios, ya que él no había contado con la suerte de posicionarse en la nueva casta política. Su familia era carne de inmigración a la que le había tocado superar una posguerra muy dura. Su padre se había hecho policía porque no sabía hacer otra cosa. Ayudado por el jefe local del Movimiento de Almendralejo, logró una plaza en Madrid. En la capital nacieron sus cinco hijos. A Enrique, el pequeño, le habría gustado estudiar Derecho o Filosofía y Letras pero sólo tuvo la opción de ser policía. Ya de inspector, pidió que lo destinaran a la Brigada Político Social porque así se hallaba más cerca de la universidad.
—Todos estos pijos que gritan «democracia y libertad» serán ministros, abogados, catedráticos, cirujanos, directores generales… Pero siempre contarán con nosotros. Necesitarán a gente con agallas, dispuesta a mancharse los zapatos de fango y a ejecutar los trabajos sucios. Ahora, nos insultan, nos escupen, nos desprecian pero, en el fondo, nos tienen miedo. ¿Por qué? Porque llevamos una Star en la sobaquera, tenemos más cojones que ellos y nos calzamos a sus chicas.
De repente, se quedó mudo. Giró el cuello bruscamente hacia la derecha y se exaltó.
—¡Es ella! ¡Victoria!
Para tener el camino despejado, se dirigió a su compañero con una propuesta tentadora.
—¿Tú no querías escaquearte esta noche porque habías quedado con tu novia a pelar la pava? Pues hoy estoy generoso y te doy permiso. Ya te cubro yo. Esto está controlado. Vete.
Gallardo no lo dudó y salió precipitadamente de la sala. Enrique, ya solo, aprovechó para acercarse a la zona del escenario donde Victoria repartía folletos con textos del Bertolt Brecht. El inspector recogió uno del suelo y provocó un encontronazo con Victoria. Se hizo el despistado, como si no la hubiera divisado desde lejos, y se acercó a ella pero con la mirada perdida hacia el patio de butacas. Tropezó con Victoria y exclamó:
—¡Tú, aquí!
—Sí, yo aquí. Estoy con mi gente. El que no pinta nada eres tú. ¿Qué? ¿Nos estás espiando?
—¿Espiando? ¿Para qué? Lo sé todo de vosotros. Hasta el color de tus bragas. A mí también me gusta Bertolt Brecht. Ése es uno de los problemas que tenéis los elitistas intelectuales, siempre excluyendo de la cultura a los obreros y encasillando a las clases sociales. ¿Dónde está la lucha de clases? ¿Qué pasa? ¿Sólo tengo derecho a ver obras de Paso, Arniches o Mihura?
Y para impresionar a la joven le recitó un verso de Brecht que había memorizado cuando, en una redada contra una célula comunista, se incautó de una serie de libros prohibidos.
—«Que los pueblos no palidezcan, como ante una ladrona, sino que nos tiendan sus manos, lo mismo que a otros pueblos, y no por encima y no por debajo de otros pueblos queremos estar».
Herrera continuó:
—Victoria, Franco ordenó destruir 257 bibliotecas tras la guerra, pero los republicanos, antes, habían quemado miles de libros en los conventos. Un horror que no tiene ninguna justificación. Algunos de nosotros, aunque ocasionalmente seamos policías, para ti agentes represores, hemos leído a autores que ni te imaginas.
Aquella lección del inspector Herrera dejó a la joven un tanto desconcertada. Herrera continuó su discurso, pero Victoria se sentía incómoda. Sus compañeros se extrañaban de que permaneciera tanto tiempo conversando con un agente de la Brigada Político Social. Herrera se percató de la situación y reaccionó con brillantez. Sacó del bolsillo de la chaqueta la placa de policía y la increpó:
—Queda detenida por repartir octavillas ilegales. ¡Acompáñeme a comisaría!
La asió del antebrazo y la empujó hacia la salida. Victoria entendió que Enrique había improvisado una treta para cortar de raíz los comentarios incómodos. Pero cuando salieron del colegio mayor y se plantaron en la avenida Séneca, en una noche desapacible y oscura, Victoria le espetó:
—¿De verdad estoy detenida?
—Sí —le contestó el policía—. Estás detenida hasta que te tomes una copa conmigo. Tienes que beber una leche de pantera en el Chapandaz. No te hagas la inocente, porque más de una te habrás tomado. El cóctel perfecto: ron, leche, ginebra, cointreau, pippermint, azúcar y canela. Dulce, fresquito y suave pero explosivo. Como tú.
—Claro que lo he probado. Allí me conocen. Si quieres podemos ir también a los Arcos de Moncloa, para que nos vea todo el mundo. Sería el fin de mi reputación.
—Bueno, déjalo de mi cuenta. Donde voy a llevarte no hay ni rojos ni fascistas. Sólo borrachos y gentuza.
Subieron al coche, un viejo Simca de la policía, y Herrera condujo por la Ciudad Universitaria rumbo a la Carretera de Castilla. En un recodo aparcó el automóvil delante de un antro conocido como La Fuentecilla, uno de los pocos locales que permanecían abiertos en Madrid de madrugada. Estaba claro que Victoria no iba a cruzarse allí con ninguno de los suyos.
Y así comenzó una relación apasionada entre Enrique y Victoria. Él le aseguraba protección en sus actividades políticas y ella esculpía con esmero la mente pragmática y dura de un policía. Se veían en secreto. Su lugar preferido para las citas era el cine Cristal en la calle Bravo Murillo, junto al mercado y muy cerca de la casa del policía. Aquel amor duró hasta que se cruzó en el camino su amigo Arturo y le arrebató a Herrera su ser más querido. Nunca se lo perdonaría. Victoria se dejó tentar por una oferta profesional almibarada, pero para Herrera el único culpable de la traición era Arturo.