Ginebra. Jueves, 15 de junio de 1995
Stefano, esa mañana, llegó desde Nueva York al aeropuerto de Ginebra en un vuelo de Swiss Air a la terminal situada en territorio suizo. En el control de inmigración presentó un pasaporte norteamericano, uno de los tantos que le facilitaba la CIA para sus operaciones encubiertas en América del Sur. Era un pasaporte virgen, sin quemar, reservado para una ocasión como ésa. En el aeropuerto helvético alquiló un automóvil y se dirigió al centro de Ginebra. Aparcó en un enorme parking próximo al lago Leman, en el distrito financiero. Dio un pequeño paseo y entró en la sede central de la Unión de Bancos Suizos (UBS). Preguntó por la zona privada de cajas de seguridad y se identificó con su clave secreta. En una habitación reservada abrió una caja metálica y extrajo de ella varios fajos de billetes, en pesetas y francos franceses, y un sobre con un pasaporte, un DNI y un carnet de conducir español, los tres con la misma identidad. Seguidamente, se cercioró de si Arturo le había hecho el ingreso en la cuenta de la sucursal de una filial del grupo UBS en Charlestown, en isla Nieves. Afirmativo: en sus movimientos figuraba una transferencia de un millón de dólares.
Retiró el vehículo del aparcamiento e hizo el camino de vuelta al aeropuerto por la autopista. Antes de acceder al área aeroportuaria, se desvió por unos caminos vecinales y penetró en territorio galo atravesando un paso fronterizo sin control aduanero, con una garita vacía y una barrera levantada. Aparcó el coche en el parking reservado a los vehículos de alquiler AVIS e introdujo las llaves y la documentación en un buzón de la compañía. Ya en la terminal francesa, tomó un vuelo nacional de la filial de vuelos regionales de Air France con destino a Burdeos. Llegó a la capital del vino a la hora de comer. En el mismo aeropuerto engulló un par de sandwiches y una cerveza Stella Artois, la marca preferida de su etapa vascofrancesa. Con otro automóvil de alquiler se dirigió hasta la frontera hispano-gala. Cruzó el paso fronterizo poco después de las tres de la tarde sin tener que mostrar ninguna documentación. La intención de Stefano era llegar a la capital de España antes de que anocheciera. No le gustaba conducir de noche, principalmente por los controles de la Guardia Civil.
Cuando descendía por la carretera de Burgos, pasado El Molar, fue descubriendo que el skyline de la ciudad había cambiado durante sus años de ausencia. Se sorprendió por la voracidad inmobiliaria de Alcobendas y San Sebastián de los Reyes. Ya en el casco urbano madrileño, atravesó la plaza de Castilla y giró por Rosario Pino. Después por Capitán Haya hasta que vio la entrada de un parking público y optó por aparcar allí el coche. No le importaba caminar, porque llevaba tan sólo una bolsa de mano. A unos cien metros del garaje, sacó una llave de su bolsillo derecho. Abrió el portal y entró en un enorme edificio que albergaba oficinas y apartamentos. El número 64, situado en la sexta planta, tenía un pequeño cartel dorado con la inscripción Littoris Investment. Era una vivienda con un diminuto dormitorio y un salón que desempeñaba la función de oficina, con una fotocopiadora y un fax.
Stefano había conservado durante años ese piso franco por medio de una empresa de administración de fincas. Todos los meses, su sociedad de Nieves pagaba puntualmente los gastos de tal manera que nadie conocía a su verdadero propietario. En los últimos quince años, sólo lo había utilizado media docena de veces. No le importaba el gasto, porque era un lugar que le garantizaba el anonimato. «La seguridad no tiene precio», era uno de los lemas que figuraban grabados en la mente de los espías. De esa forma, nadie podía descubrir, a través del registro de los hoteles, que estuviera en España. Nadie. Ni su amigo Arturo.
Stefano había planeado meticulosamente su plan. No se fiaba de nadie, y mucho menos de Arturo y su gente. Para los jefazos del CESID, él era una excelente víctima propiciatoria. Sus años de clandestinidad le habían enseñado que siempre podía aparecer en escena un traidor. Los espías, solía decir Stefano, eran como las cebollas o como esas muñecas rusas llamadas matriuskas: conforme ibas levantando una capa o una muñequita podías encontrarte con una nueva sorpresa. El neofascista italiano tenía su propia teoría sobre los orígenes de la traición: una mujer despechada, un amigo presionado o alguien que te colocaba el muerto para salvar su pellejo. Descartaba la primera, porque Stefano no había dejado en Madrid a ninguna novia desairada. Además, él era un tipo poco mujeriego y nada enamoradizo. Más bien había sido uno de esos camaradas misóginos y de acampadas campestres de fin de semana. Por tanto, si seguía sus normas, debía ser precavido con las otras dos hipótesis. No llamaría a ningún amigo del pasado ni visitaría los lugares de su etapa franquista. Aunque un cirujano plástico había cambiado su rostro cuando abandonó España, prefería no tentar a la suerte.
Siempre, a la vuelta de cada esquina, uno podía toparse con una situación inesperada. Como cuando, a mediados de 1977, dirigía una operación cerca de San Juan de Luz para asesinar a un dirigente etarra y se cruzó en la rué Gambetta con unos vecinos de Madrid, un notario y su señora, que estaban allí para comprar quesos y patés. Los entremeses de la pareja le salieron caros. Se vio obligado a abortar una misión de varios meses de trabajo. Aquel día, Stefano juró y perjuró que jamás se vería de nuevo en ese trance. Y mucho menos en la que iba a ser su última operación. Su vida, su nueva vida, estaba entre viñedos y caballos en el valle de Santa Inés, en California. Por tanto, cuanto antes ejecutara su misión antes podría regresar. Para su vuelta a Estados Unidos repetiría a la inversa el mismo recorrido.
El neofascista italiano, uno de los hombres más buscados por la policía de medio mundo, conocido como Chacal en los ficheros de la Interpol, sacó de su bolsa de viaje la carpeta que le había entregado Arturo en California. Se tumbó en la cama y escaneó con la mirada las fotos de sus dos objetivos. Apartó la del periodista y se centró en la de un varón de unos sesenta años. De mediana estatura y fuerte complexión. Cabello corto y entradas pronunciadas. Bigote espeso y nariz puntiaguda. Le sonó aquella cara. Nada tendría de extraño que hubiera participado con él en alguna operación encubierta contra ETA en el sur de Francia. Poco le importaba. Entre espías no quedaba margen para los sentimientos. Había recibido la orden de eliminarlo y él ya tenía diseñado su plan. Dejó la foto y volvió a leer su historial elaborado por el CESID.
Julián Pellón Villar. Nacido en Madrid en 1935. Comandante del ejército en la reserva. Ingresó en 1969 con el grado de teniente en la Organización Contrasubversiva Nacional (OCN) procedente de la Segunda Sección del Estado Mayor del ejército. En 1972 pasó al SECED como jefe de grupo en el área antiterrorista y, en 1977, conservó las mismas competencias en el CESID. Toda su vida militar ha estado dedicada a los servicios secretos. En febrero de 1981, formó parte del grupo de militares del Centro que se opuso al golpe de Estado de Tejero. A finales de 1983 pidió la baja voluntaria y pasó a la reserva. Estuvo bajo tratamiento psíquico. Comenzó a colaborar con una organización sin ánimo de lucro, cuya actividad se desarrolla principalmente en Centroamérica, con la que mantiene una estrecha relación. En 1990 enviudó. Tiene una hija de unos treinta y cinco años a quien apenas ve. Su vida es la de un solitario. Conserva la licencia de armas y siempre lleva encima su pistola. Los fines de semana suele recluirse con sus perros en una casita que tiene cerca de Patones de Arriba, en la sierra norte madrileña. No recibe visitas. Es una zona muy despoblada, cerca de la carretera M-812, a la que se accede por un camino forestal. El vecino más próximo vive a quinientos metros. Tiene por costumbre regresar a Madrid los domingos por la noche, entre las 22 y las 23 horas. De entre los folios del dossier, Stefano separó uno con un mapa de la zona y unas fotografías grapadas de la vivienda y la parcela. Para nada se asemejaba a una de esas casas blindadas con altos muros y complejos sistemas de seguridad. Se trataba de un chalecito de una planta con el tejado a cuatro aguas. Disponía de un pequeño salón, dos dormitorios, una cocina y un garaje trastero donde el exmilitar guardaba sus herramientas.
A Stefano aquella zona no le resultaba complicada. En sus años de centuria en Madrid solía acampar con un grupo de falangistas en los alrededores de Patones. Además, quien hubiera trazado aquel plano se había esmerado. Era imposible perderse.