California. Jueves, 8 de junio de 1995
A Arturo le habría gustado tomar al menos un tramo de la famosa carretera 1, que bordea la costa del Pacífico, pero Donaldson le recriminó que no estaban allí para hacer turismo. Eran las siete de la mañana y habían quedado a mediodía con su contacto en el valle de Santa Inés, cerca de Santa Bárbara. Para llegar lo antes posible, la mejor opción era tomar la autopista 101. Les separaba una ruta de 500 kilómetros y cerca de seis horas de coche. Donaldson se conocía de sobra el camino, así que se acomodó en su Chrysler Voyager. Puso el limitador de velocidad a 70 millas y tomó rumbo a San Enrique por la 101.
—Duerme un rato, Arthur. Estarás reventado del viaje de ayer. Y no digamos con el cambio horario. En España descansarías en tu cama a estas horas.
El español aprovechó el momento para hacerle la pregunta que no se atrevió a plantearle la noche anterior.
—¿Por qué me has citado en San Francisco y no en Los Ángeles? A ti te daba lo mismo volar desde Washington y nos habríamos ahorrado este largo e incómodo viaje.
—Amigo Arthur. Las cosas no se hacen porque sí. Ya me conoces. Si hemos quedado en San Francisco será porque existe una fuerza mayor: desde hace unos cinco meses me he trasladado a vivir a Napa Valley. He comprado cerca de Calistoga una bodega con unos viñedos de treinta acres de uvas sangiovese, merlot y cabernet. Multiplica por cuatro mil y tendrás los metros cuadrados: 120.000. Lo suficiente para empezar. Es un lugar apacible, con una casa señorial de hace más de cien años, lo ideal para una tranquila jubilación después de una larga vida de miliciano a las órdenes del Tío Sam. He invertido en ello todo mi dinero. Pero vale la pena porque estoy encontrando, por primera vez, la paz interior. ¿Cómo lo llamáis en España? Ah, sí. El descanso del guerrero. Eres la segunda persona, después de Stefano, que conoce mi nueva situación. Y no voy a consentir que cuatro desarrapados de Madrid frustren mi plan de retirada por un desgraciado incidente de hace más de doce años. Tendría gracia que, después de una vida apoyando golpes de Estado, derrocando gobiernos, secuestrando a políticos y torturando a comunistas, lo echara todo por tierra un toxicómano medio zombi. Ahora ya sabes por qué hemos quedado en San Francisco. No me preocupa, porque confío en ti. Sé que eres una tumba.
Como no obtenía respuesta, giró la cabeza hacia el lado del asiento del copiloto y descubrió que Arturo estaba dando una cabezadita. Sintonizó una emisora de radio de las que sólo emiten música country y continuó su ruta por la 101.
Donaldson sólo estaba al tanto de las filtraciones sobre la muerte de Pascual. Arturo no le había confesado la gravedad del asunto: la muerte de la madre y el giro que estaba tomando el caso en Madrid. Había dosificado la información para no alarmar a su amigo americano. Era un buen tipo y todavía no era conveniente despertarle falsas alarmas. Sobre todo porque él ya había diseñado un plan para acabar de cuajo con el problema. Donaldson leyó el primer cartel que anunciaba la cercanía de Solvang. Había conducido más de cuatro horas sin paradas, mientras contemplaba de reojo a un Arturo somnoliento, que estaba superando su jet lag.
—Arthur, Arthur…
Zarandeó el cuerpo de su compañero de viaje alargando su brazo derecho.
—Estamos llegando. Ya me he desviado por la carretera 246 y estamos a unas millas de Solvang. Despierta; quiero que veas algo que te va a gustar, ya que no te he dejado hacer turismo por el Pacífico.
Arturo se desperezó, se frotó los ojos y se reincorporó en el asiento. El luminoso cielo y los rayos destellantes del sol de la California estival lo cegaron por unos segundos. Donaldson ya había dirigido su Voyager por Mission Drive, una amplia avenida que cruza Solvang. Dejó a la derecha una estrecha calle de tiendas con un molino de mampostería al fondo. Casi a la salida del pueblo, giró a la derecha y se detuvo en un pequeño aparcamiento.
—¿No querías hacer turismo? Ahí tienes la Misión de Santa Inés. Un vestigio de la California que colonizaron los españoles en 1769, aunque el primer español desembarcó en estas tierras, en San Diego, en 1542. Esta misión es la penúltima de las veintiuna que construyeron a lo largo de toda la costa. Te dejo unos minutos para que le eches un vistazo. No te demores, porque deben de estar esperándonos en la hacienda.
Arturo se quedó entusiasmado con ese ventrículo español en el corazón de California. Se fijó en una torre de estilo colonial con tres campanas, coronada con una cruz. Junto a ella, una ermita con un tejado a dos aguas y el resto de la misión. En la parte lateral se conservaba el cementerio con las lápidas de los misioneros españoles.
Curiosamente, Santa Inés es la única construcción hispánica de Solvang. Todo lo contrario que Santa Bárbara, la capital del condado, que, tras un terremoto, fue reconstruida siguiendo el modelo de las ciudades andaluzas. Solvang es un pequeño pueblo, de unos cinco mil habitantes, que levantó un grupo de inmigrantes daneses en 1911.
Arturo regresó al automóvil y reanudaron el último tramo del viaje. Tan sólo estaban a quince minutos de su destino, un rancho perdido en una de las laderas del monte San Rafael. Un lugar privilegiado para el cultivo de viñedos. El contacto de Donaldson y Milans, bajo la identidad de Alfredo Biondani, se había convertido en un próspero viticultor y ganadero. Era propietario de 120 acres plantados de vides y de una bodega con 2.500 barriles que producían anualmente 350.000 litros de vino. Además, explotaba otra granja con más de quinientos caballos y se vanagloriaba de tener un par de docenas de los célebres mustang, aquellos caballos mesteños que llevaron los conquistadores desde España a América.
—¿Ves ese cartel y ese camino? Conduce a Rancho del Cielo, la residencia del expresidente Ronald Reagan. Desde que hace un año reveló que sufría Alzheimer reside ahí con su esposa Nancy. Arthur, ése es el final que nos espera a todos. El hombre más poderoso del mundo durante una década, recluido como un anciano en un rancho. Yo, afortunadamente, ya me he preparado para esa vida en mi nueva casa de Napa Valley. En la época de Reagan debo reconocer que los servicios españoles nos hicisteis a la CIA muchos favores. Tras la invasión de Granada, desempeñasteis un gran papel en lo que la prensa española llamó Irán-Contra, la obtención de armas para los contrarrevolucionarios de Nicaragua. Sin el CESID tampoco habrían sido tan efectivos los bombardeos de Libia y el golfo de Sirta. Tu gente, que se infiltró entre los trabajadores de las empresas españolas de las prospecciones petrolíferas, se jugó el pellejo balizando los objetivos estratégicos para que nuestros cazas los bombardearan. Creo que hemos hecho un buen trabajo para la humanidad, aunque nadie nos lo agradecerá.
—Por eso, Donaldson, hay que resolver cuanto antes los asuntos pendientes. Debes convencer a nuestro hombre de que regrese a Madrid y ate todos los cabos sueltos. Cueste lo que cueste. Y no me refiero al dinero.
Jacinto Milans endosó la solución del conflicto a Donaldson porque era la única persona en el mundo que podía convencer a su colaborador para que volviera a España. El mercenario había alcanzado un excelente nivel de vida, gracias a los fondos del CESID y la CIA. A la vista saltaba lo que daban de sí los dos millones de dólares que había cobrado en 1985 para quitarse de en medio. El éxito comercial que rodeaba a Rancho Littorio se debía a esa generosa inversión hispano-norteamericana. El exagente, de origen italiano, había bautizado su villa con el nombre de un símbolo tan fascista como el fascio littorio. Los fasces eran un haz de treinta varas, atadas con una cinta de cuero rojo y con un hacha a su alrededor. Fue el símbolo adoptado por los monarcas romanos que se mantuvo durante la República y el Imperio. Los oficiales públicos (littores) llevaban los fasces al hombro. La marca de vino que había colocado el italiano en el mercado norteamericano también se llamaba Littorio. No se atrevió a reproducir el símbolo fascista en la etiqueta, pero sí reprodujo la silueta de un general romano.
Por tanto, había contraído una deuda con sus dos amigos: Arturo y Donaldson. El dinero se había transferido desde una cuenta de los servicios secretos españoles, en Ginebra, a otra en las islas Caimán, a nombre de una sociedad opaca. Era una tapadera con la que operaban desde hacía años los altos cargos del CESID. Arturo guardaba toda esa documentación, entre otros papeles de alto voltaje, en una caja fuerte en el extranjero, cuyo paradero sólo conocía él.
Cuando Donaldson habló con el mercenario, casi telegráficamente, unos días antes para comunicarle que Arthur quería mantener un encuentro con él, el neofascista ya comprendió que no sería para recibir, sino para dar. Sucedía a menudo en el mundo de los servicios secretos: uno mismo nunca podía decidir su retirada. Estaría desaparecido más de diez años —sería un agente durmiente, como se conocía en el argot del espionaje—, con una nueva vida, pero siempre pendiente de una inoportuna llamada telefónica.
Los tres colegas se reencontraban en California una década después. Arturo se anticipó a Donaldson y saludó al amigo.
—¿Qué tal, Stefano? ¿Cómo te va?
—No puedo quejarme, gracias a vuestra generosidad.
El italiano se lanzó sobre Arturo, le estrechó la mano y lo abrazó con fuerza. Se notaba que no era un saludo forzado. La emoción aumentó cuando repitió los mismos gestos con Donaldson. Los tres compañeros de fatigas permanecieron unos minutos en el porche de la vivienda rememorando viejas batallas.
La mansión tenía unas fantásticas vistas. Al microclima del valle de Santa Inés se le sumaba una brisa refrescante que llegaba del río Santa Inés y del lago Cachuma. Fue el primer comentario que cruzó Stefano con Arturo y Donaldson cuando se saludaron. El rancho estaba situado a unos doscientos metros de la bodega y a unos mil metros de las caballerizas.
El italiano contaba con una guardia pretoriana formada por compañeros de su etapa italiana de Avanguardia Nazionale. Iban armados y se mantenían a la distancia que marcaba un reglamento que nadie había escrito pero que todos conocían. El servicio doméstico de Stefano había preparado un almuerzo que nada tenía que envidiar a las bacanales romanas. Todo regado con vinos de su bodega: chianti, chardonnay, pinot grigio, sangiovese, dolcetto…
Tras la comida, Stefano ofreció a Donaldson un cigarro Macanudo Maduro.
—Doy por hecho que tú sigues sin fumar, Arturo. Aquí no podemos disfrutar, como en España, de los excelentes habanos Cohíbas o Montecristo pero, en su defecto, estos Macanudos de la República Dominicana no están nada mal. Son los amos de Estados Unidos. Antes sus hojas se cultivaban en Jamaica, pero ahora la mayor parte es dominicana.
Era el momento ideal para retirarse a una estancia más reservada. Stefano los acompañó a la biblioteca, en el interior de la casa. Allí se acomodaron en unos sillones confortables. Donaldson fue quien rompió el fuego.
—Me imagino que estarás preguntándote qué hace Arturo aquí. Voy a ser muy directo: el Club Mengele corre peligro. Todos nosotros corremos peligro. Datos confidenciales de las operaciones secretas de 1983 y 1984 han llegado a un periodista de Madrid. Alguien se ha ido de la lengua y Arturo me asegura que ellos lo tienen localizado. Nosotros por nuestra condición de hombres de Estado no podemos actuar. Tampoco la CIA ni el CESID. Tenéis que ser tú y tu gente. Hay que cortar la hemorragia lo antes posible. Se limitaría a un par de individuos. Posiblemente, con uno bastaría. Sé que llevas retirado dos años, pero esto no puede esperar, porque podemos acabar todos en la cárcel.
Donaldson hablaba con conocimiento porque era uno más del Club Mengele, como se conocía en el CESID al grupo de agentes que intervinieron doce años atrás en el secuestro del toxicómano. Sorprendentemente, el paso del tiempo en lugar de estigmatizarlo le confirió una aureola de misterio y respeto. También de recelo. En los servicios secretos Mengele era sinónimo de tenebrosidad.
Arturo permanecía callado, atento a la disertación del agente de la CIA, mientras sostenía una copa de coñac Hennessy. Asentía a cada una de las palabras de Donaldson, pero cuando comprendió que el discurso del espía norteamericano perdía fuelle decidió proseguir él.
—Stefano, el asunto se está complicando. No le he comentado nada a Donaldson. Tengo que confesaros que dos de mis hombres han hecho desaparecer a la anciana madre del toxicómano. Fue quien se puso en contacto con el periodista. Ahora no tenemos un cadáver, sino dos. Los forenses dictaminaron que había fallecido en un accidente doméstico por inhalación de gas, pero el reportero sigue haciendo preguntas. Y lo más grave: todo este embrollo puede poner en peligro otras importantes operaciones de Estado. Tú eres el único que puede sacarnos de este atolladero. Dispondrás de toda la cobertura que necesites, pero lo mejor es que actúes desde el anonimato con tu gente. Nadie podrá imaginar que Chacal ha vuelto a España.
Lo de Chacal no le gustó a Stefano, pero se contuvo. Tampoco Arturo le dio la oportunidad de rebatírselo. Su perfil nada tenía que ver con el protagonista de la novela de Frederick Forsyth, pero la prensa internacional le había adjudicado ese nombre de guerra. Lo habían bautizado así porque, como los chacales, deambulaba solo y además era un «depredador carroñero». Así lo había definido en una ocasión un periodista de The New York Times, que un buen día encontró su casa convertida en carbón. Cualquier mención a esos comentarios periodísticos lo sacaba de sus casillas. Para nada le gustaba ese alias. Especialmente, porque durante un tiempo siguió la pista del venezolano Illich Ramírez Sánchez, conocido como Carlos y Chacal, para meterle una bala entre ceja y ceja.
Donaldson retomó la conversación, mientras Stefano seguía en silencio, sin pronunciarse.
—Por supuesto, contarás con un generoso ingreso en la cuenta que nos indiques de cualquier paraíso fiscal. Cubriremos todos los gastos, tuyos y de tu equipo, más una suma importante de dinero para ampliar los viñedos. Arthur ha traído de Madrid varios juegos de pasaportes de España, Francia y Reino Unido. Están en blanco, así que puedes adoptar la identidad que te dé la gana sin que nosotros la conozcamos. Si no, puedes enviar a España a alguien de confianza.
Por fin, Stefano abrió la boca.
—Arturo… Donaldson… No os reconozco. Os abro las puertas de mi casa y venís aquí a insultarme… No, no, no… Dejadme hablar, por favor. Yo no os he interrumpido. Os he demostrado que soy un hombre de honor. Os he demostrado mi amistad. En más de una ocasión me he jugado el pellejo por vosotros. Por Arturo, en el sur de Francia. Y, por ti, Donaldson, en Nicaragua y Guatemala. Y llegáis a mi casa después de más de diez años y me tratáis como a un mercenario. Como a un sicario. Respeto. Os pido un poco de respeto. Es cierto que todo esto os lo debo a vosotros, pero también me lo he ganado a pulso. Si decidiera regresar a España no lo haría sólo por dinero, lo haría porque tengo un juramento de sangre con vosotros. Por honor. No os confundáis. Voy a cumplir cincuenta y cinco años y no me arrepiento de nada. Ningún comunista ni ningún etarra, acribillados a tiros, me acompañan en mis sueños. Se lo merecían y fueron ajusticiados. Punto.
—Pero Stefano…
—Por favor, Donaldson, acabo enseguida. Si decido regresar es por honor. Porque tengo la obligación de completar un trabajo inacabado, que hicimos mal. Todo lo demás para mí es accesorio. Es una tarea que sólo puedo ejecutarla yo. No puedo delegar en nadie. Lo hago por el Club Mengele…
El italiano alargó su brazo hacia la botella de coñac y escanció un poco en su copa balón. Pegó un trago corto y dos bocanadas a su puro Macanudo y prosiguió:
—¿Saben lo de Jano?
—No. Si actuamos con rapidez, antes de que la situación se agrave, creo que no hay riesgo. Eso sí, necesitamos extirpar dos de los piñones de la correa de transmisión.
Arturo, como espía de la vieja guardia, era muy dado en su lenguaje a usar neologismos.
—De acuerdo. Acabaré lo que inicié. Nadie más debe conocer mi presencia en España. Y cuando digo nadie es nadie. Ni colaboradores íntimos ni secretarios de confianza. Vosotros tampoco estaréis al tanto de mis nuevas identidades ni de mis pasos en Madrid. Si detecto cualquier seguimiento, doy media vuelta y me largo.
Arrancó una hoja de un bloc de notas de encima de la mesa y escribió los datos de una sociedad situada en un paraíso fiscal: Littoris Investment, Charlestown, isla Nieves, seguido de un número de cuenta de varios dígitos del Caribean Bank. Después anotó una cantidad en letras: un millón, junto al símbolo del dólar. Se lo acercó a Arturo.
El jefe del CESID leyó la cantidad y asintió con un movimiento de cabeza.
—Ahora soy yo quien pone condiciones. Una. Sólo una condición. En mi país estamos viviendo en estos momentos una gran crisis política. Hay una enorme crispación. Todas las semanas, la prensa descubre un nuevo escándalo político: los GAL, abuso en el manejo de los fondos reservados, el caso Roldan, escuchas ilegales, corrupción económica… Sólo te pido que resuelvas el trabajo con limpieza. Y me refiero a que debes lograr que parezca un accidente. Para esto no vale el tiro en la nuca, sin más. No sería creíble y aumentaríamos las dudas.
—Te entiendo. Ya lo daba por hecho. No te preocupes. Existen infinidad de alternativas. Todo ello lo veré cuando me instale en Madrid. Vuelvo a repetirte que de la infraestructura me encargo yo. Vosotros ingresad el dinero en la cuenta. No quiero a nadie siguiéndome los talones.
Arturo pidió a Donaldson que le acercara su maletín. De su interior extrajo una carpeta y se la acercó a Stefano. Contenía un completo dossier sobre los dos objetivos a abatir. Además de las fichas personales y un informe sobre sus movimientos y costumbres, estaba ilustrado con fotografías.
El italiano leyó en voz alta los nombres.
—Juan Montalbán… Julián Pellón… ¿Quiénes son estos tipos?
—Un periodista y un excompañero del CESID.
—Comprendo tus recelos. Matar en España a un reportero es algo muy serio. Tan sólo ETA se atrevió a asesinar en 1978 a un periodista navarro. ¿Portell? Creo que me he quedado corto en el precio.