Vietnam. Jueves, 27 de mayo de 1971
Arturo escuchaba los motores de los aviones que sobrevolaban el aeropuerto de San Francisco, pero su mente lo había situado en el destartalado aeródromo de Saigón. Allí estaba, con su petate, de pie, en una pista que había sido reconstruida una y cien veces a raíz de los sabotajes de los guerrilleros del Vietcong. ¿Qué hacía un madrileño del barrio de Cuatro Caminos en una guerra tan lejana, en Extremo Oriente? Estaba allí por una excentricidad del régimen franquista. El gobierno de Franco respondió a la solicitud de ayuda de sus aliados estadounidenses y, en el marco de los acuerdos de la Oficina de Asistencia Militar del Mundo Libre, decidió enviar a Vietnam del Sur una treintena de médicos y enfermeros para dar cobertura sanitaria en un hospital del delta del Mekong. La primera avanzadilla, compuesta por diez militares médicos, llegó al sur de Saigón el 8 de septiembre de 1966. Arturo se sumó a aquella misión cinco años más tarde. Él nada tenía que ver con la medicina, pero los incipientes servicios secretos españoles de la Organización Contrasubversiva Nacional (OCN), el órgano precursor del SECED, lo infiltraron en aquella delegación para que aprendiera de la CIA cómo obligar a confesar a los enemigos de la patria. Estaba destinado en el hospital de Go Cong, a 48 kilómetros de Saigón, pero pasaba todo el tiempo como enlace español en el cuartel general de la CIA. Su misión fue tan enriquecedora, que sus superiores decidieron que siguiera unos meses más en la capital sudvietnamita cuando el resto de los militares españoles abandonaron el país a finales de 1971. Permaneció en Vietnam del Sur hasta finales de 1972. Cuando regresó a España, la OCN había desaparecido y sus superiores le habían dado de alta en un nuevo organismo de información, el SECED, también dirigido por el teniente coronel San Martín. Pronto comprendió que el cometido del nuevo centro de espionaje era mucho más ambicioso y contaba con más medios materiales y humanos. Un buen futuro profesional para un militar ambicioso.
Arturo aterrizó en suelo vietnamita en la recta final de la guerra. En aquellas fechas, el ejército norteamericano había pasado de 550.000 a 139.000 soldados. El Pentágono había diseñado una estrategia de retirada. La guerra estaba perdida y los guerrilleros del Vietcong cada vez eran más fuertes. En una primera etapa convivió con el resto de los españoles en un viejo edificio colonial francés, pintado de amarillo, en Go Cong, en una zona pantanosa del delta del Mekong. Sobrevivir allí ya era todo un éxito: 40 grados de temperatura y un 90 por ciento de humedad. Pero Arturo, por su estatus especial, podía hacer uso de todos los servicios de la administración estadounidense: residencias en la capital Sai’gón, economatos, uniformes de campaña del Tío Sam… Disfrutando de esos lujos comenzó a comprender por qué los gringos iban a perder la guerra: «Hamburguesa de buey de los prados americanos y Pepsi fría, mientras los charlies sobreviven con un cuenco de arroz al día». Arturo tenía acceso gratis a los uniformes de campaña norteamericanos, menos pesados y de mejor calidad que los españoles, pero ya se cuidaba él de lucir el caqui de paño zamorano. Era todo un seguro de vida. Los vietnamitas respetaban a los españoles. Esa fraternal relación los llevó a bautizar un puente de Go Cong como: Tây Ban Nha. «Es-pa-ña», en vietnamita.
Donaldson parecía mayor de lo que era. Había cumplido cuarenta y cinco años, pero aparentaba más de cincuenta. Era la herencia de una dura carrera militar. No había tenido descanso desde que se enroló en el ejército con tan sólo dieciocho años, poco antes de que acabara la Segunda Guerra Mundial. Había dejado su huella en Alemania, Corea del Norte, Cuba, Argentina, Nicaragua, Panamá, Vietnam…
Donaldson reconoció a Arturo por su uniforme del ejército español. Dejó lo que estaba haciendo y se acercó al joven oficial.
—Qué tal, amigo —saludó extendiéndole la mano—. ¿Eres tú el brillante oficial que nos han enviado de Madrid? Puedes contar conmigo para lo que sea. Me gusta todo de España: su comida, sus gentes, los toros. Todo. Todo lo que ha hecho a lo largo de la historia por la civilización occidental. Admiro a Franco por haberle dado una patada en el culo al comunismo. ¿Cómo te llamas?
Arturo, sin mediar palabra, tenso y en posición de firme, le tendió con la mano derecha la carta de su jefe.
—Te llamas… Arturo. Bien, Arturo. Te llamaré Arthur. Aquí vas a aprender mucho. Con tanto charlie, tenemos materia prima de sobra. Arthur, relájate. ¿Te sorprende mi buen español, tan americanizado? He vivido en casi todos los países de Sudamérica y Centroamérica y también he estado varias veces en tu país. Tu presencia aquí me servirá para practicar un poco mi olvidado castellano.
Donaldson mostraba ante el oficial español su faz amable. Pero se debía a una actitud protocolaria. En el ejército del Tío Sam se había labrado una imagen de personaje sanguinario. Sobre todo por los métodos que utilizaba en sus interrogatorios. Tenía fama de carnicero. El agente de la CIA usaba con destreza el bisturí y las tenazas para arrancar a los detenidos „ información de los movimientos del Vietcong; tanta como dientes saltaban. Además, Donaldson amenizaba sus performances con música enlatada de The Doors. Su canción preferida era «This is the end, my only friend» («Éste es el final, mi único amigo»). Milans tuvo la oportunidad de comprobarlo por sí mismo.
«Éste es el fin, mi único amigo. Éste es el fin, mi único amigo, el fin. De nuestros elaborados planes, el fin. De todo lo que se tenga en pie, el fin. Sin seguridad o sorpresa, el fin. Yo nunca miraré dentro de tus ojos. Otra vez».
Donaldson cantaba a dúo, tarareando la letra de la canción, con Jim Morrison, el líder de The Doors, que había fallecido unos meses antes por una sobredosis de droga.
—Este cabrón de charlie no dice ni mu. No hay manera de que le arranque una palabra entendible. Sólo los dientes. Envidio a este pequeño amarillo. Sabe que va a morir pero prefiere irse al otro mundo con dignidad, antes que suplicar clemencia de rodillas.
Se dirigía a Arturo porque intuía, por sus silencios, que el joven madrileño compartía sus métodos. Cada vez que coincidía con el militar español en el potro de tortura, se esforzaba por mostrar la cara más pedagógica del viejo espía. Donaldson siempre encontraba argumentos para justificar unos métodos tan expeditivos. El militar español seguía con su máster. Su profesor era el número uno en la materia. Algo que no tenía precio.
—Arthur, eres un privilegiado. Vas a asistir a algo revolucionario. Ya no tendremos que acudir a ningún potro de tortura como hacía la Inquisición en tu país hace siglos. La tortura a los herejes y los métodos de la Inquisición han sido un legado de España a Occidente. ¿Sabes que un tal Rodrigo, que llevó a Europa las hojas de tabaco, fue torturado por los inquisidores porque su mujer lo delató cuando lo vio masticar el tabaco? Los frailes del Santo Oficio sí eran unos sanguinarios. Comparados con ellos, nosotros somos unos principiantes. Jamás se me ocurriría quemar a nadie vivo. ¡Qué horror! Podría asegurarte que mis interrogatorios son en defensa propia. En defensa de mi patria. Lo único que pretendo es obtener información para salvar las vidas de jóvenes de Wisconsin, Carolina o Minnesota. Aquí mueren como chinches en emboscadas que preparan estos hijos de puta que conviven con nosotros y se mueven por túneles que hacen bajo tierra. Nuestra misión es impedirlo. Sólo me importan ellos; lo demás es una mierda, como esta sala. Yo les aprieto y, si no hablan, pues se quedan en el mismo sitio. Defensa propia.
Arturo escuchaba en silencio con cierto desconcierto. Una sonrisa forzada delataba su admonición. Jamás había asistido a un ejercicio de tanto cinismo. Pero Donaldson, que no estaba allí para obtener la aprobación de nadie, seguía ensimismado en su discurso.
—Sí, una mierda. Mierda, mierda, mierda… ¿O en España no sabéis qué es una mierda? No te hagas el puritano. Habéis ganado una guerra al comunismo. Y habéis fusilado, a sangre fría, a miles de activistas rojos. Eso es otra mierda. Mierda, mierda, mierda. Arthur, vosotros los españoles sois un pueblo raro. Mira que os conozco de mis andaduras por Sudamérica. Sois una de las naciones más antiguas del mundo y de mayor abolengo, desde la gran obra de los Reyes Católicos, pero débiles. Voy a contarte lo que en cierta ocasión me confesó el general Camilo Alonso Vega, creo que entonces era ministro de Gobernación en tu país: «Los españoles —me dijo— son el pueblo más ingobernable del mundo». ¿Tenía razón?
Sin tiempo a que Arturo abriera la boca, algo que no se le pasaba por la imaginación, Donaldson continuó con sus pobres conocimientos de historia, construidos a retazos en sus largas estancias en países sudamericanos y en una decena de viajes que había realizado a Madrid cuando España y Estados Unidos potenciaron sus relaciones diplomáticas a principios de los años sesenta. El agente de la CIA había formado parte de las diversas delegaciones porque hablaba un español sudamericanizado, pero muy aceptable. Algunos de los giros lingüísticos, la fonética y los vocablos utilizados delataban su paso por Argentina, Panamá, Bolivia, Guatemala, Nicaragua, Cuba…
Para Jacinto Milans, aquélla era su primera misión secreta desde su ingreso en los servicios de información. El joven oficial desconocía que también era el comienzo de una larga vida entre bastidores. Antes de su partida, el mismísimo teniente coronel San Martín, el director de la OCN, lo citó en su despacho del antiguo edificio de Colonias, situado en la avenida del Generalísimo, 5, para despedirse. Las palabras del director del primer servicio secreto español seguían grabadas en su memoria.
—Hijo, conozco a tu padre y sé que no nos decepcionarás. Esta es una misión importante. La primera misión del régimen fuera de España desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Ahora, el Caudillo nos ha pedido que ayudemos a los americanos en su lucha contra el comunismo vietnamita. Nuestra contribución es humilde, pero no debemos perder la oportunidad para aprender de quienes van a ser nuestros aliados.
La soflama de su director, elegido personalmente por el mismísimo Carrero Blanco para espiar a políticos antifranquistas, líderes universitarios y sindicalistas, condicionaba sus impulsos. No podía fallar ni decepcionar a sus anfitriones yanquis.
Por fin, Arturo asistía al gran momento como si se tratara de la actuación de un ilusionista: el uso de una droga para perfeccionar los interrogatorios a vietnamitas. Donaldson le había adelantado poca cosa, pero no había olvidado las referencias a algo conocido como «suero de la verdad».
—Aquí tienes, Arthur, el infalible suero de la verdad.
Las palabras de Donaldson provocaron en Arturo una reacción de perplejidad. Sus gestos delataron la bisoñez del joven agente español. No pudo ocultar que desconocía la más elemental información sobre aquella sustancia tan importante para el agente de la CIA. Nadie en la Academia Militar ni en la sede de la OCN le había preparado para ese momento. Lo disimuló, asintiendo con un movimiento de hombros.
—Perdona. ¿Confuso? Sí, suero de la verdad. Como el de los hospitales, pero con otra fórmula. Unas gotitas de este líquido en las venas y no puedes resistirte a sus efectos. Cantas hasta los lápices que robaste a tu compañero de pupitre. Y si te resistes, una nueva inoculación puede dejarte tieso y llevarte al otro mundo a hacer compañía a Lenin y hasta al mismísimo Tío Ho. ¿Sabes lo que significa Ho Chi Minh? «El que ilumina». Pues bien, este suero más que iluminar, obnubila.
Arturo, mientras escuchaba otra perorata del agente, fijó su vista en una especie de fundas de látex que protegían varias jeringuillas y unas ampollas dentro de una caja de latón plateado. Le llamó la atención que los frascos no presentaran ninguna etiqueta con alguna inscripción farmacéutica.
Como la terminología «suero de la verdad» no le había quedado muy clara, preguntó a Donaldson:
—¿Qué contienen esos frascos?
—Ya te lo he dicho: suero de la verdad. Así llamamos en el espionaje al pentotal. No deberías haberlo visto, y tampoco estoy autorizado a darte más datos. Pero, para qué tanto misterio. ¿No somos amigos y aliados?
Donaldson desveló sin remilgos los secretos de aquel cofre; se colocó unos guantes de silicona, retiró de una aguja un plástico protector y la introdujo por el tapón de goma de uno de los frascos.
—Pero ¿qué líquido contienen esos frascos? —insistió Arturo, cuya curiosidad podía más que la discreción que debía adoptar todo espía.
En su caso, Arturo todavía era un proyecto de agente secreto. Un novato que tenía el privilegio de obtener una lección magistral del agente más laureado de la CIA.
—Esto es pentotal. O tiopentato de sodio, en su acepción más científica. Es un barbitúrico que fue descubierto en los años treinta por dos químicos de los laboratorios Abbott. En un principio se usaba como anestésico y también para comas inducidos en el campo de la medicina. En mi país, mezclado con cloruro de potasio y bromuro de pancuronio, se utiliza también de inyección letal, como sustituto de la silla eléctrica, para los condenados a muerte. Provoca un coma rápido y la muerte por parada cardiorrespiratoria. Pero nosotros, en la CIA, hemos desarrollado una fórmula más perfeccionada que, en dosis moderadas, sirve de agente sinóptico. Los químicos aseguran que produce en el cerebro humano un deterioro en la actividad superior cortical, la que se utiliza para elaborar las mentiras. Entonces se pensó que podía servir para los interrogatorios. Los científicos convinieron que la mentira requería un proceso más complejo para el cerebro, mucho más que la verdad. Por ello, concluyeron que, si se manipulaba esa zona, brotaría del individuo, inconscientemente, la verdad en lugar de la mentira. Al menos, ése es el planteamiento teórico; ahora falta que se cumpla y que nos sea útil para los interrogatorios. Me han elegido a mí para experimentarlo sobre el terreno. Porque aquí no nos faltan cobayas para probar. Ya te lo diré dentro de unos minutos. Donaldson tomó un poco de aire y continuó: —Antes del pentotal se había intentado obtener resultados con el etanol, por medio de bebidas alcohólicas, pero los interrogados se emborrachaban sin más. El aserto popular de que los borrachos no mienten resultó cierto a medias. En los años cincuenta también se echó mano de otra droga que se llama escopolamina, similar a la acetilcolina de nuestros neurotransmisores, pero producía efectos alucinógenos. Obteníamos una verdad contaminada, ya que los interrogados sufrían alucinaciones y aquello restaba credibilidad a sus respuestas. Ahora hemos puesto grandes esperanzas en el pentotal.
La fórmula mortífera tenía su historia. El Army Medical Center de Michigan llevaba varios años estudiando en sus laboratorios un suero de la verdad para uso militar junto con fármacos inhibidores antiviolencia. La CIA los había solicitado al Pentágono y se habían destinado fondos para ello. Vietnam, por fin, iba a ser el patio de operaciones y los del Vietcong las cobayas humanas. Donaldson se sentía un privilegiado porque habían confiado en él para probar los efectos del pentotal en los primeros interrogatorios. Las primeras dosis en personas humanas. El agente debía evaluar si la pócima secreta era válida para abrir la mente de los enemigos.
—Arthur, no voy de farol. Te preguntarás si este tío es un bravucón trastornado por su ego. Pues, no. Se han fijado en mí porque llevo veinte años metido en este experimento. Tras la entrada de los rusos en Berlín, yo fui quien sacó de Alemania a los químicos nazis que habían experimentado con fármacos con los judíos en los campos de concentración. Los llevé a Argentina y Paraguay y, desde allí, cuando cesaron los efectos del juicio de Nuremberg, los coloqué con identidades falsas en universidades y centros de investigación de mi país. Hoy son unos prestigiosos científicos de quienes nadie conoce su pasado en las SS.
Donaldson era todo un veterano de la CIA. Había participado en su constitución, tras ser rescatado de la Agencia de Servicios Estratégicos (OSS). Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial era un adolescente, pero recién cumplidos los dieciocho años se alistó en la unidad de paracaidismo. Su jefe, el mismísimo Allan Dulles, uno de los fundadores de la OSS, el primer servicio secreto norteamericano, pronto se percató de que reunía cualidades para espiar al enemigo. Fue destinado a la división más peligrosa, aquella en la que sus soldados saltaban desde el aire y se infiltraban tras las líneas enemigas. Donaldson, además, hablaba alemán con acento de Baviera, región en la que había nacido su madre. Tras la guerra fue destinado a la base de Berlín para participar en la operación Nibelungo. Washington no podía consentir que los cerebros más dotados de la Alemania nazi cayeran en manos de los rusos, por lo que la OSS recibió la orden de la Casa Blanca de trasladar a América a los científicos más importantes, al margen de su execrable pasado nazi. El sanguinario doctor Mengele, que había experimentado en los campos de concentración con fetos y con mujeres judías embarazadas, fue trasladado en secreto a Brasil y, desde allí, a Paraguay. Debido a sus antecedentes, Mengele no podía pegar el salto a Estados Unidos, pero otros acabaron en Chicago y Washington. Fueron los casos de los doctores Muller y Fisher, que pronto comenzaron a trabajar clandestinamente para la CIA en un experimento de guerra bacteriológica con el virus de la viruela. Donaldson los convenció para que les elaboraran una droga que pudiera suplir los duros interrogatorios. Él los denominaba físicos, para eludir la palabra tortura. Su solicitud a los científicos resultaba muy convincente.
—Necesito algo que sea tan expeditivo como la penicilina o la insulina. Que, de un simple pinchazo, con una dosis de unos miligramos obligue a nuestros irreductibles y aguerridos enemigos del Vietcong a decir la verdad sin el uso de la fuerza. La mayoría prefiere morir antes de delatar a sus comandos. Nosotros somos de inteligencia, no carniceros.
Era uno de los muchos eufemismos que camuflaba el vocabulario del agente de la CIA porque, finalmente, logró que le enviaran su juguete mortal a Vietnam. Arturo estaba allí para dar fe, en un mugriento y pestilente sótano de un antiguo edificio colonial francés, de cómo su amigo americano manejaba el potro de tortura.
Donaldson se giró y se puso frente a uno de los detenidos: un joven guerrillero del Vietcong. Le quitó una venda que cubría sus ojos y lo miró con displicencia.
—Amigo, eres un privilegiado. Vas a ser el primero en probar esta pócima. Entre nosotros la llamaremos «suero de la verdad». Además, hoy me siento generoso. Si funciona contigo y cantas, te prometo que no sufrirás.
Mientras hablaba con el detenido, el agente agitaba con su mano derecha un frasco. En su base se podía leer unas diminutas letras: «Army Chemical Center. Michigan». Y antes de acabar la última frase ya había estrangulado su bíceps con una goma, al tiempo que introducía media aguja en su antebrazo. Le costó, ya que el torturado se resistía, rígido como un cadáver.
Esperó unos segundos sin perder de vista la jeringuilla mientras la droga provocaba alguna respuesta. Donaldson sabía poco de sus primeros efectos y mucho menos de los secundarios. Era la primera vez que presionaba el émbolo de plástico con ese líquido. Sus amigos los científicos habían practicado pruebas con ratones, pero con dosis menores y controladas. Para uso anestésico se solía suministrar entre 3 a 7 mg por kilo, pero Donaldson acababa de inyectarle el doble a voleo. Y lo peor: como si se tratara de un vendedor de un colmado, le añadió unos miligramos de más.
Sin apenas tiempo para reaccionar, se le nublaron los ojos al guerrillero y comenzó a escupir espuma por la boca. Su cuerpo inició una serie de espasmos mientras su corazón latía a una velocidad de vértigo. Donaldson lo zarandeaba con fuerza para compensar aquel baile de convulsiones, pero no obtenía ninguna respuesta.
Arturo se detuvo tras hacer un ademán de acercarse al potro de tortura. Mientras, el agente Donaldson le dio varios golpecitos en la cara al guerrillero.
—No finjas, cabrón. Vas a morir igualmente. Dime: dónde está oculto el comando que colocó ayer la bomba en la rué París. Dónde. No te me vayas. Aguanta.
De repente dobló la cabeza hacia delante y cesaron las convulsiones. Donaldson giró la cabeza y se fijó en Arturo.
—Será hijo de puta. Se le ha partido el corazón. Ya me advirtieron que un exceso podía provocar una bajada de tensión por la depresión de la contractilidad del miocardio.
Y se quedó tan pancho.
El español se esforzó por ocultar su sobresalto. Era un agente secreto, pero nunca había visto morir a nadie. Contuvo su ansiedad mientras balbucía unas palabras casi ininteligibles: «Ha sido un accidente. Ha fallado la dosis». Aunque le habría gustado más espetarle: «Maldito carnicero. Te has pasado con la dosis. Asesino».