California. Jueves, 8 de junio de 1995
El recorrido por carretera entre San Francisco y Los Olivos, cerca de Santa Bárbara, era mucho más largo que desde Los Ángeles, pero su contacto había insistido en encontrarse con él en el hotel Marriott de la zona aeroportuaria de la ciudad del Golden Gate. Jacinto Milans, conocido en el servicio secreto por el nombre de guerra de Arturo, se mostraba contrariado porque el punto de encuentro podría haber sido el aeropuerto de Los Ángeles y desde allí por la 101, en una hora, habrían podido llegar a su destino: Santa Bárbara. En cambio, la solución escogida le obligaba a recorrer cuatrocientos kilómetros y a viajar en automóvil más de cinco horas. Desde el aeropuerto de Chicago, adonde había llegado desde Madrid en un vuelo directo de Iberia, podía haberse desplazado hasta Los Ángeles a la misma hora en otro vuelo. Todo mucho más cómodo. Pero su amigo Donaldson era así de complejo. «¿Por qué San Francisco? No tiene sentido. Ya me lo explicará», se convencía a sí mismo para no enojarse más, mientras el avión bajaba el tren de aterrizaje.
Arturo, como buen espía, conocía por deformación profesional que, en las operaciones secretas, los agentes estaban perdidos cuando medían el tiempo. La precipitación había sido el peor enemigo de muchas de sus misiones; incluida la que había motivado un viaje tan largo a Estados Unidos. El militar español había cumplido los cincuenta y cinco pero era uno de esos hombres que, a pesar de la edad, conservan un aspecto físico inmejorable: alto, delgado, musculoso, piel sonrojada y cabello intacto pero con canas, cortado a navaja. El estereotipo de un hombre apuesto que podía pasar por un banquero de la City londinense. Vestía un traje Hugo Boss de color azul cobalto, camisa de sport Façonable, sin corbata, y zapatos Sebago de color negro y con unas borlas colgando. Portaba una pequeña bolsa de viaje de piel, lo que indicaba que su estancia en California iba a ser corta. Su Rolex en la muñeca izquierda y una estilográfica Mont Blanc 149 Meisterstück en el bolsillo de la chaqueta delataban sus gustos caros y exclusivos. Caminaba encorvado y escorado a la derecha por las secuelas de una herida en un muslo. Años atrás, le había alcanzado una bala perdida en un tiroteo con terroristas de ETA en una pequeña localidad pirenaica francesa.
Desde que se licenció en la Academia Militar, había estado destinado en los servicios secretos españoles. Primero, en la OCN y el SECED, en la época de Carrero Blanco, del que fue uno de sus fundadores en 1972, y después en el CESID, los servicios secretos de la democracia, creados en 1977. En el CESID tuvo una carrera meteórica. Fue escalando posiciones hasta convertirse en jefe de la Agrupación de Operaciones Especiales (AOE) en 1983 y, más tarde, tras una serie de exitosas misiones, secretario general, cargo que ocupaba en aquellas fechas.
Pero su desplazamiento a Estados Unidos era extraoficial y respondía a un asunto sórdido del pasado. Por todo ello, para no dejar pistas, viajaba con una identidad falsa. En el pasaporte que había mostrado a los agentes de aduanas se hacía llamar Jorge Punset Pujol, unos apellidos genuinamente catalanes, para no tentar a los ordenadores estadounidenses. No sería la primera vez que un agente del CESID se enfrentaba con las autoridades norteamericanas a raíz de que los funcionarios de inmigración confundieran sus apellidos con los de un narcotraficante colombiano. En cierta ocasión la confusión había malogrado una operación contra el blanqueo de dinero. El delincuente al que acosaban, miembro de una red internacional, logró librarse de sus perseguidores y salir del aeropuerto de Nueva York. Entretanto, el policía español permanecía retenido en el control de inmigración; lo registraron de arriba abajo, con la contrariedad de que no podía decir quién era. Desde entonces, los espías españoles, cuando viajaban a Estados Unidos, lo hacían siempre con documentación falsa. Arturo era quien menos podía arriesgarse a pasar por ese trance. Sobre todo, porque su misión era secreta y a espaldas de la dirección del CESID.
Tras el control de pasaportes en inmigración que, afortunadamente, ese día fue rápido, se subió a un tren monorraíl, que conectaba todas las terminales, y se trasladó a la número 2. Desde allí tomó un autobús lanzadera que lo dejó en la misma puerta del hotel Marriott, en Millbrae Avenue, en una zona hotelera a tan sólo un par de kilómetros del aeropuerto internacional de San Francisco. No estaba dispuesto a discutir con un taxista por una carrera tan corta.
Era tarde, para el horario estadounidense, cerca de las diez de la noche, pero su amigo lo esperaba para picar algo. Hacía más de diez años que no se veían, y la ocasión merecía un par de copas. En el mismo hotel, sentados en la barra de la cafetería, degustaron unos excelentes sushi y sashimi japoneses, regados con un buen pinot noir de Napa Valley. Donaldson optó por uno de las bodegas Mondavi, el patriarca de los vinos californianos. El pinot noir era una variedad de uva tinta poco conocida por Arturo, un aficionado a los buenos caldos, porque en España apenas había producción. Pero su paladar distinguió un toque fino a frutas rojas y negras. Valía la pena descubrir nuevos sabores y olores. El oficial era un sibarita de la buena mesa.
—Eres de piñón fijo, Arturo. Siempre con tu tempranillo nacional. En este corto viaje beberás de todo menos riojas y riberas. Vas a probar otras variedades californianas, de cepas importadas de Francia. El pinot noir es originario de Borgoña y es una de las vides que se usan para conseguir el buen champán. En España se cultiva muy poco. Es un vino bajo en taninos, fresco y muy suave. Si te fijas en su color comprobarás que posee una luminosidad especial, un tono a teja roja.
—No está mal, pero a falta de un tempranillo, prefiero un merlot o un cabernet.
Arturo demostró un conocimiento atinado de los buenos caldos.
—Ya te lo decía en Vietnam cuando nos conocimos: los españoles sois una raza de tradiciones y costumbres. ¿Quieres que te diga la verdad? A mí también me gusta el tempranillo, pero aquí es difícil encontrar un Pérez Pascuas Gran Reserva, un Pingus o un Vega Sicilia. Palabras mayores.
¿Vietnam? Donaldson había mencionado el nombre del país fetiche para Arturo. Sin quererlo, por un simple comentario coloquial, lo había empujado hacia el túnel del tiempo. Sabato, en su libro El túnel, había escrito para reflejar la soledad del pintor Juan Pablo Castel: «En todo caso había un solo túnel oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida». Arturo llevaba deambulando más de veinte años por ese corredor oscuro de la memoria. El español se teletransportó a la maltrecha pista de hormigón del aeropuerto de Saigón. Se veía, allí, una mañana de finales de mayo de 1971, bajando la escalerilla de un Hércules del ejército español, con un petate militar en la mano. ¡Qué diferencia! ¿Cuántas vueltas había dado la noria de su vida desde entonces? Se concedía un aprobado en el balance entre lo bueno y lo malo, pero aquella profesión que había escogido le había obligado a tomar decisiones cruentas. Arturo era un tipo frío, pero de fuertes convicciones morales. Para él, con una atávica formación militar, sólo la razón de Estado podía justificar desviaciones éticas. Un militar era uno de esos patriotas que sacrificaban los derechos humanos por la seguridad de su país. Su patriotismo lo había llevado a participar en operaciones de guerra sucia y había ordenado asesinatos a sangre fría. No tenía que superar secuelas ni remordimientos porque, para él, el mejor terrorista era el terrorista muerto. Esa filosofía vital fue la que le unió con Donaldson, un agente de la CIA a quien conoció cuando llegó a Vietnam en mayo de 1971.
Los recuerdos del pasado dejaron atenazado a Arturo. Una vez más se le venía a la cabeza la imagen bifronte de Jano. Aquel dios de la mitología romana que tenía dos caras: una mirando hacia el pasado y otra hacia el futuro. La figura del dios romano marcaba la vida de Arturo tanto o más que su aventura vietnamita. Para lo positivo, pero también para lo negativo. No sólo respondía a la mitología, sino que daba nombre a un gran secreto de Estado. Su descubrimiento podía hacer añicos los cimientos de la joven democracia española.
Se reencontraba con Donaldson en California después de diez años sin noticias del agente de la CIA. El militar estadounidense era el maestro que le había inoculado en la sangre el virus del espionaje. Sin su influencia, a la vuelta de su misión en Vietnam, habría acabado posiblemente de capitán en un cuartel o en el Estado Mayor del ejército. El poco más de un año que estuvo bajo las órdenes de Donaldson en Saigón, la capital del entonces Vietnam del Sur, fue todo un curso acelerado de cómo interrogar al enemigo. Siempre le estaría agradecido, como cuando lo necesitó en España, en 1983, y acudió en su ayuda. Pero ésa era otra larga y compleja historia, para recapitular y analizar en otro momento.