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Viernes, 2 de junio de 1995

—Juan, llama una persona que pregunta por ti pero que se niega a dar su nombre.

Mari Carmen, la telefonista del periódico, no se mostraba sorprendida, porque la negativa de los comunicantes a desvelar su identidad ocurría muy a menudo.

—Pásamela.

—¿Juan Montalbán? ¿Es usted el periodista Juan Montalbán?

—Sí, soy yo. El mismo ¿Qué desea?

—Tengo que hablar con usted. Dispongo de una información sobre algo de lo que está investigando que le puede ser de gran valor. Eso sí, antes tenemos que llegar a un acuerdo.

—Oiga, aquí no pagamos. Esto no es el ¡Hola!

—No, no. No me malinterprete. No le estoy pidiendo dinero. Sólo le pido quedar en el anonimato y que siga mis normas para que podamos vernos.

—¿Puede venir al periódico?

—¿Al periódico? ¿Lo dice en serio? ¿Quiere que me peguen un tiro? Sólo podrá hablar conmigo si sigue mis instrucciones. Tengo la pieza que le falta para completar su puzzle.

—¿Y usted qué sabe de mi puzzle?

—Sé todo lo que no sabe y querría saber.

—Adelante.

—Lo primero: deme el número directo de un compañero de la sección de cultura del periódico y espere mi llamada en su mesa. —Juan miró el directorio y le facilitó la extensión de su amigo Fernando—. No quiero centralitas ni su número directo. Si sigo viviendo es porque siempre he sido desconfiado. Ahora cuelgue y espere unos minutos donde le he dicho.

Juan salió corriendo de su despacho, sin tiempo para colocar la grabadora, y apartó de un empujón a Fernando de su mesa.

—Déjame que conteste yo. Después te cuento. Sonó de inmediato el teléfono y Juan se lanzó sobre el auricular.

—Ahora estoy seguro de que nadie me graba; ni usted ni quienes se hayan atrevido a pinchar su extensión. ¿Tiene papel y bolígrafo a mano? Sólo se lo repetiré una vez y colgaré. Si sigue mis instrucciones recibirá más noticias mías. Si no desapareceré para siempre. Me juego muchísimo en esto. Todo lo hago por España. Coja un taxi y diríjase a la calle Federico Salmón. Espere en la cabina que hay frente al número 14 y recibirá más instrucciones.

Juan tomó nota a toda velocidad y antes de abrir la boca escuchó cómo colgaban desde el otro lado del teléfono. Se levantó y salió corriendo sin tiempo para recoger la chaqueta de su despacho.

—Fernando, perdona. Luego te cuento.

El taxi lo condujo hasta el lugar de la cita, hasta Federico Salmón, una calle sin salida en uno de los costados de la M-30, entre el puente de Costa Rica y la Cuesta de los Sagrados Corazones, muy cerca del Club de Tenis Chamartín. Se trataba de una calzada solitaria que terminaba en unas pistas polideportivas municipales. Juan apenas había recuperado el aliento cuando sonó el timbre de la cabina telefónica.

—Aquí estoy.

—Cruce la pasarela de peatones hacia el otro lado de la M-30, hasta la calle Ángel Gordillo. Suba por la acera de la izquierda y en la esquina con Arturo Soria espere en la barra del restaurante La Tabernita. No tiene pérdida: la calle es muy corta y es el único bar que hay allí.

Juan subió por una pronunciada rampa y caminó por la pasarela unos doscientos pasos por encima de los catorce carriles de la M-30. Llegó a Ángel Gordillo y a unos veinte metros se topó con el bar. La Tabernita tenía una amplia terraza con mesas, pero él siguió las instrucciones. Entró, pidió un café y esperó en la barra. Nada más dar el primer sorbo, escuchó su nombre en voz alta.

—Por favor, don Juan. Llaman por teléfono al señor Juan.

Dejó la taza en la barra y una moneda de cien pesetas, y le arrebató de las manos al camarero el teléfono inalámbrico.

—Fantástico. Además de astuto es usted una persona ágil. Salga a la calle y en la papelera que está frente a la cafetería encontrará un sobre de color marrón. No lo abra hasta que llegue a la redacción. Se lo repito: no lo abra en la calle. Léalo con atención en su despacho. Tendrá más noticias mías.

Su interlocutor no mentía. Recogió el sobre, lo dobló, se desabotonó la camisa y lo introdujo entre la cintura y el abdomen. Caminó unos pasos hasta la esquina con Arturo Soria y paró un taxi.

—A López de Hoyos con Clara del Rey, por favor.

Cuando Juan llegó al periódico percibió que había cierto ajetreo. El director estaba en su despacho reunido con la plana mayor. Los periodistas estrella habían conseguido una superexclusiva que iba a marcar la agenda política en los días siguientes: el CESID, durante años, se había dedicado a espiar a personalidades de la vida política, económica, cultural y periodística de España; no se escapaba ni el mismísimo rey. Disponían de toda la documentación, incluidas las cintas magnetofónicas, por lo que iban a poner en un aprieto al director de los espías españoles y al ministro de Defensa.

Pero al jefe de sucesos le delató una sonrisa burlona. Desde hacía tiempo mantenía la tesis periodística de que aquellas exclusivas eran fruto de filtraciones interesadas. Él las denominaba «buzoneo». No ocultó su desprecio por aquel género periodístico cuando se lo recordó a uno de los redactores de su sección.

—Sí, buzoneo. Les han dado un sobre con todos los papeles y a la imprenta. Mañana, en primera: ¡gran reportaje de investigación! Ya verán lo que es el periodismo de verdad.

Malhumorado, se encerró en su despacho y abrió con cuidado el sobre marrón. Antes de nada, lo primero que hizo fue sacar una fotocopia de la nota que contenía en su interior. A continuación, volvió a colocarla en su sitio e introdujo el sobre en una carpeta de su cajón, donde guardaba el celo con las huellas del espía protegidas en una bolsita de plástico, la copia de la carta anónima enviada a Amparo, la supuesta tarjeta de Pascualín y la foto de éste con los otros dos chicos. El reportero se fijó en la cara de uno de ellos, el que estaba situado a la derecha del hijo de Amparo. Aquel semblante le recordaba a alguien de su entorno pero no pudo ubicarlo.

Juan empezó a leer el folio en el que su interlocutor anónimo había escrito una veintena de líneas. Se trataba de un manual de instrucciones para futuros encuentros, sin preámbulos ni despedidas. Todo muy frío y aséptico. Quien había escrito aquello era un profesional de la información. Pero de ese tipo de información que se maneja y no debe ser publicada. En las antípodas de la materia prima de los periodistas. Se había cuidado mucho de no dejar ningún resquicio por el que pudieran dar con su identidad.

Puntos de próximos encuentros:

  1. Parking. Plaza España. Segunda planta. Plaza 22. Pegar la espalda a la columna de la izquierda y no girar la cabeza. Repito: muy peligroso girar la cabeza.
  2. Monumento a la Constitución. Paseo de la Castellana. Colocarse de espaldas, mirando al Museo de Ciencias Naturales. No repito el riesgo que significa girar el cuello.
  3. Hotel a convenir. Tú reservas.
  4. Buzón de contacto.

Día y hora de los encuentros:

  1. Los encuentros en el parking siempre se efectuarán una hora después de mi llamada.
  2. Los del monumento, al día siguiente y cinco horas después de mi llamada.
  3. Hotel a convenir. Un día después de mi llamada. Deberás estar en la habitación a las once de la mañana. La reservarás media hora antes a nombre de Juan Carlos Rey. Te llamaré a las diez a la centralita del hotel Wellington. En ese momento te diré el nombre del hotel. Tienes tiempo de sobra. Dejarás la puerta de la habitación abierta y me esperarás en el dormitorio, con la puerta que da al pasillo del cuarto de baño cerrada.
  4. Buzón de contactos. Te dirigirás inmediatamente al punto acordado cuando recibas la clave.
    1. Debajo de la repisa de la cabina telefónica situada en Príncipe de Vergara con Ayala
    2. En la papelera situada frente al número 40 de Serrano.
    3. En el Vips de López de Hoyos. En el expositor de revistas. Debajo del montón de National Geographic.

No intentes descubrir mi identidad, ni fotos ni grabaciones subrepticias. Esto no es un juego. Arriesgamos la vida. Por España.

Un pobre patriota español El reportero sabía que aquello no era un divertimento y que, si no actuaba con diligencia, en cualquier momento podía pillarse los dedos. No sentía miedo, pero sí mucho respeto. El estilo tan gélido de las recomendaciones de su fuente anónima le provocaba cierta alarma. El personaje le recordaba al del Watergate, pero no podía referirse a él con el sobrenombre de «Garganta Profunda», porque ese copyright ya lo tenían registrado los periodistas del Washington Post, Robert Woodward y Cari Bernstein. Entonces, se le ocurrió bautizarlo con el alias de El Ronco.

Juan se animaba a sí mismo en voz alta. Nunca había pasado por una situación tan rocambolesca. Había tenido encuentros más o menos complicados, pero nunca tan disparatados. De repente, se percató de que en el texto de la nota había algo que le sonaba familiar. Abrió el cajón de su mesa, sacó la fotocopia de la carta anónima enviada a Amparo, la leyó hasta la última línea y allí estaba: «Un pobre desgraciado que no olvida los ojos moribundos de Pascual». Comparó el tipo de letra de la máquina de escribir, pero no coincidían.

«¿Un pobre desgraciado?» «¿Un pobre patriota?» Juan intuía que aquello no era una coincidencia. Desde los primeros pasos de aquella investigación había establecido una premisa: jamás descartaría las coincidencias. Y la primera le daba a entender que El Ronco era el autor de la carta a la anciana. Supuso que quería mandarle un mensaje de confianza y de su total predisposición a llegar hasta el final. Pero, aun así, Juan prefirió no dejarse llevar por el momento de euforia y mantener los pies en la tierra. La precipitación no era aconsejable en periodismo. Conocía numerosos casos de compañeros que se habían estrellado por ser confiados. Por tanto, decidió tantear antes a su fuente misteriosa. Lo afrontó como una partida de ajedrez entre un espía y un periodista. Juan presumía que El Ronco era un tipo con espolones, curtido en mil batallas, pero él no desmerecía. Se había criado en la universidad de la calle. «De la rué», como solía vanagloriarse ante sus amigos en un lenguaje muy castizo. Por la voz, modales y formación, dedujo que su fuente tendría unos cincuenta años y, casi con toda seguridad, se habría criado en los pechos del SECED, los antiguos servicios secretos de Carrero Blanco. La escuela de Juan tampoco había sido mala: el diario Pueblo. Aprendió a volar en los talleres y en la redacción del diario del sindicato vertical franquista, en la calle Huertas de Madrid.

El periodista seguía obsesionado y centrado en la gran investigación de su vida. Se acercó a la fotocopiadora y realizó una copia reducida de las instrucciones de su Ronco. Sacó su cartera del bolsillo, extrajo de su interior una foto de sus sobrinos y pegó el manual secreto en su reverso. No podía depender únicamente de su excelente memoria. Corría el riesgo de que le jugara una mala pasada en esos días en los que se levantaba cabezón. Volvió a guardar la foto en la cartera y continuó con sus tareas en la sección. Madrid, una vez más, se había manchado de sangre por un ajuste de cuentas entre bandas de criminales.

Juan se sentía muy malhumorado. A broncas con todo el mundo: con sus amigos, los compañeros del trabajo y, lo peor, con su director. El boss —como solía llamarle— lo citó en su despacho para echarle un rapapolvo. Resultaba que en la última semana la competencia le había infligido dos severos pisotones informativos, con la publicación de dos noticias en portada sobre bandas organizadas en Madrid. La sección de Juan no las había olfateado. El periodista tuvo que morderse la lengua y aguantar, cabizbajo, la reprimenda. Todavía no había llegado el momento de desvelar a su jefe sus investigaciones. A qué había dedicado, en realidad, su tiempo en los últimos días. No podía adelantarle nada por dos motivos: le faltaban datos y no se fiaba de nadie. Su jefe era tan bocazas que en cualquiera de sus entrevistas fuera del periódico podía meter la pata. Ya le había ocurrido en una ocasión cuando, para hacerse el informado, adelantó al ministro del Interior una de las investigaciones del reportero. Aquella imprudencia lo dejó en mal lugar porque, poco después, a su fuente la presionaron y amenazaron. Ahora no podía cometer ese fallo. Otro de los riesgos a los que se exponía era que el «diré» colocara en la investigación a sus periodistas estrella. Para él ése era el peor horizonte, porque sus compañeros eran tan canallas que le usurparían la historia y lo dejarían a él recortando teletipos.

El reportero no podía ocultar su cabreo. Ansiaba un encuentro con El Ronco y comenzaba a sospechar que alguien estuviera tomándole el pelo. O todavía peor: que hubiera pretendido entretenerle para desviarlo de la investigación sobre la búsqueda del cadáver de la anciana. Recapacitó y se preguntó: «¿Qué tengo hasta el momento que pueda demostrar la existencia de una conspiración?». Él mismo se contestó. Una anciana muerta en extrañas circunstancias. Un cadáver que había desaparecido. Un hijo drogadicto, en Tailandia o criando malvas. Una carta anónima, misteriosa. Un cura sospechoso. Dos supuestos espías que destruían pruebas. Y un «ronco» que, posiblemente, en ese momento estaría riéndose de él. ¿Adónde le conducía aquel puzzle? Cuando pedía a gritos una llamada de El Ronco, sonó el teléfono de su mesa.

—Juan, te llama el tipo misterioso. Sigue sin querer darme un nombre.

—Pásamelo.

—4b.

Un número y una consonante fueron las únicas palabras de El Ronco; luego colgó. Juan se levantó de un brinco de la silla, se puso la chaqueta y salió corriendo del despacho. Ya en el ascensor sacó la foto de la cartera, le dio la vuelta y comprobó si el punto 4b correspondía a la papelera de Serrano.

Juan se llevó una decepción cuando abrió el sobre. Contenía un recorte de prensa. Pero la curiosidad periodística aumentó cuando descubrió que se trataba de un artículo suyo publicado en Pueblo, veintidós años atrás, en 1973. Era una crónica sobre unos incidentes que había provocado un grupo de ultras en la Gran Vía. No necesitó leer el artículo. Se acordaba hasta de los menores detalles de aquel Primero de Mayo. Los acontecimientos de ese día marcaron su vida: pasó miedo por primera vez y comprendió que valía la pena ser periodista. Juan se introdujo en el túnel del tiempo en busca de la pista que quería transmitirle El Ronco.