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Juan sujetaba con una mano el teléfono y con la otra sacaba del bolsillo una llave para abrir el cajón de su escritorio. Puso encima de la mesa una carpeta y de su interior sacó la fotocopia de la carta que había recibido Amparo. Suspiró aliviado: «Menos mal que estuve ágil y la fotocopia. Si no, no habría caso». Anotó la dirección de la anciana en una hoja y buscó su ubicación en el callejero de Madrid. La casita estaba a unos quinientos metros de la parroquia, separada de ella por un camino y un descampado. Juan verbalizó lo que fluyó por su cabeza: «Mal sitio para la lírica». Guardó la carpeta, cerró el cajón y salió disparado del edificio, rumbo otra vez a El Pozo. Esta vez ya conocía de antemano el recorrido y no podía perderse. Juan estaba con la mosca detrás de la oreja. Sospechaba que tal vez lo siguieran, así que decidió aplicar el protocolo para tales casos. Entró y salió dos veces de sendos aparcamientos públicos de esos que disponían de diferentes accesos. Después condujo su coche hasta una calle sin salida, permaneció unos minutos estacionado en una zona sin visibilidad y se retiró conduciendo marcha atrás. Cuando se convenció de que había sorteado a los supuestos moscones, se dirigió a El Pozo.

Una vez cerca de su destino, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Habría logrado dar esquinazo a sus perseguidores, pero ello no le garantizaba que otros cómplices no estuvieran vigilando la casa de Amparo. Juan seguía la teoría de que el miedo era libre y que a un periodista nadie podía exigirle ser un héroe, porque la heroicidad estaba reservada a los protagonistas de los cómics. Y los personajes de los tebeos, como eran de tinta y papel, ni sentían ni sufrían. Jamás había puesto en riesgo su vida por una información, por muy valiosa que fuera, ni siquiera en los primeros años de la Transición. Y eso que en su círculo periodístico tenía fama de ser un tipo con agallas. Esa noche estaba vulnerando su código de conducta. Estaba justificado. No se quitaba de la cabeza la imagen frágil de aquella anciana que luchaba por vengar la muerte de su hijo. No podía traicionarla aunque se jugara el tipo.

Aparcó el vehículo en el mismo descampado de la iglesia y prefirió cruzar a pie la Ronda del Sur para acceder a la zona de las chabolas. Las calles no estaban asfaltadas y muchas de las viviendas carecían de agua y luz. Bordeó la casa, pero no se acercó a la puerta hasta que comprobó que allí no había nadie. ¡Quién estaría tan loco para regresar a la escena del crimen! Además, los expertos ya habrían destruido hasta la más mínima prueba que pudiera incriminarles. Ésa fue la lección que le dio su amigo Enrique, un comisario de policía de la vieja guardia, durante una noche de copas. Le explicó que los servicios secretos se servían de una unidad especial que se dedicaba a destruir y fabricar pruebas. Les llamaban «los limpiadores» y muy pocos conocían su existencia. Según el policía, antes de entrar en acción, fotografiaban con una cámara polaroid el escenario de sus movimientos desde todos los ángulos para dejarlo después todo igual.

La puerta de la chabola estaba cerrada, pero el cerrojo era tan frágil que podía abrirse introduciendo un carnet de bingo por la rendija. Juan se frenó porque cometería un delito de allanamiento de morada. Pero ¿quién iba a denunciarlo si no quedaba nadie de la familia de Amparo? Así que decidió entrar. Para no alarmar al vecindario se abstuvo de encender las luces. Sacó del bolsillo una potente linterna y buscó el dormitorio de la anciana. No fue difícil encontrarlo, ya que la vivienda no tendría más de sesenta metros. En la alcoba buscó el bolso negro con el que Amparo se presentó en su despacho. Lo encontró tirado en una silla. Descorrió la cremallera y comprobó lo que ya sospechaba: la carta había desaparecido. Amparo podía haberla dejado en cualquier otro lugar, pero para Juan aquella hipótesis era poco probable. Aun así, quiso verificarlo. Miró en todos los cajones, debajo de la almohada y del colchón, en los escasos muebles de la cocina, en un pequeño aparador del comedor… Tampoco quedaba rastro de las postales que le habían remitido desde Tailandia. Esa era para Juan una prueba concluyente del montaje en torno a Pascual. «Está claro que han venido a por la carta y las postales y la anciana les estorbaba. Era un testigo muy comprometedor. Están equivocados si creen que ya no hay caso», razonó Juan mientras buscaba la bombona de butano que supuestamente había provocado la asfixia de Amparo. La goma estaba vieja, pero ésa no había sido la causa de la muerte. El periodista descubrió que los asesinos de la anciana se habían olvidado de apretar el tornillo de la arandela que ajustaba el manguito al cabezal de la bombona. «¿Cómo no se han dado cuenta de ello los bomberos y la policía municipal?, —se preguntó el periodista—. La muerte de una anciana pobre y abandonada no le interesa a nadie. ¿Para qué tanto papeleo?». Juan se hacía y contestaba él mismo las preguntas.

Cuando el reportero se disponía a marcharse vio las luces de un coche que se acercaba a la casa. No le daba tiempo a salir corriendo sin que lo descubrieran. Sólo tenía una opción: cerrar la puerta y permanecer dentro. Pero ¿dónde esconderse en un habitáculo tan reducido si los visitantes entraban en la chabola? El periodista optó por ocultarse en el minúsculo cuarto de baño, detrás de unas cortinas de plástico con flores que revestían el plato de ducha. Para no hacer ruido se descalzó y permaneció inmóvil.

Desde su escondite oyó cómo abrían la puerta con unas llaves. Por las voces eran dos hombres y ya habían irrumpido en la casa.

—¿Qué te dije, idiota? ¿Ves cómo no habías apretado bien el tornillo? Si se entera el comandante Pastrana te manda de guardabarreras al paso fronterizo de Portbou.

—Perdona, Juan Alberto. Todo ha sucedido muy precipitadamente. La culpa la tuvo la vieja, que se fue de la lengua con ese periodista de mierda. Si me tropezara con él le pegaba dos tiros.

A Juan se le hizo un nudo en la garganta y en otro sitio más meridional.

—Vámonos.

—Espera. Voy a echar una meada.

—Estás loco. Larguémonos. No seas gilipollas. Mea en el bar mientras vemos el resumen del partido. Cuanto menos tiempo estemos aquí, mejor.

Juan permanecía agarrotado en el plato de la ducha. El Corazón sin latir, los pulmones sin aire, todos sus músculos contraídos y la glotis sin saliva para evitar el más mínimo carraspeo. Respiró profundamente cuando escuchó el golpe de la puerta.

Se había salvado una vez, pero esa gente haría cualquier cosa por evitar filtraciones incómodas para ellos y sus jefes. El reportero estaba descompuesto, casi desbordado por el flujo de adrenalina, pero en ningún momento perdió la calma. Era de ese tipo de personas que se crecen ante las adversidades. «Juan Alberto, o como te llames, lo siento por ti pero vosotros sí la habéis cagado. No sé quiénes sois ni si ése es tu nombre real, pero las huellas dactilares nunca mienten». Juan hablaba en voz alta mientras buscaba en los cajones de la cómoda un rollo de celo. Lo encontró y cortó varios trozos. Después, los fue pegando y despegando por la goma y el cabezal de la bombona, para recoger las huellas.

Recordó a Amparo y sintió un remordimiento de culpabilidad. Se frotó los ojos con la mano derecha y cuando la apartó de su cara se fijó en un portarretratos que descansaba en el aparador. Era una fotografía enmarcada de un niño vestido de comunión. Juan tuvo un nuevo impulso, posiblemente motivado por su afición al cine negro. Lo agarró, le dio la vuelta y retiró el cartón de la parte trasera en busca de algún secreto. No se equivocó. Allí había una tarjeta postal de Bangkok y una fotografía en la que aparecían tres adolescentes pasándose los brazos por los hombros. Identificó a Pascual por la otra foto del marco. Era el del medio y aparentaba menos años que los otros dos chicos. «¿Por qué habrá escondido esta foto aquí? Es todo un enigma», reflexionó el periodista. La postal, por otra parte, era una burda manipulación. El remitente se había preocupado en trazar unos garabatos con faltas de ortografía a fin de que nunca lo identificaran.

«Ahora necesito saber qué ha pasado con el cadáver de la anciana. Si lo han incinerado, lo han enterrado en una fosa común o sigue todavía en el Anatómico Forense. Allí tengo a Marcos».

Juan miró su reloj: «Bueno, por hoy ya está bien. Esto puede esperar. Son casi las once. Mañana será otro día».