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Jueves, 1 de junio de 1995

Juan trabajaba afanosamente en su despacho porque quería cerrar pronto la sección de sucesos. Era jueves, 1 de junio, y tenía que estar en la parroquia de El Pozo antes de las ocho de la tarde. Necesitaba hablar con Amparo antes de que el monaguillo hiciera sonar la campanilla para el comienzo de la misa. Había preferido no adelantarle nada a su director Campaña hasta que no atara algunos cabos sueltos con la anciana.

Encima de su escritorio se acumulaba un buen montón de noticias de agencia que le iba entregando el mozo de teletipos. Lo de todos los días: asalto a una joyería, varios accidentes de circulación, un cura destituido en Barcelona por abuso de menores, unos vecinos de El Molar que intentan linchar a tres marroquíes, la detención de cuatro skins, un crimen pasional y una anciana muerta en Vallecas por un escape de gas.

A las siete salió de estampida por la rampa del parking del periódico. Nunca había estado en El Pozo, así que necesitaba tiempo de sobra por si se perdía por el extrarradio de Madrid. Para orientarse, había colocado en el asiento del acompañante una fotocopia desplegada del callejero de Madrid. Juan creía que por la M-30 y la avenida de Entrevías podía llegar antes, pero a esa hora siempre había atasco en la capital. Madrid no era una ciudad que se caracterizara por su buena señalización. Además, ese arrabal estaba sin urbanizar y muchas de sus calles seguían sin asfaltar. El barrio creció de manera anárquica extramuros de la capital en la década de los cincuenta para dar cobijo a miles de familias de inmigrantes sin posibilidades económicas. Camilo José Cela tenía razón cuando dijo: «Luchamos para conseguir un monstruo de ciudad y hemos levantado una ciudad monstruo». Juan pensaba en ello cada vez que golpeaba el volante tras equivocarse de avenida.

Tuvo que reiniciar varias veces su ruta porque no encontraba la vía adecuada hasta que se topó con la calle La Mancha y después accedió a la Ronda del Sur. Desde allí se dirigió a un descampado por la calle de Hornachos. Finalmente, el periodista aparcó en la misma puerta de la parroquia Nuestra Señora del Pozo. Si no fuera por una gran cruz que coronaba su fachada aquello podría ser una nave industrial prefabricada. Una vez dentro, también observó que la decoración de aquel templo nunca destacaría por sus materiales nobles, que era como gustaban las iglesias a la mayoría de los feligreses. El templo, levantado por un grupo de sacerdotes progresistas, seguidores del padre Llanos y de la Teología de la Liberación, disponía de lo más elemental para el culto: unos bancos de madera sin barnizar, un atril que sustituía a los altares de oro y mármol y una figura de Jesucristo clavado en la cruz, esculpida en un tronco, que colgaba de la pared. El cáliz y la patena de la comunión tampoco eran de oro, sino de barro cocido. Aquellos sacerdotes practicaban Con el ejemplo: durante el día trabajaban en la construcción y, por la tarde-noche, celebraban la misa a sus feligreses. «Ora cojo la pala, ora cojo el misal». Aquel escenario se prestaba a un chiste fácil y tal cual se le ocurrió a Juan, que en los consejos de redacción destacaba por su fina ironía.

No habría más de quince feligreses en el templo, la mayoría mujeres de avanzada edad. En un principio, Juan creyó que se había equivocado de iglesia, porque no veía a Amparo y los asistentes vestían de luto. Más que una misa vespertina aquello parecía una ceremonia de difuntos. Se quedó cerca de la puerta con la espalda apoyada en la pared a la espera de que llegara la anciana. Pero el párroco inició la liturgia.

—Estamos aquí reunidos para honrar la memoria de nuestra amiga y vecina. Nos hemos juntado para rezar por su alma. Una desgracia la ha apartado de nosotros y todos unidos vamos a recordarla con esta ceremonia. Os invito a que participéis de la sagrada eucaristía en honor de nuestra hermana. Ella que tanto nos dio, ahora debe recibir nuestra oración. Todos juntos vamos a rezar un padrenuestro como solía hacer Amparo todos los jueves. Vamos a pedir al Señor que la reciba en sus brazos en compañía de su hijo Pascual, que también nos dejó hace más de diez años. En el nombre de Dios… Padre nuestro…

Juan se quedó petrificado. Se le hizo un nudo en la garganta y le entraron ganas de vomitar el pincho de tortilla que había engullido en su despacho a media tarde, pues ese día, como muchos otros, tampoco había tenido tiempo para almorzar. Instintivamente, descartó que la muerte de Amparo fuera accidental, pero carecía de datos. «Algo hemos hecho mal. La han matado», se flagelaba una y otra vez. No encontraba explicación. ¿Qué había fallado? Él no había cometido ninguna indiscreción. Por no hablar, no se lo había contado ni a su director. Se habían conocido hacía tan sólo tres días y nadie más conocía la existencia de la carta. Algo no cuadraba. Y tenía que ver con el rezo del sacerdote. De repente, como si se tratara de un martillazo, una de las frases del cura golpeó su cerebro: «… en compañía de su hijo Pascual, que nos dejó hace más de diez años». Juan permaneció unos minutos intrigado, removiendo como una batidora toda la información sobre Amparo que guardaba en el disco duro de su memoria: «¿Y cómo sabe el cura que su hijo murió hace más de diez años? Se lo contaría la anciana. Y de paso, ¿por qué no mostrarle también la carta?». La anciana no le había contado la verdad. Le había dejado leer la carta al párroco de El Pozo del Tío Raimundo. Un cura obrero, seguidor del movimiento Forja. Un grupo de cristianos que habían combatido la dictadura desde las instituciones, pero que acabó agujereado como un queso gruyer por soplones de la policía. En Forja, como en otros movimientos antifranquistas, sufrieron la infiltración de agentes de los servicios secretos para acabar con el sindicalismo de izquierda y con los curas rojos.

Juan seguía atormentándose; buscaba una explicación, ajena a él, que no lo responsabilizara de la muerte de Amparo. Estaba convencido de que se trataba de un crimen. No necesitaba más datos. «Una desgracia la ha apartado de nosotros», había señalado el sacerdote. De repente, cayó en la cuenta de uno de los teletipos que habían pasado por su mesa, al que no le había dado la menor importancia: «Anciana muerta en Vallecas por escape de gas» «Era Amparo —afinó Juan—. Claro, El Pozo pertenece a Vallecas y así lo ha recogido la agencia».

El periodista seguía confundido, pero no le gustaba la manera como el sacerdote le inspeccionaba desde el altar. Aquella mirada era más inquisitorial que indulgente. Esperó a que acabara la misa y se acercó a la sacristía en su busca.

—Buenas noches. Soy sobrino de Amparo. Ha llamado la policía a casa y he venido a…

Antes de que finalizara la frase, el cura lo interrumpió:

—¿Cómo me ha dicho que se llama? —No. Perdone, no se lo he dicho. Soy Raúl Pérez Candela. Amparo era mi tía por parte de madre. Apenas nos veíamos y estaba muy sola desde que mi primo se fue a vivir a Tailandia, según le contó a mi madre en una ocasión.

—Su tía falleció el lunes en un lamentable accidente. Al parecer, así me lo ha hecho saber una feligresa, se dejó el gas del infiernillo abierto y murió asfixiada. Una desgracia. Era una gran persona. Nos ayudaba en las tareas de desintoxicación de drogadictos.

—Una pregunta: ¿por qué ha dicho usted que se reunirá en el cielo con mi primo Pascual? Nunca nos dijo que hubiera muerto.

El sacerdote encajó el golpe de Juan y le contestó con naturalidad, sin mostrar nerviosismo.

—Ha transcurrido tanto tiempo sin tener noticias suyas que he dado por hecho que también ha muerto. Buenas noches, si no tiene nada más que comentar debo dejarle. Me llaman otras obligaciones. Perdone.

Y el cura le extendió la mano para dar por finalizada la conversación.

Juan salió corriendo del templo en busca de una cabina. Tenía una corazonada y necesitaba hablar con el jefe de seguridad del periódico para despejarla.

Cuando el párroco se cercioró de que Juan había desaparecido, descolgó el teléfono de la sacristía y marcó un número de Madrid. Aquel hombre de Dios estaba ungido por un don divino, porque seguía sin perder la compostura.

—¿Arturo? Como te dije: lo sabe todo. Acaba de abandonar la parroquia. Ahora es todo vuestro.

A la tercera cabina, Juan logró encontrar un teléfono que funcionara.

—¿Isabel? Soy Juan. Necesito hablar con Manrique. Es urgente.

—Por la hora que es, creo que se habrá ido ya. Espera… Has estado de suerte, te lo paso. —Dime, Juan.

—Tienes que esperarme unos minutos hasta que llegue al periódico. Necesito verte cuanto antes. —Pero, tío, si son ya casi las nueve de la noche. ¿Tan importante es que no podemos dejarlo para mañana?

—Manrique, hazme el favor. Si no fuera así, ¿crees que te haría perder el tiempo? Estoy ahí en quince minutos.

—Vale. Pero no te retrases ni un minuto. Si tardas más de media hora, me las piro. ¿Entendido? Te lo digo en serio. Que te conozco.

—Te lo prometo. Ah, una cosa más. Para ganar tiempo. Por favor, ten a mano las cintas de la cámara de seguridad de la puerta principal del periódico. Me vale lo grabado entre las diez y las doce horas del lunes pasado, el 29 de mayo. Ah… no cuelgues. Necesito algo más: la identidad completa de una tal Amparo Candela. Estuvo el lunes en la redacción conmigo y, por narices, tuvo que registrarse antes.

En veinte minutos Juan estaba aparcando su Rover 405 en el garaje de El Universal. El despacho de Manrique estaba en un anejo al edificio principal, al que se accedía por un patio interior y un largo pasadizo. Cada vez que atravesaba aquel pasillo, Juan comentaba: «Esto no aparece en los planos de los técnicos del alcalde Álvarez del Manzano. Seguro». Cuando llamó a la puerta de aquel minúsculo despacho, se encontró a Manrique con gesto de pocos amigos, visionando la cinta VHS en un pequeño monitor.

—Juan, porque eres tú, pero me has gastado una buena putada. Había quedado con unos amigos en el pub para ver el partido del Madrid.

—No te quejes. Sólo son cinco minutos. Llegas a la segunda parte. Ya te compensaré con dos entradas para el partido de vuelta en el Santiago Bernabéu. ¿Has visto algo raro?

—Una señora despidiéndose de ti en la puerta y su llegada al edificio una hora antes.

—¿Nada más? Manrique, hagamos una cosa, si no te importa. Tú vete a ver el partido y yo mañana te devuelvo la cinta.

—Ni hablar. Estás loco. Me juego el tipo. Esta cinta no sale de aquí si no es conmigo. Te doy quince minutos para que mires y rebobines lo que quieras, el tiempo que tardo en ir a que me den novedades los vigilantes. Ni un minuto más. Hasta ahora. Y no andes removiendo papeles, que te conozco.

Juan rebobinó aceleradamente la escena de la llegada de la anciana al diario y se detuvo en el momento de la despedida. El plano de enfoque de la cámara no abarcaba mucho, pero sí se veía toda la calle hasta la acera de enfrente, y algo más de los grados que ocupa la fachada del edificio. A simple vista, todo parecía normal, pero su olfato periodístico le decía que algo fallaba. De repente, detuvo la imagen en una pareja que hacía manitas apostados en una motocicleta de gran cilindrada. Cuando estaba tomando nota del número de matrícula pudo ver cómo el conductor hacía unas fotografías de forma subrepticia.

—¡Hijos de puta!, —exclamó el reportero—. Ya la teníais mordida. Estáis cazados. La matrícula me dirá quiénes sois.

Le dio a un botón e imprimió la imagen ampliada.

Se fijó en un barrendero y obtuvo otra copia en papel.

—Éste no ha recogido hojas en su vida. Lleva un traje recién estrenado. ¿En manos de quiénes estamos?

Cuando regresó Manrique, el periodista ya había acabado de visionar la cinta.

—¿Qué? ¿Has encontrado lo que buscabas? Yo cierro el chiringuito y me voy.

—Todo ha sido una falsa alarma, pero no destruyas la cinta. Puede servirnos más adelante. —No te preocupes, porque tenemos instrucciones de no borrarlas durante un par de meses. El director quiere que se conserven. Y ya sabes cómo se pone Eduardo Campaña cuando no le hacemos caso. Se me olvidaba, la señora que te visitó se llama Amparo Candela Fernández.

—Gracias. Te dejo. La semana que viene te doy las entradas. No lo olvido.

Juan subió a su despacho e hizo un par de llamadas. Antes, en el ascensor, tuvo tiempo para que su mente maquinara otra corazonada.