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Juan extendió el brazo de manera instintiva para coger a Amparo por sorpresa. No le dejó ningún margen para la duda. La anciana sacó el sobre del bolso y se lo cedió con mano temblorosa. Sabía que, a partir de ese momento, ya no había marcha atrás. Dejaba de ser el guardián de sus secretos y los confiaba plenamente a una persona a la que acababa de conocer hacía diez minutos. «No debería ser demasiado confiada». Cedía porque la sinceridad y la ternura de Juan la habían conquistado. No sabía nada de él pero, en tan sólo unos minutos, el periodista había roto el cerco que la anciana había construido para proteger su corazón. Amparo era una de esas mujeres primarias que tienen la certeza de que las desgracias vienen acompañadas de más desgracias. No estaba convencida de que su iniciativa sirviera para obtener buenos resultados. Nadie había hecho nada por ella en sus casi setenta años de vida, excepto el párroco de El Pozo del Tío Raimundo.

Juan manoseó el sobre antes de abrirlo. Lo palpó con tacto, como si se tratara de un incunable. Se recreó inspeccionando su anverso y su reverso. Sacó una lupa del cajón, para ver con claridad el matasellos de correos.

—Señora, esta carta se la han remitido desde Madrid. Tiene el matasellos de Chamartín, porque allí, en la estación ferroviaria, está uno de los centros más importantes de redistribución de correos. Pero eso no quiere decir nada. Hemos recibido otros sobres en el periódico con la misma marca, y después el remitente no residía en Madrid. ¿Coincide esta fecha —17 de mayo de 1995— con el día en que recibió la carta?

—Sí. El 17 de mayo es el día en que nació mi Pascualín. Quien me envió la carta lo sabía. No es una coincidencia. Yo la recibí el lunes pasado, el 22. Hoy estamos a 29; ha transcurrido por tanto una semana. El tiempo que he tardado en decidir si venía a hablar con ustedes.

—Amparo, póngase usted por unos instantes en la piel de la persona que le ha mandado la carta. Quiere que sepa que no es ni un indocumentado ni un chalado. Por eso manda mensajes encubiertos. Si ha decidido dar ese paso tan valiente es porque ha intuido que usted no iba a permanecer callada. El remitente anónimo sabe que usted va a luchar hasta el final para que se sepa la verdad. Generalmente se trata de una persona que, dando ese paso, pretende reencontrarse con su conciencia. No es la primera vez que me topo con una personalidad así. Esté tranquila, porque no le importa que la carta llegue a la prensa.

—Pero él me dice que tenga cuidado, que mi vida corre peligro. Que no hable ni con jueces ni con policías.

—No se preocupe. El remitente sabe lo que se hace. ¿Me permite que lea la carta?

—Es toda suya.

Juan abrió con cuidado el sobre maltrecho y deslizó con delicadeza sus delgados dedos en su interior, de donde sacó tres cuartillas dobladas y escritas a máquina. Estaban tan arrugadas que levantó la mirada para recriminar a Amparo el poco esmero con el que las había manipulado. Ella se dio por enterada.

—Sí. Es culpa mía. Están tan manoseadas porque he dormido más de una noche con esos folios entre mis manos. Así me sentía más cerca de mi Pascualín.

—No se preocupe, señora. No se lo censuro. Lo entiendo. No es una prueba forense. Se puede leer bien.

Juan se centró en la lectura.

Sufrida señora:

No la conozco personalmente ni usted me conoce a mí. Lo más fácil habría sido dejar pasar el tiempo, pero mi conciencia no puede soportarlo más. Habré estado una veintena de veces delante de su casa, pero nunca me atreví a llamar a la puerta. Sé que estas palabras van a provocarle dolor, mucho dolor, pero también sosiego. Señora, su hijo Pascual lleva muerto doce años, desde aquel día que no regresó a casa. Yo participé en su secuestro y en su posterior muerte. La amargura me persigue desde entonces en todos mis sueños. Es una penitencia que pretendo aliviar con estas notas. Usted, como toda madre, tiene derecho a conocer la verdad sobre la suerte que corrió su hijo. Aquellas cartas que recibió con matasellos de Tailandia, en las que le informaba de su nueva vida, eran falsas. Se las remitió un compañero del servicio secreto, que se desplazó dos o tres veces a Bangkok para así confundirla. Su hijo jamás viajó a Asia. Era un montaje del servicio, del CESID, para que usted no reclamara ayuda a nadie.

Juan levantó la mirada y se dirigió a Amparo con un tono de voz entrecortado a causa de la excitación que le provocaba la lectura de aquellas líneas. Intuía que se enfrentaba al caso de su vida. Ya estaba harto de crímenes pasionales y de bandas de delincuentes de medio pelo. Sus dos compañeros del periódico, los expertos en periodismo de investigación, se llevaban todos los laureles mientras él curraba doce horas al día. Estaba convencido de que la carta contenía datos fidedignos para que un juez con redaños sacudiera el polvo de las alfombras de los servicios secretos españoles. No se trataba ni de escuchas ni de espionaje. El remitente, tal vez un agente del CESID, confirmaba que habían asesinado a un pobre desgraciado. La opinión pública debía saberlo. Juan destacó la honradez y la valentía de aquel anónimo remitente.

—Esta persona se mueve en un campo de minas. Se está jugando el tipo, señora. Debe de estar muy mal para actuar así. Agradézcaselo. Ha tenido suerte. Uno entre tres mil. Nadie actuaría así, con tanta osadía. Esta gente, si se trata de un espía, se maneja con unos códigos de honor que los hace cómplices de un crimen de Estado. ¿Ha oído hablar de los GAL?

Ante la cara de confusión de Amparo, Juan continuó leyendo la carta.

No puedo ayudarla a que Pascual recobre la vida o a recuperar sus restos, pero sí puedo desvelarle lo que ocurrió. ¿Por qué le cuento todo esto, ahora, doce años después? Porque los ojos agonizantes de su hijo han estado persiguiéndome todo ese tiempo. Soy creyente y quiero reconciliarme con el Santísimo. Señora, yo participé en su secuestro y muerte. Falleció entre mis brazos, sin que pudiera hacer nada para reanimarlo. ¿Qué culpa tuvo su hijo? Ninguna. Todo respondía a un juego de espías, a una operación macabra, ideada y diseñada por mis jefes, con conexiones con la embajada americana y grupos neonazis. La única culpa de Pascual fue hallarse en el lugar y en la hora equivocada de aquel día de la misión secreta del servicio. No voy a extenderme en más datos para no perjudicar a otros compañeros que me acompañaron en el plan, pero sí tengo que reconocerle que todo fue un accidente. Aunque un accidente provocado por nuestros superiores. Necesitábamos probar los efectos de una droga que iba a ser utilizada en una operación antiterrorista y elegimos a su hijo de cobaya. Y lo peor: la elección de su hijo fue mía. Pensábamos que iba a resultar inocuo, pero su corazón no aguantó. Murió en unos segundos, sin sufrimiento. Posiblemente, contribuyó a ello su salud tan endeble por los efectos de un consumo abusivo de la heroína. No me malinterprete: no busco ninguna justificación. Sólo nosotros fuimos los culpables. Y usted se preguntará: ¿por qué mi hijo una cobaya? Escribo estas líneas doce años después y no logro detener las lágrimas. ¿Por qué su hijo? Porque, según el plan de mis jefes, a Pascual nadie lo reclamaría y ninguna instancia policial o judicial emprendería una investigación para su localización. Así de cruel es la vida. Nadie movería un dedo por un drogadicto que podría haber fallecido por una sobredosis de heroína. Pascual se ajustaba al perfil más adecuado por si fallaba algo en el operativo.

Sé que escribiendo esta carta corro el riesgo de que mis excompañeros tomen represalias contra mí. Algunos de ellos ocupan hoy altos cargos de la Seguridad del Estado. Si descubren esta carta puedo ser hombre muerto, pero ya no me importa. Abandoné el servicio tras la muerte de su hijo por remordimiento de conciencia. Ahora soy otro hombre. No me importa que me peguen un tiro en la cabeza. Dejé de existir aquella mañana de septiembre de 1983.

Sé que nada puedo hacer por usted, pero usted sí puede hacer mucho por mí: perdonarme y rezar por mi alma. Así podré recuperar el sueño. Podría pedirle que destruyera esta carta cuando haya terminado de leerla, pero no me queda valor después de lo sucedido. Haga con ella lo que quiera. Sólo le ruego que no acuda a la policía ni a la justicia, porque su vida también podría correr peligro. Hay mucha gente con poder que jamás consentirá que lo que le cuento vea la luz. Es gente perversa que puede lograr que usted también desaparezca. Supongo que esa amenaza para nada impresionará a una madre destrozada por las sombras del pasado. Por favor, hágame caso, olvide todo esto, cuídese y rece por el recuerdo de su hijo. Yo rezo todos los días.

Un pobre desgraciado que no olvida los ojos moribundos de Pascual. Juan seguía alterado y emocionado por la intensidad de la carta. No se había equivocado: se trataba de un agente secreto. Jamás había leído algo tan emotivo. Permaneció callado un instante, porque no sabía qué decirle a la anciana. Pronto comprendió que el cronómetro se había activado y que él era el tercero de la lista de los testigos comprometidos. Desde ese momento, su vida se adentraba en una espiral de riesgo. Amparo había derramado unas lágrimas y esperaba instrucciones del periodista.

—Uf… Uf… Esto es nitroglicerina. Me he quedado impresionado, señora. ¿Alguien más, además de usted y yo, conoce la existencia de esta carta?

—No. No he hablado con nadie. Por eso quería entrevistarme con su director.

—Señora, creo que deberíamos mantener esto en secreto hasta que haga las primeras averiguaciones. —A Juan le salió la vena periodística—. Todo puede ser un montaje o un engaño. Entiéndame. El contenido de la carta aporta suficientes datos para cerciorarnos, perdón, para asegurarnos de que todo esto es verdad. Hay que verificar su contenido y para ello no puedo llamar a cualquier persona. Correríamos un gran riesgo. Un mal paso, nos llevaría a usted y a mí a la tumba. Y eso sería lo último que desearía en esta vida. Le rogaría, ahora se lo pido yo, que no hable de esto con nadie. Espere a que me ponga en contacto con usted y le cuente algo. ¿Me entiende? ¿Es éste su domicilio actual?

Juan señaló con el dedo índice la dirección que figuraba en el sobre.

—¿Puedo llamarla a algún número de teléfono?

El periodista, sin pedir permiso a Amparo, se levantó y se dirigió a una pequeña fotocopiadora de la redacción muy próxima a su despacho. Quería quedarse con una copia de la carta, así que no preguntó, para no darle a la anciana la oportunidad de negárselo. Amparo se mostró de acuerdo. Pensó: «Si el chico va a investigar, ¿por qué no va a tener una copia en su poder? Ahora los dos viajamos en el mismo carro».

Juan devolvió a Amparo la carta y volvió a hacer la misma pregunta.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted? ¿Tiene un número de teléfono?

—No tengo teléfono, pero todos los jueves asisto a misa en la parroquia a las ocho de la tarde. Allí puede encontrarme. En la parroquia de El Pozo del Tío Raimundo. ¿Necesita algo más de mí?

—Por hoy, basta. Pero me gustaría conocer más cosas de su hijo cuando avancemos en la historia. Bueno, perdone, cuando avancemos en la investigación, quiero decir.

Amparo se sintió herida.

—Voy a pedirle una cosa más: no rebusque en los antecedentes de mi hijo. Está muerto y no debemos emborronar su nombre. Era un toxicómano y punto. Hay que encontrar a los asesinos.

Juan se levantó, se acercó a la anciana para darle la mano y ésta se le adelantó y le dio dos besos. Cuando Amparo se giró para dejar el despacho, el reportero la siguió y le dijo:

—La acompaño a la puerta.

Juan se mostró tan galante que la condujo hasta la mismísima entrada del edificio. Antes de abandonarlo, Amparo se despidió de la recepcionista y le dio las gracias.

—Señorita, ha dado usted con la persona adecuada —dijo refiriéndose a Juan.

Ya en la calle, el reportero se despidió con otros dos besos y le aseguró:

—Pronto tendrá noticias mías. No hable de esto con nadie. Con nadie. Hágame caso.

Ni el reportero ni la anciana se percataron de que, muy cerca de allí, desde la acera de enfrente, una pareja de jóvenes que jugueteaban amorosamente los fotografiaban con un potente objetivo, los mismos que utilizaban los paparazzi para cazar a los famosos. Juan, un avezado periodista, quizá confiado por la rotundidad con la que Amparo le había asegurado que ellos dos eran los únicos que conocían la existencia de la misiva, no se dio cuenta del dispositivo de vigilancia que tenía tomada la zona. El periodista y la anciana apenas cruzaron palabra en la calle, pero la frase de despedida de Juan disparó las alarmas del núcleo más duro del CESID.

Amparo caminó despreocupada por la acera de López de Hoyos sin saber lo que se cernía sobre sus espaldas.